CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LAS RELIGIOSAS CLARISAS
EN EL VIII CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE SANTA CLARA
Queridas religiosas de vida contemplativa:
1. Hace ochocientos
años nacía Clara de Asís en el seno de la familia del noble Favarone di
Offreduccio.
Esta mujer
nueva, como han escrito refiriéndose a ella en una carta reciente los
ministros generales de las familias franciscanas, vivió como una pequeña
planta a la sombra de san Francisco, que la condujo a las cimas de la
perfección cristiana. La celebración de esta criatura verdaderamente evangélica
quiere ser, sobre todo, una invitación al redescubrimiento de la contemplación,
de ese itinerario espiritual del que sólo los místicos tienen una experiencia
profunda. Quien lee su antigua biografía y sus escritos —la Forma de
vida, el Testamento y las cuatro cartas que se han
conservado de las muchas dirigidas a santa Inés de Praga— penetra hasta tal
punto en el misterio de Dios, uno y trino, y de Cristo, Verbo encarnado, que
permanece casi deslumbrado. Esos escritos están tan marcados por el amor que en
ella suscitó el mirar ardorosa y prolongadamente a Cristo, el Señor, que no es
fácil referir lo que sólo un corazón de mujer pudo experimentar.
2. El itinerario
contemplativo de Clara, que se concluirá con la visión del "Rey de la
gloria" (Proc. IV, 19: FF 3.017), comienza precisamente con
su entrega total al Espíritu del Señor, como hizo María en la Anunciación. Es
decir, comienza con el espíritu de pobreza (cf. Lc 1, 48) que no deja
nada en ella, salvo la simplicidad de su mirada fija en Dios.
Para Clara la pobreza
—tan amada y citada en sus escritos— es la riqueza del alma que, despojada de
sus bienes propios, se abre al "Espíritu del Señor y a su santa obra"
(cf. Reg. S. Ch. X, 10: FF 2.811), como un recipiente vacío
en el que Dios puede derramar la abundancia de sus dones. El paralelismo entre
María y Clara aparece en el primer escrito de san Francisco, en la Forma
vivendi dada a Clara: "Por inspiración divina os habéis hecho hijas y
siervas del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, y os habéis desposado con
el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo
Evangelio" (Forma vivendi, en Reg. S. Ch. VI, 3: FF 2.788).
A Clara y sus hermanas
se las llama esposas del Espíritu Santo: término inusitado en la
historia de la Iglesia, donde la religiosa, la monja siempre es calificada
como esposa de Cristo. Pero resuenan aquí algunos términos del relato
lucano de la Anunciación (cf. Lc 1, 26-38), que se transforman en
palabras-clave para expresar la experiencia de Clara: el Altísimo, el Espíritu
Santo, el Hijo de Dios, la sierva del Señor, y, en
fin, el cubrir con su sombra, que para Clara es la velación, cuando
sus cabellos, cortados, caen a los pies del altar de la Virgen María en la
Porciúncula, "casi delante del tálamo nupcial" (cf. Legg. S.
Ch. 8: FF 3.170-3.172).
3. La obra del Espíritu del Señor, que se nos dona en el bautismo, consiste en reproducir en el cristiano el rostro del Hijo de Dios. En la soledad y el silencio, que Clara elige como forma de vida para ella misma y para sus hermanas entre las paredes paupérrimas de su monasterio, a mitad de camino entre Asís y la Porciúncula, se disipa la cortina de humo de las palabras y las cosas terrenas, y se hace realidad la comunión con Dios: amor que nace y se entrega.
Clara, tras contemplar
en la oración al Niño de Belén, exhorta con las siguientes palabras: "Dado
que esta visión de él es esplendor de la gloria eterna, fulgor de la luz
perenne y espejo sin mancha, lleva cada día tu alma a este espejo... Mira la
pobreza de aquel que fue recostado en un pesebre y envuelto en pobres pañales.
¡Oh admirable humildad y pobreza, que produce asombro! ¡El Rey de los ángeles,
el Señor del cielo y de la tierra, está recostado en un pesebre!" (Cartas IV,
14.19-21: FF 2.902-2.904).
Ni siquiera se da
cuenta de que también su seno de virgen consagrada y de "virgen
pobrecilla" unida a "Cristo pobre" (cf. Cartas II,
18: FF 2.878) se convierte, por medio de la contemplación y la
transformación, en cuna del Hijo de Dios (Proc. IX, 4: FF 3.062).
