viernes, 6 de noviembre de 2020

Recensión de Mártires del siglo XX en España de Vicente Cárcel Orti

 Recensión de

Mártires del siglo XX en España.

11 santos y 1512 beatos, 2 vol., BAC, Madrid 2013, 2816 pp.

Cárcel Ortí, Vicente

 

Por P. Juan Manuel Rossi, IVE

Monje en el monasterio “Nuestra Señora del Pueyo” (Barbastro)

Decía Vladimir Soloviev que «la idea de una nación no es lo que ella piensa de sí en el tiempo, sino lo que Dios piensa de ella en la eternidad». Estas palabras, aplicables a cada pueblo en su paso por la historia, encuentran una aplicación del todo especial en España, y esto en razón de la misión del todo trascendente y sobrenatural que a esta nación ha confiado el Rey y Señor de la historia y de los hombres.

España es más que una nación. Podríamos decir que es un espíritu. Es un espíritu que se ha forjado en su razón existencial luchando contra quienes quisieron destruirlo o diluirlo, intentándolo confundir o fragmentar. Es un espíritu que alcanzó su madurez en la unidad natural y sobrenatural y legó a la historia cotas inimaginables de santidad y belleza. Es un espíritu que marcó el camino a sus pares, a veces con medios incomprendidos o «modernamente incorrectos», y prefirió la injusta acusación de atraso a la pasividad culposa ante el mal ajeno. Es un espíritu que se expandió y fructificó, que dio a luz la fe de un continente entero, prolongación suya en el tiempo y en el espacio; eligiendo el sacrificio maternal de una muerte lenta y desgastante, sin mirar por sí mismo y con la inmortal convicción de que los valores del alma se refuerzan cuando se donan. Lamentablemente hoy es un espíritu que agoniza y más se asemeja al pábilo apenas humeante y a la caña resquebrajada que a la ciudad en lo alto del monte que supo ser (y que debe volver a ser sino quiere morir).

El gran poeta José María Pemán lo definió con claridad: «España ha sido a través de su historia nada más que esto: Fe, Monarquía y Milicia como instrumentos de su Unidad» (La historia de España contada con sencillez, Homolegens, Madrid 2009, 435).

Porque España fue grande y libre cuando fue una, y cuando esa unidad se fundó en el Altar, el Trono y la Espada. Los tres elementos, Fe, Monarquía y Milicia, se ordenan a su vez uno respecto del otro, y se jerarquizan: la espada debe servir al trono y el trono ha de ser vasallo de la cruz; sólo así se hace la auténtica unidad española, herencia en todos los órdenes del valor, de la justicia y del heroísmo de sus caballeros, de sus reyes y de sus santos.

Y principalmente de sus santos, porque aunque es cierto que España necesita hoy de manera perentoria el retorno al valor de sus guerreros y la entereza de una corona bien ceñida; más cierto es que le hacen falta santos, grandes santos como los de ayer. Es sobre el terreno abonado del testimonio de la santidad sobre el cual ha de florecer el viejo clavel del espíritu español. Y le hacen falta santos, digo, no porque no los tenga, sino porque le es preciso verlos, descubrirlos entre los recuerdos que muchos españoles quieren clausurar para siempre. En España hay tierra regada por sangre de infinidad de mártires y el regadío ha sido reciente, pero hay que trabajar por hacerlo actual, porque si no se toma conciencia de ese suelo fecundado no hay esperar restauración de ningún tipo.

