CARTA ENCÍCLICA
EDITAE SAEPE
DEL PAPA SAN PÍO X
A LOS VENERABLES PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS Y LOS
OTROS ORDINARIOS, EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA
CON MOTIVO DEL TERCER CENTENARIO DE LA CANONIZACIÓN DE
SAN CARLOS BORROMEO
San Carlos administrando los sacramentos a las víctimas de la peste de Milán 1576 Pierre Mignard |
Venerables hermanos, salud y bendición apostólica
Lo que la palabra
divina proclama varias veces en las Sagradas Escrituras: que el justo vivirá en
memoria eterna de alabanza y que él también habla después de la muerte[1], se
verifica sobre todo por la voz y el trabajo continuos de la Iglesia. Esta, de
hecho, como madre y nodriza de la santidad, siempre rejuvenecida y fecundada
por el aliento del Espíritu Santo, que habita en nosotros[2], ya que ella
sola genera, nutre y cría en su seno la noble familia de los justos, también es
el más solícita, casi por instinto de amor maternal, en persevervar su memoria
y revivir su amor. De este recuerdo, ella recibe un consuelo casi divino, y
retira su mirada de las miserias de esta peregrinación mortal, mientras ya ve
en los santos su alegría y corona, reconoce en ellos la imagen sublime de su
Esposo celestial, e inculca a sus hijos, con un nuevo testimonio, el antiguo
dicho: Sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a
Dios, de los que son llamados según su designio[3]. Sus gloriosas obras tampoco
tienen éxito solo en la comodidad de la memoria, sino a la luz de la imitación
y de la fuerte incitación a la virtud por ese eco unánime de los santos que
responde a la voz de Pablo: Sean mis imitadores, como yo soy de Cristo[4].
Por estas razones, Venerables Hermanos, mientras Nosotros, tan pronto como asumimos el Pontificado Supremo, nos propusimos luchar constantemente para "que todo se establezca en Cristo", con nuestra primera encíclica[5] tratamos de hacer que todos, con Nosotros, volvieran sus miradas a Jesús, apóstol y pontífice de nuestra confesión ... autor y consumidor de la fe[6]. Pero dado que nuestra debilidad es tanta que fácilmente quedamos paralizados por la grandeza de tal ejemplar, por beneficio de la divina Providencia, disponemos de otro modelo para proponer, que aunque estar cerca de Cristo en la medida en que la naturaleza humana es posible, se adapta mejor a nuestra debilidad, es decir, la Santísima Virgen, Augusta Madre de Dios[7]. Finalmente, aprovechando varias ocasiones para revivir la memoria de los santos, les propusimos a la común admiración estos fieles servidores y dispensadores en la casa de Dios, y según el grado apropiado de cada uno, amigos y sirvientes de él, como aquellos que por la fe conquistaron los reinos, obraron la justicia, obtuvieron las promesas[8], de modo que estimulados por sus ejemplos no seamos ya niños vacilantes y llevados por todo viento de doctrina por estrategia de los hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error; sino que siguiendo la verdad en la caridad, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, Cristo[9].
Vemos actuando este
altísimo consejo de la divina Providencia máximamente en tres personajes que,
como grandes pastores y doctores, florecieron en tiempos muy diferentes pero
casi igualmente calamitosos para la Iglesia: Gregorio Magno, Juan Crisóstomo y
Anselmo de Aosta, de los cuales han ocurrido en los últimos años solemnes
celebraciones centenarias. Así, más especialmente en las dos encíclicas,
fechadas el 12 de marzo de 1904 y el 21 de abril de 1909, explicamos los puntos
de doctrina y los preceptos de la vida cristiana, que nos parecieron apropiados
hoy, que se recogen de los ejemplos y enseñanzas de los santos.
Y como estamos
persuadidos de que los ilustres ejemplos de los soldados de Cristo son mucho
mejores para sacudir los corazones y arrastrarlos que las palabras o los altos
tratados[10], aprovechamos ahora con gusto otra feliz oportunidad que se
nos ofrece para recomendar documentos muy útiles de otro Santo Pastor,
suscitado por Dios en tiempos más cercanos a nosotros y casi en medio de las
mismas tormentas, el Cardenal de la Santa Iglesia Romana y arzobispo de Milán,
por Pablo V de sagrada memoria inscrito en el rango de santos, Carlos Borromeo.
Y no menos por cierto; porque -para usar las palabras de nuestro mismo Antecesor-
«el Señor, quien él solo hace grandes maravillas, ha obrado cosas magníficas
con nosotros en los últimos tiempos, y con el admirable trabajo de su
dispensación, ha erigido sobre la roca de la piedra apostólica una gran
luminaria, eligiendo desde el seno de la sacrosanta Iglesia romana, a Carlos,
fiel sacerdote, siervo «bueno, modelo del rebaño y modelo de los pastores. De
hecho él, con múltiples esplendores de obras santas que ilustran a toda la
Iglesia, brilla ante los sacerdotes y el pueblo, como un Abel por la inocencia,
un Enoc por la pureza, un Jacob por el sufrimiento en los trabajos, un Moisés
por la mansedumbre, un Elias por celo ardiente. Él en sí mismo muestra imitar,
entre la abundancia de las delicias, la austeridad de Jerónimo, en los más
altos grados la humildad de Martín, la preocupación pastoral de Gregorio, la
libertad de Ambrosio, la caridad de Paulina, y finalmente nos da a ver con
nuestros ojos, tocar con nuestras manos, un hombre que, mientras el mundo le
sonríe con grandes halagos, vive crucificado en el mundo, vive del espíritu,
pisoteado las cosas terrenales, busca continuamente las celestiales, no solo
porque desempeñaba el oficio de un ángel, sino porque emulaba en la tierra los
pensamientos y las obras de la vida de los ángeles»[11].
Así decía nuestro
Antecesor, transcurridas cinco décadas desde la muerte de Carlos. Y ahora, tres
siglos después de su glorificación decretara por el, «merecidamente y llenos
nuestros labios de alegría y nuestra lengua de exultación en el insigne día de
nuestra solemnidad, cuando al decretar los honores sagrados para el sacerdote
Carlos cardenal de la Santa Iglesia Romana, a la que Nosotros presidimos por
disposición del Señor, fue añadida una corona rica en cada piedra preciosa a su
única Esposa». Así Nosotros tenemos en común con nuestro Antecesor la confianza
en que, desde la contemplación de su gloria, pero aún más desde las enseñanzas
y los ejemplos del Santo, se puede ver humillada la arrogancia de
los malvados y confundir a todos aquellos que «se glorían en el simulacro
de errores»[12]. De ahí la renovada glorificación de Carlos, modelo del rebaño
y los pastores en los tiempos modernos, inquebrantable defensor y asesor de la
verdadera reforma católica contra aquellos recientes innovadores, cuya
intención no era la reintegración, sino más bien la deformación y destrucción
de la fe y las costumbres. Después de tres siglos, se revela de nuevo para
todos los católicos como de singular consuelo y enseñanza, y de noble estímulo
a todos para cooperar vigorosamente en el trabajo, que tenemos tan presente en
Nuestro corazón, de restaurar todas las cosas en Cristo.
