viernes, 24 de julio de 2020

Viviendo de Dios y para Dios, san Chárbel Makhlouf se convierte en nexo de unión entre el cielo y la tierra



«¿Qué es lo real? –preguntaba el Papa Benedicto XVI el 13 de mayo de  2007. ¿Son «realidad» sólo los bienes materiales, los problemas  sociales, económicos y políticos? Aquí está precisamente el gran error de las tendencias dominantes en el último siglo, error destructivo, como demuestran los resultados tanto de los sistemas marxistas como incluso de los capitalistas. Falsifican el concepto de realidad con la amputación de la realidad fundante y por esto decisiva, que es Dios. Quien excluye a Dios de su horizonte falsifica el concepto de «realidad» y, en consecuencia, sólo puede terminar en caminos equivocados y con recetas destructivas. La primera afirmación fundamental es, pues, la siguiente: sólo quien reconoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de modo adecuado y realmente humano».

La vida consagrada da testimonio de la importancia de Dios. La vida en soledad de los ermitaños, especialmente, es «una invitación para los demás y para la misma comunidad eclesial a no perder de vista la suprema vocación, que es la de estar siempre con el Señor» (Juan Pablo II, Exhortación Vita consecrata, 25 de marzo de 1996, n. 7). Para ilustrar esta verdad, la Iglesia nos propone el ejemplo de san Charbel Maklouf.

A 140 kilómetros al norte de Beirut se halla Biqa Kafra, la población más elevada del Líbano, a 1.600 metros de altitud. En frente pueden admirarse los famosos «Cedros de Dios». Los habitantes de esos lugares, de carácter turbulento, son buenos, hospitalarios y laboriosos. Como todos los maronitas (miembros de la Iglesia Católica oriental fundada por san Marón, siglos iv-v), se sienten orgullosos de su fe y practican la religión sin respeto humano. Son muy devotos de la Virgen María y rezan de buena gana el Rosario. En esa población nace, el 8 de mayo de 1828, el quinto hijo de Antonio Maklouf y de Brígida Choudiac. Ocho días después de nacer, recibe en el santo Bautismo el nombre de Youssef (José). Fortalecida por una religiosidad casi monacal, Brígida es intransigente en lo que respecta a la oración en familia. La asistencia fervorosa a Misa y el rezo diario del Rosario constituyen la esencia de su devoción. Dos de sus hermanos son monjes en la Orden maronita libanesa y viven en una ermita a cinco kilómetros de Biqa Kafra.

Meses de espera

Una tarde, una escuadra de soldados se presenta  requiriendo a Antonio Maklouf para transportar material del ejército, a lo que resulta imposible negarse. Una vez cumplida la misión, cae gravemente enfermo y muere. Al cabo de unos meses de desconsolada espera, Brígida comprende que es viuda. Dos años más tarde, en octubre de 1833, temiendo no poder atender las necesidades de los suyos, contrae de nuevo matrimonio con un hombre muy devoto de la población. Éste, poco después, de acuerdo con Brígida y conforme a la disciplina particular de las Iglesias orientales, es ordenado presbítero. Youssef le sirve en la Misa y le asiste en todas las ceremonias; al salir de la iglesia, el niño se dirige a la escuela, donde aprende a leer, a escribir y a rezar en siríaco. Se inicia igualmente en las tareas del campo y lleva a pastar su vaca y sus ovejas a la falda de las colinas. La belleza de la naturaleza le maravilla, y todo le habla de Dios: los árboles, las flores, los pájaros, los manantiales«

Youssef aún no ha cumplido catorce años cuando sus compañeros le hacen rabiar aludiendo a su religiosidad y llamándolo «el santo». Se ha acostumbrado a retirarse a una cueva para recogerse y rezar. Incluso llega a sustraer un poco de incienso de la sacristía y quemarlo ante una pequeña imagen de la Santísima Virgen, que ha situado en su cueva. Con frecuencia, Youssef visita a sus tíos ermitaños para rezar y conversar con ellos, cruzando entonces el Quadicha, el Valle Santo, donde han vivido numerosos ermitaños desde el siglo iv. Un día, mientras busca a su cabra que se ha perdido, Youssef penetra en un bosquecillo de cedros y se para a rezar ante un oratorio excavado en un árbol. De súbito, oye una voz apremiante que le dice: «¡Déjalo todo y ven! ¡Sígueme!». Así pues, sin arrebato pero con resolución, decide abrazar la vida religiosa. Una mañana de 1851 se aleja discretamente de la casa familiar. Por temor a su tío y tutor, Tanios, que no quiere oír hablar de vida monástica y que cuenta con el trabajo de su sobrino, no ha prevenido a nadie de su partida. El afecto que siente hacia su madre y los suyos es profundo, pero prefiere partir en secreto, sin efusiones. Se dirige al monasterio de Nuestra Señora de Mayfouq, uno de los más hermosos de la Orden maronita libanesa, donde le aceptan como postulante. La etapa de postulado solamente dura unos días, y pronto Youssef se viste con el hábito de novicio; elige el nombre de Charbel, inmortalizado en el año 107 por un mártir de la Iglesia de Antioquia.

