BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 5 de marzo de 2008
San León Magno
Queridos hermanos y
hermanas:
Continuando nuestro
camino entre los Padres de la
Iglesia , auténticos astros que brillan desde lejos, en el
encuentro de hoy vamos a considerar la figura de un Papa que en 1754 fue
proclamado por Benedicto XIV doctor de la Iglesia : se trata de san León Magno. Como indica
el apelativo que pronto le atribuyó la tradición, fue verdaderamente uno de los
más grandes Pontífices que han honrado la Sede de Roma, contribuyendo en gran medida a
reforzar su autoridad y prestigio. Primer Obispo de Roma que llevó el nombre de
León, adoptado después por otros doce Sumos Pontífices, es también el primer
Papa cuya predicación, dirigida al pueblo que le rodeaba durante las
celebraciones, ha llegado hasta nosotros. Viene espontáneamente a la mente su
recuerdo en el contexto de las actuales audiencias generales del miércoles,
citas que en los últimos decenios se han convertido para el Obispo de Roma en
una forma habitual de encuentro con los fieles y con numerosos visitantes
procedentes de todas las partes del mundo.
San León era
originario de la Tuscia.
Fue diácono de la
Iglesia de Roma en torno al año 430, y con el tiempo alcanzó
en ella una posición de gran importancia. Este papel destacado impulsó en el
año 440 a
Gala Placidia, que entonces gobernaba el Imperio de Occidente, a enviarlo a la Galia para resolver una
situación difícil. Pero en el verano de aquel año, el Papa Sixto III, cuyo
nombre está ligado a los magníficos mosaicos de la basílica de Santa María la Mayor , falleció; y como su
sucesor fue elegido precisamente san León, que recibió la noticia mientras
desempeñaba su misión de paz en la
Galia.
Tras regresar a Roma,
el nuevo Papa fue consagrado el 29 de septiembre del año 440. Así inició su
pontificado, que duró más de 21 años y que ha sido sin duda uno de los más importantes
en la historia de la
Iglesia. Al morir, el 10 de noviembre del año 461, el Papa
fue sepultado junto a la tumba de san Pedro. Sus reliquias se conservan todavía
hoy en uno de los altares de la basílica vaticana.
El Papa san León vivió
en tiempos sumamente difíciles: las repetidas invasiones bárbaras, el
progresivo debilitamiento de la autoridad imperial en Occidente y una larga
crisis social habían obligado al Obispo de Roma —como sucedería con mayor
evidencia aún un siglo y medio después, durante el pontificado de san Gregorio
Magno— a asumir un papel destacado incluso en las vicisitudes civiles y
políticas. Esto no impidió que aumentara la importancia y el prestigio de la Sede romana.
Es famoso un episodio
de la vida de san León. Se remonta al año 452, cuando el Papa en Mantua, junto
a una delegación romana, salió al encuentro de Atila, el jefe de los hunos, y
lo convenció de que no continuara la guerra de invasión con la que ya había
devastado las regiones del nordeste de Italia. De este modo salvó al resto de
la península. Este importante acontecimiento pronto se hizo memorable y
permanece como un signo emblemático de la acción de paz llevada a cabo por el
Pontífice.
No fue tan positivo,
por desgracia, tres años después, el resultado de otra iniciativa del Papa, que
de todos modos manifestó una valentía que todavía hoy nos sorprende: en la
primavera del año 455, san León no logró impedir que los vándalos de Genserico,
tras llegar a las puertas de Roma, invadieran la ciudad indefensa, que fue saqueada
durante dos semanas. Sin embargo, el gesto del Papa que, inerme y rodeado de su
clero, salió al encuentro del invasor para pedirle que se detuviera, impidió al
menos que Roma fuera incendiada y logró que no fueran saqueadas las basílicas
de San Pedro, San Pablo y San Juan, en las que se refugió parte de la población
aterrorizada.
Conocemos bien la
acción del Papa san León gracias a sus hermosísimos sermones —se han conservado
casi cien en un latín espléndido y claro— y gracias a sus cartas, unas ciento cincuenta.
En estos textos, el Pontífice se muestra en toda su grandeza, dedicado al
servicio de la verdad en la caridad, a través de un ejercicio asiduo de la
palabra, que lo muestra a la vez como teólogo y pastor. San León Magno,
constantemente solícito por sus fieles y por el pueblo de Roma, así como por la
comunión entre las diferentes Iglesias y por sus necesidades, apoyó y promovió
incansablemente el primado romano, presentándose como auténtico heredero del
apóstol san Pedro: los numerosos obispos, en gran parte orientales, reunidos en
el concilio de Calcedonia, fueron plenamente conscientes de esto.