Ciertamente es bien
sabido por vosotros, Venerables Hermanos, cómo la Iglesia, aunque continuamente
atribulada, Dios nunca la deja sin algún consuelo. Como Cristo la amó y se
entregó por ella, para santificarla y hacerla aparecer gloriosa, sin mancha ni
arruga ni cosa parecida, sino para que sea santa e inmaculada[13]. Por el
contrario, cuando la licencia de las costumbres es más ilimitada, cuanto más
feroz es el ímpetu de la persecución, más arteras las insidias del error que
parecen amenazar su total ruina, hasta el punto de arrancar de su seno a
algunos de sus hijos, para abrumarlos en el torbellino de la impiedad y de los
vicios, entonces la Iglesia experimenta la protección divina de manera más
efectiva. Porque Dios hace que el mismo error, lo quieran o no los malvados,
sirva al triunfo de la verdad, de la cual la Iglesia es un guardián vigilante;
la corrupción sirve al aumento de la santidad, de la ella misma es maestra y
madre, la persecución a una más admirable liberación de nuestros enemigos.
Entonces sucede que cuando la Iglesia parece ser golpeada por una tormenta más
feroz y casi sumergida, entonces es más bella, más vigorosa, más pura, brillando
en el esplendor de las mayores virtudes.
De esta manera, la
bondad suprema de Dios confirma con nuevos argumentos que la Iglesia es obra
divina: porque en la prueba más dolorosa, la de los errores y de las culpas que
se infiltran en sus propias miembros, le hace superar su prueba; ya sea porque
le muestra actuando las palabras de Cristo: Las puertas del infierno no
prevalecerán contra ella[14]; o bien porque comprueba realmente la
promesa: he aquí que estaré contigo todos los días hasta la consumación de
los siglos[15] y finalmente porque da testimonio de esa virtud misteriosa
por la cual otro Paráclito, prometido por Cristo en su pronta vuelta al
cielo, continuamente derrama sus dones en ella, y la defiende y consuela en
cada tribulación; espíritu que permanece con ella para siempre; espíritu
de verdad que el mundo no puede recibir, porque no lo ve, ni lo sabe, porque
morará entre vosotros y estará con vosotros[16]. De esta fuente fluye la vida y
el corazón de la Iglesia; y también su distinción de todas las demás
sociedades, como enseña el Concilio Ecuménico Vaticano, por las notas
manifiestas, por la que es señalada y constituida «como una bandera levantada
entre las naciones»[17].
Y de hecho, solo por
un milagro del poder divino puede suceder que entre el torrente de corrupción y
la frecuente deficiencia de sus miembros, la Iglesia, en cuanto es el cuerpo
místico de Cristo, permanezca indefectible en la santidad de la doctrina, de
las leyes, de su fin; de sus mismas causas se derivan efectos igualmente
fructíferos; de la fe y la justicia de muchos de sus hijos cosecha abundantes
frutos de salud. No menos claro aparece el sello de su vida divina en que entre
tantas y tan malas complicidades de opiniones perversas, entre un número tan
grande de rebeldes, entre tantas variaciones multiformes de errores, ella
persevera inmutable y constante, como columna y soporte de la verdad, en
la profesión de la misma doctrina, en la comunión de los mismos sacramentos, en
su divina constitución, en el gobierno, en la moral. Y esto es aún más
admirable, porque ella no solo resiste el mal, sino que vence al mal con
el bien, y no deja de bendecir a los amigos y a los enemigos, mientras se afana
y anhela la renovación cristiana de la sociedad y no menos la de cada uno de
los individuos. Porque esta es su propia misión en el mundo, y de ella sus
mismo enemigos sienten los beneficios.
Una influencia tan
admirable de la divina Providencia en el trabajo de restauración promovido por
la Iglesia se muestra espléndidamente en aquel siglo que vio surgir un consuelo
para lo buenos con San Carlos Borromeo. Entonces, dominando las pasiones, casi
totalmente falseada y oscurecida la verdad, tuvo una lucha continua con los
errores, y la sociedad humana, precipitándose en lo peor, parecía correr al
abismo. Entre estos males surgieron hombres orgullosos y
rebeldes, enemigos de la cruz de Cristo... hombres de sentimientos
terrenales, cuyo Dios es el vientre[18]. Quienes aplicándose, no para corregir
las costumbres sino para negar dogmas, multiplicaron los disturbios, suavizaron
el freno la licencia para sí mismos y para otros, o ciertamente despreciaron la
guía autorizada de la Iglesia, de acuerdo con las pasiones de los príncipes o
de los pueblos más corruptos, de modo casi tiránico derribaron la doctrina, la
constitución, la disciplina. Luego, imitando a los injustos, a quienes se
dirige la amenaza: ¡Ay de ustedes que llaman al mal bien y al bien
mal[19], ese tumulto de rebelión y esa perversión de la fe y la moral llamaron
reforma y ellos mismos reformadores. Pero, en verdad, eran corruptores, de modo
que, al desconcertar a las fuerzas europeas con disensiones y guerras,
prepararon las rebeliones y la apostasía de los tiempos modernos, en los que
solo esos tres tipos de lucha, previamente separados, se renovaron juntos en un
ímpetu, de los que la Iglesia siempre había salido victoriosa: las luchas
sangrientas de la primera edad, luego la plaga doméstica de herejías,
finalmente, bajo el nombre de libertad evangélica, esta corrupción de vicios y
perversión de la disciplina, que tal vez no había alcanzado la edad medieval.
