«¿Qué es lo real?
–preguntaba el Papa Benedicto XVI el 13 de mayo de 2007. ¿Son «realidad»
sólo los bienes materiales, los problemas sociales, económicos y
políticos? Aquí está precisamente el gran error de las tendencias dominantes en
el último siglo, error destructivo, como demuestran los resultados tanto de los
sistemas marxistas como incluso de los capitalistas. Falsifican el concepto de
realidad con la amputación de la realidad fundante y por esto decisiva, que es
Dios. Quien excluye a Dios de su horizonte falsifica el concepto de «realidad»
y, en consecuencia, sólo puede terminar en caminos equivocados y con recetas
destructivas. La primera afirmación fundamental es, pues, la siguiente: sólo
quien reconoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de modo
adecuado y realmente humano».
La vida consagrada
da testimonio de la importancia de Dios. La vida en soledad de los ermitaños,
especialmente, es «una invitación para los demás y para la misma comunidad
eclesial a no perder de vista la suprema vocación, que es la de estar siempre
con el Señor» (Juan Pablo II, Exhortación Vita consecrata, 25 de marzo de 1996,
n. 7). Para ilustrar esta verdad, la Iglesia nos propone el ejemplo de san
Charbel Maklouf.
A 140 kilómetros al
norte de Beirut se halla Biqa Kafra, la población más elevada del Líbano, a
1.600 metros de altitud. En frente pueden admirarse los famosos «Cedros de
Dios». Los habitantes de esos lugares, de carácter turbulento, son buenos,
hospitalarios y laboriosos. Como todos los maronitas (miembros de la Iglesia
Católica oriental fundada por san Marón, siglos iv-v), se sienten orgullosos de
su fe y practican la religión sin respeto humano. Son muy devotos de la Virgen
María y rezan de buena gana el Rosario. En esa población nace, el 8 de mayo de
1828, el quinto hijo de Antonio Maklouf y de Brígida Choudiac. Ocho días
después de nacer, recibe en el santo Bautismo el nombre de Youssef (José).
Fortalecida por una religiosidad casi monacal, Brígida es intransigente en lo
que respecta a la oración en familia. La asistencia fervorosa a Misa y el rezo
diario del Rosario constituyen la esencia de su devoción. Dos de sus hermanos
son monjes en la Orden maronita libanesa y viven en una ermita a cinco
kilómetros de Biqa Kafra.
Meses de espera
Una tarde, una
escuadra de soldados se presenta requiriendo a Antonio Maklouf para
transportar material del ejército, a lo que resulta imposible negarse. Una vez
cumplida la misión, cae gravemente enfermo y muere. Al cabo de unos meses de
desconsolada espera, Brígida comprende que es viuda. Dos años más tarde, en
octubre de 1833, temiendo no poder atender las necesidades de los suyos,
contrae de nuevo matrimonio con un hombre muy devoto de la población. Éste,
poco después, de acuerdo con Brígida y conforme a la disciplina particular de
las Iglesias orientales, es ordenado presbítero. Youssef le sirve en la Misa y
le asiste en todas las ceremonias; al salir de la iglesia, el niño se dirige a
la escuela, donde aprende a leer, a escribir y a rezar en siríaco. Se inicia igualmente
en las tareas del campo y lleva a pastar su vaca y sus ovejas a la falda de las
colinas. La belleza de la naturaleza le maravilla, y todo le habla de Dios: los
árboles, las flores, los pájaros, los manantiales«
Youssef aún no ha
cumplido catorce años cuando sus compañeros le hacen rabiar aludiendo a su
religiosidad y llamándolo «el santo». Se ha acostumbrado a retirarse a una
cueva para recogerse y rezar. Incluso llega a sustraer un poco de incienso de
la sacristía y quemarlo ante una pequeña imagen de la Santísima Virgen, que ha
situado en su cueva. Con frecuencia, Youssef visita a sus tíos ermitaños para
rezar y conversar con ellos, cruzando entonces el Quadicha, el Valle Santo,
donde han vivido numerosos ermitaños desde el siglo iv. Un día, mientras busca
a su cabra que se ha perdido, Youssef penetra en un bosquecillo de cedros y se
para a rezar ante un oratorio excavado en un árbol. De súbito, oye una voz
apremiante que le dice: «¡Déjalo todo y ven! ¡Sígueme!». Así pues, sin arrebato
pero con resolución, decide abrazar la vida religiosa. Una mañana de 1851 se
aleja discretamente de la casa familiar. Por temor a su tío y tutor, Tanios,
que no quiere oír hablar de vida monástica y que cuenta con el trabajo de su
sobrino, no ha prevenido a nadie de su partida. El afecto que siente hacia su
madre y los suyos es profundo, pero prefiere partir en secreto, sin efusiones.
