Santa
Teresa
del Niño Jesús,
una vida
eucarística
de la mano de María
Meditación para el
1° de octubre de 2005
Mons. Antonio Marino
1. María y la
Eucaristía
"La Eucaristía y María en Santa
Teresita" es el tema de esta meditación, cuando está por cerrar el año
sobre la Eucaristía, instituido por el Papa Juan Pablo II. Se trata, en
realidad, de dos temas que están en sí mismos conectados. Pertenecen, en
distinto grado, a lo más esencial de la vida de la Iglesia y de la vida
cristiana.
La Iglesia vive de la Eucaristía.
Ella es el sacramento de la unidad de la Iglesia. Es también la fuente de donde
saca sus fuerzas para la misión evangelizadora, y a la vez la cumbre hacia
donde tiende toda su misión, como nos lo recordaba el Concilio Vaticano II.
En la Eucaristía la Iglesia
actualiza, sin repetirlo, el sacrificio redentor de la cruz, de modo que
presenta al Padre como suyo propio el sacrificio de su Hijo por nosotros. En
este admirable sacramento, se nos brinda la posibilidad de entrar en él,
uniéndonos a la ofrenda sacrificial de Jesús.
María es aquella mujer en cuyo seno
virginal, el Espíritu Santo formó la hostia del sacrificio redentor. Este
sacrificio, en realidad, no consiste en un momento aislado de la vida de Jesús,
a saber, su muerte; sino que abarca la vida entera del Señor: comienza en el
seno de María y culmina en la cruz, con el sello de su sangre; la resurrección
eterniza el sacrificio del calvario, introduciendo en la gloria del Padre a
nuestro Sumo Sacerdote cuya ofrenda es Él mismo.
Decimos que la vida entera de Jesús
es sacrificio, y por eso es salvadora, puesto que la esencia del sacrificio
consiste en el acatamiento de la voluntad divina, cosa que Cristo hizo toda su
vida, haciendo de esa voluntad su unidad interior más íntima, su alimento.
María está presente con el
protagonismo de su fe en el misterio de la Encarnación. Cuando brinda el
consentimiento a la voluntad divina, el Hijo inaugura el sacrificio de alabanza
al Padre, en cuanto hombre, y ella queda asociada a ese sacrificio a lo largo
de su propia vida. También está presente al pie de la cruz, en comunión de
voluntad con el designio del Padre y en comunión de amor crucificado con la
ofrenda de su Hijo por los hombres.
Pero en esta meditación no me
propongo hablar de estas realidades en sí mismas, tal como las comprende la fe
de la Iglesia y como las profundiza la teología, sino que deseo hablar de estas
realidades tal como las vivía y las formulaba Santa Teresita del Niño Jesús.
Ella no tenía ninguna pretensión teológica, se expresaba en un lenguaje
espontáneo, encantador y sencillo, que surgía de la familiaridad que ella tenía
con estas realidades, por contacto directo y vital. En esa sencillez tan
cautivante llega a decir cosas muy profundas, que llamaron la atención de los
mismos teólogos. Por eso, el Papa Juan Pablo II la ha proclamado doctora de la
Iglesia, como antes Pablo VI lo había hecho con Santa Catalina de Siena y con Santa
Teresa de Jesús. Hay por cierto en sus escritos doctrina eminente, que procede
de una gran santidad de vida. Faltaba la declaración oficial por parte de la
Iglesia, que finalmente ha llegado.
2. Una vida sellada por la
Eucaristía
Volviendo al primer aspecto o
realidad, la Eucaristía, podemos decir que toda la vida de Santa Teresita tiene
un sello, un estilo eucarístico, y lo podríamos ver estudiando las distintas
etapas en que ella misma divide su vida. En el comienzo de cada etapa, hay una
referencia clara a la Eucaristía. Aquí no tendremos tiempo más que para someras
alusiones.
Desde los primeros años hay en ella
un deseo de acercarse a recibir la hostia consagrada, donde ella sabe que está
Jesús. Mira con envidia como su padre y sus hermanas se acercan a recibirlo.
A los once años tiene una
experiencia inolvidable. Su primera Comunión quedará como un recuerdo sublime.
