Mediante la Carta
apostólica Spes ædificandi, del 1 de octubre de 1999, san Juan Pablo II proclamaba
a santa Brígida de Suecia copatrona de Europa: la íntima unión de la santa
«con Cristo fue acompañada de especiales carismas de revelación, que hicieron
de ella un punto de referencia para muchas personas de la Iglesia de su tiempo.
En Brígida se observa la fuerza de la profecía. A veces, su tono parece un eco
del de los antiguos profetas».
Brígida nace en junio
de 1303 en el Castillo de Finstad, no lejos de Upsala, en Suecia. Es hija de
Birger Persson, senador del reino y senescal de la provincia de Upland, y de
Ingeborge, de estirpe real sueca. La noche siguiente a su nacimiento, el
párroco recibe una revelación del Cielo: «Ha nacido de Birger una niña cuya voz
se dejará oír en el mundo entero». La pequeña da muestras, muy pronto, de una
ardiente devoción y de cierto atractivo por las ceremonias religiosas.
A la edad de diez
años, Nuestro Señor se le aparece en la cruz: «¡Oh!, dulce Señor, ¿quién ha
osado haceros eso? –pregunta ella. –Todos aquellos que desprecian y olvidan mi
amor» –responde Jesús. A partir de esa visión, Brígida experimenta una devoción
por la Pasión de Cristo que se desarrollará con el paso de los años. La Virgen
María le revelará un día: «Hay dos caminos para alcanzar el Corazón de Dios. El
primero es la humildad de la verdadera contrición. El segundo es la
contemplación de los sufrimientos de mi Hijo». De la Pasión de Cristo, Brígida
afirmará: «Contemplad el amor de vuestro Dios; sufriría aún más, si pudiera,
por cada uno de vosotros lo que sufrió por todos los hombres. Con gusto os
salvaría, sólo a vosotros, al precio de su Pasión. ¿Cómo no responder con
vuestro amor a tanto amor?».
Una Iglesia doméstica
Cuando muere su madre,
Brígida tiene doce años Entonces, su tía materna se encarga de su educación y
de la de su hermana pequeña Catalina. En 1318, la joven, que tiene quince años,
es entregada en matrimonio al senescal Ulf Gudmarsson, de veinte años de edad,
procedente también de la alta sociedad sueca. Aunque se siente atraída por la
vida religiosa, Brígida se somete a ello, pero invita a su esposo a no hacer
uso del matrimonio durante dos años, a fin de discernir adecuadamente sobre la
voluntad de Dios acerca de una eventual vocación a un estado más perfecto.
Rezan juntos el Oficio parvo de la Santísima Virgen, se confiesan cada viernes
y comulgan todos los domingos. Después de haber rezado mucho y de haber
solicitado la opinión de su confesor, los jóvenes esposos comprenden que deben
servir a Dios en el santo estado del matrimonio, donde son llamados a
santificarse, a fin de engendrar y educar hijos para el Cielo. Durante los
veintiocho años de vida en común, tendrán ocho hijos, una de ellos la futura
santa Catalina de Suecia. Brígida es dirigida espiritualmente por un religioso
que la introduce en el estudio de las Escrituras, por lo que su familia se
convierte en una auténtica «Iglesia doméstica». El rango social de los esposos
les predispone a desempeñar cargos importantes en la corte. Sin embargo,
adoptan la Regla de los Terciarios franciscanos, dedicándose con generosidad a las
obras de caridad hacia los pobres. Pero Brígida consagra la mayor parte del
tiempo a la educación de sus hijos y a la formación cristiana de los criados de
su palacio familiar. Manda construir en su dominio un hospital para pobres y
enfermos, a los que ella misma cura junto con sus hijos. Mediante su
influencia, Ulf mejora su carácter y progresa en la vida cristiana. Ella lo
convence para que se dedique más al estudio con objeto de desempeñar mejor sus
funciones en el país.
En un discurso
dedicado a la santa sueca, el Papa Benedicto XVI subrayaba: «Este primer
período de la vida de Brígida nos ayuda a apreciar lo que hoy podríamos definir
como una auténtica “espiritualidad conyugal”: los esposos cristianos pueden
recorrer juntos un camino de santidad, sostenidos por la gracia del sacramento
del Matrimonio. No pocas veces, precisamente como sucedió en la vida de santa
Brígida y de Ulf, es la mujer quien con su sensibilidad religiosa, con la
delicadeza y la dulzura logra que el marido recorra un camino de fe. Pienso con
reconocimiento en tantas mujeres que, día tras día, también hoy iluminan a su
familia con su testimonio de vida cristiana. Que el Espíritu del Señor suscite
también hoy la santidad de los esposos cristianos, para mostrar al mundo la
belleza del matrimonio vivido según los valores del Evangelio: el amor, la
ternura, la ayuda recíproca, la fecundidad en la generación y en la educación
de los hijos, la apertura y la solidaridad hacia el mundo, la participación en
la vida de la Iglesia» (27 de octubre de 2010).