A esta turba de
seductores, Dios opuso a los verdaderos reformadores y hombres santos, tanto
para detener esa impetuosa corriente y extinguir aquel bullir, como para
reparar el daño ya hecho. Entonces, su labor asidua y múltiple en la reforma de
la disciplina fue de tanto mayor consuelo para la Iglesia, como más grave fue
la tribulación que la perturbó, y demostró el dicho: Fiel es Dios, quien
... dará con la tentación la victoria[20]. En tales circunstancias, venía
aumentaron el consuelo de la Iglesia, por providencial disposición, la
laboriosidad y la santidad singular de Carlos Borromeo
Sin embargo, su
ministerio, disponiéndolo así Dios, tenía su propia fuerza y eficacia, no solo
para debilitar la audacia de los facciosos, sino también para enseñar y
enfervorizar a los hijos de la Iglesia. De hecho, reprimió las locuras de
aquellos y refutó las acusaciones inútiles, con la elocuencia más poderosa, con
el ejemplo de su vida y su laboriosidad; en estos levantó su esperanza y
reavivó su ardor. Y ciertamente fue algo admirable como el acogió en sí
mismo desde su juventud todas aquellas cualidades de un verdadero reformador,
que en otros vemos dispersas y distintas: virtud, mente, doctrina, autoridad,
poder, presteza; y todos los hizo servir unidos a la defensa de la verdad
católica contra herejías invasivas, como era la misión propia de la Iglesia,
despertando la fe latente y casi extinta, corroborarla con leyes e
instituciones providentes, levantar la disciplina caída y reconducir
enérgicamente las costumbres del clero y del pueblo a un tenor de vida
cristiana. Así, mientras cumple con todas las partes del reformador, no menos
cumple al tiempo todos los oficios del siervo bueno y fiel, y más tarde
los del gran sacerdote, que agradó a Dios en sus días y fue encontrado
justo, digno por tanto digno de ser tomado de ejemplo de todas las clases de
personas, sean del clero o de los laicos, sean ricos o pobres; como aquellos
cuya excelencia debe resumirse en esa alabanza propia del obispo y del prelado,
por la cual obedeciendo los dichos del apóstol Pedro, se había hecho de
corazón modelo del rebaño[21]. No es menos admirable el hecho de que Carlos,
que aún no había cumplido veintitrés años de edad, aunque elevado a los más
altos honores, y dejando de lado las grandes y muy difíciles negocios de la
Iglesia, cada día avanzaba en el ejercicio más perfecto de la virtud, mediante
la contemplación de las cosas divinas, que en el retiro sagrado ya había
renovado, y resplandecía como un espectáculo para el mundo, para los
ángeles y los hombres
Entonces
verdaderamente, para usar las palabras de nuestro ya mencionado antecesor Pablo
V, el Señor comenzó a mostrar en Carlos sus maravillas: sabiduría, justicia,
celo ardiente para promover la gloria de Dios y del nombre católico, y
preocuparse sobre todo por la obra de restaurar la fe y la Iglesia universal
que se agitó en la augusto Concilio de Trento. El Papa mismo y toda la
posteridad le otorgan un merito en la celebración de aquel Concilio, ya que fue
él, antes de ser el ejecutor más fiel, antes fue el defensor más efectivo.
Ciertamente, sin muchas de sus vigilias, dificultades y trabajos, aquella obra
tuvo su último cumplimiento.
Sin embargo, todas
estas cosas fueron una preparación y un entrenamiento de la vida, en el
que el corazón fue educado con la piedad, la mente con el estudio, el cuerpo
con el esfuerzo, reservando a ese joven modesto y humilde casi como arcilla en
las manos de Dios y de su Vicario en la tierra. Y tal vida de preparación fue
precisamente lo que los defensores de las novedades despreciaban, por la misma
necedad por la que los modernos la desprecian, sin sentir que las maravillosas
obras de Dios maduran en la sombra y en el silencio del alma dedicada a la
obediencia y a la oración, y que en esta preparación está el germen del
progreso futuro, como en la siembra la esperanza de la cosecha.
Sin embargo, la
santidad y la laboriosidad de Carlos, que se preparaba con tan espléndidos
auspicios, después se desarrolló y dio frutos prodigiosos, como mencionamos
anteriormente, cuando "como buen trabajador, después de haber dejado el
esplendor y la majestad de Roma, se retiró al campo que había tomado para
cultivar (Milán), y cumpliendo mejor cada día sus partes, recondujo aquel
campo, brutalmente estropeado por la maleza y asilvestrado, debido a la
tristeza de los tiempos, a tal esplendor que hizo que la Iglesia de Milán fuera
un clarísimo ejemplo de disciplina eclesiástica"[22].
Tantos y tan claros
efectos obtuvo conformando su labor a las normas propuestas poco antes por el
Concilio de Trento.
La Iglesia, de
hecho, comprende bien cuánto los sentimientos y pensamientos del alma
humana están inclinados al mal[23], pero no deja de luchar contra los vicios y
los errores, para que sea destruido el cuerpo del pecado y ya no servimos
al pecado[24]. Y en esta lucha, como ella es una maestra para sí misma y guiada
por la gracia que es infundida en nuestro corazones por el Espíritu Santo,
ella toma la norma de pensar y trabajar del Doctor de los Gentiles, quien
dice: Renovaos en el espíritu de vuestra mente[25]. - Y no queráis
conformaros con este siglo, sino reformaos en la renovación de vuestra mente,
para determinar cuál es la voluntad de Dios buena, aceptable y perfecta[26]. Ni
el hijo de la Iglesia ni el verdadero reformador se convencen nunca de haber
alcanzado la meta, sino que a ella solo tiende junto con el
Apóstol: Olvidando lo que queda detrás, intento lanzarme a lo que está
delante de mí, avanzo hacia la meta, hacia la recompensa de la vocación suprema
de Dios en Cristo Jesús’’[27].
Entonces sucede que
unidos con Cristo en la Iglesia crecemos en todo hacia Aquel que es la
Cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo toma crecimiento precisamente para la
perfección de sí mismo en la caridad[28], y la Iglesia Madre sale siempre a
cumplir ese misterio de la voluntad divina, para restaurar en la plenitud
ordenada de los tiempos todas las cosas en Cristo[29].
Los reformadores, a
quienes se opuso Carlo Borromeo, no pensaron en estas cosas, presumiendo
reformar su fe y disciplina a su antojo; ni los modernos los entienden mejor,
contra quienes tenemos que luchar, oh Venerables Hermanos. Ellos también
subvierten la doctrina, las leyes, las instituciones de la Iglesia, siempre con
el grito de la cultura y la civilización en sus labios, no porque se preocupen
demasiado por este punto, sino porque con estos grandiosos nombres pueden
ocultar más fácilmente la maldad de sus intenciones.
Y cuáles son en
realidad sus objetivos, cuáles son sus argumentos, cuál es la forma en que
pretenden tomar, ninguno de ustedes lo ignora, y sus diseños ya fueron
denunciados y condenados por nosotros. Proponen una apostasía universal desde
la fe y la disciplina de la Iglesia, una apostasía mucho peor que la antigua
que puso en peligro el siglo de Carlos, cuanto más astutamente se esconde en
las mismas entrañas de la Iglesia, más sutilmente extrae de los principios
erróneos las consecuencias extremas.
Sin embargo, de
ambos[30] uno mismo es el origen: el enemigo del hombre, siempre
especialmente vigilante para la perdición de los hombres, sembró la cizaña
entre el trigo[31]: igualmente escondidos y tenebrosos son sus caminos; similar
el proceso y el resultado final. Porque, en la forma en que en el pasado la
primera apostasía, volcándose donde ayudaba la fortuna, azuzando a unos contra
los otros, a la clase de los poderosos contra las del pueblo, para luego
abrumar a ambos en la perdición, así esta moderna apostasía exacerba el odio
mutuo de los pobres y de los ricos, de modo que descontento cada uno de su
suerte consigue siempre una vida cada vez más miserable y paga la pena impuesta
a aquellos que se obsesionan con las cosas terrenales y transitorias, no
buscan el reino de Dios y su justicia.