Este concilio, que
tuvo lugar en el año 451, con 350 obispos participantes, fue la asamblea más
importante celebrada hasta entonces en la historia de la Iglesia. Calcedonia
representa la meta segura de la cristología de los tres concilios ecuménicos
anteriores: el de Nicea, del año 325; el de Constantinopla, del año 381; y el
de Éfeso, del año 431. Ya en el siglo VI estos cuatro concilios, que resumen la
fe de la Iglesia
antigua, fueron comparados a los cuatro Evangelios: lo afirma san Gregorio
Magno en una famosa carta (I, 24), en la que declara que «acoge y venera los
cuatro concilios como los cuatro libros del santo Evangelio», porque sobre
ellos —sigue explicando san Gregorio— «se eleva la estructura de la santa fe,
como sobre una piedra cuadrada». El concilio de Calcedonia, al rechazar la
herejía de Eutiques, que negaba la verdadera naturaleza humana del Hijo de
Dios, afirmó la unión en su única Persona, sin confusión ni separación, de las
dos naturalezas humana y divina.
Esta fe en Jesucristo,
verdadero Dios y verdadero hombre, fue afirmada por el Papa en un importante
texto doctrinal dirigido al obispo de Constantinopla, el así llamado «Tomo a
Flaviano», que al ser leído en Calcedonia, fue acogido por los obispos
presentes con una aclamación elocuente, registrada en las actas del Concilio:
«Pedro ha hablado por la boca de León», exclamaron al unísono los padres
conciliares. Sobre todo a partir de esa intervención, y de otras realizadas
durante la controversia cristológica de aquellos años, resulta evidente que el
Papa sentía con particular urgencia la responsabilidad del Sucesor de Pedro,
cuyo papel es único en la
Iglesia , pues «a un solo apóstol se le confía lo que a todos
los apóstoles se comunica», como afirma san León en uno de sus sermones con
motivo de la fiesta de San Pedro y San Pablo (83, 2). Y el Pontífice supo
ejercer esta responsabilidad tanto en Occidente como en Oriente, interviniendo
en diferentes circunstancias con prudencia, firmeza y lucidez, a través de sus
escritos y mediante sus legados. Así mostraba cómo el ejercicio del primado
romano era necesario entonces, como lo es hoy, para servir eficazmente a la
comunión, característica de la única Iglesia de Cristo.
Consciente del momento
histórico en el que vivía y de la transición que estaba produciéndose de la Roma pagana a la cristiana
—en un período de profunda crisis—, san León Magno supo estar cerca del pueblo
y de los fieles con la acción pastoral y la predicación. Impulsó la caridad en
una Roma afectada por las carestías, por la llegada de refugiados, por las
injusticias y por la pobreza. Se enfrentó a las supersticiones paganas y a la
acción de los grupos maniqueos. Vinculó la liturgia a la vida diaria de los
cristianos: por ejemplo, uniendo la práctica del ayuno con la caridad y la
limosna, sobre todo con motivo de las Cuatro
témporas, que marcan en el
transcurso del año el cambio de las estaciones.
En particular, san
León Magno enseñó a sus fieles —y sus palabras siguen siendo válidas para
nosotros— que la liturgia cristiana no es el recuerdo de acontecimientos
pasados, sino la actualización de realidades invisibles que actúan en la vida
de cada uno. Lo subraya en un sermón (64, 1-2) a propósito de la Pascua , que debe celebrarse
en todo tiempo del año, «no como algo del pasado, sino más bien como un
acontecimiento del presente». Todo esto se enmarca en un proyecto preciso,
insiste el santo Pontífice: así como el Creador animó con el soplo de la vida
racional al hombre modelado con el barro de la tierra, del mismo modo, tras el
pecado original, envió a su Hijo al mundo para restituir al hombre la dignidad
perdida y destruir el dominio del diablo mediante la nueva vida de la gracia.
Este es el misterio
cristológico al que san León Magno, con su carta al concilio de Éfeso, dio una
contribución eficaz y esencial, confirmando para todos los tiempos, a través de
ese concilio, lo que dijo san Pedro en Cesarea de Filipo. Con Pedro y como
Pedro confesó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Por este motivo, al
ser a la vez Dios y hombre, «no es ajeno al género humano, pero es ajeno al
pecado» (cf. Serm. 64). Con la fuerza de esta fe
cristológica, fue un gran mensajero de paz y de amor. Así nos muestra el
camino: en la fe aprendemos la caridad. Por tanto, con san León Magno,
aprendamos a creer en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, y a vivir esta
fe cada día en la acción por la paz y en el amor al prójimo.
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