TESTAMENTO DE SANTA CLARA
Forma A
En el nombre del
Señor. Amén.
Entre los otros
beneficios que hemos recibido y recibimos cada día de nuestro espléndido
benefactor el Padre de las misericordias (cf. 2 Cor 1,3), y por los que más
debemos dar gracias al Padre glorioso de Cristo, está el de nuestra
vocación, por la que, cuanto más perfecta y mayor es, más y más deudoras le
somos. Por lo cual dice el Apóstol: Reconoce tu vocación (cf. 1 Cor
1,26). El Hijo de Dios se ha hecho para nosotras camino (cf. Jn 14,6), que
con la palabra y el ejemplo nos mostró y enseñó nuestro bienaventurado padre
Francisco, verdadero amante e imitador suyo.
Por tanto, debemos
considerar, amadas hermanas, los inmensos beneficios de Dios que nos han sido
concedidos, pero, entre los demás, aquellos que Dios se dignó realizar en
nosotras por su amado siervo nuestro padre el bienaventurado Francisco, no
sólo después de nuestra conversión, sino también cuando estábamos en la
miserable vanidad del siglo. Pues el mismo Santo, cuando aún no tenía
hermanos ni compañeros, casi inmediatamente después de su conversión, mientras
edificaba la iglesia de San Damián, donde, visitado totalmente por la
consolación divina, fue impulsado a abandonar por completo el siglo, profetizó
de nosotras, por efecto de una gran alegría e iluminación del Espíritu Santo,
lo que después el Señor cumplió. En efecto, subido en aquel entonces sobre
el muro de dicha iglesia, decía en alta voz, en lengua francesa, a algunos
pobres que moraban allí cerca: «Venid y ayudadme en la obra del monasterio
de San Damián, porque aún ha de haber en él unas damas, por cuya vida
famosa y santo comportamiento religioso será glorificado nuestro Padre
celestial en toda su santa Iglesia».
En esto, por tanto, podemos considerar la copiosa benignidad de Dios para con nosotras; Él, por su abundante misericordia y caridad, se dignó decir, por medio de su Santo, estas cosas sobre nuestra vocación y elección. Y no sólo de nosotras profetizó estas cosas nuestro bienaventurado padre Francisco, sino también de las otras que habían de venir a la santa vocación a la que el Señor nos ha llamado.
¡Con cuánta
solicitud, pues, y con cuánto empeño de alma y de cuerpo no debemos guardar los
mandamientos de Dios y de nuestro padre [Francisco] para que, con la ayuda del
Señor, le devolvamos multiplicado el talento recibido! Porque el mismo
Señor nos ha puesto como modelo que sirva de ejemplo y espejo no sólo a los
otros, sino también a nuestras hermanas, a las que llamará el Señor a nuestra
vocación, para que también ellas sirvan de espejo y ejemplo a los que
viven en el mundo. Así pues, ya que el Señor nos ha llamado a cosas tan
grandes, a que puedan mirarse en nosotras las que son para los otros ejemplo y
espejo, estamos muy obligadas a bendecir y alabar a Dios, y a confortarnos
más y más en el Señor para obrar el bien. Por lo cual, si vivimos según la
sobredicha forma, dejaremos a los demás un noble ejemplo y con un brevísimo
trabajo ganaremos el premio de la eterna bienaventuranza.
Después que el
altísimo Padre celestial se dignó iluminar con su misericordia y su gracia mi
corazón para que, siguiendo el ejemplo y la enseñanza de nuestro bienaventurado
padre Francisco, yo hiciera penitencia, poco después de su conversión,
junto con las pocas hermanas que el Señor me había dado poco después de mi
conversión, le prometí voluntariamente obediencia, según la luz de su
gracia que el Señor nos había dado por medio de su admirable vida y
enseñanza. Y el bienaventurado Francisco, considerando que si bien éramos
frágiles y débiles según el cuerpo, no rehusábamos ninguna necesidad, pobreza,
trabajo, tribulación o menosprecio y desprecio del siglo, antes al
contrario, los teníamos por grandes delicias, como a ejemplo de los santos y de
sus hermanos había comprobado frecuentemente en nosotras, se alegró mucho en el
Señor; y movido a piedad hacia nosotras, se obligó con nosotras a tener
siempre, por sí mismo y por su Religión, un cuidado amoroso y una solicitud
especial de nosotras como de sus hermanos.