En 1335, Brígida
recibe el encargo de iniciar en las costumbres suecas a Blanca de Dampierre,
hija del conde de Namur, que acaba de contraer matrimonio con el rey Magnus
Eriksson. Ese papel le confiere una influencia indudable en la corte, pues
reside con frecuencia en el castillo real de Vadstena. Con motivo de las
ausencias de su marido, Brígida se entrega aún más a la vida interior y a la
mortificación, llegando incluso a dormir sobre paja en el mismo suelo. En 1341,
Brígida y Ulf parten hacia Santiago de Compostela, peregrinaje que es ocasión
de un gran progreso espiritual para ambos esposos, quienes ya se habían
comprometido a guardar continencia total para servir mejor a Dios. Poco después
de su regreso a Suecia, Ulf, empujado por el Espíritu Santo, se retira a la
abadía cisterciense de Alvastra, donde es monje uno de sus hijos. Ulf muere en
1344, antes incluso de terminar su noviciado; en su lecho de muerte, suplica a
su esposa que rece y haga rezar para abreviar su tiempo en el purgatorio.
Un espíritu actual
Brígida, a la edad de
cuarenta y un años, está decidida a profundizar en su unión con el Señor a
través de la oración, de la penitencia y de las obras caritativas; renuncia a
contraer un segundo matrimonio. «¡Cómo es actual el espíritu de santa Brígida!
–escribía san Juan Pablo II el 8 de septiembre de 1991–. Su experiencia
religiosa está marcada por el deseo de unidad y adhesión a Jesús, Dios y
hombre, al que la santa se dirigía con acentos de confianza tierna e inspirada.
Su amor por la Virgen María, “Mater gratiæ” (Madre de la gracia) era intenso y
filial. Un modelo de ascetismo tan rico ha inspirado durante siglos numerosas
prácticas de piedad popular que, después de tanto tiempo conservan todavía un frescor
de su atracción. Se trata de una corriente espiritual sencilla, que considera a
Jesús como el primer esposo y el compañero de cada día» (Carta apostólica por
el sexto centenario de la canonización de santa Brígida).
Un día en que manda
distribuir limosnas a numerosos pobres, su intendente protesta: «Señora,
¿queréis caer en la mendicidad? ¿Acaso es el culmen de la perfección dar con
una mano y tender la otra? –Demos tanto como poseamos –replica la viuda–, pues
tenemos un Maestro bueno y liberal. Pertenezco a esos pobres, y ellos sólo me
tienen a mí en su miseria. Yo me abandono a la voluntad divina». Y precisa a su
confesor: «Deseo de todo corazón ser pobre. Incluso quisiera mendigar mi pan
por amor de Dios. Llegará el día en que me veré forzada a abandonar todas las
cosas, por lo que tiene más mérito deshacerme de ello a partir de ahora». De
hecho, distribuye sus bienes entre los pobres y se instala en una dependencia
de la abadía de Alvastra. En ese lugar comienzan las revelaciones divinas, que
la acompañarán el resto de su vida. Brígida las dicta a sus confesores,
quienes, después de ayudarle a discernir lo que procede realmente de Dios, las
traducen del sueco al latín y las recopilan en una edición de ocho libros
titulados Revelaciones.