Se dirige al monasterio de Nuestra Señora de Mayfouq, uno de los más hermosos
de la Orden maronita libanesa, donde le aceptan como postulante. La etapa de
postulado solamente dura unos días, y pronto Youssef se viste con el hábito de
novicio; elige el nombre de Charbel, inmortalizado en el año 107 por un mártir
de la Iglesia de Antioquia.
«El Señor te
reclama»
Sin embargo, en Biqa
Kafra se busca a Youssef por todas partes. Finalmente, un tío ermitaño
revela que se ha marchado a un convento. Tanios, indignado, se presenta en el
convento con algunos miembros de la familia, entre ellos Brígida. La entrevista
con el joven monje, en presencia del padre superior, es agitada; Tanios y
Brígida hacen valer numerosas razones para oponerse a su marcha, pero fray
Charbel, al mismo tiempo que expresa su pesar por haber hecho sufrir a los
suyos por causa de su fuga, permanece firme en su propósito, seguro de que el
Señor lo llama a esa clase de vida. Dominando entonces su dolor de madre,
Brígida toma las manos de su hijo y le dice: «Si no tuvieras que ser un buen
religioso, te diría: «Vuelve a casa». Pero ahora sé que el Señor te reclama a
su servicio. Y en mi dolor de estar separada de ti, le digo que te bendiga y
que haga de ti un santo».
Fray Charbel pasa un
primer año de noviciado en el monasterio de Nuestra Señora de Mayfouq. Sus días
transcurren en medio de toda suerte de actividades espirituales y manuales:
canto del Oficio siete veces al día, elaboración de pan, lavado de la ropa,
fabricación de tejidos, zapatería, carpintería, etc. Sobre todo, debe aprender
toda la liturgia coral de los monjes, pues solamente conoce las ceremonias de
la Misa de su pueblo. Silencioso y pertinaz, como los habitantes de aquellas
montañas, se dedica a todo con obediencia. Un año después, se orienta al
novicio hacia el monasterio de San Marón de Annaya, un convento mucho más
aislado que el anterior. Los edificios, de piedra mal tallada, presentan el
aspecto de una fortaleza. En los alrededores pueden verse unas pocas casas de
granjeros, cabañas, peñascos abruptos, viejos robles, viñas y moreras. El
segundo año de noviciado transcurre en ese marco austero. En 1853, el hermano
Charbel puede profesar sus votos de pobreza, castidad y obediencia, recibiendo
el hábito de monje profeso; tiene veinticinco años.
Unos días más tarde,
el padre superior le dice al hermano Charbel: «Una vez terminado el noviciado,
el reverendísimo padre general considera oportuno que se dedique a los estudios
con vistas al sacerdocio. Mañana por la mañana partirá al monasterio de San
Cipriano de Kfifan». En ese monasterio se encuentra el escolasticado, reservado
exclusivamente a la formación de miembros de la Orden. El joven monje se
consagra con ardor al estudio de la teología dogmática y moral, de los escritos
de los Padres de la Iglesia, de las conferencias de los antiguos monjes y de
los Padres del desierto. Sus maestros, convencidos de que todo saber es un don
del Espíritu Santo y de que vivir según el Espíritu de Cristo es poseer la
Sabiduría eterna, exigen de sus estudiantes mucha más vida espiritual que
ciencia. Dirige la escuela de Kfifan un monje que posee un conocimiento notable
de las lenguas semíticas, por lo que puede conseguir que sus alumnos lleguen a
apreciar las riquezas que contienen los escritos de los Padres de la Iglesia
oriental, en especial los de san Efrén, poeta de la Virgen María y doctor de la
Iglesia muy apreciado por los maronitas, que le deben la mayor parte de sus
textos litúrgicos. Durante sus seis años de estudios, el hermano Charbel
adquiere un amor profundo por las Sagradas Escrituras. Tiene ante sus ojos el
ejemplo del padre Hardini, el «santo de Kfifan», cuya espiritualidad se resume
en un amor ardiente por Jesús en el Santísimo Sacramento y en una devoción
filial a la Virgen María honrada en el misterio de su Inmaculada Concepción. El
14 de diciembre de 1858, el hermano Charbel asiste a la defunción de ese
venerado monje, de quien retiene una frase célebre: «Es sabio quien salva su
alma».
