Espiritualidad
Bíblica
Mons. Dr. Juan
Straubinger
Hemos recogido la sugestión
de varios amigos de la Sagrada Escritura que deseaban ver conservados en
volumen una serie de trabajos y estudios, en parte nuevos, en parte extraídos
del acervo doctrinal que durante muchos años hemos venido publicando en las
páginas de la Revista Bíblica y
en otros periódicos, ora bajo seudónimos ora con nuestra propia firma. La razón
que nos ha parecido más convincente es que las revistas no suelen quedar como
elementos de consulta, en tanto que los estudios de orden bíblico, siendo por
su asunto de interés permanente, no deben desaparecer como sucede con los
artículos de simple actualidad o pasatiempo y conviene sacarlos del estrecho
marco de los suscriptores periódicos para entregarlos al público en general.
Hemos incorporado a este
libro también algunas “Respuestas” de la Revista Bíblica, ampliándolas y enfocando mediante ellas los
problemas espirituales que aquí se tratan. La sección "Respuestas" ha sido una de las más activas de la
Revista, y muchos nos han expresado el interés con que leían, y a veces
recortaban, para aprovecharlos, esos breves repertorios donde repartíamos los
raudales de luz y de consuelo que la divina Escritura prodiga siempre, tanto al
alma afligida por las pruebas, cuanto a la que se debate en la duda y a la que,
aún sólo a título de curiosidad, busca saciarse con los tesoros de la sabiduría
ocultos en las páginas, tan ignoradas, de la Revelación.
No obstante la amplia
diversidad de los temas, es indudable, como nos observaba uno de los benévolos
lectores, que todos guardan, como la Biblia misma, la unidad que les viene de
su común principio que es el divino Espíritu, y de su único fin que es la
gloria del Padre por Jesucristo; y también la armonía que les viene de
haber nacido todos en un solo ideal nunca abandonado hasta ahora por el favor
de Dios: difundir el amor y el goce de las Sagradas Escrituras, multiplicando
los frutos que ellas producen a través de su progresivo y nunca exhausto
entendimiento, que es como decir de su siempre creciente admiración.
El Autor (1949)
1.
ESPÍRITU
Y VIDA
I
El
corazón del hombre -el mío también- es una tecla desafinada. ¡Ay del que está
confiado creyendo que a su tiempo sonará la nota justa, verdadera, necesaria!
Le esperan las caídas más terribles, tanto más dolorosas cuanto más
sorpresivas.
Sólo en estado de
contrición permanente puede vivir el hombre que heredó la condición de Adán.
"Si no os arrepentís pereceréis todos", dijo Jesús (Luc. XIII, 3).
La vida espiritual es siempre,
necesariamente, un renacer en que el hombre viejo muere para revestirse del
otro, del creado según Dios en Cristo, en la justicia y santidad de la verdad
(Ef. IV, 24), es decir, para
adquirir conciencia de la Redención, o sea para aplicarse, mediante la gracia,
esa justicia y esa santidad que procede solamente de Cristo, de su verdad y de sus méritos, sin los cuales nada nuestro
puede existir (Juan I, 16), y
que no se nos aplican de un modo automático, maquinal, como a una cosa muerta,
sino cuando adquirimos conciencia de ello, renovándonos en el espíritu de
nuestra mente (Ef. IV, 23). Este es el verdadero sentido de la observación de S. Agustín: "Dios que te creó sin
ti, no te salvará sin ti".
El salvarse es, pues, siempre
vida nueva, "novedad de vida" (Rom. VI, 4) que se produce sobre la muerte del yo anterior. El que
no nace de lo alto no puede ver el Reino de Dios" (Juan III, 3). Sólo puede salvarse el mortal después de despojarse
del hombre viejo y convertirse a nueva vida. ¿No es esto lo que dice Jesús cuando enseña a renunciarse a sí
mismo para poder ser discípulo de El?
Ahora
bien, todo el problema teórico y práctico está en esto: nadie renuncia a una
cosa mientras cree que ella vale algo; y en cambio está muy contento de
librarse de ella en cuanto se convence de que no vale la pena. Todo es, pues,
cuestión de convicción. Nadie quiere convertirse si se cree santo.
II
Con
frecuencia se oye repetir que el hombre está creado a la imagen y semejanza de
Dios… Pero, ¿acaso nuestra madre Eva y nuestro padre Adán fueron fieles y nos
transmitieron aquella noble herencia y no fuimos al contrario propiedad del
príncipe de las tinieblas (Col. I,13) como botín de la batalla que él ganó en
el paraíso? Se dirá, con toda razón, que Cristo lo venció en la Cruz (Col. II,
15; I Juan III, 8) y nos compró por un precio (I Cor. VI, 20) y que hemos sido
bautizados en su sangre.
Ojalá
lo creyéramos de veras. ¡Ahí está el punto! También dice S. Pablo que los
bautizados en Cristo lo hemos sido en su muerte y en El hemos muerto al pecado
(Rom. VI, 2 ss.) y San Juan dice que el que permanece en Dios no peca (I Juan
III, 6). Inmensas, estupendas verdades para el que vive esa Redención de
Cristo, es decir, para el que no busca su propia justicia sino la que nos viene
de El (Rom. III, 26-27; IX, 30; X, 3-4; Filip. III, 9).
Pero
¿acaso el Bautismo es un mecanismo que transforma nuestra carne? ¿Acaso no
seguirá flaca y débil hasta la muerte? El hombre nuevo la vence
maravillosamente, como enseña San Pablo en los dos últimos capítulos de la
Epístola a los Gálatas: la vence por el espíritu, es decir, viviendo estas
verdades sobrenaturales de la fe. Pero esta fe no se nos incrusta de un
modo material y pasivo. El que creyere y fuere bautizado se salvará, dice
Jesús, y el que no creyere se condenará (Marc. XVI, 16), esto es, se
condenará aunque hubiese sido bautizado.
Con
esto volvemos al pensamiento inicial: esta vida de fe sólo la vive el hombre
nuevo. Y el hombre nuevo no existe mientras no muere el viejo. Y el
hombre viejo no quiere morir y no muere mientras no le deseamos la muerte,
convencidos de que es nuestro peor enemigo.
Por
ello y para gozar de inmediato la gratuita Redención de Cristo, viviendo la
vida nueva del espíritu según la “ley del espíritu de vida" (Rom. VIII,
2), no basta -pero es indispensable-, admitir la caída del hombre, el cual,
lejos de conservar esa imagen y semejanza de Dios con que fué creado Adán,
tiene que reconquistarla en estado de contrición, aplicándose permanentemente
los méritos de Cristo y "salvándose" de un mundo en que Satanás
reina, como lo dice no solamente San Pablo en II Cor. IV, 4, sino el mismo
Cristo, en Juan XIV, 30.
El día en que nos
persuadimos de esta verdad, tan trágica como elemental, adquirimos el verdadero
concepto de nosotros mismos, y del mundo, y de todo lo humano, y entonces sí
proclamamos con inmenso gozo esas verdades espirituales infinitamente dichosas,
que antes nos parecían raras o duras, como éstas: “Muertos estáis y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando
Cristo, que es nuestra vida, aparezca, entonces vosotros también apareceréis
con El en la gloria" (Col.
III, 3-4).
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