En un momento de gran peligro, cuando el monasterio está a punto de caer en
manos de las tropas sarracenas reclutadas por el emperador Federico II, la voz
de este Niño, desde la Eucaristía, la tranquiliza: "¡Yo os protegeré
siempre!" (Legg. S. Ch. 22: FF 3.202).
La noche de Navidad de
1252, el Niño Jesús transporta a Clara lejos de su lecho de enferma, y el amor,
que carece de lugar y tiempo, la envuelve en una experiencia mística que la
introduce en el profundidad infinita de Dios.
4. Si Catalina de
Siena es la santa llena de pasión por la sangre de Cristo; si Teresa la Grande
es la mujer que va de "morada" en "morada" hasta llegar al
umbral del gran Rey en el Castillo interior; y si Teresa del Niño Jesús es la
que recorre con sencillez evangélica el caminito, Clara es la amante
apasionada del Crucificado pobre, con quien quiere identificarse
totalmente.
En una de sus cartas
se expresa de la siguiente manera: "Mira que él por ti se ha hecho objeto
de desprecio, y sigue su ejemplo, haciéndote, por amor suyo, despreciable en
este mundo. Mira... a tu Esposo, el más hermoso de entre los hijos de los hombres,
que por tu salvación se hizo el más vil de los hombres, despreciado, maltratado
y flagelado repetidamente en todo el cuerpo, e incluso agonizante entre los
dolores más terribles en la cruz. Medita, contempla y trata de imitarlo. Si con
él sufres, con él reinarás; si con él lloras, con él gozarás; si con él mueres
en la cruz de la tribulación, poseerás con él las moradas celestiales en el
esplendor de los santos, y tu nombre quedará escrito en el Libro de la
vida..." (Cartas II, 19-22: FF 2.879-2.880).
Clara, que ingresó en
el monasterio cuando tenía apenas 18 años, muere allí a los 59, tras una vida
de sufrimientos, oración constante, austeridad y penitencia. Por este deseo
ardiente del Crucificado pobre nada le pesará jamás, hasta el punto de
que, ya agonizante, dijo a fray Reinaldo, que la asistía "en el largo
martirio de tan graves enfermedades"...: "Desde que conocí la gracia
de mi Señor Jesucristo por medio de su siervo Francisco, ninguna pena me ha
resultado molesta y ninguna penitencia, gravosa; ninguna enfermedad me ha
resultado dura, hermano querido" (Legg. S. Ch. 44: FF 3.247).
5. Pero Cristo, al
sufrir en la cruz, también refleja la gloria del Padre y atrae hacia sí en su
Pascua a quien lo ha amado hasta compartir sus sufrimientos por amor.
La frágil joven de 18
años que, al huir de su casa la noche del domingo de Ramos del año 1212, se
lanza sin titubear a esa nueva experiencia, creyendo sólo en el Evangelio que
le indicó Francisco, completamente sumergida con los ojos del rostro y con los
del corazón en el Cristo pobre y crucificado, experimenta esta unión que la
transforma: "Coloca tus ojos —escribe a Inés de Praga— ante el espejo de
la eternidad, coloca tu alma en el esplendor de la gloria, coloca tu corazón en
aquel que es figura de la sustancia divina y transfórmate totalmente, por medio
de la contemplación, en la imagen de su divinidad. Entonces también tú
experimentarás lo que está reservado únicamente a sus amigos, y gustarás la
dulzura secreta que Dios mismo ha reservado desde el inicio a los que lo aman.
Sin conceder ni siquiera una mirada a las seducciones, que en este mundo falaz
y agitado tienden lazos a los ciegos para atraer hacia ellas su corazón, con
todo tu ser ama a aquel que por tu amor se entregó" (Cartas III,
12-15: FF 2.888-2.889).
Entonces el duro
tálamo de la cruz se convierte en el dulce tálamo de boda y la recluida
para siempre por amor encuentra los tonos más apasionados de la Esposa del
cántico: "¡Atráeme hacia ti, oh Esposo celestial!... Correré sin cansarme
jamás, hasta que me introduzcas en tu celda" (Cartas IV, 30-32: FF 2.906).