El hermano Charbel
confía a su maestro lo honrado que se siente de poder acceder al sacerdocio.
«Ser sacerdote –le responde éste– es ser otro Cristo, y para conseguirlo sólo
hay un camino: el del Calvario. Comprométase en ello sin desmayo». El 23 de
julio de 1859, el hermano recibe la ordenación sacerdotal, regresando a
continuación al monasterio de San Marón de Annaya, donde le espera una
sorpresa: han acudido todos los habitantes de su pueblo, en compañía de su
anciana madre, que no ha podido asistir a su ordenación sacerdotal. El joven
sacerdote les bendice, pero rehúsa volver al pueblo para celebrar una Misa.
Testigo de una
presencia
Más que nunca, el
objetivo único de su vida consiste en buscar a Dios y en unirse a Él
viviendo conforme a la Regla. «El monje sólo se evade del mundo para vivir en
presencia de Dios –le han enseñado–, y como quiera que la vida de Dios, su
esencia, es amor, el monje, mediante su vida y su total fidelidad a la Regla,
debe dar testimonio de esa presencia de Dios en el mundo». Dicha fidelidad se
concreta en la observancia de los votos. La obediencia del padre Charbel es
como la de un niño pequeño para con sus padres. Ve en sus superiores la persona
de Cristo y cumple las órdenes con gozo y entrega; sin embargo, obedece
igualmente a sus hermanos y a toda persona a quien puede favorecer con el bien
de la obediencia. Su práctica de la pobreza es total, tanto en la ropa como en
la alimentación y en su celda. Nunca acepta dinero alguno. Se aplica con
cautela a guardar el voto de castidad y a vigilar sus sentidos, lo que no se
puede hacer sin luchar.
El Catecismo de la
Iglesia Católica recuerda que «el dominio de sí es una obra que dura toda la
vida. Nunca se la considerará adquirida de una vez para siempre. Supone un
esfuerzo reiterado en todas las edades de la vida» (CEC, 2342). La lucha por la
pureza necesita, además de la pureza de intención y la pureza de la mirada, el
recurso a la oración. San Agustín escribía dirigiéndose a Dios: «Creía que la
continencia dependía de mis propias fuerzas, las cuales no sentía en mí; siendo
tan necio que no entendía lo que estaba escrito: que nadie puede ser
continente, si tú no se lo das. Y cierto que tú me lo dieras, si con interior
gemido llamase a tus oídos, y con fe sólida arrojase en ti mi cuidado»
(Confesiones, cf. CEC 2520).
La castidad del
padre Charbel es la fuente de una actitud llena de caridad y respeto hacia los
demás. Sabe encajar perfectamente las bromas que algunos se permiten hacia él,
y, cuando tiene ocasión, sabe devolver burla con burla.
La oración del padre
Charbel se hace continua, pues pasa buena parte de la noche rezando. Celebra la
Misa poniendo mucha atención, implorando la misericordia divina para los hombres.
La tradición y la Regla de la Orden maronita libanesa reservan un lugar de
honor al culto de la Santísima Virgen María. Es la Reina, la Patrona y
Protectora del pueblo maronita, que no ha dudado en llamar a María «Cedro del
Líbano» en sus letanías. El padre Charbel se complace en rezar el Rosario todos
los días.
«Mejor que su buena
madre»
Los monjes
maronitas, a pesar de residir habitualmente en el claustro, ejercen
apostolado en las parroquias de los pueblos cercanos, y el padre Charbel no
deja de aportar su ayuda en esa misión. Uno de sus cofrades escribe de él: «El
padre Charbel aportaba alegría a quienes se confesaban con él. Yo mismo
recurría con frecuencia y gustoso a él». Un día, una mujer mayor acude
precipitadamente a buscar al padre Charbel: «Padre, mi hijo se está muriendo«».
El monje entra en la casa y se acerca al moribundo, que no quiere recibirle.
Pero el padre se encuentra ya en la cabecera de la cama: «¿Cuál es su dolencia?