Al contrario, el
conflicto actual se vuelve aún más grave pues, donde los turbulentos
innovadores de los viejos tiempos mantenía aún un resto del tesoro de la
doctrina revelada, los modernos parece que quieren descansar hasta no verla
completamente desaparecida. Ahora, después de haber derrumbado los cimientos de
la religión, el vínculo de la sociedad civil necesariamente también se
disuelve. Triste espectáculo en el presente, amenazante para el futuro; no
porque haya que temer por la seguridad de la Iglesia, de la cual las promesas
divinas no permiten dudar, sino por los peligros que se ciernen sobre las
familias y las naciones, especialmente a aquellos que o fomentan con más
estudio o toleran con más indiferencia este pestífero aliento de impiedad.
En una guerra tan
impía y estéril, a veces librada y propagada con la ayuda de los mismos que más
deberían apoyarnos y apoyar nuestra causa; ante una transformación tan múltiple
de errores y llena de tan variados vicios tan, que por unos y por otros también
muchos de los nuestros se dejan halagar, seducidos por la apariencia de novedad
y doctrina, o por la ilusión de que la Iglesia puede estar amigablemente acorde
con las máximas del siglo, vosotros bien entendéis, Venerables Hermanos, que
todos nosotros debemos oponer enérgica resistencia y responder al asalto de los
enemigos con esas mismas armas que Borromeo usó en su tiempo.
Y ante todo, ya que
atacan la fortaleza misma que es la fe, o con abierta negación, o con un
atractivo hipócrita, o al tergiversar sus doctrinas, recordaremos lo que San
Carlos a menudo inculcaba: «El primer y mayor cuidado de Los pastores debe
estar en las cosas que conciernen a la conservación íntegra e inviolada de la
fe católica, la fe que la Santa Iglesia Romana profesa y enseña, y sin la cual
es imposible agradar a Dios[32]. Y de nuevo: "en esta parte, ninguna
diligencia puede ser tan grande como, sin duda, lo requiere la
necesidad"[33]. Por lo tanto, es necesario oponerse con la sana doctrina
al fermento de la practica herética, que, no reprimida, corrompe a toda la
masa, es decir, oponerse a las opiniones perversas que se infiltran bajo falsas
apariencias y que reunidas son profesadas por el modernismo; recordando
con San Carlos, "cuán alto debe ser el estudio y diligentísima sobre toda
otra cosa, el cuidado del obispo en la lucha contra el crimen de la
herejía"[34].
No es necesario, en
verdad, recordar las otras palabras del santo que reseña las sanciones, las
leyes, las penas impuestas por los Romanos Pontífices contra aquellos prelados
que fuesen negligentes o remiso al purgar su diócesis del fermento de la praxis
herética. Pero será bueno rememorar con una cuidadosa meditación lo que
concluye: «Por lo tanto, el obispo debe persistir en esta perenne solicitud y
vigilancia continua, de modo que no solo la enfermedad pestilente de la herejía
nunca se infiltre en el rebaño a él encomendado, sino que aleje cualquier
sospecha de ella. Y si después -lo que evite Cristo por su piadosa
misericordia- ella se infiltrase, entonces, sobre todo, se ponga todo su
esfuerzo para sea repelida muy rápidamente, y aquellos que estén infectados o
sean sospechosos de esta peste sean tratados de acuerdo con las normas de los
cánones y sanciones pontificias »[35].
Pero ni la
liberación ni la preservación de la plaga de errores es posible, si no con una
educación correcta del clero y del pueblo; ‘’porque la fe de lo escuchado, y lo
escuchado de la palabra de Cristo’’[36]. Y la necesidad de inculcar la verdad
se impone aún más en nuestros días, mientras que para todas las venas del
estado, e incluso desde donde creemos menos, vemos el infiltrado de veneno,
como una señal de que por todas las razones dadas hoy son válidas de San Carlos
con estas palabras: "Aquellos que bordean con los herejes si no fueran
estables y firmes en los cimientos de la fe, darían mucho miedo de que no se
permitieran a sí mismos (demasiado fácilmente se apartarían de ellos en algún
engaño de impiedad y doctrina arruinada"[37].Ahora, de hecho, debido a su
facilidad, las comunicaciones han crecido, como todas las otras cosas, así como
los errores, y por la libertad desenfrenada de las pasiones, vivimos en medio
de una sociedad pervertida, donde no hay verdad ... y no hay conocimiento
de Dios[38]; en una tierra que está desolada ... porque no hay nadie que
lo sienta[39] Por lo tanto, queriendo usar las palabras de San Carlos,
'«hemos utilizado hasta ahora mucha diligencia para que todos y cada uno de los
fieles de Cristo deben estar bien instruidos en los rudimentos de la fe
cristiana»'[40]; y también sobre esto hemos escrito una encíclica especial,
como tema de vital importancia[41]. Pero, aunque no queremos repetir lo que,
ardiendo en un celo insaciable, deploraba Borromeo, «haber obtenido hasta ahora
muy poco en una cuestión de relevancia», y como él, «movido por la dimensión
del negocio y del peligro», querríamos también inflamar el celo de todos; para
que, tomando a Carlos como modelo, concurramos, cada uno según su grado y
fuerza, a este trabajo de restauración cristiana. Recuerden los padres de la
familia a los maestros con qué fervor inculcaba el santo obispo constantemente
que a los hijos, a los domésticos, a los siervos, no solo del den la
posibilidad, sin que les imponga la obligación de aprender la doctrina
cristiana. Los clérigos deben recordar la ayuda que en esta enseñanza deben
prestar al párroco, y estos procurar que tales escuelas se multipliquen de
acuerdo con el número y la necesidad de los fieles, y que sean recomendables
por la probidad de los maestros, a quienes se les den para ayudantes varones o
mujeres de probada honestidad, del mismo modo que dispone el santo arzobispo de
Milán[42].
