Recensión de
Mártires del siglo XX en España.
11 santos y 1512 beatos, 2 vol., BAC, Madrid 2013, 2816 pp.
Cárcel Ortí, Vicente
Por P. Juan Manuel Rossi, IVE
Monje en el monasterio “Nuestra Señora del Pueyo” (Barbastro)
Decía Vladimir
Soloviev que «la idea de una nación no es lo que ella piensa de sí en el
tiempo, sino lo que Dios piensa de ella en la eternidad». Estas palabras,
aplicables a cada pueblo en su paso por la historia, encuentran una aplicación
del todo especial en España, y esto en razón de la misión del todo trascendente
y sobrenatural que a esta nación ha confiado el Rey y Señor de la historia y de
los hombres.
España es más que una
nación. Podríamos decir que es un espíritu. Es un espíritu que se ha
forjado en su razón existencial luchando contra quienes quisieron destruirlo o
diluirlo, intentándolo confundir o fragmentar. Es un espíritu que alcanzó su
madurez en la unidad natural y sobrenatural y legó a la historia cotas
inimaginables de santidad y belleza. Es un espíritu que marcó el camino a sus
pares, a veces con medios incomprendidos o «modernamente incorrectos», y
prefirió la injusta acusación de atraso a la pasividad culposa ante el mal
ajeno. Es un espíritu que se expandió y fructificó, que dio a luz la fe de un
continente entero, prolongación suya en el tiempo y en el espacio; eligiendo el
sacrificio maternal de una muerte lenta y desgastante, sin mirar por sí mismo y
con la inmortal convicción de que los valores del alma se refuerzan cuando se
donan. Lamentablemente hoy es un espíritu que agoniza y más se asemeja al
pábilo apenas humeante y a la caña resquebrajada que a la ciudad en lo
alto del monte que supo ser (y que debe volver a ser sino quiere morir).
El gran poeta José
María Pemán lo definió con claridad: «España ha sido a través de su historia
nada más que esto: Fe, Monarquía y Milicia como instrumentos de su Unidad» (La
historia de España contada con sencillez, Homolegens, Madrid 2009, 435).
Porque España fue grande y libre cuando fue una, y cuando esa unidad se fundó en el Altar, el Trono y la Espada. Los tres elementos, Fe, Monarquía y Milicia, se ordenan a su vez uno respecto del otro, y se jerarquizan: la espada debe servir al trono y el trono ha de ser vasallo de la cruz; sólo así se hace la auténtica unidad española, herencia en todos los órdenes del valor, de la justicia y del heroísmo de sus caballeros, de sus reyes y de sus santos.
Y principalmente de
sus santos, porque aunque es cierto que España necesita hoy de manera
perentoria el retorno al valor de sus guerreros y la entereza de una corona
bien ceñida; más cierto es que le hacen falta santos, grandes santos como los
de ayer. Es sobre el terreno abonado del testimonio de la santidad sobre el
cual ha de florecer el viejo clavel del espíritu español. Y le hacen falta
santos, digo, no porque no los tenga, sino porque le es preciso verlos,
descubrirlos entre los recuerdos que muchos españoles quieren clausurar para
siempre. En España hay tierra regada por sangre de infinidad de mártires y
el regadío ha sido reciente, pero hay que trabajar por hacerlo actual, porque
si no se toma conciencia de ese suelo fecundado no hay esperar restauración de
ningún tipo.