El amor infinito de
Dios en la Pasión
«Las Revelaciones de
santa Brígida –decía Benedicto XVI– presentan un contenido y un estilo muy
variados. A veces la revelación se presenta en forma de diálogos entre las
Personas divinas, la Virgen, los santos y también los demonios; diálogos en los
cuales también Brígida interviene. Otras veces, en cambio, se trata del relato
de una visión particular… De hecho, leyendo estas Revelaciones, nos sentimos
interpelados sobre numerosos temas importantes. Por ejemplo, aparece con frecuencia
la descripción, con detalles bastante realistas, de la Pasión de Cristo, hacia
la cual Brígida tuvo siempre una devoción privilegiada, contemplando en ella el
amor infinito de Dios a los hombres. En labios del Señor que le habla, ella
pone con audacia estas conmovedoras palabras: “Oh, amigos míos, yo amo con
tanta ternura a mis ovejas que, si fuera posible, quisiera morir muchas otras
veces por cada una de ellas con la misma muerte que sufrí para la redención de
todas, antes que privarme de su compañía”… Al recibir estos carismas, Brígida
era consciente de ser destinataria de un don de gran predilección de parte del
Señor: ”Hija mía –leemos en el primer libro de las Revelaciones–, te he elegido
a ti para mí, ámame con todo tu corazón… más que a todo lo que existe en el
mundo” (cap. 1). Por otra parte, Brígida sabía bien y estaba firmemente
convencida de que todo carisma está destinado a edificar a la Iglesia.
Precisamente por este motivo, no pocas de sus revelaciones iban dirigidas, en
forma de amonestaciones incluso severas, a los creyentes de su tiempo,
incluidas las autoridades religiosas y políticas, para que vivieran su vida
cristiana con coherencia; pero siempre lo hacía con una actitud de respeto y
fidelidad plena al Magisterio de la Iglesia, en particular al Sucesor del
apóstol Pedro».
En especial, Brígida
recibe la orden de escribir al Papa Clemente VI para manifestarle ciertas
negligencias en el servicio a Dios y para comprometerlo a repararlas con mayor
celo para la reforma de la Iglesia, que en ese momento se halla aquejada por la
ambición y la codicia de algunos eclesiásticos. Dirigiéndose a los obispos
suecos, precisa: «El sacerdocio no es un empleo a desear por los honores que
procura. Es una carga, y, si no se lleva en la tierra, pesará durante la
eternidad. El obispo es el centinela a quien Dios encomienda la guardia, que
vela por las almas y las rodea de su caridad. De igual manera que un buen
pastor atrae a sus ovejas presentándoles un manojo de hierba con flores
aromáticas, así también el obispo atrae a su pueblo mediante palabras de amor;
y por su salvación lo sufriría todo, las tribulaciones de la vida y la muerte».
La Orden del Santísimo
Salvador
Brígida recibe el
encargo de decirle al rey de Suecia que hay que restaurar la fe en su reino
rodeándose de personas santas. A unos cortesanos, les da estos consejos:
«Vuestros esfuerzos tienden a enriqueceros, a vosotros y a vuestros hijos,
transmitiéndoles a ellos vuestra codicia. Si poseyeras tal territorio –insinúa
la madre al hijo– serías semejante a tu padre. Les insufláis la ambición por
los honores… Expiad vuestra avaricia mediante la caridad, repartiendo con gozo
ricas limosnas. Expiad vuestras impurezas mediante la oración, vuestra
glotonería y embriaguez mediante la abstinencia, vuestro orgullo mediante la
humildad». Las advertencias de Brígida se hacen más fuertes a medida que se ve
favorecida por visiones de almas que sufren en el purgatorio, y recibe
igualmente terribles revelaciones sobre las penas del infierno, «reservado a
los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse» (Catecismo de la
Iglesia Católica, 1034). Para trabajar por la salvación de los pecadores,
funda, en 1346, en honor a Cristo y a su Madre, el monasterio de Vadstena, que
se convertirá en la cuna de la Orden del Santísimo Salvador. Esta orden,
destinada a salvar a los pueblos escandinavos, se expandirá por el mundo con el
fin de propagar el reino de Dios. Las monjas, también llamadas “brigitinas”
reviven el clima espiritual de la Iglesia naciente, reunida en oración en el
Cenáculo en torno a María. El velo que llevan se parece, aún en la actualidad,
a un casco, para manifestar su intención de llevar a cabo el combate
espiritual. La abadesa tiene autoridad sobre las monjas de clausura, pero
también sobre la pequeña comunidad de religiosos instalada próxima a ellas para
suministrar los sacramentos. Estos últimos, que no son de clausura, prestan
diferentes apostolados, entre ellos los de predicar en las parroquias. Brígida,
que no comparte la vida de las hermanas, lleva, no obstante, una vida muy
ascética.