Evidentemente la
necesidad de esta educación cristiana ha aumentado, tanto por los cambios en
los tiempos y costumbres modernas, como especialmente por aquellas escuelas
públicas, desprovistas de cualquier religión, donde se tiene casi como
diversión todas las cosas más santas, e igualmente están abiertos a la
blasfemia los labios de los maestros y los oídos de los discípulos. Hablamos de
esa escuela que se llama por suma injuria neutra o laica, pero no es otra
cosa que la tiranía prepotente de una secta tenebrosa. Un nuevo yugo de
libertad hipócrita que vosotros ya habéis denunciado intrépidamente y en alta
voz, oh Venerables Hermanos, especialmente en aquellos países donde los
derechos de la religión y la familia fueron pisoteados sin vergüenza, sofocada
así la voz de la naturaleza que quiere que sea respetada la fe y el candor de
la adolescencia. Para remediar, en lo que a Nosotros respecta, un mal tan
grande, traído por aquellos que, mientras exigen obediencia a los demás la
niegan al Maestro supremo de todas las cosas, recomendamos que se establezcan
en las ciudades escuelas religiosas apropiadas. Y si bien esta labor, gracias a
vuestros esfuerzos, ha hecho hasta ahora bastantes buenos progresos, sin
embargo, es muy deseable que se extienda más y más, esto es que estas escuelas
se abran en todas partes y florezcan con maestros encomiables por su doctrina e
integridad de vida.
Con esta enseñanza
muy útil para los primeros rudimentos, va estrechamente unido el oficio del
orador sagrado, para el cual, con mayor razón, se buscan las cualidades
mencionadas. Por esto, el empeño y los consejos de Carlos en los Sínodos
provinciales y en los diocesanos apuntaban con un cuidado muy especial a
capacitar a los predicadores para que pudieran empeñarse santamente y con fruto
en el ministerio de la palabra. Actualmente esto mismo, y quizás con más
fuerza, nos parece requerida por los tiempos que corren, mientras la fe vacila
en muchos corazones, no faltan aquellos que, por la vaguedad de la vana gloria,
siguen la moda, adulteran la palabra de Dios, y quitan a las almas el
alimento de la vida.
Por lo tanto, con la
mayor vigilancia, debemos observar, Venerables Hermanos, que nuestra grey de
hombres vanos y frívolos no sea pasto del viento, sino que se nutra del
alimento vital de los ministros de la palabra a quienes se aplican
aquella sentencia: hagamos nosotros las veces de embajadores en el nombre
de Cristo, como si Dios os exhortase a través de nosotros: reconciliaos con
Dios[43]; -de ministros y legados que no caminan con astucia, ni corrompen la
palabra de Dios, sino recomendándoos ante toda conciencia humana por la
manifestación de la verdad delante de Dios[44]; - operarios que no tienen
de que avergonzarse y que expone con rectitud la palabra de la verdad[45]. Y no
menos útiles nos serán aquellas normas santísimas y sumamente fructíferas que
el obispo de Milán solía recomendar a los fieles, y se resumen en esas palabras
de San Pablo: habiendo recibido de nosotros la palabra de la predicación
de Dios, vosotros la aceptasteis no como palabra humana, sino como lo que es en
verdad: palabra de Dios, que obra en vosotros lo que habéis
creído[46]. Así, la palabra de Dios viva, efectiva, más penetrante
que cualquier espada[47] obrará no solo para conservación y defensa de la
fe, sino también para el impulso efectivo de las buenas obras: ya que la
fe sin obras está muerta[48]; y no serán justificados ante Dios los que escuchan
la ley, sino aquellos que la ponen por obra[49].
Y este es otro punto
en el que vemos cuán inmensa es la brecha entre la reforma verdadera y la
falsa. Para aquellos que abogan por la falsedad, imitando la inconstancia de
los necios, por lo general llegan a extremos, o exaltan la fe para excluir la
necesidad de buenas obras, o colocan toda la excelencia de la virtud solo en la
naturaleza, sin la ayuda de la fe y de la gracias divina. De donde sigue que
los actos que provienen solo de la honestidad natural no son más que simulacros
de virtud, ni duraderos en sí mismos ni suficientes para la salud. Por lo
tanto, el trabajo de tales reformadores no sirve para restaurar la disciplina,
sino para dañar la fe y las costumbres.
Por el contrario,
aquellos que, al ejemplo de Carlos, sinceramente y sin engaño buscan la
verdadera y saludable reforma, evitan los extremos, sin traspasar nunca esos
límites más allá de los cuales no puede haber reforma. Porque, unidos
firmemente a la Iglesia y a su Cabeza Cristo, no solo extraen la fuerza de la
vida interior de aquí, sino que también reciben la norma de la acción externa,
para acercarse con confianza al trabajo de curación de la sociedad humana.
Ahora, de esta misión divina, transmitida perpetuamente en aquellos que deben
actuar como legados de Cristo, es precisamente enseñar a todas las gentes,
no solo las cosas en las que se debe creer, sino también aquellas que se deben
hacer, es decir, como Cristo mismo pronunció: observad todas las cosas que
os he mandado[50]. De hecho, él es camino, verdad y la vida[51], y ha
venido para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia[52].
Pero ya que el cumplimiento de todos estos deberes, solo con la única guía de
la naturaleza, está muy por encima de lo que las fuerzas del hombre pueden
lograr por sí mismos, la Iglesia, tiene, junto con su magisterio, unido el
poder para gobernar la sociedad cristiana y el de santificarla, mientras
que por medio de quienes en su propio grado y cargo son ministros o
cooperadores, comunica los medios apropiados y necesarios para la salud.
Lo que significa que
los verdaderos reformadores no sofocan los brotes para salvar la raíz, es
decir, no separan la fe de la santidad de la vida, sino que alimentan y
calientan el aliento de la caridad, que es vínculo de perfección[53]. De
la misma manera, obedeciendo al Apóstol, guardan el depósito[54], no ya
para evitar su manifestación y restar su luz a la gente, sino para expandir con
una vena más amplia las aguas más saludables de la verdad y la vida que fluyen
de esa fuente. Y en esto unen la teoría a la práctica, valiéndose de ella para
evitar el engaño del error, de esto para aplicar los preceptos a la moralidad y
la acción de la vida. Por lo tanto, también procuran los medios que son
apropiados o necesarios para el propósito, tanto para la erradicación del
pecado como para la perfección de los santos, para la obra del ministerio, la
edificación del cuerpo de Cristo[55]. Y esto es precisamente lo que pretenden
los estatutos, cánones y leyes de los Padres y Concilios, los medios de
enseñanza, de gobierno, de santificación, la beneficencia de todo tipo; esto en
suma es lo que pretende la disciplina y toda la actividad de la Iglesia. A
estos maestros de la fe y de la virtud se dirige la vista y el alma del verdadero
hijo de la Iglesia, mientras se propone reformarse a sí mismo y a los demás. Y
en tales maestros se apoya también Borromeo en su reforma de la disciplina
eclesiástica, y con frecuencia los recuerda, como cuando escribe: «Nosotros,
siguiendo la antigua costumbre y autoridad de los santos Padres y de los
Sagrados Concilios, principalmente del Concilio Ecuménico de Trento, hemos
establecido muchas disposiciones sobre estos mismos puntos en nuestros
precedentes Concilios provinciales». - Del mismo modo, al tomar medidas para
reprimir los escándalos públicos, se declara guiado «por la ley y las sanciones
sacrosantas de los cánones sagrados y, sobre todo, del Concilio
Tridentino»[56].