La realiza el 8 de mayo de 1884. Habla de ella como del "primer beso de
Jesús" a su alma, un beso de amor. ¡Cómo se preparó para este día! Tenía
once años y en ese entonces era la edad mínima requerida para recibir la
Comunión por primera vez. Durante dos meses, su hermana mayor, María, la fue
preparando cotidianamente. Paulina ya estaba en el convento. Teresa fue haciendo
actos bien conscientes de amor, ofreciendo sacrificios y renunciamientos.
Asimilando la pedagogía que le transmitieron, imagina que con estos actos va
preparando flores para colocar en la cuna en la cual espera recibir a Jesús.
Vale la pena citar in extenso su relato:
"No quiero entrar en detalles,
es de esas cosas que pierden su perfume desde el momento en que se sacan a la
luz, es de esos pensamientos del alma que no pueden producirse en lenguaje de
la tierra sin perder su sentido íntimo y celeste; son como esa piedra blanca
que se dará al vencedor y sobre la que está escrito un nombre que nadie lo
conocía, salvo el que lo recibe. ¡Ah! ¡Qué dulce fue el primer beso de Jesús a
mi alma...! Fue un beso de amor, me sentía amada, y decía también: 'Os amo y me
doy a Vos para siempre'. No hubo peticiones, ni luchas, ni sacrificios; desde
hace tiempo, Jesús y la pobre Teresita se habían mirado y se habían
comprendido... Ese día no era ya una mirada, sino una fusión, ya no eran dos.
Teresita había desaparecido como la gota de agua que se pierde en el océano.
Sólo quedaba Jesús, era el Dueño, el Rey. Teresita le había pedido que le
quitara su libertad, porque su libertad le daba miedo. Se sentía tan débil, tan
frágil, que quería unirse para siempre a la fuerza divina... Su alegría era
demasiado grande, demasiado profunda para que pudiera contenerla; lágrimas
deliciosas la inundaron pronto, con gran sorpresa de sus compañeras, que más
tarde se decían una a otra: '¿Por qué ha llorado? ¿No tenía alguna
preocupación?... No; era más bien al no ver a su madre junto a ella, o a su
hermana, a la que tanto quiere, que es carmelita'. No comprendían que al venir
toda la alegría del cielo a un corazón, este corazón, exilado, no pudiera
soportarla sin soltar lágrimas... ¡Oh, no! La ausencia de mamá no me daba pena
el día de la primera comunión. ¿No estaba el cielo en mi alma y no había mamá
ocupado un lugar en él desde hacía tanto tiempo? Así, al recibir la visita de
Jesús recibía también la de mi madre querida, que me bendecía alegrándose de mi
felicidad... No lloraba por la ausencia de Paulina. Desde luego que habría sido
feliz al verla a mi lado, pero desde hacía tiempo mi sacrificio estaba
aceptado; este día sólo la alegría llenaba mi corazón, me unía a ella
(Paulina), que se daba irrevocablemente a Aquel que se daba tan amorosamente a
mí..."
Espontaneidad y sorprendente hondura
caracterizan este texto, en el que Teresita nos confía sus recuerdos y la
experiencia inolvidable de su primera Comunión. Se trató de "una fusión,
ya no eran dos... sólo quedaba Jesús". Ella había empeñado al máximo su libertad
en la preparación consciente de este día; su amor se mostraba en actos de libre
renunciamiento ascético. Ahora, al llegar el esperado momento, hace ofrenda de
lo más íntimo de ella: su libertad. Esto está implicando una experiencia de
gracia muy intensa; es ya una experiencia mística en una criatura de once años.
Llama a Jesús su Dueño, su Rey, y le entrega de manera incondicional su
libertad y con ella su vida entera.
Las palabras de los santos, sobre
todo las de aquellos que han recibido una verdadera misión teológica en la
Iglesia de su tiempo, resuenan, como un eco del mismo Evangelio, con su carga
de paradoja y de radicalidad. En una época como la nuestra, donde el valor de
la libertad ha sido exaltado al máximo, la voz de Teresita resuena con su
lúcido magisterio de simplicidad sin pretensiones.
Nuestra cultura tiende a concebir la
libertad como mera ausencia de coacción externa, para poder obrar en
conformidad con los propios sentimientos, emociones e impulsos, pero sin
referencia a una verdad objetiva; se llega a equiparar o "equivocar"
la autenticidad con el mero sentimiento o gusto subjetivo.
