El nacimiento del Señor
1. Nada tiene de extraño el que ningún pensamiento, ninguna palabra humana, sea suficiente cuando nos aprestamos a alabar al Hijo de Dios tal como es junto al Padre, coeterno e igual a él, hijo en quien fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles; Palabra de Dios y Dios, vida y luz de los hombres. Pues ¿cómo podrá nuestra lengua alabar dignamente a quien aún no puede ver nuestro corazón, único ojo capaz de verlo a condición de purificarse de toda maldad y sanar la propia debilidad? Entonces, los que tengan limpio ya el corazón serán dichosos, porque verán a Dios. Nada tiene de extraño, repito, que no encontremos palabras para decir la única Palabra en la que se dijo que existiéramos quienes hemos de decir algo de ella. Estas palabras pensadas y expresadas las forma nuestra mente, que, a su vez, es formada por la Palabra. Ni crea el hombre las palabras del mismo modo que él es creado por la Palabra, puesto que tampoco el Padre engendró a su única Palabra del mismo modo que hizo todas las cosas mediante la Palabra. Así , pues, Dios engendró a Dios, pero el que engendra y el engendrado son, al mismo tiempo, un solo Dios. En cambio, Dios hizo también el mundo, pero el mundo pasa y Dios permanece. Y como las cosas hechas no se hicieron a sí mismas, de idéntica manera nadie hizo a aquel por quien pudieron ser hechas todas las cosas. Por tanto, nada tiene de extraño que el hombre, una más entre las creaturas, no pueda expresar con palabras la Palabra por la que todo fue creado.
2. Dirijamos a esto nuestros oídos y nuestra atención por un momento; quizá podamos decir algo adecuado y digno referente no a aquello: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios, sino a esto otro: La Palabra se hizo carne; quizá podamos decir el motivo por el que habitó entre nosotros; quizá pueda ser decible dónde quiso ser visible. Por esto celebramos también este día en que se dignó nacer de una virgen, permitiendo que, de algún modo, su generación fuera narrada por los hombres. Más ¿quién narrará su generación, es decir, aquella que tuvo lugar en la eternidad, por la que nació Dios de Dios? Eternidad en la que no existe tal día que pueda ser celebrado solemnemente, que pasa para volver cada año, sino que permanece sin ocaso, porque tampoco tuvo aurora. Así, pues, la Palabra única de Dios, la vida y luz de los hombres, es el día eterno; en cambio, a éste, en que, unido a la carne humana, se hizo como esposo que sale de su lecho nupcial, ahora le llamamos hoy, pero mañana le llamaremos ayer. No obstante, el día de hoy nos lleva al día eterno, porque el día eterno, al nacer de la virgen, hizo sagrado el día de hoy. ¡Qué alabanzas proclamaremos, pues, al amor de Dios! ¡Cuántas gracias hemos de darle! Tanto nos amó que por nosotros fue hecho en el tiempo aquel por quien fueron hechos los tiempos, y en este mundo fue en edad menor que muchos de sus siervos el que era más antiguo que el mundo por su eternidad; tanto nos amó que se hizo hombre el que hizo al hombre, fue creado de una madre a la que él creó, fue llevado en las manos que él formó, tomó el pecho que él llenó y lloró en el pesebre la infancia muda, la Palabra sin la que es muda la elocuencia humana.
3. Considera, ¡oh hombre!, lo que vino a ser Dios por ti; aprende la doctrina de tan gran humildad de la boca del doctor que aún no habla. En otro tiempo, en el paraíso fuiste tan facundo que impusiste el nombre a todo ser viviente; a pesar de ello, por ti yacía en el pesebre, sin hablar, tu creador; sin llamar por su nombre ni siquiera a su madre. Tú, descuidando la obediencia, te perdiste en el ancho jardín de árboles fructíferos; él, por obediencia, vino en condición mortal a un establo estrechísimo, para buscar, mediante la muerte, al que estaba muerto. Tú, siendo hombre, quisiste ser Dios, para tu perdición; él, siendo Dios, quiso ser hombre, para hallar lo que estaba perdido. Tanto te oprimía la soberbia humana, que sólo la humildad divina te podía levantar.
4. Celebremos, pues, con gozo el día en que María dio a luz al Salvador; la casada, al creador del matrimonio; la virgen, al príncipe de las vírgenes; ella virgen antes del matrimonio, virgen en el matrimonio, virgen durante el embarazo, virgen cuando amamantaba. En efecto, de ningún modo quitó, al nacer, el hijo todopoderoso la virginidad a su santa madre, elegida por él. Buena es la fecundidad en el matrimonio, pero mejor es la virginidad consagrada. Cristo hombre, que en cuanto Dios —pues es al mismo tiempo Dios y hombre— podía otorgarle una y otra cosa, nunca daría a su madre el bien que aman los casados si hubiese significado la pérdida de otro mejor, por el que las vírgenes renuncian a ser madres. Así, pues, la Iglesia, virgen santa, celebra hoy el parto de la virgen. A ella se refieren las palabras del Apóstol: Os he unido a un único varón para presentaros a Cristo como virgen casta. ¿Dónde está esa virginidad casta en tanta gente de uno y otro sexo, no sólo jóvenes y vírgenes, sino también padres y madres casados? ¿Dónde está, repito, esa virginidad casta sino en la integridad de la fe, la esperanza y la caridad? La virginidad que Cristo pensaba abrigar en el corazón de su Iglesia, la anticipó en el cuerpo de María. En el matrimonio humano, la mujer se entrega al esposo para dejar de ser virgen; la Iglesia, en cambio, no podría ser virgen si no hubiera sido hijo de una virgen el esposo al que fue entregada.
(SAN AGUSTÍN, Sermón 188, o.c. (XXIV), BAC, Madrid, 1983, pp. 20-23)
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