Y a este fin contribuye de manera egregia esta voluminosa obra que presento, corrección y aumento considerable de otra anterior; fruto del denuedo científico y de la pasión por los testigos de la fe de nuestro tiempo que tiene el p. Vicente Cárcel Ortí, quizás el más grande conocedor de la persecución religiosa republicana española y del conjunto del desarrollo de la Iglesia en la España del siglo XX (y XXI). Este sacerdote valenciano, nacido en 1940 y ordenado en 1963, ha publicado ya más de 40 libros y unos 400 artículos, dotados todos de gran seriedad documentaria; últimamente está dando a imprenta unos muy importantes estudios: La II República y la Guerra civil en el Archivo Secreto Vaticano (con dos volúmenes ya publicados, uno en prensa y otros dos en preparación; los edita la BAC). Entre sus obras referidas al tema de la persecución religiosa destacan, entre tantos otros, La persecución religiosa en España durante la Segunda República (1931-1939), Rialp (Madrid 1990); La gran persecución. España 1931-1939. Historia de cómo intentaron aniquilar la Iglesia Católica, Planeta (Barcelona 2000); Mártires del siglo XX. Cien preguntas y respuestas, Edicep (Valencia 2001); Persecuciones religiosas y mártires del siglo XX, Palabra (Madrid 2001); Caídos, víctimas y mártires. La Iglesia y la hecatombe de 1936, Espasa Calpe (Madrid 2008); y Mártires españoles del siglo XX, BAC (Madrid 1995). Esta última obra es la que ahora rearma y completa para ofrecer una visión actualizada del martirologio español, adecuando levemente el título, «ya que no se trata solo de los españoles martirizados, sino de todos aquellos que, aunque no eran de nacionalidad española, derramaron su sangre en diversos lugares de nuestra geografía nacional» (p. XXV).

La obra se compone de dos voluminosos tomos pero está concebida como un único. En ella se reúnen por primera vez las biografías de todos los mártires de la persecución comunista en España en la década del 30 reconocidos por la Iglesia en sucesivas beatificaciones y canonizaciones. Las biografías son en general sucintas pero completas, y constan de hermosos detalles de vida y martirio. Están agrupadas en tres grandes conjuntos que se conforman según el Pontificado bajo el cual fueron beatificados o canonizados los mártires; y al interno de cada conjunto los diversos capítulos representan a diferentes causas, algunas de las cuales son personales y otras (la mayoría) que abarcan grupos homogéneos de testigos de la fe. En total suman 10 beatificaciones bajo el pontificado de san Juan Pablo II: 471 mártires agrupados en 38 causas; 4 beatificaciones más en el Pontificado de Benedicto XVI: 530 mártires correspondientes a 27 causas; y la todavía reciente beatificación en el Año de la Fe, reinando en la Iglesia el Papa Francisco, en la ciudad de Tarragona el 13 de octubre de 2013: 522 mártires de 33 causas. El total es de 1523 mártires reconocidos oficialmente como tales, de los cuales al momento 11 han sido canonizados, todos por san Juan Pablo II, en 2 ceremonias en los años 1999 (Roma) y 2003 (Madrid).

Además de las vidas de los mártires, el a. despliega su gran erudición para ubicar espacial y socialmente en cada caso, describiendo la vida cristiana de muchas de las diócesis de España y el aporte que de su seno hicieron al martirologio común. De destacar es también la «Introducción general sobre mártires y persecuciones religiosas» (pp. IL-CVII), donde recuerda las condiciones para la declaración del martirio, especificadas por el Papa Benedicto XIV, y la actualidad de los procesos super martyrio; además de recordar enseñanzas del Concilio Vaticano II y de san Juan Pablo II, «el Papa de los mártires del siglo XX». También son valiosísimos los apéndices documentarios, 8 en total, constantes de documentación editada e inédita de muchos obispos españoles, así como también de textos y homilías de los Papas y Cardenales que han oficiado las diferentes ceremonias de beatificación y canonización (2451-2672). Inapreciables es, por concluir, el índice de los mártires según apellido y según estado civil o eclesiástico, y la relación de lugares de nacimiento y de martirio de cada uno de ellos (2674-2186).

Especial mención quiero hacer del «Estudio sobre las raíces históricas de la persecución religiosa española y características generales de la misma» (3-270), que preside lo que propiamente puede considerarse el texto del volumen.

En este estudio acomete el a. la clarificación de responsabilidades con el magnánimo objetivo de ayudar a todos a «pedir perdón y perdonar», y para que resulte más evidente el auténtico testimonio de quienes no murieron sino por defender su fe. Este tema es crucial y el a. demuestra maestría a la hora de enfrentarlo, porque fundamenta sin ambages los delitos flagrantes que la II República española (1931-1939) cometió contra la Iglesia y contra España, y que fueron el verdadero motivo de la contienda civil de 1936. La tergiversación que se ha hecho de estos sucesos los vuelve de mayor importancia, y el a. deja bien claro que la agresión a la Iglesia fue injustificada («tanto la Santa Sede como la Jerarquía española acataron lealmente el nuevo régimen», 7) y respondía a un plan de destrucción de la fe que trascendía a la misma realidad española y era obra de la ideología comunista («en el caso de España, la propagación marxista y anarquista tuvo una capacidad de penetración extraordinaria», 26) y del «protagonismo singular» que adquirió la Masonería (30).