Estas palabras escritas por una
joven carmelita enclaustrada, de fines del siglo XIX, que evocaba años más
tarde los recuerdos imborrables del primer encuentro sacramental con Jesús,
conservan más fuerza que nunca para entender la verdadera libertad del hombre,
la que nos trajo Cristo. Si profundizáramos en ellas, encontraríamos que lo
esencial de su experiencia contiene un mensaje que es válido no sólo para
quienes, por vocación divina, consagran sus vidas abrazando los consejos
evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, sino para todos los estados de
vida, de toda época y lugar.
En efecto, ella nos deja esta
lección perenne, que no es otra cosa que la traducción del Evangelio en su
propia vida. Entrega libremente su propia libertad a Jesús, su Dueño; quiere
perderla para sentirse liberada. Sólo cuando Jesús se apodera de su voluntad y
es dueño de su vida, se sabe entonces verdaderamente libre, en una experiencia
que consiste en una entrega de amor esponsal. ¡Paradoja y radicalidad! Perder
la libertad para ser libres; don total de sí para poseer a Aquel que al
dársenos, nos da con Él todo bien ("se daba tan amorosamente a mí").
Santa Teresita traduce así muy bien
las lecciones fundamentales del Evangelio: "El que quiera venir detrás de
mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que
quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará"
(Mc 16,24-25). "Si ustedes permanecen fieles a mi palabra, serán
verdaderamente mis discípulos: conocerán la verdad y la verdad los hará
libres... Por eso, si el Hijo los libera, ustedes serán realmente libres"
(Jn 8, 31-32.36).
Ella ha entendido muy bien que
cuando el hombre se subordina plenamente a Cristo, que es la Verdad, dejando
que sólo Él cuente ("Os amo y me doy a Vos para siempre... Sólo quedaba
Jesús"); sometiéndose, por amor, a sus enseñanzas, buscando la comunión
con la voluntad divina, es entonces cuando uno se encuentra profundamente a sí
mismo en Él ("mi alegría era demasiado grande... al venir toda la alegría
del cielo a un corazón"); pues este encuentro personal en la fe y el amor
con el único Dueño y el único Señor posible del hombre, es también un encuentro
personalizante. Ella sabía bien a quien se entregaba sin condiciones: a alguien
cuyo señorío no tiene nada de tiránico ni de alienante sino de profundamente
liberador.
¡Cuánta profundidad en esta página!
Al explicar el motivo de sus lágrimas, no comprendidas por los demás, nos
regala también toda su penetración intuitiva y conceptual del misterio de la
comunión eucarística y de la comunión eclesial al mismo tiempo: "al
recibir la visita de Jesús recibía también la de mi madre querida... Me unía a
ella (Paulina), que se daba irrevocablemente a Aquel (por la profesión
religiosa) que se daba tan amorosamente a mí..."
No podemos extendernos más. Decíamos
antes que en el comienzo de cada etapa de su vida podemos descubrir una
referencia clara a la Eucaristía. Así lo comprobamos claramente en el relato
que ella hace de la noche de Navidad de 1886:
"Volvíamos de la misa de
medianoche, en la que yo había tenido la dicha de recibir al Dios fuerte y
poderoso (...) Pero Jesús, queriendo demostrarme que ya era hora de dejar a un
lado los defectos de mi infancia, me retiró también las inocentes alegrías de
la misma. Permitió que papá, fatigado de la misa de medianoche, no viese con
gusto mis zapatos colocados en la chimenea y pronunciase estas palabras que me
atravesaron el corazón: '¡En fin, afortunadamente ya es el último año! ...'
"
Teresita se detiene a contar cómo
esa noche tras recibir al que se hizo débil por nosotros, para fortalecernos,
su vida cambió: "La fuente de mis lágrimas se secó y en adelante no volvió
a manar más que raras veces y con dificultad". Afirma después:
"Aquella noche de luz comenzó el tercer período de mi vida, el más hermoso
de todos, el más lleno de gracias del cielo..."
3. María, madre y modelo
de vida eucarística
Su relación personal con la
Santísima Virgen, daría pie para un desarrollo aparte. Me interesa destacar
aquellos pasajes de su relato, en los cuales de manera espontánea el tema
eucarístico entra en relación con el tema mariano.