En 1349, Brígida se
dirige en peregrinación a Roma. No solamente desea tomar parte en el Jubileo de
1350, sino también obtener del Papa la aprobación de la Regla de la Orden del
Santísimo Salvador (que será concedida en 1370 por Urbano V). La fundadora es
acogida por el cardenal Hugo de Beaufort, que vive al lado de la iglesia de San
Lorenzo en Dámaso. En ella, organizada como un verdadero convento, permanece
durante cuatro años; su hija Catalina se incorpora también a continuación. Roma
se convierte entonces, para Brígida, en una segunda patria; ve la ciudad como
un campo con jardines llenos de rosas: son los lugares santificados por los
santos. Pero también la ve, en ese momento de mediados del siglo xiv, llena de
mundanidad y de pecados, en particular de parte del clero. Es una época de
grandes tribulaciones para el papado, ya que el Papa, exiliado en Aviñón, es en
cierto modo prisionero del rey de Francia; la autoridad de la Santa Sede es
menos respetada, y su mediación entre los príncipes enemigos no tiene tanta
fuerza como antaño. De hecho, Europa se ve asolada por guerras y calamidades,
poco antes del gran cisma de Occidente. Llena de fuerza por su intimidad con
Cristo, Brígida ruega al Sumo Pontífice que termine con las dudas que la
prudencia terrenal y los intereses mundanos le dictan, y que entre en Roma
cerca de la sepultura de san Pedro. Creerá conseguirlo en 1367, con el retorno
del beato Urbano V, pero éste se verá obligado a regresar a Aviñón tres años
más tarde.
En orden a realizar
permanentemente la obra salvadora de la Redención, Nuestro Señor decretó
edificar la Santa Iglesia Católica, en la que todos los fieles estén unidos por
el vínculo de una misma fe y caridad. Así, colocó a san Pedro sobre los demás
apóstoles e instituyó en él el fundamento visible y el principio perpetuo de
ambas unidades. Como afirma el Concilio Vaticano I, «siempre ha sido necesario
para toda Iglesia –es decir para los fieles de todo el mundo– estar de acuerdo
con la Iglesia Romana debido a su más poderosa principalidad, para que en
aquella sede, de la cual fluyen a todos los derechos de la venerable comunión,
estén unidas, como los miembros a la cabeza, en la trabazón de un mismo cuerpo»
(Constitución Pastor æternus, cap. 2).
La Tierra Santa
En 1353, Brígida se
instala en la casa de una rica romana, en la actual plaza Farnesio, haciendo de
ese lugar una casa de acogida para los peregrinos, sobre todo escandinavos; en
ella vivirá hasta su muerte. Su situación económica es precaria y, en
ocasiones, recibe providencialmente lo que necesita en el último momento.
Realiza con frecuencia a pie “peregrinaciones urbanas” a las iglesias y
sepulturas de los santos, a pesar de su avanzada edad y de su extenuación a
causa de sus grandes austeridades. Socorre a los pobres, los visita y los cura
ella misma en los hospitales. Gracias a sus revelaciones, está al tanto del
interior de las conciencias y utiliza esos conocimientos para ganar almas para
Jesucristo. Su acción se extiende al bien de las naciones, favoreciendo por
todos los medios la paz en Suecia, en Francia, en Inglaterra y en Italia, cuyas
ciudades recorre. Después de todos esos viajes, que la reducen a una debilidad
extrema, Nuestro Señor le pide, en 1371, que se dirija a Jerusalén para visitar
los lugares donde cumplió los misterios de nuestra Redención. Al mismo tiempo,
le asegura que le concederá las fuerzas necesarias. Desde Nápoles, los
peregrinos se embarcan hacia Tierra Santa en marzo de 1372. Una vez allí,
Brígida no se pierde ninguno de los lugares que el Salvador honró con su
presencia, recibiendo numerosas informaciones, en especial sobre la Pasión y
muerte de Jesucristo. Dios le revela igualmente el estado en que se hallan
varios reinos, como el estado de desolación del de Chipre y la próxima ruina
del Imperio Bizantino. Dirige una carta al rey de Chipre y a su pueblo. A los
ortodoxos cismáticos, no duda en decirles, de parte de Dios, que serán
entregados al poder de sus enemigos si no se someten al Vicario de Cristo con
verdadera humildad y amor sincero. Tratada de “vieja rancia”, Brígida no es
escuchada. También reitera sus advertencias al Papa Gregorio XI, que sigue en
Aviñón.