Y no contento con
esto, para asegurarse de que nunca tenga que apartarnos de la regla antes
mencionada, por lo general, concluye los estatutos de sus Sínodos
provinciales: «Todas y cada una de las cosas que por nosotros en este
Sínodo provincial fueron decretadas y hechas, sometemos siempre, para que
puedan ser enmendados y corregidos, ante la autoridad y el juicio de la Santa
Iglesia Romana, de todas las Iglesias madre y maestra»[57]. Y este propósito
suyo se mostró cada vez más ferviente, cuanto más avanzaba a gran ritmo en la
perfección de la vida activa; no solo mientras su tío el pontífice ocupó la
silla de Pedro, sino también bajo sus sucesores, Pío V y Gregorio XIII, de los
cuales, como él apoyó poderosamente la elección, así en las grandes empresas
fue una ayuda válida, correspondiendo enteramente a su expectativa.
Pero, sobre todo,
los secundó al poner en obra los medios práctico para el para el fin propuesto,
es decir, para la verdadera reforma de la disciplina sagrada. En el cual,
nuevamente, se mostró más lejos que nunca de los falsos reformadores que
enmascaran celosamente su obstinada desobediencia. Por esto, comenzando el
juicio de la casa de Dios[58], se aplicó primero a reformar con leyes
constantes la disciplina del clero; y con este fin, erigió seminarios para los
estudiantes del sacerdocio, fundó congregaciones de sacerdotes, que recibieron
el nombre de oblatos, llamó a familias religiosas tanto antiguas como
recientes, reunió sínodos y con todo tipo de medidas aseguró y continúo la obra
iniciada. Luego, sin demora, puso una mano igualmente vigorosa para reformar
las costumbres del pueblo, teniendo como dicho para él lo que ya había sido
elegido para el profeta: Aquí te he establecido hoy... para que tu
desarraigues y destruyas, para que disperses y elimines, edifiques y
plantes[59]. Por lo tanto, como buen pastor, visitando personalmente las
iglesias de la provincia, no sin gran esfuerzo, a semejanza del divino
Maestro, pasó auxiliando y sanando las heridas del rebaño; trabajó
con todos los esfuerzos posibles para reprimir y erradicar los abusos, que se
encontraban en todas partes, tanto por ignorancia como por negligencia de las
leyes; se opuso a la perversión de las ideas y a la corrupción de las
costumbres que se desbordaban si apenas freno sobre escuelas y colegios, que el
abrió para la educación de niños y jóvenes, congregaciones marianas, que
multiplicó después de haberlas conocido en su primer florecimiento aquí en
Roma; hospicios, que abrió a los jóvenes huérfanos, refugios que abrió a los
desamparados, a las viudas, a los mendigos o desvalidos por la enfermedad o la
vejez, hombres y mujeres; tomó la protección de los pobres contra la
arrogancia de los patronos, contra la usura, contra el tráfico de niños y otras
instituciones similares en gran número. Pero todo esto lo hizo aborreciendo
totalmente el método de aquellos que, al renovar su sociedad cristiana en su
mente, pusieron todo al revés y con agitación, con vano clamor, olvidando la
palabra divina: no esta el Señor en la emoción[60].
Y este es,
precisamente, algo que distingue a los verdaderos reformadores de los falsos,
como varias veces habéis comprobado vosotros, Venerables Hermanos. Los falsos
reformadores buscan los propios intereses, no los de Jesucristo[61], y al
escuchar la insidiosa invitación ya hecha al divino Maestro: ve y muéstrate
al mundo[62], repiten las ambiciosas palabras: hagámosnos también un
nombre. Por lo que la valentía, como lamentamos incluso en nuestros días, los
sacerdotes cayeron en guerra, en el acto que afirmaron hacer grandes
cosas, y salieron a la refriega sin prudencia[63].
Por el contrario, el reformador sincero no busca su gloria,
sino la gloria de quien lo envió[64]; y como Cristo, su ejemplo, no
contenderá ni llorará, ni nadie escuchará su voz en los cuadrados; no será
turbio o inquieto[65] pero será dulce y humilde de corazón[66]. Entonces
él complacerá al Señor y traerá abundantes beneficios para la salud.
Todavía por otra
distintivo difieren entre sí uno y otro, mientras que aquellos, apoyados solo
en las fuerzas humanas, confían en el hombre y colocan su fortaleza en la
carne[67]; en cambio estos ponen toda su esperanza en Dios; de él y de los
medios sobrenaturales espera toda fuerza y virtud, exclamando con el
Apóstol: Todo lo puedo en aquel que me conforta[68].
Estos medios, que
Cristo comunicó en gran abundancia, los fieles los buscan en la misma Iglesia
para su común salvación, y primero entre ellos la oración, el sacrificio, los
sacramentos, que se convierten casi en una fuente de agua que se eleva a
la vida eterna[69]. Pero mal soportan estos medios de salvación, aquellos
que, por caminos torcidos y olvidados de Dios, se afanan en la obra de la
reforma, nunca dejan de enturbiar esas fuentes purísimas, o de secarlas por
completo, para alejar al rebaño de Cristo. En lo que ciertamente sus seguidores
modernos son aún peores, pues bajo cierta máscara de religiosidad superior, no
tienen en cuenta ninguno de esos medios de salud y los desacreditan;
particularmente los dos sacramentos, con los que se perdonan los pecados a
almas arrepentidas o fortifican las almas con el alimento celestial. Por lo
tanto, toda persona fiel se esforzará para que unos beneficios tan valiosos
sean tenidos en el máximo honor, y no permitirá que se debilite el afecto de
los hombres hacia estas dos obras de caridad divina.
Así es exactamente
cómo trabajó Borromeo, del que, entre otras cosas, leemos por escrito: «Cuánto
más grande y más copioso es "el fruto de los sacramentos del que se puede
explicar fácilmente su valor, con tanto más diligencia y piedad más íntima del
alma y culto externo y veneración deben ser tratados y recibidos»[70].
Igualmente dignas de mención son las recomendaciones con las cuales exhorta a
los párrocos y otros predicadores sagrados a recordar la práctica antigua de la
frecuencia de la Sagrada Comunión a la práctica antigua, lo que Nosotros
también hicimos mediante el decreto que comienza: Tridentina Synodus. «Los
párrocos y predicadores , dice el santo obispo, exhorten al pueblo tan a menudo
como sea posible a la práctica saludable de recibir la sagrada Eucaristía con
frecuencia, confiando en las instituciones y ejemplos de la Iglesia naciente,
en las recomendaciones de los Padres más autorizados, a la doctrina del
catecismo romano, en este mismo punto más detenidamente explicada y,
finalmente, a la sentencia del Concilio Tridentino, que desea que los fieles en
cada misa comulguen no solo recibiendo la Eucaristía espiritualmente, sino
también sacramentalmente»[71]. Con qué intención, con qué cariño debería
frecuentar este sagrado banquete, lo enseña con estas palabras: «El pueblo no
solo debe ser estimulado a la práctica de recibir frecuentemente el Santísimo
Sacramento, sino también advertir cuán peligroso y dañino es acercarse en la
sagrada mesa de ese alimento indignamente»[72]. Y una similar diligencia
parece requerirse máximamente en estos tiempos nuestros de fe vacilante y de
caridad languidecida, de modo que la reverencia debida a tanto misterio no
venga disminuida por la mayor frecuencia, y sobre todo no haya por ello motivo
para que el hombre se pruebe a sí mismo y así coma de ese pan y beba del
cáliz[73].