Y así, por voluntad
de Dios y de nuestro bienaventurado padre Francisco, fuimos a morar junto a la
iglesia de San Damián, donde el Señor, en poco tiempo, nos multiplicó por
su misericordia y gracia, para que se cumpliera lo que el Señor había predicho
por su Santo; pues antes habíamos permanecido en otro lugar, aunque por
poco tiempo.
Después, escribió
para nosotras una forma de vida, sobre todo para que perseveráramos siempre en
la santa pobreza. Y no se contentó con exhortarnos durante su vida con
muchas palabras y ejemplos al amor de la santísima pobreza y a su observancia,
sino que nos entregó varios escritos para que, después de su muerte, de ninguna
manera nos apartáramos de ella, como tampoco el Hijo de Dios, mientras
vivió en el mundo, jamás quiso apartarse de la misma santa pobreza. Y
nuestro bienaventurado padre Francisco, habiendo imitado sus huellas (cf. 1 Pe
2,21), su santa pobreza que había elegido para sí y para sus hermanos, no se
apartó en absoluto de ella mientras vivió, ni con su ejemplo ni con su
enseñanza.
Así pues, yo, Clara,
sierva, aunque indigna, de Cristo y de las hermanas pobres del monasterio de
San Damián, y plantita del santo padre, considerando con mis otras hermanas
nuestra profesión tan altísima y el mandato de tan gran padre, y también
la fragilidad de las otras, fragilidad que nos temíamos en nosotras mismas
después de la muerte de nuestro padre san Francisco, que era nuestra columna y
nuestro único consuelo después de Dios, y nuestro apoyo, una y otra vez
nos obligamos voluntariamente a nuestra señora la santísima pobreza, para que,
después de mi muerte, las hermanas que están y las que han de venir de ninguna
manera puedan apartarse de ella.
Y así como yo
siempre he sido diligente y solícita en guardar y hacer guardar por las otras
la santa pobreza que hemos prometido al Señor y a nuestro bienaventurado padre
Francisco, así también aquellas que me sucedan en el oficio estén
obligadas hasta el fin a guardar y a hacer guardar, con el auxilio de Dios, la
santa pobreza. Más aún, para mayor cautela me preocupé de hacer corroborar
nuestra profesión de la santísima pobreza, que hemos prometido al Señor y a
nuestro bienaventurado padre, con los privilegios del señor papa Inocencio, en
cuyo tiempo comenzamos, y de otros sucesores suyos, para que de ninguna
manera nos apartáramos nunca de ella.
Por lo cual, de
rodillas y postrada en cuerpo y alma, recomiendo todas mis hermanas, las que
están y las que han de venir, a la santa madre Iglesia Romana, al sumo
Pontífice y, de manera especial, al señor cardenal que fuere designado para la
Religión de los Hermanos Menores y para nosotras, a fin de que, por amor
de aquel Dios que pobre fue acostado en un pesebre (cf. Lc 2,12), pobre vivió
en el siglo y desnudo permaneció en el patíbulo, haga que siempre su
pequeña grey (cf. Lc 12,32), que el Señor Padre engendró en su santa Iglesia
por medio de la palabra y el ejemplo de nuestro bienaventurado padre san
Francisco para seguir la pobreza y humildad de su amado Hijo y de la gloriosa
Virgen su Madre, guarde la santa pobreza que hemos prometido a Dios y a
nuestro bienaventurado padre san Francisco, y se digne animarlas y conservarlas
siempre en ella.
Y así como el Señor
nos dio a nuestro bienaventurado padre Francisco como fundador, plantador y
ayuda nuestra en el servicio de Cristo y en las cosas que hemos prometido al
Señor y a nuestro bienaventurado padre, quien también, mientras vivió, se
preocupó siempre de cultivarnos y animarnos con la palabra y el ejemplo a
nosotras, su plantita, así recomiendo y confío mis hermanas, las que están
y las que han de venir, al sucesor de nuestro bienaventurado padre Francisco y
a toda la Religión, a fin de que nos ayuden a progresar siempre hacia lo
mejor para servir a Dios y, de manera especial, para guardar mejor la santísima
pobreza.
Y si en algún tiempo
ocurriera que dichas hermanas abandonaran el mencionado lugar y se trasladaran
a otro, que estén, sin embargo, obligadas, dondequiera que se encuentren
después de mi muerte, a guardar la sobredicha forma de pobreza, que hemos
prometido a Dios y a nuestro bienaventurado padre Francisco.