Y a este fin
contribuye de manera egregia esta voluminosa obra que presento, corrección y
aumento considerable de otra anterior; fruto del denuedo científico y de la
pasión por los testigos de la fe de nuestro tiempo que tiene el p. Vicente
Cárcel Ortí, quizás el más grande conocedor de la persecución religiosa
republicana española y del conjunto del desarrollo de la Iglesia en la España
del siglo XX (y XXI). Este sacerdote valenciano, nacido en 1940 y ordenado en
1963, ha publicado ya más de 40 libros y unos 400 artículos, dotados todos de
gran seriedad documentaria; últimamente está dando a imprenta unos muy
importantes estudios: La II República y la Guerra civil en el Archivo
Secreto Vaticano (con dos volúmenes ya publicados, uno en prensa y otros
dos en preparación; los edita la BAC). Entre sus obras referidas al tema de la
persecución religiosa destacan, entre tantos otros, La persecución
religiosa en España durante la Segunda República (1931-1939), Rialp (Madrid
1990); La gran persecución. España 1931-1939. Historia de cómo intentaron
aniquilar la Iglesia Católica, Planeta (Barcelona 2000); Mártires del
siglo XX. Cien preguntas y respuestas, Edicep (Valencia 2001); Persecuciones
religiosas y mártires del siglo XX, Palabra (Madrid 2001); Caídos,
víctimas y mártires. La Iglesia y la hecatombe de 1936, Espasa Calpe (Madrid
2008); y Mártires españoles del siglo XX, BAC (Madrid 1995). Esta última
obra es la que ahora rearma y completa para ofrecer una visión actualizada del
martirologio español, adecuando levemente el título, «ya que no se trata solo
de los españoles martirizados, sino de todos aquellos que, aunque no eran de
nacionalidad española, derramaron su sangre en diversos lugares de nuestra
geografía nacional» (p. XXV).
La obra se compone de
dos voluminosos tomos pero está concebida como un único. En ella se reúnen por
primera vez las biografías de todos los mártires de la persecución comunista en
España en la década del 30 reconocidos por la Iglesia en sucesivas
beatificaciones y canonizaciones. Las biografías son en general sucintas pero
completas, y constan de hermosos detalles de vida y martirio. Están agrupadas
en tres grandes conjuntos que se conforman según el Pontificado bajo el cual
fueron beatificados o canonizados los mártires; y al interno de cada conjunto
los diversos capítulos representan a diferentes causas, algunas de las
cuales son personales y otras (la mayoría) que abarcan grupos homogéneos de
testigos de la fe. En total suman 10 beatificaciones bajo el pontificado de san
Juan Pablo II: 471 mártires agrupados en 38 causas; 4 beatificaciones más en el
Pontificado de Benedicto XVI: 530 mártires correspondientes a 27 causas; y la
todavía reciente beatificación en el Año de la Fe, reinando en la Iglesia el
Papa Francisco, en la ciudad de Tarragona el 13 de octubre de 2013: 522
mártires de 33 causas. El total es de 1523 mártires reconocidos oficialmente
como tales, de los cuales al momento 11 han sido canonizados, todos por san
Juan Pablo II, en 2 ceremonias en los años 1999 (Roma) y 2003 (Madrid).
Además de las vidas de
los mártires, el a. despliega su gran erudición para ubicar espacial y
socialmente en cada caso, describiendo la vida cristiana de muchas de las
diócesis de España y el aporte que de su seno hicieron al martirologio común.
De destacar es también la «Introducción general sobre mártires y persecuciones
religiosas» (pp. IL-CVII), donde recuerda las condiciones para la declaración
del martirio, especificadas por el Papa Benedicto XIV, y la actualidad de los
procesos super martyrio; además de recordar enseñanzas del Concilio
Vaticano II y de san Juan Pablo II, «el Papa de los mártires del siglo XX».
También son valiosísimos los apéndices documentarios, 8 en total, constantes de
documentación editada e inédita de muchos obispos españoles, así como también
de textos y homilías de los Papas y Cardenales que han oficiado las diferentes
ceremonias de beatificación y canonización (2451-2672). Inapreciables es, por
concluir, el índice de los mártires según apellido y según estado civil o eclesiástico,
y la relación de lugares de nacimiento y de martirio de cada uno de ellos
(2674-2186).
Especial mención
quiero hacer del «Estudio sobre las raíces históricas de la persecución
religiosa española y características generales de la misma» (3-270), que
preside lo que propiamente puede considerarse el texto del volumen.
En este estudio
acomete el a. la clarificación de responsabilidades con el magnánimo objetivo
de ayudar a todos a «pedir perdón y perdonar», y para que resulte más evidente
el auténtico testimonio de quienes no murieron sino por defender su fe. Este
tema es crucial y el a. demuestra maestría a la hora de enfrentarlo, porque
fundamenta sin ambages los delitos flagrantes que la II República española
(1931-1939) cometió contra la Iglesia y contra España, y que fueron el
verdadero motivo de la contienda civil de 1936. La tergiversación que se ha
hecho de estos sucesos los vuelve de mayor importancia, y el a. deja bien claro
que la agresión a la Iglesia fue injustificada («tanto la Santa Sede como la
Jerarquía española acataron lealmente el nuevo régimen», 7) y respondía a un
plan de destrucción de la fe que trascendía a la misma realidad española y era
obra de la ideología comunista («en el caso de España, la propagación marxista
y anarquista tuvo una capacidad de penetración extraordinaria», 26) y del
«protagonismo singular» que adquirió la Masonería (30).