Si puedo aliviarle, lo haré de buena gana. – ¡Tengo fuego en el pecho! ¡Me
muero de sed! – Ánimo, hijo mío, sus sufrimientos le purifican. Si Dios quiere
llamarle a Él, ¿por qué tener miedo? Dios es infinitamente bueno, mejor aún que
su buena madre a la que tanto ha hecho sufrir« ¿Cree que si su madre fuera Dios
y se dispusiera a juzgarle estaría muy preocupado? ¿Acaso no es usted el hijo
bienamado de la Madre Inmaculada?». Entonces, el padre da de beber al enfermo
agua que acaba de bendecir; inmediatamente, éste se confiesa y recibe
reconfortado la absolución.
Desde que fuera
fundada por san Marón, la Orden maronita libanesa se aplicó a una obra
civilizadora inmensa en los ámbitos espiritual, social y cultural. Los monjes
aprendieron artes y oficios que promocionaban a continuación. Entre ellos había
impresores, pintores, albañiles, herreros, carpinteros, tejedores, sastres,
zapateros, viticultores, etc. Además de sus actividades misioneras y
contemplativas, el padre Charbel reserva un lugar importante para el trabajo
manual, entregándose en cualquier estación del año a las labores domésticas y
campestres. En el transcurso de los años, el padre Charbel siente la llamada de
la vida eremítica. Por aquel entonces, todos los monasterios del Líbano poseen
ermitas y ermitaños. Durante seis años, el padre es discípulo de un ermitaño
octogenario que vive en la ermita de Annaya. Aquel hombre, en efecto, puede
vivir en solitario para entregarse exclusivamente a las realidades divinas,
pero, según señala santo Tomás de Aquino, es algo sobrehumano (Summa Teológica,
IIa IIæ, 188, a. 8, ad 5). Por eso la Iglesia se muestra tan prudente a la hora
de autorizar a alguien a abrazar la vida eremítica. Ese tipo de vida solamente
se puede practicar por parte de hombres puestos ya a prueba en la virtud y de
quienes se prevé prudentemente perseverancia.
Agua que ilumina
El 13 de febrero de
1875, fallece el ermitaño con quien el padre Charbel se formaba en la
vida solitaria. Al hallarse vacante la ermita, el padre solicita retirarse en
ella, pero a su superior le invade la duda. Toma de su despacho un documento
importante y lo entrega al padre Charbel diciendo: «¿Haría el favor de hacerme
un informe sobre este trabajo? Es bastante urgente. Le autorizo a velar, si es
necesario». El padre se retira con la carpeta y pasa a la cocina para que le llenen
con aceite la lámpara, que está vacía. Para gastarle una broma, uno de los
criados llena la lámpara con agua y se la entrega. El padre enciende
tranquilamente la lámpara y se pone a trabajar. El criado se sorprende del
resultado, ya que la lámpara ilumina como si estuviera llena de aceite. Corre a
decírselo al padre superior, confesándole la broma, y describe el inesperado
resultado. El superior va al encuentro del padre Charbel y le reprocha que, a
pesar de habérselo autorizado, esté despierto tan tarde; luego, le toma la
lámpara. Sin justificarse, el padre Charbel pide perdón por amor de Cristo. El
superior regresa a su celda y constata que la lámpara no contiene, en efecto,
más que agua. Ese hecho milagroso le sirve de señal en lo que respecta a la autenticidad
de la vida espiritual del padre Charbel, a quien autoriza para retirarse en la
ermita. Allí vivirá durante veintitrés años, no saliendo más que con motivo de
algunas misiones puntuales en la región, que le encomendarán por el bien de las
almas.
El ermitaño es un
testigo de la primacía absoluta de Dios. A un mundo extraviado por los ídolos,
el placer, el dinero y la concupiscencia, le demuestra que Dios es el único fin
del hombre, el único que es necesario. El ermitaño no se ve abandonado a su propia
iniciativa, sino que sigue una Regla muy precisa, una disciplina minuciosa, y
queda bajo el control perpetuo y atento de un superior. La ascesis que practica
el padre Charbel es discreta, sin nada teatral ni espectacular; no hay rigidez
alguna en el alma del padre, sino una escucha del Espíritu Santo, una adoración
profunda y una sorprendente sencillez de corazón en medio de un abandono filial
a Cristo.