Con todo, tanto la
que esté entonces en el oficio [la abadesa] como las otras hermanas sean
solícitas y providentes para que, en torno del sobredicho lugar, no adquieran o
reciban más terreno del que exija la extrema necesidad como huerto para
cultivar hortalizas. Y si en algún lugar conviniera tener más tierra fuera
de la cerca del huerto, para el decoro y aislamiento del monasterio, no
permitan que se adquiera ni tampoco reciban sino cuanto exija la extrema
necesidad; y que esa tierra no se cultive ni se siembre en absoluto, sino
que permanezca siempre baldía e inculta.
Amonesto y exhorto
en el Señor Jesucristo a todas mis hermanas, las que están y las que han de
venir, que se apliquen siempre con esmero a imitar el camino de la santa
simplicidad, humildad, pobreza, y también el decoro del santo comportamiento
religioso, tal como desde el inicio de nuestra conversión nos lo han
enseñado Cristo y nuestro bienaventurado padre Francisco. A causa de lo
cual, no por nuestros méritos, sino por la sola misericordia y gracia del
espléndido bienhechor, el mismo Padre de las misericordias (cf. 2 Cor 1,3)
esparció el olor de la buena fama (cf. 2 Cor 2,15), tanto entre los que están
lejos como entre los que están cerca. Y amándoos mutuamente con la caridad
de Cristo, mostrad exteriormente por las obras el amor que tenéis
interiormente, para que, estimuladas por este ejemplo, las hermanas
crezcan siempre en el amor de Dios y en la mutua caridad.
Ruego también a
aquella que tenga en el futuro el oficio de las hermanas que se aplique con
esmero a presidir a las otras más por las virtudes y las santas costumbres que
por el oficio, de tal manera que sus hermanas, estimuladas por su ejemplo,
la obedezcan no tanto por el oficio, cuanto más bien por amor. Sea también
próvida y discreta para con sus hermanas, como una buena madre con sus
hijas, y, de manera especial, que se aplique con esmero a proveerlas, de
las limosnas que el Señor les dará, según la necesidad de cada una. Sea
también tan benigna y afable, que puedan manifestarle tranquilamente sus
necesidades, y recurrir a ella confiadamente a cualquier hora, como les
parezca conveniente, tanto para sí como para sus hermanas.
Mas las hermanas que
son súbditas recuerden que, por Dios, negaron sus propias voluntades. Por
eso, quiero que obedezcan a su madre, como lo han prometido al Señor, con una
voluntad espontánea, para que su madre, viendo la caridad, humildad y
unión que tienen entre ellas, lleve más ligeramente toda la carga que por razón
del oficio soporta, y lo que es molesto y amargo, por el santo
comportamiento religioso de ellas se le convierta en dulzura.
Y porque son
estrechos el camino y la senda, y es angosta la puerta por la que se va y se
entra en la vida, son pocos los que caminan y entran por ella (cf. Mt
7,14); y si hay algunos que durante un cierto tiempo caminan por la misma,
son poquísimos los que perseveran en ella. ¡Bienaventurados de veras
aquellos a quienes les es dado caminar por ella y perseverar hasta el fin (cf.
Mt 10,22)!
Por consiguiente, si
hemos entrado por el camino del Señor, guardémonos de apartarnos nunca en lo
más mínimo de él por nuestra culpa e ignorancia, para que no hagamos
injuria a tan gran Señor y a su Madre la Virgen y a nuestro bienaventurado
padre Francisco, y a la Iglesia triunfante y también a la militante. Pues
está escrito: Malditos los que se apartan de tus mandamientos (Sal
118,21).
Por eso doblo mis
rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo (Ef 3,14), para que,
teniendo a nuestro favor los méritos de la gloriosa Virgen santa María, su
Madre, y de nuestro bienaventurado padre Francisco y de todos los santos, el
mismo Señor que dio el buen principio, dé el incremento (cf. 1 Cor 3,6-7), y dé
también la perseverancia final. Amén.
Para que mejor pueda
ser observado este escrito, os lo dejo a vosotras, carísimas y amadas hermanas
mías, presentes y futuras, en señal de la bendición del Señor y de nuestro
bienaventurado padre Francisco, y de la bendición mía, vuestra madre y sierva
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