SAN JUAN
PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 2 de octubre de 1996
(Lectura: capítulo 1 del evangelio de san Lucas, versículos
44-45)
1. En el relato de la Visitación,
san Lucas muestra cómo la gracia de la Encarnación, después de haber inundado a
María, lleva salvación y alegría a la casa de Isabel. El Salvador de los
hombres, oculto en el seno de su Madre, derrama el Espíritu Santo, manifestándose
ya desde el comienzo de su venida al mundo.
El evangelista, describiendo la
salida de María hacia Judea, usa el verbo anístemi, que
significa levantarse, ponerse en movimiento. Considerando que
este verbo se usa en los evangelios pare indicar la resurrección de Jesús
(cf. Mc 8, 31; 9, 9. 31; Lc 24, 7. 46) o
acciones materiales que comportan un impulso espiritual (cf. Lc 5, 2728;
15, 18. 20), podemos suponer que Lucas, con esta expresión, quiere subrayar el
impulso vigoroso que lleva a María, bajo la inspiración del Espíritu Santo, a
dar al mundo el Salvador.
El texto evangélico refiere, además,
que María realice el viaje "con prontitud" (Lc 1, 39).
También la expresión "a la región montañosa" (Lc 1, 39),
en el contexto lucano, es mucho más que una simple indicación topográfica, pues
permite pensar en el mensajero de la buena nueva descrito en el libro de
Isaías: "¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que
anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión:
'Ya reina tu Dios'!" (Is 52, 7).
Así como manifiesta san Pablo, que reconoce el cumplimiento de este texto profético en la predicación del Evangelio (cf. Rom 10, 15), así también san Lucas parece invitar a ver en María a la primera evangelista, que difunde la buena nueva, comenzando los viajes misioneros del Hijo divino.
La dirección del viaje de la Virgen
santísima es particularmente significativa: será de Galilea a Judea, como el
camino misionero de Jesús (cf. Lc 9, 51).
En efecto, con su visita a Isabel,
María realiza el preludio de la misión de Jesús y, colaborando ya desde el
comienzo de su maternidad en la obra redentora del Hijo, se transforma en el
modelo de quienes en la Iglesia se ponen en camino para llevar la luz y la
alegría de Cristo a los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos.
El encuentro con Isabel presenta
rasgos de un gozoso acontecimiento salvífico, que supera el sentimiento
espontáneo de la simpatía familiar. Mientras la turbación por la incredulidad
parece reflejarse en el mutismo de Zacarías, María irrumpe con la alegría de su
fe pronta y disponible: "Entró en casa de Zacarías y saludó a
Isabel" (Lc 1, 40).
San Lucas refiere que "cuando
oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno" (Lc 1,
41). El saludo de María suscita en el hijo de Isabel un salto de gozo: la
entrada de Jesús en la casa de Isabel, gracias a su Madre, transmite al profeta
que nacerá la alegría que el Antiguo Testamento anuncia como signo de la
presencia del Mesías.
Ante el saludo de María, también
Isabel sintió la alegría mesiánica y "quedó llena de Espíritu Santo; y
exclamando con gran voz, dijo: 'Bendita tu entre las mujeres y bendito el fruto
de tu seno' " (Lc 1, 4142).
En virtud de una iluminación
superior, comprende la grandeza de María que, más que Yael y Judit, quienes la
prefiguraron en el Antiguo Testamento, es bendita entre las mujeres por el
fruto de su seno, Jesús, el Mesías.
La exclamación de Isabel "con
gran voz" manifiesta un verdadero entusiasmo religioso, que la plegaria
del Avemaría sigue haciendo resonar en los labios de los creyentes, como
cántico de alabanza de la Iglesia por las maravillas que hizo el Poderoso en la
Madre de su Hijo.
Isabel, proclamándola "bendita
entre las mujeres" indica la razón de la bienaventuranza de María en su
fe: "¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron
dichas de parte del Señor!" (Lc 1, 45). La grandeza y la
alegría de María tienen origen en el hecho de que ella es la que cree.
Ante la excelencia de María, Isabel
comprende también qué honor constituye pare ella su visita: "¿De dónde a
mí que la madre de mi Señor venga a mí?" (Lc 1, 43). Con la
expresión "mi Señor", Isabel reconoce la dignidad real, más aun,
mesiánica, del Hijo de María. En efecto, en el Antiguo Testamento esta
expresión se usaba pare dirigirse al rey (cf. 1 R 1, 13, 20,
21, etc.) y hablar del reymesías (Sal 110, 1). El ángel había
dicho de Jesús: "El Señor Dios le dará el trono de David, su padre" (Lc 1,
32). Isabel, "llena de Espíritu Santo", tiene la misma intuición. Más
tarde, la glorificación pascual de Cristo revelará en qué sentido hay que
entender este título, es decir, en un sentido trascendente (cf. Jn 20,
28; Hch 2, 3436).
Isabel, con su exclamación llena de
admiración, nos invita a apreciar todo lo que la presencia de la Virgen trae
como don a la vida de cada creyente.
En la Visitación, la Virgen lleva a
la madre del Bautista el Cristo, que derrama el Espíritu Santo. Las mismas
palabras de Isabel expresan bien este papel de mediadora: "Porque, apenas
llegó a mis oídos la voz de tu saludo saltó de gozo el niño en mi seno" (Lc 1, 44).
La intervención de María produce, junto con el don del Espíritu Santo, como un
preludio de Pentecostés, confirmando una cooperación que, habiendo empezado con
la Encarnación, esta destinada a manifestarse en toda la obra de la salvación
divina.
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