«¿Quién conoce a
Dios? –pregunta el Papa Benedicto XVI. ¿Cómo podemos conocerlo?« Para el
cristiano, el núcleo de la respuesta es simple: sólo Dios conoce a Dios, sólo
su Hijo que es Dios de Dios, Dios verdadero, lo conoce. Y Él, que está en el
seno del Padre, lo ha narrado (Jn 1, 18). De aquí la importancia única e
insustituible de Cristo para nosotros, para la humanidad. Si no conocemos a
Dios en Cristo y con Cristo, toda la realidad se convierte en un enigma
indescifrable; no hay camino y, al no haber camino, no hay vida ni verdad. Dios
es la realidad fundante, no un Dios sólo pensado o hipotético, sino el Dios de
rostro humano; es el Dios-con-nosotros, el Dios del amor hasta la cruz. Cuando
el discípulo llega a la comprensión de este amor de Cristo «hasta el extremo»,
no puede dejar de responder a este amor si no es con un amor semejante: Te
seguiré adondequiera que vayas (Lc 9, 57)» (13 de mayo de 2007).
El padre Charbel
intercede por todos los que le recomiendan o que le traen. Un día le llevan a
la ermita a un hombre que había perdido la cabeza y que era peligroso para él
mismo y para los demás. El padre Charbel le ordena que le siga a la capilla y
lee el Evangelio sobre su cabeza. ¡El hombre se cura en el acto!
Protegidos por la
aspersión
En Oriente Próximo,
las langostas suponen una ver- dadera plaga para las cosechas. Acuden
desde el sur y devoran la hierba, las hojas e incluso la corteza de los
árboles. «En 1885 –relata un padre–, una nube de langostas que cubría
literalmente el cielo se abatió sobre Annaya y los pueblos vecinos. Al ver
aquel terrible peligro, el superior ordenó al padre Charbel que bendijera agua
y que fuera a rociar los campos. Todos los campos que pudo alcanzar se
salvaron. Los habitantes de las cercanías rociaron también los cultivos con su
agua bendita, y quedaron a salvo igualmente. Como agradecimiento, un centenar
de personas acudieron al monasterio en el momento de la cosecha y segaron
gratuitamente los campos de los religiosos».
Viviendo de Dios y
para Dios, el padre Charbel se convierte en nexo de unión entre el cielo y la
tierra. A pesar de ser un sacerdote separado de los hombres, nunca queda
indiferente ante sus aflicciones. Quiere ser protección espiritual para todos,
y trae sin cesar al mundo hacia Dios mediante sus sacrificios de reparación y
de intercesión, y sobre todo mediante sus Misas. Celebra la Misa según la
liturgia maronita, cuya lengua sagrada es el siríaco. El 16 de diciembre de
1898 a las once, revestido con la casulla, aunque entumecido por el frío, sube
al altar como Cristo al Calvario. En la consagración, cuando toma penosamente
la sagrada forma entre sus manos cubiertas de sabañones, se siente indispuesto.
Su cofrade el padre Macarios, al darse cuenta de que no puede continuar el
Santo Sacrificio, le ayuda a descansar un poco. Al cabo de un momento, el
ermitaño vuelve a subir al altar y consagra las Especies Sacramentales, pero le
vuelve el malestar y no puede seguir. Es necesario entonces llevarlo a su celda.
Durante ocho días, el padre permanece en apacible agonía, a pesar de sus
sufrimientos. Repite las frases de la Misa que se ha visto obligado a
interrumpir: «Oh, Padre de verdad, he aquí a tu Hijo« Ha asumido la muerte para
justificarme. He aquí la ofrenda, recíbela de mis manos con complacencia y
olvida los pecados que he cometido ante tu Majestad«». Con estas palabras,
unidas a los benditos nombres de Jesús, María y José, de Pedro y Pablo, los
patronos de su ermita, el siervo de Dios abandona este mundo hacia la patria
celestial en la bienaventurada noche del 24 de diciembre.
Muy pronto, se
producen numerosos prodigios gracias a la intercesión del padre Charbel. Entre
los centenares de hechos extraordinarios atribuidos a su intercesión, dos de
ellos fueron reconocidos oficialmente como milagrosos y sirvieron para su
beatificación, que tuvo lugar el 5 de diciembre de 1965. Fue canonizado el 9 de
octubre de 1977.
El estilo de vida de
los ermitaños «no se les propone a todos como un carisma a imitar» –recordaba
el Papa Pablo VI con motivo de la canonización de san Charbel. Sin
embargo, mediante su búsqueda apasionada de lo absoluto, ellos dan testimonio
de que vale la pena adorar y amar a Dios por Él mismo; recuerdan a todos la
primacía de Dios, que destina a cada hombre a participar de su Beatitud. ¡Que
san Charbel nos atraiga al camino del amor de Dios y de la felicidad!
Dom Antoine Marie osb
Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com
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