El n. 45 de la Institutio
Generalis Missalis Romani (editio typica tertia emendata,
2008), prescribe:
“Debe guardarse también, en el momento
en que corresponde, como parte de la celebración, un sagrado silencio. Sin
embargo, su naturaleza depende del momento en que se observa en cada
celebración. Pues en el acto penitencial y después de la invitación a orar,
cada uno se recoge en sí mismo [singuli ad seipsos convertuntur]; pero
terminada la lectura o la homilía, todos meditan brevemente lo que escucharon;
y después de la Comunión, alaban a Dios en su corazón y oran [in corde suo
Deum laudant et orant]. Ya desde antes de la celebración misma, es laudable
[laudabiliter] que se guarde silencio en la iglesia, en la sacristía, en
el “secretarium” y en los lugares más cercanos para que todos se dispongan
devota y debidamente para la acción sagrada”.
El texto cita, como nota, el n. 30 de la
Constitución litúrgicaSacrosanctum Concilium, que igualmente
prescribe: “Guárdese, además, a su debido tiempo, un silencio sagrado”. Nótese
cómo, en ambos casos, se precisa que el silencio litúrgico es un silencio
sagrado, sacrum silentium.
El n. 56 de la Institutio especifica
mejor la importancia del silencio dentro de la Liturgia de la Palabra, mientras
que en lo que respecta a la Liturgia eucarística, el n. 78 precisa: “La
Plegaria Eucarística exige que todos la escuchen con reverencia y con
silencio”.
Luego, el n. 84 subraya la importancia de la observancia del silencio para prepararse bien a recibir la Santa Comunión: “El sacerdote se prepara para recibir fructuosamente el Cuerpo y la Sangre de Cristo con una oración en secreto. Los fieles hacen lo mismo orando en silencio”.
Finalmente, la misma actitud es sugerida para la acción de gracias después de la Comunión: “Terminada la distribución de la Comunión, si resulta oportuno, el sacerdote y los fieles oran en silencio por algún intervalo de tiempo. Si se quiere, la asamblea entera también puede cantar un salmo u otro canto de alabanza o un himno” (n. 88). En varios otros números de la Institutio se repiten prescripciones similares con respecto al silencio, que resulta ser parte integrante de la misma celebración.
El siervo de Dios Juan Pablo II
reconoció que, en la praxis actual, la prescripción del Concilio Vaticano II
referente al sagrado silencio – prescripción que luego pasó a la Institutio–
no siempre fue observada fielmente. Él escribía:
“Un aspecto que es preciso cultivar con
más esmero en nuestras comunidades es la experiencia del silencio [...] La
liturgia, entre sus diversos momentos y signos, no puede descuidar el del
silencio” (Spiritus et Sponsa, n.13).
Podemos recordar aquí también un texto
del entonces teólogo y cardenal Joseph Ratzinger:
“Nos volvemos cada vez más claramente
conscientes de que la liturgia implica también el callar. Al Dios que habla,
nosotros le respondemos cantando y rezando, pero el misterio más grande, que va
más allá de todas las palabras, nos llama también a callar. Debe ser, sin duda,
un silencio lleno, más que una ausencia de palabras y de acciones. De la
liturgia se espera precisamente que nos de el silencio positivo en el cual nos
encontramos a nosotros mismos” (Introducción al espíritu de la liturgia).
Por lo tanto, es de gran importancia la
observancia de los momentos de silencio previstos por la liturgia. Ellos son
parte integrante tanto del ars celebrandi de los ministros
como de la actuosa participatio de los fieles. El silencio en
la liturgia es el momento en que se escucha con mayor atención la voz de Dios y
se interioriza su Palabra para que produzca un fruto de santidad en la vida de
cada día.
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