LA REALIDAD DEL PECADO
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El pecado
no es un problema más de la humanidad, sino «el problema», el verdadero
problema de fondo que altera el plan de Dios para el hombre, proyecto de
felicidad.
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Esta es la
verdadera dimensión del pecado: preferimos el amor a nosotros mismos por encima
del amor a Dios, construimos nuestro proyecto de vida al margen del proyecto de
Dios.
Tenme piedad. Oh Dios, según tu amor, por
tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa, y de mi pecado
purifícame. Pues mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar esta ante mí,
contra ti, contra ti solo he pecado, lo malo a tus ojos cometí. Porque aparezca
tu justicia cuando hablas y tu victoria cuando juzgas. Mira que en culpa yo
nací, pecador me concibió mi madre. Mas tu amas la verdad en lo intimo del ser,
y en lo secreto me enseñas la sabiduría. Rocíame con el hisopo, y seré limpio,
láveme, y quedare más blanco que la nieve. Devéleme el son del gozo y la
alegría, exulten los huesos que machacaste tú. Retira tu faz de mis pecados,
borra todas mis culpas. Crea en mí, oh Dios, un corazón puro; un espíritu firme
dentro de mí renueva. (SALMO 50, 3-12)
QUERIDO JOVEN: Seguramente, cuando ves las noticias en la televisión te preguntas muchas veces que pasa, porque hay tanto mal en este mundo, porque hay tanta gente que hace sufrir a los demás, que mata, que fabrica armas destructivas, que no respeta la dignidad de la mujer y la usa como simple objeto de placer, que no respeta el misterio de la infancia, que abusa de su poder. La respuesta a esos porqués la encontramos en un problema de fondo: la crueldad del hombre contra el hombre es consecuencia de una ruptura del hombre con dios. El pecado no es un problema más de la humanidad, sino «el problema», el verdadero problema de fondo que altera el plan de Dios para el hombre, proyecto de felicidad. Y la raíz de ese pecado es la rebelión del hombre ante Dios. «Exclusión de Dios, ruptura con dios, desobediencia a Dios; a lo largo de toda la historia humana esto ha sido y es, bajo formas diversas, el pecado que puede llegar hasta la negación de dios y de su existencia; es el fenómeno llamado ateísmo. Desobediencia del hombre que no reconoce, mediante un acto de su libertad, el dominio de dios sobre la vida, al menos en aquel determinado momento en que viola su ley» (Reconciliatorio et poenitentia, n. 15)
El pecado es siempre, en el fondo, una
traición a dios; no es otra cosa. Nosotros, amigos íntimos de Jesucristo que ha
muerto por nosotros en la cruz para darnos la vida eterna, lo traicionamos. Y
los más perjudicados con esta traición somos nosotros mismos que rompemos un
plan de amor y felicidad que Dios ha diseñado para nosotros. Esta es la
verdadera dimensión del pecado: preferimos el amor a nosotros mismos por encima
del amor a Dios, construimos nuestro proyecto de vida al margen del proyecto de
Dios.
Y así, los primeros perjudicados somos
nosotros.
A lo mejor, el pecado no es para ti un
fenómeno lejano: es posible que ya hayas experimentado en tu vida su realidad y
su peso sobre ti. No tienes que sorprenderte, pues forma parte de nuestra
condición humana después del pecado original. El evangelista San Juan nos
explica que «si reconocemos nuestro pecados, fiel y justo es Él (Dios) para
perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia. Si decimos: `no
hemos pecado `, lo hacemos mentiroso y su Palabra no está en nosotros» (I Jn.
1, 9-10). Por eso muchas veces, si somos sinceros con Dios y con nosotros
mismos, nos podemos aplicar muy bien el salmo con el que empieza esta carta. Es
el famoso salmo llamado «Miserere» porque con esa palabra comienza la
traducción latina del mismo («Miserere mei, Deus»). En la historia y vida de la
iglesia, este salmo lo rezaban los moribundos porque recoge muy bien cuáles
deben ser las actitudes de un alma que se acerca al momento supremo de la
muerte: por un lado pide perdón a Dios; y por otro, expresa una profunda
confianza en la misericordia divina.
El salmo se le atribuye a David, uno de los
personajes bíblicos más importantes en la historia del pueblo de Israel. David
había cometido un grave pecado de adulterio y había ocasionado el homicidio de
un hombre, Urias; para encubrir su pecado (así se nos cuenta en el capítulo 11
del Segundo libro de Samuel). Un día, viene a visitarlo el profeta Natan y lo
hace reflexionar sobre la gravedad de su pecado (II Samuel 12). Le cuenta la
historia de un hombre poderoso que, teniendo muchas ovejas, se apodera de la
única ovejita de su vecino. Así toco Natan la conciencia de David haciéndole
caer en la cuenta de la gravedad de su pecado.