«El Señor te reclama»


Sin embargo, en Biqa Kafra se busca a Youssef por  todas partes. Finalmente, un tío ermitaño revela que se ha marchado a un convento. Tanios, indignado, se presenta en el convento con algunos miembros de la familia, entre ellos Brígida. La entrevista con el joven monje, en presencia del padre superior, es agitada; Tanios y Brígida hacen valer numerosas razones para oponerse a su marcha, pero fray Charbel, al mismo tiempo que expresa su pesar por haber hecho sufrir a los suyos por causa de su fuga, permanece firme en su propósito, seguro de que el Señor lo llama a esa clase de vida. Dominando entonces su dolor de madre, Brígida toma las manos de su hijo y le dice: «Si no tuvieras que ser un buen religioso, te diría: «Vuelve a casa». Pero ahora sé que el Señor te reclama a su servicio. Y en mi dolor de estar separada de ti, le digo que te bendiga y que haga de ti un santo».

Fray Charbel pasa un primer año de noviciado en el monasterio de Nuestra Señora de Mayfouq. Sus días transcurren en medio de toda suerte de actividades espirituales y manuales: canto del Oficio siete veces al día, elaboración de pan, lavado de la ropa, fabricación de tejidos, zapatería, carpintería, etc. Sobre todo, debe aprender toda la liturgia coral de los monjes, pues solamente conoce las ceremonias de la Misa de su pueblo. Silencioso y pertinaz, como los habitantes de aquellas montañas, se dedica a todo con obediencia. Un año después, se orienta al novicio hacia el monasterio de San Marón de Annaya, un convento mucho más aislado que el anterior. Los edificios, de piedra mal tallada, presentan el aspecto de una fortaleza. En los alrededores pueden verse unas pocas casas de granjeros, cabañas, peñascos abruptos, viejos robles, viñas y moreras. El segundo año de noviciado transcurre en ese marco austero. En 1853, el hermano Charbel puede profesar sus votos de pobreza, castidad y obediencia, recibiendo el hábito de monje profeso; tiene veinticinco años.

Unos días más tarde, el padre superior le dice al hermano Charbel: «Una vez terminado el noviciado, el reverendísimo padre general considera oportuno que se dedique a los estudios con vistas al sacerdocio. Mañana por la mañana partirá al monasterio de San Cipriano de Kfifan». En ese monasterio se encuentra el escolasticado, reservado exclusivamente a la formación de miembros de la Orden. El joven monje se consagra con ardor al estudio de la teología dogmática y moral, de los escritos de los Padres de la Iglesia, de las conferencias de los antiguos monjes y de los Padres del desierto. Sus maestros, convencidos de que todo saber es un don del Espíritu Santo y de que vivir según el Espíritu de Cristo es poseer la Sabiduría eterna, exigen de sus estudiantes mucha más vida espiritual que ciencia. Dirige la escuela de Kfifan un monje que posee un conocimiento notable de las lenguas semíticas, por lo que puede conseguir que sus alumnos lleguen a apreciar las riquezas que contienen los escritos de los Padres de la Iglesia oriental, en especial los de san Efrén, poeta de la Virgen María y doctor de la Iglesia muy apreciado por los maronitas, que le deben la mayor parte de sus textos litúrgicos. Durante sus seis años de estudios, el hermano Charbel adquiere un amor profundo por las Sagradas Escrituras. Tiene ante sus ojos el ejemplo del padre Hardini, el «santo de Kfifan», cuya espiritualidad se resume en un amor ardiente por Jesús en el Santísimo Sacramento y en una devoción filial a la Virgen María honrada en el misterio de su Inmaculada Concepción. El 14 de diciembre de 1858, el hermano Charbel asiste a la defunción de ese venerado monje, de quien retiene una frase célebre: «Es sabio quien salva su alma».