De estas fuentes
fluirá una rica veta de gracia, y de ella también extraerán vigor y alimentos
los medios naturales y humanos. Ni la acción del cristiano despreciará las
cosas útiles y reconfortantes para la vida, que vienen también del mismo Dios,
autor de la gracia y de la naturaleza; pero evitará con gran diligencia que al
buscar y disfrutar las cosas externas y los bienes del cuerpo, se mire como la
meta y casi la felicidad de toda la vida. Quien quiera, por lo tanto, usar
estos medios con justicia y templanza, los ordenará a la salud de las almas,
obedeciendo las palabras de Cristo: Buscad primero el reino de Dios y su
justicia y todas estas cosas se te darán por añadidura[74].
Tal uso ordenado y
sabio de los medios está lejos de ser opuesto al bien de un orden inferior, es
decir, propio de la sociedad civil, que de hecho promueve sus intereses de una
manera grandiosa; no ya con la vana observancia de las palabras, como es
costumbre de los facciosos reformadores, sino con hechos y con el mayor
esfuerzo, hasta el sacrificio del patrimonio, de las fuerzas y de la vida. Por
encima de todo, muchos obispos dan un ejemplo de esta fortaleza que, en tiempos
tristes para la Iglesia, emulando el celo de Carlos, hacen realidad las
palabras del divino Maestro: El buen pastor da su vida por sus ovejas[75].
Ellos no son movidos a sacrificarse por la salvación común, por un deseo
ardiente de gloria, ni por un espíritu partidista, ni por un estímulo de ningún
interés privado; sino por esa caridad que nunca se malogra. De esta llama, que
escapa de los ojos profanos, se encendió Borromeo, después de exponerse a una
amenaza mortal para servir a las víctimas de la peste, no contento con haber
socorrido a los males presentes, todavía se mostró solícito para los
futuros: Es razonable que de esa manera «en que un buen padre, que ama a
sus hijos con un amor único, les provee tanto para el presente como para el
futuro, preparando las cosas necesarias para la vida, de modo que, movidos por
la deuda del amor paterno, proporcionamos a los fieles de nuestra provincia
todas las precauciones y preparamos para el futuro aquellas ayudas que, en el
momento de la plaga, hemos conocido por experiencia que son saludables».[76]
Los mismos diseños y
propuestas de afectuosa providencia, Venerable Hermanos, encuentran una
aplicación práctica en aquella acción católica que a menudo hemos recomendado.
Y a parte de este nobilísimo apostolado, que abarca todas las obras de
misericordia para ser premiado con el reino eterno[77], son llamados los
hombres elegidos del laicado. Pero, aceptando en sí este peso, deben estar
listos y entrenados para sacrificarse enteramente ellos mismo y a todas sus
cosas por la buena causa, para sostener la envidia, la contradicción y también
la aversión de muchos que corresponden con ingratitud a los beneficios, a
trabajar cada uno como buen soldado de Cristo[78], correr por el
camino de la paciencia hasta el certamen que propuesto en relación con el autor
y consumador de la fe Jesús[79]. Una lucha ciertamente dura, pero eficacísima
para el bienestar de la sociedad civil, incluso cuando se retrase su completa
victoria.
También para este
último punto ahora mencionado, se pueden admirar espléndidos ejemplos de S.
Carlos, y tomar de ellos, cada uno según su propia condición, cuáles imitar y
consolar. Aunque, de hecho, la virtud singular, la maravillosa laboriosidad y
la caridad profusa lo hicieron tan notable, incluso él, sin embargo, no estaba
exento de esta ley: todos aquellos que quieren por esta misma razón que
siguió un nivel de vida más austero, que viviendo piadosamente en Cristo Jesús
sufrirá persecuciones[80]. Por esto mantenía siempre la rectitud y la
honestidad, que surgía de un defensa integra de las leyes y de la justicia,
ganó la aversión de los hombres poderosos; se encontró expuesto a engaños de
diplomáticos; a veces desconfiaba de los nobles, el clero y la gente, y
finalmente atrajo a sí el odio mortal de los malvados, y por ello fue cercado a
muerte. Pero resistió a todo con un espíritu inquebrantable, si bien él era de
naturaleza misericordiosa y dulce. No solo nunca cedió a algo que fuese
fatal para la fe y la moral, sino tampoco a pretensiones contrarias a la
disciplina y gravosas para los fieles, aunque procediesen de un poderoso
monarca y además católico. Consciente de la palabra de Cristo: Dad al
César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios[81], así como la voz de
los Apóstoles: Mejor es obedecer a Dios que a los hombres[82], se hizo
benemérito en grado sumo, no solo de la causa de la religión, sino de la misma
sociedad civil, que, pagando el precio de su necia prudencia y sumergida casi
por las tormentas de las sediciones excitadas por ella misma, correría a una
muerte segura.