Se lo presenta como una grave injusticia
contra Urias y una falta de gratitud a dios que le ha concedido todos los
bienes que posee. David reacciona con humildad y Dios le concede el perdón:
«David dijo a Natàn: He pecado contra Yavè. Respondió Natan a David: También
Yavè perdona tu pecado; no morirás» (II Sam. 12,13). El arrepentimiento del
pecado fue lo que llevo a David a entonar ese salmo que nunca refleja
desesperación, sino esperanza y confianza en Dios. Al final, termina
humildemente pidiendo un nuevo corazón que ame a Dios y un espíritu firme. Se
da cuenta de que eso es de verdad lo que necesita para no desobedecer más a
Dios y no dañar a lo demás.
Nuestras fuertes tendencias de soberbia,
avaricia, envidia, lujuria, ira, gula o pereza, nos llevan a ofender a Dios y a
afectar duramente a nuestros hermanos. La Biblia nos reporta muchos ejemplos de
las funestas consecuencias del pecado. Caín, dejándose llevar por la envidia,
asesina a su hermano a sangre fría (Génesis 4,2-16). Dios le exige cuentas a
Caín sobre su hermano como le exigió cuentas a David de su pecado a través de
Natàn. Y Caín descubre la maldad de su comportamiento. En otro caso, como el de
Susana, se ve como el ser humano es capaz de llegar hasta el asesinato con tal
de satisfacer sus pasiones sexuales desordenadas (Daniel 13). Dos ancianos
amenazan de muerte a una mujer para que satisfaga sus deseos perversos de
placer. Los ancianos no pueden resistir la virtud de Susana que rechaza el mal
y acepta la muerte por encima del pecado. Están dispuestos a llegar hasta el
final, a la muerte de Susana, si no por un niño que, iluminado por Dios,
descubre el chantaje.
La actitud correcta ante la triste
experiencia del pecado es la del salmo con el que inicio esta carta:
reconocerlo, pedir perdón a Dios y solicitar siempre su ayuda para vencerlo
viviendo muy unido a Él con un nuevo corazón. Pero no todos los personajes que
aparecen en la Biblia actúan así. Si lees los Evangelios, veras que están
llenos de pecados y de respuestas negativas del hombre al amor de Dios. Algunos
no están dispuestos a dar todo para seguir a Dios, como el joven rico (Mc.
10,17-23). Otros, habiendo sido elegidos y perteneciendo al grupo de los amigos
íntimos de Jesús, lo traicionan. Cuanto nos duele a nosotros la traición de
alguien en quien hemos puesto toda nuestra confianza y amistad. A Jesucristo
también lo traicionaron dos de sus más íntimos amigos, del grupo de los doce
elegidos: Pedro y Judas. Uno de ellos, Pedro, confía en el Señor y recupera su
amistad, reacciona como David, con humildad, buscando de nuevo a Dios. El otro,
Judas, se suicida dejándose llevar por la desesperación. La desesperación ante
el pecado nos hace imposible la regeneración, pero la confianza y la humildad
nos hacen construir sobre ruinas y crecer en el amor reparando así la amistad
perdida (Jn. 21, 15-17). Por eso, ante el pecado no hay que reaccionar con
desesperación: «Yo no puedo» «siempre caigo en lo mismo», sino con gran
humildad. Cuando ves el pecado como algo que enturbia la maravillosa imagen que
tienes de ti mismo, el pecado produce amarguras y desesperación, pero cuando
ves el pecado como una ofensa dolorosa a un Padre que siempre esta dispuesto a
amarte, el pecado se convierte en una ocasión de crecimiento en el amor a
través del arrepentimiento sincero y confiado.
Los ejemplos podrían multiplicarse. Una y
otra vez, el ser humano se rebela contra Dios y contra sus hermanos, se salta
las leyes del Señor y se deja llevar por pasiones que lo embrutecen.
Seguramente, tú podrás añadir aquí cientos de ejemplos mas, donde se percibe
esa maldad del pecado que lleva a romper la amistad con Dios y la convivencia
con los demás. Tú mismo, seguramente, experimentas muchas veces esa lucha
interior entre la búsqueda generosa del bien y las fuerzas pasionales crecidas
por el egoísmo que arrastran todo su ser hacia el mal. Todo esto nos enseña que
el ser humano es débil, incapaz de buscar siempre y en todo momento el bien si
no es por la ayuda de Dios. El hombre, cualquier hombre, encuentra esa
contradicción interior. Percibe en si mismo esa debilidad en la búsqueda del
bien que Dios le presenta y puede desesperarse con facilidad. ¿Y tú, que debes
hacer?
Muy sencillo, confía en Dios. La debilidad
tiene su aspecto positivo: gracias a ella nos damos cuenta de que necesitamos
de Dios y de los demás. Gracias a ella nos convertimos en seres necesarios para
los demás. Gracias a ella nos hacemos realistas y ponemos nuestra esperanza en
el único que es, de verdad, la garantía de nuestra esperanza: Dios. Jesucristo
ha vencido al pecado para ti, para que acudas a Él en tu debilidad. Jesucristo
ha vencido al pecado para que de la amistad con Él nazca en ti un «hombre
nuevo» que venza el mal con el bien. «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro; un
espíritu firme dentro de mí renueva».
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