Esta acusación
histórica lanzada certeramente contra el gobierno republicano español de la
década del 30, por su confesional e injusto azote contra la Iglesia de
Jesucristo, no lo ciega al a. para señalar, a un tiempo, las
responsabilidades que pueden achacarse a la misma Iglesia, no como causa
de la persecución (que no la puede tener proporcionada) sino del gran abismo
que se abría entre grandes grupos de fieles y la estructura jerárquica, producto
del liberalismo y el clericalismo del siglo XIX, y en última instancia, del
fariseísmo, como muy bien señalaba ya en 1937 el p. Leonardo Castellani («Sobre
tres modos católicos de ver la guerra de España», en Las ideas de mi tío
el cura, Excalibur, Santa María de los Buenos Aires 1984, 155-163). Negando,
por falsa, la atribución de ingentes propiedades y riquezas a la Iglesia
(expoliada de gran parte de lo suyo por ministros como Mendizábal allá por
1837); sí puede hacerse mea culpa respecto de la falta de penetración
eficaz en los ámbitos políticos y culturales más avanzados de la nación (11) y
de un importante descuido de la educación religiosa popular (12), razones por
la que se operó una separación general entre la Iglesia y el pueblo, que fue
cada vez más influenciado por los poderes externos contrarios a la fe y las
ideologías enemigas de España. Aquí puede encontrarse, creo yo, un cabo de
explicación, si bien no al enseñamiento de ciertos elementos contra todo lo
religioso, sí quizás a la temerosa pasividad de muchísimos cristianos que no
fueron capaces de alzar una mano ni una voz en defensa de su culto y su clero
(241).
Es de lamentar que en
algunos juicios el a. preste servicio a un pensamiento más moderno y
“felizmente democrático”, que no enreda la verdad que busca probar y no diluye
el testimonio de los mártires, pero que compromete, a mi entender, la
restauración, que está para concretarse, del espíritu español. Al decir, por
ejemplo, que «todos los caídos de la guerra y los que sufrieron la represión en
ambos bandos, por la defensa de unos ideales políticos y sociales, merecen el
máximo respeto y son recordados como modelos a imitar por quienes siguen
semejantes ideologías» (5) no nota el a. que ambos bandos no son equiparables,
y que la lucha entablada no era entre ideales políticos, sino entre los
enemigos de España, y quienes quisieron patrióticamente librarla de la
destrucción. Franco y quienes con él se levantaron no encontraron motivo en una
idea política o social determinada, que la tenían, sino en el proceso de
destrucción de la identidad nacional histórica española en medio del cual
estaba sumiendo a la nación el gobierno republicano y las ideas dialécticas a
que se estaba abriendo de par en par las puertas de España. Franco luchó por
España y los caídos por Dios y por España no son seguramente mártires pero sí
héroes, y así deben ser honrados. Sin ánimo de juzgar a cada uno de los que
luchó en contra de España, a ellos no merece este calificativo. Y no hay que
perder de vista que la persecución y la guerra fueron dos cosas diferentes,
pero el enemigo en ambos casos era el mismo, y el hecho histórico fue conjunto,
y una victoria de los sin-Dios significaba una misma consecuencia, con dos
formalidades: la destrucción de España y de la Iglesia en ella.
Jesucristo, el Rey de la historia y de los pueblos, que padeció en la cruz para brindar fortaleza a los mártires de todos los tiempos, intervino en favor de España y de su Iglesia, otorgándoles una legión de testigos al calor de cuya sangre, han de volver a ser. Porque al decir de san Juan Pablo II: «En la historia del siglo actual [XX] es, tal vez, el que se caracteriza por las más grandes negaciones del cristianismo, pero también se distingue por el extraordinario ejército de confesores y mártires, que han sembrado la semilla de una nueva vida en Europa y en el mundo, según el antiguo principio: sanguis martyrum, semen christianorum» (268).
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