El hermano Charbel confía a su maestro lo honrado que se siente de poder acceder al sacerdocio. «Ser sacerdote –le responde éste– es ser otro Cristo, y para conseguirlo sólo hay un camino: el del Calvario. Comprométase en ello sin desmayo». El 23 de julio de 1859, el hermano recibe la ordenación sacerdotal, regresando a continuación al monasterio de San Marón de Annaya, donde le espera una sorpresa: han acudido todos los habitantes de su pueblo, en compañía de su anciana madre, que no ha podido asistir a su ordenación sacerdotal. El joven sacerdote les bendice, pero rehúsa volver al pueblo para celebrar una Misa.

Testigo de una presencia

Más que nunca, el objetivo único de su vida consiste en buscar a Dios y en unirse a Él viviendo conforme a la Regla. «El monje sólo se evade del mundo para vivir en presencia de Dios –le han enseñado–, y como quiera que la vida de Dios, su esencia, es amor, el monje, mediante su vida y su total fidelidad a la Regla, debe dar testimonio de esa presencia de Dios en el mundo». Dicha fidelidad se concreta en la observancia de los votos. La obediencia del padre Charbel es como la de un niño pequeño para con sus padres. Ve en sus superiores la persona de Cristo y cumple las órdenes con gozo y entrega; sin embargo, obedece igualmente a sus hermanos y a toda persona a quien puede favorecer con el bien de la obediencia. Su práctica de la pobreza es total, tanto en la ropa como en la alimentación y en su celda. Nunca acepta dinero alguno. Se aplica con cautela a guardar el voto de castidad y a vigilar sus sentidos, lo que no se puede hacer sin luchar.

El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda que «el dominio de sí es una obra que dura toda la vida. Nunca se la considerará adquirida de una vez para siempre. Supone un esfuerzo reiterado en todas las edades de la vida» (CEC, 2342). La lucha por la pureza necesita, además de la pureza de intención y la pureza de la mirada, el recurso a la oración. San Agustín escribía dirigiéndose a Dios: «Creía que la continencia dependía de mis propias fuerzas, las cuales no sentía en mí; siendo tan necio que no entendía lo que estaba escrito: que nadie puede ser continente, si tú no se lo das. Y cierto que tú me lo dieras, si con interior gemido llamase a tus oídos, y con fe sólida arrojase en ti mi cuidado» (Confesiones, cf. CEC 2520).

La castidad del padre Charbel es la fuente de una actitud llena de caridad y respeto hacia los demás. Sabe encajar perfectamente las bromas que algunos se permiten hacia él, y, cuando tiene ocasión, sabe devolver burla con burla.

La oración del padre Charbel se hace continua, pues pasa buena parte de la noche rezando. Celebra la Misa poniendo mucha atención, implorando la misericordia divina para los hombres. La tradición y la Regla de la Orden maronita libanesa reservan un lugar de honor al culto de la Santísima Virgen María. Es la Reina, la Patrona y Protectora del pueblo maronita, que no ha dudado en llamar a María «Cedro del Líbano» en sus letanías. El padre Charbel se complace en rezar el Rosario todos los días.

«Mejor que su buena madre»

Los monjes maronitas, a pesar de residir habitualmente en el claustro, ejercen apostolado en las parroquias de los pueblos cercanos, y el padre Charbel no deja de aportar su ayuda en esa misión. Uno de sus cofrades escribe de él: «El padre Charbel aportaba alegría a quienes se confesaban con él. Yo mismo recurría con frecuencia y gustoso a él». Un día, una mujer mayor acude precipitadamente a buscar al padre Charbel: «Padre, mi hijo se está muriendo«». El monje entra en la casa y se acerca al moribundo, que no quiere recibirle. Pero el padre se encuentra ya en la cabecera de la cama: «¿Cuál es su dolencia? Si puedo aliviarle, lo haré de buena gana. – ¡Tengo fuego en el pecho! ¡Me muero de sed! – Ánimo, hijo mío, sus sufrimientos le purifican. Si Dios quiere llamarle a Él, ¿por qué tener miedo? Dios es infinitamente bueno, mejor aún que su buena madre a la que tanto ha hecho sufrir« ¿Cree que si su madre fuera Dios y se dispusiera a juzgarle estaría muy preocupado? ¿Acaso no es usted el hijo bienamado de la Madre Inmaculada?». Entonces, el padre da de beber al enfermo agua que acaba de bendecir; inmediatamente, éste se confiesa y recibe reconfortado la absolución.

