SAN JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 8 de enero de 1997
La cooperación de la mujer en el misterio de la Redención
1. Las palabras
del anciano Simeón, anunciando a María su participación en la misión salvífica
del Mesías, ponen de manifiesto el papel de la mujer en el misterio de la
redención.
En efecto, María no es
sólo una persona individual; también es la «hija de Sión», la mujer nueva que,
al lado del Redentor, comparte su pasión y engendra en el Espíritu a los hijos
de Dios. Esa realidad se expresa mediante la imagen popular de las «siete
espadas» que atraviesan el corazón de María. Esa representación pone de relieve
el profundo vínculo que existe entre la madre, que se identifica con la hija de
Sión y con la Iglesia, y el destino de dolor del Verbo encarnado.
Al entregar a su Hijo,
recibido poco antes de Dios, para consagrarlo a su misión de salvación, María
se entrega también a sí misma a esa misión. Se trata de un gesto de
participación interior, que no es sólo fruto del natural afecto materno, sino
que sobre todo expresa el consentimiento de la mujer nueva a la obra redentora
de Cristo.
2. En su
intervención, Simeón señala la finalidad del sacrificio de Jesús y del
sufrimiento de María: se harán «a fin de que queden al descubierto las
intenciones de muchos corazones» (Lc 2, 35).
Jesús, «signo de contradicción» (Lc 2, 34), que implica a su madre en su sufrimiento, llevará a los hombres a tomar posición con respecto a él, invitándolos a una decisión fundamental. En efecto, «está puesto para caída y elevación de muchos en Israel» (Lc 2, 34).
Así pues, María está
unida a su Hijo divino en la «contradicción», con vistas a la obra de la
salvación. Ciertamente, existe el peligro de caída para quien no acoge a
Cristo, pero un efecto maravilloso de la redención es la elevación de muchos.
Este mero anuncio enciende gran esperanza en los corazones a los que ya
testimonia el fruto del sacrificio.
Al poner bajo la
mirada de la Virgen estas perspectivas de la salvación antes de la ofrenda
ritual, Simeón parece sugerir a María que realice ese gesto para contribuir al
rescate de la humanidad. De hecho, no habla con José ni de José:
sus palabras se dirigen a María, a quien asocia al destino de su Hijo.
3. La prioridad
cronológica del gesto de María no oscurece el primado de Jesús. El concilio
Vaticano II, al definir el papel de María en la economía de la salvación,
recuerda que ella «se entregó totalmente a sí misma (...) a la persona y a la
obra de su Hijo. Con él y en dependencia de él, se puso (...) al servicio
del misterio de la redención» (Lumen gentium, 56).
En la presentación de
Jesús en el templo, María se pone al servicio del misterio de la Redención con
Cristo y en dependencia de él: en efecto, Jesús, el protagonista de la
salvación, es quien debe ser rescatado mediante la ofrenda ritual. María está
unida al sacrificio de su Hijo por la espada que le atravesará el alma.
El primado de Cristo
no anula, sino que sostiene y exige el papel propio e insustituible de la
mujer. Implicando a su madre en su sacrificio, Cristo quiere revelar las
profundas raíces humanas del mismo y mostrar una anticipación del ofrecimiento
sacerdotal de la cruz.
La intención divina de
solicitar la cooperación específica de la mujer en la obra redentora se
manifiesta en el hecho de que la profecía de Simeón se dirige sólo a María, a
pesar de que también José participa en el rito de la ofrenda.
4. La conclusión
del episodio de la presentación de Jesús en el templo parece confirmar el
significado y el valor de la presencia femenina en la economía de la salvación.
El encuentro con una mujer, Ana, concluye esos momentos singulares, en los que
el Antiguo Testamento casi se entrega al Nuevo.
Al igual que Simeón,
esta mujer no es una persona socialmente importante en el pueblo elegido, pero
su vida parece poseer gran valor a los ojos de Dios. San Lucas la llama
«profetisa», probablemente porque era consultada por muchos a causa de su don
de discernimiento y por la vida santa que llevaba bajo la inspiración del
Espíritu del Señor.
Ana era de edad
avanzada, pues tenía ochenta y cuatro años y era viuda desde hacía mucho
tiempo. Consagrada totalmente a Dios, «no se apartaba del templo, sirviendo a
Dios noche y día en ayunos y oraciones» (Lc 2, 37). Por eso, representa a
todos los que, habiendo vivido intensamente la espera del Mesías, son capaces
de acoger el cumplimiento de la Promesa con gran júbilo. El evangelista refiere
que, «como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios» (Lc 2,
38).
Viviendo de forma
habitual en el templo, pudo, tal vez con mayor facilidad que Simeón, encontrar
a Jesús en el ocaso de una existencia dedicada al Señor y enriquecida por la
escucha de la Palabra y por la oración.
En el alba de la
Redención, podemos ver en la profetisa Ana a todas las mujeres que, con la
santidad de su vida y con su actitud de oración, están dispuestas a acoger la
presencia de Cristo y a alabar diariamente a Dios por las maravillas que
realiza su eterna misericordia.
5. Simeón y Ana,
escogidos para el encuentro con el Niño, viven intensamente ese don divino,
comparten con María y José la alegría de la presencia de Jesús y la difunden en
su ambiente. De forma especial, Ana demuestra un celo magnífico al hablar de
Jesús, testimoniando así su fe sencilla y generosa, una fe que prepara a otros
a acoger al Mesías en su vida.
La expresión de Lucas:
«Hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén» (Lc 2,
38), parece acreditarla como símbolo de las mujeres que, dedicándose a la
difusión del Evangelio, suscitan y alimentan esperanzas de salvación.
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