Encerrada en el
monasterio de San Damián, en una vida marcada por la pobreza, el cansancio, la
tribulación y la enfermedad, pero también por una comunión fraterna tan intensa
que, en el lenguaje de la Forma de vida, recibe el nombre de
"santa unidad" (Bula inicial, 18: FF 2.749), Clara
siente la alegría más pura que se haya concedido experimentar a una criatura:
la de vivir en Cristo la unión perfecta de las tres Personas divinas, entrando
casi en la el circuito inefable del amor trinitario.
6. La vida de Clara,
bajo la guía de Francisco, no fue una vida eremítica, aunque fue contemplativa
y de clausura. Alrededor de ella, que quería vivir como las aves del cielo y
los lirios del campo (Mt 6, 26. 28), se reunió un primer núcleo de
hermanas, contentas sólo con Dios. Esta pequeña grey, que rápidamente
fue aumentando —en agosto de 1228 los monasterios de las clarisas eran al menos
25 (cf. Cartas del cardenal Reinaldo: AFH 5, 1912, pp. 444-446)— no
alimentaba ningún temor (cf. Lc 12, 32): la fe era para ellas motivo
de tranquilidad y seguridad frente a todo peligro. Clara y las hermanas tenían
un corazón tan grande como el mundo: como contemplativas, intercedían por toda
la humanidad. Como almas sensibles a los problemas cotidianos de cada uno,
sabían hacerse cargo de toda aflicción: no había ninguna preocupación, ningún
sufrimiento, ninguna angustia o desesperación ajena que no hallara eco en su
corazón de mujeres entregadas a la oración. Clara lloró y suplicó al Señor por
la amada ciudad de Asís, asediada por las tropas de Vitale di Aversa, y logró
que la ciudad fuera librada de la guerra. Oraba todos los días por los enfermos
y muchas veces los curaba con el signo de la cruz. Persuadida de que sólo tiene
vida apostólica quien se sumerge en el pecho desgarrado de Cristo crucificado,
escribía a Inés de Praga con las palabras de san Pablo: "Te considero
colaboradora de Dios mismo (Rm 16, 3) y apoyo de los miembros débiles y
vacilantes de su Cuerpo inefable" (Cartas III, 8: FF 2.886).
7. También gracias a
un tipo de iconografía que tuvo mucho éxito a partir del siglo XVII, a Clara de
Asís se la representa a menudo con el ostensorio en la mano. El gesto recuerda,
aunque en una actitud más solemne, la realidad humilde de esta mujer que, ya
muy enferma, se postraba, sostenida por dos hermanas, ante el tabernáculo de
plata que contenía la Eucaristía (cf. Legg. S. Ch. 21: FF 3.201),
colocado delante de la puerta del refectorio, donde estaba a punto de irrumpir
la furia de las tropas del emperador. Clara vivía de ese pan, aunque, según las
costumbres de su tiempo, sólo lo podía recibir siete veces al año. En el lecho
de su enfermedad bordaba corporales y los mandaba a las iglesias pobres del
valle de Espoleto.
En realidad, toda la
vida de Clara era una eucaristía, porque —al igual que Francisco—
elevaba desde su clausura una continua acción de gracias a Dios con
la oración, la alabanza, la súplica, la intercesión, el llanto, el ofrecimiento
y el sacrificio. Acogía y ofrecía todo al Padre en unión con la infinita acción
de gracias del Hijo unigénito, niño, crucificado, resucitado y vivo a la
derecha del Padre.
Queridas hermanas, en
este aniversario jubilar, la atención de toda la Iglesia se dirige con mayor
interés a la figura luminosa de vuestra madre amadísima. Vuestra mirada debe
fijarse en ella con mayor fervor, a fin de que su ejemplo os estimule a
intensificar vuestra correspondencia a las gracias del Señor, mediante la
entrega diaria a ese compromiso de vida contemplativa, de la que la Iglesia
obtiene tanta fuerza para su acción misionera en el mundo de hoy.
Cristo, nuestro Señor,
sea vuestra luz y la alegría de vuestro corazón.
Con estos deseos, en
señal de afecto profundo, os imparto a todas una especial bendición apostólica.
Dado en el Vaticano,
el 11 de agosto —memoria litúrgica de santa Clara de Asís—, de 1993, décimo
quinto año de mi pontificado.
JUAN PABLO II
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