Esta acusación histórica lanzada certeramente contra el gobierno republicano español de la década del 30, por su confesional e injusto azote contra la Iglesia de Jesucristo, no lo ciega al a. para señalar, a un tiempo, las responsabilidades que pueden achacarse a la misma Iglesia, no como causa de la persecución (que no la puede tener proporcionada) sino del gran abismo que se abría entre grandes grupos de fieles y la estructura jerárquica, producto del liberalismo y el clericalismo del siglo XIX, y en última instancia, del fariseísmo, como muy bien señalaba ya en 1937 el p. Leonardo Castellani («Sobre tres modos católicos de ver la guerra de España», en Las ideas de mi tío el cura, Excalibur, Santa María de los Buenos Aires 1984, 155-163). Negando, por falsa, la atribución de ingentes propiedades y riquezas a la Iglesia (expoliada de gran parte de lo suyo por ministros como Mendizábal allá por 1837); sí puede hacerse mea culpa respecto de la falta de penetración eficaz en los ámbitos políticos y culturales más avanzados de la nación (11) y de un importante descuido de la educación religiosa popular (12), razones por la que se operó una separación general entre la Iglesia y el pueblo, que fue cada vez más influenciado por los poderes externos contrarios a la fe y las ideologías enemigas de España. Aquí puede encontrarse, creo yo, un cabo de explicación, si bien no al enseñamiento de ciertos elementos contra todo lo religioso, sí quizás a la temerosa pasividad de muchísimos cristianos que no fueron capaces de alzar una mano ni una voz en defensa de su culto y su clero (241).

Es de lamentar que en algunos juicios el a. preste servicio a un pensamiento más moderno y “felizmente democrático”, que no enreda la verdad que busca probar y no diluye el testimonio de los mártires, pero que compromete, a mi entender, la restauración, que está para concretarse, del espíritu español. Al decir, por ejemplo, que «todos los caídos de la guerra y los que sufrieron la represión en ambos bandos, por la defensa de unos ideales políticos y sociales, merecen el máximo respeto y son recordados como modelos a imitar por quienes siguen semejantes ideologías» (5) no nota el a. que ambos bandos no son equiparables, y que la lucha entablada no era entre ideales políticos, sino entre los enemigos de España, y quienes quisieron patrióticamente librarla de la destrucción. Franco y quienes con él se levantaron no encontraron motivo en una idea política o social determinada, que la tenían, sino en el proceso de destrucción de la identidad nacional histórica española en medio del cual estaba sumiendo a la nación el gobierno republicano y las ideas dialécticas a que se estaba abriendo de par en par las puertas de España. Franco luchó por España y los caídos por Dios y por España no son seguramente mártires pero sí héroes, y así deben ser honrados. Sin ánimo de juzgar a cada uno de los que luchó en contra de España, a ellos no merece este calificativo. Y no hay que perder de vista que la persecución y la guerra fueron dos cosas diferentes, pero el enemigo en ambos casos era el mismo, y el hecho histórico fue conjunto, y una victoria de los sin-Dios significaba una misma consecuencia, con dos formalidades: la destrucción de España y de la Iglesia en ella.

Jesucristo, el Rey de la historia y de los pueblos, que padeció en la cruz para brindar fortaleza a los mártires de todos los tiempos, intervino en favor de España y de su Iglesia, otorgándoles una legión de testigos al calor de cuya sangre, han de volver a ser. Porque al decir de san Juan Pablo II: «En la historia del siglo actual [XX] es, tal vez, el que se caracteriza por las más grandes negaciones del cristianismo, pero también se distingue por el extraordinario ejército de confesores y mártires, que han sembrado la semilla de una nueva vida en Europa y en el mundo, según el antiguo principio: sanguis martyrum, semen christianorum» (268). 

Ver también:

Beato José Aparicio Sanz y sus doscientos treinta y dos compañeros mártires en la guerra civil española




 

Carta colectiva de los obispos españoles a los obispos del mundo con motivo de la Guerra Civil Española








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