Desde que fuera fundada por san Marón, la Orden maronita libanesa se aplicó a una obra civilizadora inmensa en los ámbitos espiritual, social y cultural. Los monjes aprendieron artes y oficios que promocionaban a continuación. Entre ellos había impresores, pintores, albañiles, herreros, carpinteros, tejedores, sastres, zapateros, viticultores, etc. Además de sus actividades misioneras y contemplativas, el padre Charbel reserva un lugar importante para el trabajo manual, entregándose en cualquier estación del año a las labores domésticas y campestres. En el transcurso de los años, el padre Charbel siente la llamada de la vida eremítica. Por aquel entonces, todos los monasterios del Líbano poseen ermitas y ermitaños. Durante seis años, el padre es discípulo de un ermitaño octogenario que vive en la ermita de Annaya. Aquel hombre, en efecto, puede vivir en solitario para entregarse exclusivamente a las realidades divinas, pero, según señala santo Tomás de Aquino, es algo sobrehumano (Summa Teológica, IIa IIæ, 188, a. 8, ad 5). Por eso la Iglesia se muestra tan prudente a la hora de autorizar a alguien a abrazar la vida eremítica. Ese tipo de vida solamente se puede practicar por parte de hombres puestos ya a prueba en la virtud y de quienes se prevé prudentemente perseverancia.

Agua que ilumina

El 13 de febrero de 1875, fallece el ermitaño con  quien el padre Charbel se formaba en la vida solitaria. Al hallarse vacante la ermita, el padre solicita retirarse en ella, pero a su superior le invade la duda. Toma de su despacho un documento importante y lo entrega al padre Charbel diciendo: «¿Haría el favor de hacerme un informe sobre este trabajo? Es bastante urgente. Le autorizo a velar, si es necesario». El padre se retira con la carpeta y pasa a la cocina para que le llenen con aceite la lámpara, que está vacía. Para gastarle una broma, uno de los criados llena la lámpara con agua y se la entrega. El padre enciende tranquilamente la lámpara y se pone a trabajar. El criado se sorprende del resultado, ya que la lámpara ilumina como si estuviera llena de aceite. Corre a decírselo al padre superior, confesándole la broma, y describe el inesperado resultado. El superior va al encuentro del padre Charbel y le reprocha que, a pesar de habérselo autorizado, esté despierto tan tarde; luego, le toma la lámpara. Sin justificarse, el padre Charbel pide perdón por amor de Cristo. El superior regresa a su celda y constata que la lámpara no contiene, en efecto, más que agua. Ese hecho milagroso le sirve de señal en lo que respecta a la autenticidad de la vida espiritual del padre Charbel, a quien autoriza para retirarse en la ermita. Allí vivirá durante veintitrés años, no saliendo más que con motivo de algunas misiones puntuales en la región, que le encomendarán por el bien de las almas.

El ermitaño es un testigo de la primacía absoluta de Dios. A un mundo extraviado por los ídolos, el placer, el dinero y la concupiscencia, le demuestra que Dios es el único fin del hombre, el único que es necesario. El ermitaño no se ve abandonado a su propia iniciativa, sino que sigue una Regla muy precisa, una disciplina minuciosa, y queda bajo el control perpetuo y atento de un superior. La ascesis que practica el padre Charbel es discreta, sin nada teatral ni espectacular; no hay rigidez alguna en el alma del padre, sino una escucha del Espíritu Santo, una adoración profunda y una sorprendente sencillez de corazón en medio de un abandono filial a Cristo.

