DE LA HOMILÍA DEL SANTO PADRE
SAN JUAN PABLO II
EN LA VISITA PASTORAL A FRASCATI
Lunes 8 de septiembre de 1980
Queridísimos hermanos
y hermanas:
…estamos reunidos
para proclamar el alegre mensaje de la esperanza cristiana porque
—como hemos escuchado en la liturgia— celebramos hoy "con alegría el
nacimiento de María, la Virgen: de Ella salió el Sol de Justicia, Cristo,
nuestro Dios".
Esta festividad
mariana es toda ella una invitación a la alegría, precisamente porque con el
nacimiento de María Santísima Dios daba al mundo como la garantía concreta de
que la salvación era ya inminente: la humanidad que, desde milenios, en forma
más o menos consciente, había esperado algo o alguien que la pudiese liberar
del dolor, del mal, de la angustia, de la desesperación, y que dentro del Pueblo
elegido había encontrado, especialmente en los Profetas, a los portavoces de la
Palabra de Dios, confortante y consoladora, podía mirar finalmente, conmovida y
emocionada, a María "Niña", que era el punto de convergencia y de
llegada de un conjunto de promesas divinas, que resonaban misteriosamente en el
corazón mismo de la historia.
Precisamente esta
Niña, todavía pequeña y frágil, es la "Mujer" del primer anuncio de
la redención futura, contrapuesta por Dios a la serpiente tentadora:
"Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer y entre tu linaje y el suyo;
éste te aplastará la cabeza, y tú le morderás a él el calcañal" (Gén 3,
15).
Precisamente esta
Niña es la "Virgen" que "concebirá y parirá un hijo, y le pondrá
por nombre Emmanuel, que quiere decir 'Dios con nosotros'" (cf. Is 7,
14; Mt 1, 23). Precisomente esta Niña es la "Madre" que
parirá en Belén "a aquel que señoreará en Israel" (cf. Miq 5,
1 s.).
La liturgia de hoy aplica a María recién nacida el pasaje de la Carta a los Romanos, en el que San Pablo describe el designio misericordioso de Dios en relación con los elegidos: María es predestinada por la Trinidad a una misión altísima; es llamada; es santificada; es glorificada.
Dios la ha
predestinado a estar íntimamente asociada a la vida y a la obra de su Hijo
unigénito. Por esto la ha santificado, de manera admirable y singular, desde el
primer momento de su concepción, haciéndola "llena de gracia" (cf. Lc 1,
28); la ha hecho conforme con la imagen de su Hijo: una conformidad que,
podemos decir, fue única, porque María fue la primera y la más perfecta
discípulo del Hijo.
El designio de Dios
en María culminó después en esa glorificación, que hizo a su cuerpo motal
conforme con el cuerpo glorioso de Jesús resucitado; la Asunción de María en
cuerpo y alma al cielo representa como la última etapa de la trayectoria de
esta Criatura, en la que el Padre celestial ha manifestado, de manera
exaltante, su divina complacencia.
Por tanto, toda la
Iglesia no puede menos de alegrarse hoy al celebrar la Natividad de María
Santísima, que —como afirma con acentos conmovedores San Juan Damasceno— es esa
"puerta virginal y divina, por la cual y a través de la cual Dios, que
está por encima de todas las cosas, hizo su entrada en la tierra
corporalmente... Hoy brotó un vástago del tronco de Jesé, del que nacerá al
mundo una Flor sustancialmente unida a la divinidad. Hoy, en la tierra, de la
naturaleza terrena, Aquel que en un tiempo separó el firmamento de las aguas y
lo elevó a lo alto, ha creado un cielo, y este cielo es con mucho divinamente
más espléndido que el primero" (Homilía sobre la Natividad de María: PG
96, 661 s.).
3. Contemplar a
María significa mirarnos en un modelo que Dios mismo nos ha dado para nuestra
elevación y para nuestra santificación.
Y María hoy nos
enseña, ante todo, a conservar intacta la fe en Dios, esa fe que se
nos dio en el bautismo y que debe crecer y madurar continuamente en nosotros
durante las diversas etapas de nuestra vida cristiana. Comentando las palabras
de San Lucas (Lc 2, 19), San Ambrosio se expresa así:
"Reconozcamos en todo el pudor de la Virgen Santa, que, inmaculada en el
cuerpo no menos que en las palabras, meditaba en su corazón los temas de
la fe" (Expos. Evang. sec. Lucam II, 54: CCL XIV, pág.
54). También nosotros, hermanos y hermanas queridísimos, debemos meditar
continuamente en nuestro corazón "los temas de la fe", es decir,
debemos estar abiertos y disponibles a la Palabra de Dios, para conseguir que
nuestra vida cotidiana —a nivel personal, familiar, profesional— esté siempre
en perfecta sintonía y en armoniosa coherencia con el mensaje de Jesús, con la
enseñanza de la Iglesia, con los ejemplos de los Santos.