En julio de 1887, ella tiene otra
experiencia muy profunda. Durante la celebración de la Santa Misa le acontece
mirar una estampa que representa a Jesús crucificado. De una de sus manos, mana
sangre que cae a la tierra. Siente entonces el fuerte deseo de mantenerse al
pie de la cruz para recoger esta sangre, impidiendo que caiga a la tierra en
vano; quiere recogerla y a su vez derramarla sobre las almas, sobre todos, en
especial sobre los pecadores. Y desde ese momento toma la decisión de
permanecer al pie de la cruz. Fijémonos bien: la experiencia ocurre en el curso
de la celebración eucarística, con ocasión de una estampa que representa
aquello que el sacramento actualiza; desea interpretar su vida como actuación
de esta vocación: vivir siempre al pie de la cruz, en correspondencia al amor
redentor de Jesús y en íntima asociación a su sacrificio, permaneciendo a su
servicio. Oigamos sus propias palabras, que encontramos a continuación de su
reflexión sobre la experiencia de la Navidad del 86:
"Un domingo, contemplando una
estampa de nuestro Señor crucificado, quedé profundamente impresionada al ver
la sangre que caía de una de sus manos divinas. Experimenté una pena inmensa al
pensar que aquella sangre caía al suelo sin que nadie se apresurase a
recogerla; y resolví mantenerme en espíritu al pie de la cruz para recibir el
divino rocío que goteaba de ella, comprendiendo que luego tendría que
derramarlo sobre las almas: El grito de Jesús en la cruz resonaba también
continuamente en mi corazón: '¡Tengo sed!' Estas palabras encendían en mí un
ardor desconocido y vivísimo... Deseaba dar de beber a mi Amado, y yo misma me
sentía devorada por la sed de almas".
¿No debemos ver aquí, implícita, una
experiencia mariana? Ciertamente que sí. Aunque ella aquí no mencione en forma
explícita a la Virgen, se trata de una intuición que la asimila a aquella Mujer
que estuvo de pie junto al Hijo en la hora del sacrificio histórico de la cruz.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma:
"La Iglesia ofrece el sacrificio
en comunión con la santísima Virgen María y haciendo memoria de ella así como
de todos los santos y santas. En la Eucaristía, la Iglesia, con María, está
como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de
Cristo" (CCE 1370).
A este período, que es anterior a la
ofrenda de amor, pertenece la siguiente página, donde nuevamente vemos en
íntima vinculación, ahora explícita, a la Virgen María y a la Eucaristía.
Estamos en el año 1892:
"No puedo decir que haya
recibido con frecuencia consuelos durante mis acciones de gracias; tal vez haya
sido éste el momento en que menos los he tenido... Y me parece muy natural,
puesto que me he ofrecido a Jesús no como quien desea recibir su visita para
consolación propia, sino, por el contrario, para complacer al que se entrega a
mí. Me imagino a mi alma como un terreno libre, y pido a la Santísima Virgen
que quite de él los escombros que pudieran impedirle ser libre. Luego le
suplico que levante ella misma una amplia tienda digna del cielo, que la adorne
con sus propios aderezos. Después invito a todos los santos y ángeles a que
vengan a dar un magnífico concierto. Creo que cuando Jesús baja a mi corazón,
está contento al verse tan bien recibido, y yo también estoy contenta..."
Los textos que les leo contienen
riquezas múltiples desde el punto de vista teológico y espiritual. Apenas
extractamos de ellos algunas dimensiones. En María ve al modelo ejemplar por
excelencia de la buena disposición espiritual para recibir a Jesús, pues le
pide sus propios aderezos para adornar su tienda. Le reconoce también su
función materna intercesora para que quite los escombros. Además de asociar a
María y a la Eucaristía, manifiesta también un agudo sentido de la
"comunión de los santos", puesto que sabe que puede asociarse a todos
los santos y ángeles para preparar su comunión eucarística.
Puedan estos textos de esta
"pequeña gran santa de los tiempos modernos" avivar en nosotros la
conciencia de la centralidad de la Eucaristía en nuestra vida, y en consecuencia
nos lleven a descubrir en María a la "mujer eucarística" por
excelencia: "La mirada embelesada de María al contemplar el rostro del
recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es el inigualable modelo de
amor en el que ha de inspirarse la comunión eucarística" (Juan Pablo II).
+
ANTONIO MARINO
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