La misma alabanza y
gratitud se deberá a los católicos de nuestro tiempo y a sus valerosos líderes,
los obispos, mientras que ni los unos ni los otros falten a los deberes propios
de los ciudadanos, ya sea guardando fidelidad y respeto a los que dominan,
aunque sean díscolos, cuando ordenan cosas justas, como repeliendo sus órdenes
cuando son injustas, alejándose igualmente de la rebelión procaz de aquellos
que corren a las sediciones y disturbios, como de la abyección servil de
quienes aceptan como leyes sacrosantas los estatutos manifiestamente impíos de
hombres perversos, que con el mentiroso nombre de las libertades trastornan
todo e imponen la tiranía más dura. Esto sucede en presencia del mundo y a la
luz de la civilización moderna, especialmente en alguna nación, donde el
poder de las tinieblas parece haber colocado su principal sede. Bajo esa
tiranía abrumadora pisoteados miserablemente los derechos de todos los hijos de
la Iglesia, apagado en tales gobernantes cualquier sentido de generosidad,
amabilidad y fe en todos los gobernantes, donde por tanto tiempo sus padres,
brillaban por el título de cristianos, brillen por tanto tiempo. Tanto es así
que, habiendo entrado el odio de Dios y de la Iglesia, se vuelve atrás in todo
y se correa al precipicio hacia la barbarie de la antigua libertad, o más bien
al cruel yugo, del que la única familia de Cristo y la educación introducida
por él nos ha sustraído. O bien, como expresaba Borromeo, tanto es «una cosa
cierta y reconocida que, por ninguna otra culpa es Dios más gravemente
ofendido, ninguna provoca una mayor indignación que el vicio de las herejías, y
que a su vez nada puede arruinar tanto las provincias y los reinos como esa
horrible plaga.»[83]. Sin embargo, como decimos, mucho más funesta se debe
estimar la actual conjura por arrebatar a las naciones cristianas del seno de
la Iglesia. Los enemigos, de hecho, aunque muy discordantes en los pensamientos
y las voluntades, lo que es un cierto signo de error, en una cosa solo están de
acuerdo, en la obstinada objeción de la verdad y la justicia; y como de ambas
es Iglesia la guardiana y la defensora, contra la Iglesia sola, aprietan sus
filas y avanzan al asalto. Y aunque dicen ser imparciales o promover la causa
de la paz, en verdad no hacen otra cosa, con palabras dulces pero sin
intenciones disfrazadas, sino tender insidias, para añadir al daño la burla, la
traición a la violencia. Con un nuevo método de lucha, el nombre cristiano
ahora es atacado; y se promueve una guerra mucho más peligrosa que las batallas
combatidas anteriormente, de las cuales Borromeo obtuvo tanta gloria.
De ahí que todos
tomemos ejemplo y enseñanza, nos animaremos a luchar con fuerza por los
intereses más grandes, de los que depende la salvación de los individuos y de
la sociedad: por la fe y la religión, por la inviolabilidad del derecho
público; lucharemos, ciertamente, esforzados por una amarga necesidad, pero
confortados juntos por una dulce esperanza de que la omnipotencia de Dios
acelere la victoria para aquellos que luchan en una tan gloriosa batalla. A
esta esperanza se agrega la poderosa eficacia, perpetuada hasta nuestros días,
de la obra de San Carlos, tanto para debilitar el orgullo de las mentes como
para fortalecer el alma en el santo propósito de restaurar todo en Cristo.
Y ahora, Venerables
Hermanos, podemos concluir con las mismas palabras, con las que Nuestro
Antecesor, Pablo V, mencionado varias veces, concluía las cartas que decretaron
los más altos honores a Carlos: «Es correcto, por lo tanto, que demos gloria y
honor y bendición para Aquel que vive por siglos de los siglos, que bendijo a
nuestro consiervo con toda bendición espiritual, para ser santo e inmaculado en
su presencia. Y habiéndonoslo dado al Señor como una estrella brillante en esta
noche de pecados, de nuestras tribulaciones, recurrimos a la clemencia divina,
con la boca y con las obras suplicando, para que Carlos que amó ardientemente a
la Iglesia, sirva de otro modo con los méritos y con que el ejemplo, asista con
su patrocinio y en el tiempo del desprecio se haga reconciliación por Cristo nuestro
Señor"[84]. Se una a estos deseos y nos colme de común esperanza la
protección de la Bendición Apostólica que, con vivo afecto, os impartimos a
vosotros, Venerables Hermanos, al clero y al pueblo de cada uno de Vosotros.
Dado en Roma, en San
Pedro, el 26 de mayo de 1910, el séptimo de nuestro pontificado.
Pío X, papa
Ver también:
El ejemplo de San Carlos nos anima a comenzar siempre desde un compromiso serio de conversión personal y comunitaria - Benedicto XVI
San Carlos Borromeo realizó su misión de modo heroico con la entrega total de sus fuerzas - Juan Pablo II
Notas:
1 Sal CXI, 7;Pr X, 7;Hb XI, 4.
2 Rm VIII, 11.
3 Rm VIII, 28.
4 1 Co IV,
16.
5 Encíclica E supremi 4 de octubre de 1903
6 Hb III, 1; XII, 2-3
7 Encíclica Ad diem illum, 2 de febrero de 1904
8 Hb XI, 33
9 Ef IV, 11 y ss.
10 Encíclica E supremi
11 Ex Bula Unigenitus, 1 de noviembre de MDXC
12 De la misma bula Unigenitus.
13 Ef V, 25 y ss.
14 Mt XVI, 18.
15 Mt XVIII, 20.
16 Jn XIV, 16 y ss. - 26 y ss. - XVI, 7 y ss.
17 Sesión III, Const. Dei Filius, cap. 3.
18 Flp III, 18-19.
19 Is V, 20.
20 1
Co X, 13.
21 1 P V, 3.
22 De la bula Unigenitus.
23 Gn VIII, 2.
24 Rm VI, 6.
25 Ef V, 23.
26 Rm XII, 2.
27 Flp III, 13, 1.
28 Ef IV, 15, 16
29 Ef I, 9, 10.
30 El protestantismo que combatió San Carlos Borromeo, y el
modernismo teológico al que se refiere el papa (N.T.)
31 Mt XIII, 2.
32 Conc. Prov. I, ‘’sub initium’’.
33 Conc. Prov. V, Pars. I.
34 Conc. Prov. V, Pars. I.
35 Ibid.
36 Rm X, 17.
37 Conc. Prov. V, Pars. 1.
38 Os IV, 1.
39 Jr XII, 11.
40 Conc. Prov. V, Pars. I.
41 Encíclica Acerbo nimis, del 25 de abril de 1905
42 Conc. Prov. V, Pars I.
43 2
Co V, 20.
44 2
Co IV, 2
45 2
Tm II, 15.
46 1 Ts II, 13
47 Hb IV, 12.
49 Rm II, 13
50 Mt XXVIII, 18-20.
51 Jn.
XIV, 6
52 Jn X, 10.
53 Col III 14
54 1
Tm VI, 20.
55 Ef IV, 12.
56 Conc. Prov. V, Pars I.
57 Conc. Prov. VI, sub finem
58 1 P IV, 17.
59 1 P IV, 17.
60 1 R XIX, 11.
61 Flp II, 21.
62 Jn VII, 4.
63 1 Mc V, 57, 67
64 Jn VII, 18.
65 Is XLII, 2 ss. y Mt XII, 19
66 Mt XI, 29
67 Mt XI, 29
68 Flp IV, 13.
69 Jn IV, 14.
70 Conc. Prov. I, Pars II.
71 Conc. Prov. III, Pars I.
72 Conc. Prov. IV, Pars II y 1 Co XI,
28.
73 1
Co XI, 28.
75 Jn X, 11.
76 Conc. Prov. V, Pars II.
77 Mt XXV, 34. sq. 3
78 2
Tm II, 3.
79 Hb XII, 1, 2.
80 2
Tm III, 12.
81 Mt XXII, 21.
82 Hch V, 29.
83 Conc.
Prov. V, Pars I.
84 Bulla Unigenitus.
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