María, la
Virgen-Madre, proclama hoy de nuevo ante todos nosotros el valor altísimo de la maternidad, gloria
y alegría de la mujer, y además el de la virginidad cristiana, profesada
y acogida "por amor del Reino de los cielos" (cf. Mt 19,
12), esto es, como un testimonio en este mundo caduco, de ese mundo final en el
que los que se salvan serán "como los ángeles de Dios" (cf. Mt 22,
30).
4. La festividad de
hoy nos sugiere también otro punto para nuestra reflexión, vinculado con un
acontecimiento eclesial de particular importancia, que durante bastantes meses
centrará la atención en la diócesis de Frascati. El próximo año celebraréis
solemnemente el III centenario de la consagración de vuestra artística
catedral, es decir, del templo principal, el más importante de la diócesis.
Pero el templo de
piedras nos hace pensar en un Tabernáculo viviente, en el verdadero Templo
santo del Altísimo, que fue María, que concibió en su seno virginal y engendró,
por obra del Espíritu Santo, al Verbo encarnado. Y, según la Palabra de Dios,
cada uno de los cristianos, por medio del bautismo, se convierten en templo de
Dios (cf. 1 Cor 3, 16. 17; 6, 19; 2 Cor 6, 16); es una
piedra viva para la construcción de un edificio espiritual (cf. 1 Pe 2, 5),
esto es, debe contribuir, con su ejemplar vida cristiana, al crecimiento y a la
edificación de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, Pueblo de Dios, Familia de
Dios.
El próximo III
centenario de la consagración de vuestra catedral debe estimularos y
comprometeros, queridísimos hermanos y hermanas, a un testimonio de vida
cristiana cada vez más concreta, constante, generosa, en unión filial con
vuestros Pastores. Mis palabras de exhortación se dirigen, en primer lugar, a
los sacerdotes y religiosos, los cuales han elegido una vida de completa
donación y entrega a la dilatación del Reino de Dios. Pero en esta
circunstancia me dirijo, de modo totalmente especial, a los laicos, esto es, a
los hombres y a las mujeres, padres, madres, profesionales, obreros, jóvenes,
muchachas, estudiantes, recordando las palabras que ahora hace 17 años os
dirigía precisamente a vosotros, fieles de Frascati, Pablo VI, hablando de la
maduración de la conciencia del laicado católico en relación con el apostolado.
Esta conciencia —afirmaba él— "no viene..: sólo de la necesidad de alargar
los brazos del sacerdote que no llega a todos los ambientes y no puede abarcar
todas las fatigas. Viene de algo más profundo y más esencial, esto es, del
hecho de que el laicado es cristiano. En lo íntimo de tu conciencia resuena Una
voz: si soy cristiano, no debo ser un elemento negativo, pasivo o neutro y
quizá adversario de las oleadas de espíritu que el cristianismo pone en las
almas" (Insegnamenti di Paolo VI, I, 1963, pág. 570).
Al hacerme eco de
estas palabras de mi gran predecesor, os digo, fieles de Frascati: Cristo
Cabeza tiene necesidad de vosotros, porque vosotros sois sus miembros. La
Iglesia tiene necesidad de vosotros, porque vosotros la formáis. No os dejéis
desanimar por las dificultades ni, mucho menos, fascinar o intimidar por
concepciones o ideologías en contraste con el mensaje cristiano. "Esta es
la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe" (1 Jn 5, 4),
nos asegura San Juan Evangelista; que esta fe sea siempre sólida, profunda,
genuina, activa, dinámica.
¡Oh Virgen naciente,
esperanza y aurora de salvación para todo el mundo, vuelve benigna
tu mirada materna hacia todos nosotros, reunidos aquí para celebrar y proclamar
tus glorias!
¡Oh Virgen fiel,
que siempre estuviste dispuesta y fuiste solícita para acoger,
conservar y meditar la Palabra de Dios, haz que también nosotros, en medio de
las dramáticas vicisitudes de la historia, sepamos mantener siempre intacta
nuestra fe cristiana, tesoro precioso que nos han transmitido nuestros padres!
¡Oh Virgen potente,
que con tu pie aplastaste la cabeza de la serpiente tentadora, haz
que cumplamos, día tras día, nuestras promesas bautismales, con las cuales
hemos renunciado a Satanás, a sus obras y a sus seducciones, y que sepamos dar
en el mundo un testimonio alegre de esperanza cristiana!
¡Oh Virgen clemente,
que abriste siempre tu corazón materno a las invocaciones de la
humanidad, a veces dividida por el desamor y también, desgraciadamente, por el
odio y por la guerra, haz que sepamos siempre crecer todos, según la enseñanza
de tu Hijo, en la unidad y en la paz, para ser dignos hijos del único Padre
celestial!
Amén.
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