«¿Quién conoce a Dios? –pregunta el Papa Benedicto XVI. ¿Cómo podemos conocerlo?« Para el cristiano, el núcleo de la respuesta es simple: sólo Dios conoce a Dios, sólo su Hijo que es Dios de Dios, Dios verdadero, lo conoce. Y Él, que está en el seno del Padre, lo ha narrado (Jn 1, 18). De aquí la importancia única e insustituible de Cristo para nosotros, para la humanidad. Si no conocemos a Dios en Cristo y con Cristo, toda la realidad se convierte en un enigma indescifrable; no hay camino y, al no haber camino, no hay vida ni verdad. Dios es la realidad fundante, no un Dios sólo pensado o hipotético, sino el Dios de rostro humano; es el Dios-con-nosotros, el Dios del amor hasta la cruz. Cuando el discípulo llega a la comprensión de este amor de Cristo «hasta el extremo», no puede dejar de responder a este amor si no es con un amor semejante: Te seguiré adondequiera que vayas (Lc 9, 57)» (13 de mayo de 2007).

El padre Charbel intercede por todos los que le recomiendan o que le traen. Un día le llevan a la ermita a un hombre que había perdido la cabeza y que era peligroso para él mismo y para los demás. El padre Charbel le ordena que le siga a la capilla y lee el Evangelio sobre su cabeza. ¡El hombre se cura en el acto!

Protegidos por la aspersión

En Oriente Próximo, las langostas suponen una ver- dadera plaga para las cosechas. Acuden desde el sur y devoran la hierba, las hojas e incluso la corteza de los árboles. «En 1885 –relata un padre–, una nube de langostas que cubría literalmente el cielo se abatió sobre Annaya y los pueblos vecinos. Al ver aquel terrible peligro, el superior ordenó al padre Charbel que bendijera agua y que fuera a rociar los campos. Todos los campos que pudo alcanzar se salvaron. Los habitantes de las cercanías rociaron también los cultivos con su agua bendita, y quedaron a salvo igualmente. Como agradecimiento, un centenar de personas acudieron al monasterio en el momento de la cosecha y segaron gratuitamente los campos de los religiosos».

Viviendo de Dios y para Dios, el padre Charbel se convierte en nexo de unión entre el cielo y la tierra. A pesar de ser un sacerdote separado de los hombres, nunca queda indiferente ante sus aflicciones. Quiere ser protección espiritual para todos, y trae sin cesar al mundo hacia Dios mediante sus sacrificios de reparación y de intercesión, y sobre todo mediante sus Misas. Celebra la Misa según la liturgia maronita, cuya lengua sagrada es el siríaco. El 16 de diciembre de 1898 a las once, revestido con la casulla, aunque entumecido por el frío, sube al altar como Cristo al Calvario. En la consagración, cuando toma penosamente la sagrada forma entre sus manos cubiertas de sabañones, se siente indispuesto. Su cofrade el padre Macarios, al darse cuenta de que no puede continuar el Santo Sacrificio, le ayuda a descansar un poco. Al cabo de un momento, el ermitaño vuelve a subir al altar y consagra las Especies Sacramentales, pero le vuelve el malestar y no puede seguir. Es necesario entonces llevarlo a su celda. Durante ocho días, el padre permanece en apacible agonía, a pesar de sus sufrimientos. Repite las frases de la Misa que se ha visto obligado a interrumpir: «Oh, Padre de verdad, he aquí a tu Hijo« Ha asumido la muerte para justificarme. He aquí la ofrenda, recíbela de mis manos con complacencia y olvida los pecados que he cometido ante tu Majestad«». Con estas palabras, unidas a los benditos nombres de Jesús, María y José, de Pedro y Pablo, los patronos de su ermita, el siervo de Dios abandona este mundo hacia la patria celestial en la bienaventurada noche del 24 de diciembre.

Muy pronto, se producen numerosos prodigios gracias a la intercesión del padre Charbel. Entre los centenares de hechos extraordinarios atribuidos a su intercesión, dos de ellos fueron reconocidos oficialmente como milagrosos y sirvieron para su beatificación, que tuvo lugar el 5 de diciembre de 1965. Fue canonizado el 9 de octubre de 1977.

El estilo de vida de los ermitaños «no se les propone a todos como un carisma a imitar» –recordaba el Papa Pablo VI con motivo de la canonización de san Charbel. Sin embargo, mediante su búsqueda apasionada de lo absoluto, ellos dan testimonio de que vale la pena adorar y amar a Dios por Él mismo; recuerdan a todos la primacía de Dios, que destina a cada hombre a participar de su Beatitud. ¡Que san Charbel nos atraiga al camino del amor de Dios y de la felicidad!

Dom Antoine Marie osb




Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com


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