En febrero de 1373, la
reina y el arzobispo de Nápoles someten a Brígida a un examen de tipo
inquisitorial sobre su doctrina. La conclusión le resulta favorable, por lo que
Brígida puede seguir anunciando públicamente los derechos imprescindibles de
Dios y los deberes de las criaturas con respecto a Él. Transmite entonces las
siguientes frases de Cristo: «¿Por qué no habéis meditado sobre mi Pasión? ¿Por
qué no habéis considerado de qué modo fui atado desnudo a la columna,
cruelmente flagelado, colgado en la Cruz, lacerado de heridas y cubierto de
sangre? Cuando os pintáis las mejillas, no pensáis en mi rostro todo
ensangrentado. (…) No reflexionáis sobre los dolores que soporté y de qué modo
fui levantado por vosotros, dejando que todos me insultaran y se mofaran, a fin
de que pudierais ser encaminados a amarme, a mí, vuestro Dios, y escapar así de
las redes del diablo en las cuales os dejáis encarcelar». A esos reproches
sucede una propuesta misericordiosa del Señor: «Con uno solo que se convierta,
iré a su encuentro como el padre hacia el hijo pródigo. Le concederé la gracia
y permaneceré en él, y él conmigo, en el gozo eterno».
Santa Brígida buscaba
a Dios en la contemplación. En su exhortación apostólica del 25 de noviembre de
2013, el Papa Francisco recomienda entregarse a la contemplación: «¡Qué dulce
es estar frente a un crucifijo, o de rodillas delante del Santísimo, y
simplemente “ser” ante sus ojos! ¡Cuánto bien nos hace dejar que Él vuelva a
tocar nuestra existencia y nos lance a comunicar su vida nueva! (…) La mejor
motivación para decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor, es
detenerse en sus páginas y leerlo con el corazón. Si lo abordamos de esa
manera, su belleza nos asombra, vuelve a cautivarnos una y otra vez. Para eso
urge recobrar un espíritu contemplativo, que nos permita redescubrir cada día
que somos depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida
nueva. No hay nada mejor para transmitir a los demás. Toda la vida de Jesús, su
forma de tratar a los pobres, sus gestos, su coherencia, su generosidad
cotidiana y sencilla, y finalmente su entrega total, todo es precioso y le
habla a la propia vida (Evangelii gaudium, núm. 264 y 265).
¿Morir?
Los que tratarán con
la santa viuda en los últimos años de su vida darán testimonio unánime de su
resplandeciente gozo interior y de su dulce humildad. El 17 de julio de 1373,
Nuestra Señora se le aparece: «Según los médicos, no morirás. ¿Acaso saben
ellos lo que es morir? Muere quien, separándose de Dios por su atadura al
pecado, pierde la fe y el amor. Pero quien teme al Señor y se purifica sin
cesar mediante la confesión vive para siempre». Brígida recibe la predicción
del día de su muerte y, la misma mañana del 23 de julio, Nuestro Señor acude a
consolarla. Comulga con gran fervor en la Misa celebrada en su habitación,
expirando luego con estas palabras: «Señor, en tus manos entrego mi espíritu».
Sus hijos, Birger y Catalina, trasladarán sus restos a Suecia, a la abadía de
Vadstena que había fundado su santa madre casi treinta años antes, y donde, aún
hoy, permanece su tumba. Santa Brígida de Suecia, canonizada el 7 de octubre de
1391 por el Papa Bonifacio IX, es especialmente popular en los países
escandinavos, Alemania, Polonia y Hungría. Hoy en día, 700 años después de su
fundación, las “brigitinas” están presentes en Roma, en Suiza, en Suecia, así
como en las indias orientales y en México.
Santa Brígida «aparece
así como un testimonio significativo del lugar que puede tener en la Iglesia el
carisma vivido en plena docilidad al Espíritu de Dios y en total conformidad
con las exigencias de la comunión eclesial. Por eso, al haberse separado de la
comunión plena con la sede de Roma las tierras escandinavas, patria de Brígida,
durante las tristes vicisitudes del siglo xvi, la figura de la santa sueca
representa un precioso vínculo ecuménico, reforzado también por el compromiso
en este sentido llevado a cabo por su orden» (san Juan Pablo II, motu proprio
Spes ædificandi, núm. 5). Pidamos a santa Brígida por Europa, a fin de que
encuentre sus raíces cristianas, y especialmente por el retorno de los
cristianos escandinavos a la fe y a la plena unidad católicas.
Dom Antoine Marie osb
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Carta "SPES AEDIFICANDI" proclamando a santa Brígida de Suecia, santa Catalina de Siena y santa Teresa Benedicta de la Cruz copatronas de Europa - San Juan Pablo II
Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com
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