Instrucción «Memoriale Domini»
Sagrada Congregación para el Culto divino,
sobre el modo de administrar la comunión
y
Carta anexa a la Instrucción Memoriale Domini
San Juan Evangelista dando la comunión a la Virgen - Francisco Ribalta |
Al celebrar el
memorial del Señor, la Iglesia atestigua por el mismo rito la fe y la adoración
de Cristo, que está presente en el sacrificio y se da como alimento a los que
participan de la mesa eucarística.
Por eso da mucha
importancia a que la Eucaristía sea celebrada y participada del modo más digno
y fructuoso, guardando enteramente la tradición que, mediante un cierto
desarrollo, llega hasta nosotros y cuyas riquezas han sido infundidas en el uso
y en la vida de la Iglesia. Pues los documentos históricos demuestran que el
modo de celebrar y de sumir la sagrada Eucaristía ha sido multiforme. También
en nuestros tiempos se han introducido en la celebración de la Eucaristía no
pocas ni leves modificaciones, en cuanto al rito, para que se acomodase mejor a
las necesidades espirituales y psicológicas de los hombres actuales. Y en la
misma disciplina que regula el modo con que los fieles participan en el divino
Sacramento se ha establecido de nuevo, en ciertas circunstancias, la comunión
bajo las dos especies de pan y vino, que en otros tiempos fue común también en
el rito latino y poco a poco fue cayendo en desuso. Situación que se hizo
general en tiempos del Concilio de Trento, el cual la aprobó con doctrina
dogmática y la defendió como apropiada a las condiciones de aquella época. 1
Con las reformas
indicadas se han hecho más vivos y transparentes el signo del convite
eucarístico y el cumplimiento omnímodo del mandato de Cristo. Pero, al mismo
tiempo, la participación más plena de la celebración eucarística, significada
por la comunión sacramental, ha suscitado en algunas partes, durante los
últimos años, el deseo de volver al uso de depositar el pan eucarístico en la
mano de los fieles, para que ellos mismos, comulgando, lo introduzcan en su
boca.
Más aún, en algunas
comunidades y lugares se ha practicado este rito, sin haber pedido antes la
aprobación de la Sede Apostólica, y a veces de manera que les ha faltado a los
fieles la oportuna preparación.
Es verdad que, según
el uso antiguo en otros tiempos, se permitió a los fieles tomar en la mano este
divino alimento y llevarlo a la boca por sí mismos, y también, en tiempo
antiquísimo, llevar consigo el Santísimo desde el lugar en que se celebraba el
sacrificio, principalmente con el fin de aprovecharse de él como viático en el
caso de tener que luchar por la confesión de la fe.
Sin embargo, las
normas de la Iglesia y los documentos de los Padres manifiestan con abundancia
la máxima reverencia y la prudencia suma con que se trataba a la sagrada
Eucaristía. Porque «nadie... come aquella carne sin adorarla antes»2, y, al asumirla, se amonesta a todos: «... tómala, y estate atento
para que no se te pierda nada»3: «Porque es el
Cuerpo de Cristo.»4
Además, el cuidado y
el ministerio del Cuerpo y la Sangre del Señor se encomendaban de modo
verdaderamente peculiar a ministros sagrados u hombres designados para eso:
«Después que el presidente terminó las preces y todo el pueblo hizo la
aclamación, los que entre nosotros se llaman diáconos, distribuyen a cada uno
de los presentes para que participe de ellos, el pan y el vino con agua, sobre
los que se dieron gracias, y los llevan a los ausentes.5
Por eso, el oficio
de llevar la Eucaristía a los ausentes fue luego confiado exclusivamente a los
ministros sagrados, para asegurar mejor la reverencia debida al Cuerpo de
Cristo y servir al mismo tiempo a la necesidad de los fieles. Andando el
tiempo, después de estudiar más a fondo la verdad del misterio eucarístico, su
eficacia y la presencia de Cristo en el mismo, bajo el impulso ya de la
reverencia hacia este Santísimo Sacramento, ya de la humildad con que debe ser
recibido, se introdujo la costumbre de que el ministro por sí mismo depositase
en la lengua de los que recibían la comunión una partícula del pan consagrado.
Este modo de
distribuir la santa comunión, considerando en su conjunto el estado actual de
la Iglesia, debe ser conservado no solamente porque se apoya en un uso
tradicional de muchos siglos, sino, principalmente, porque significa la
reverencia de los fieles cristianos hacia la Eucaristía. Este uso no quita nada
a la dignidad personal de los que se acercan a tan gran Sacramento, y es parte
de aquella preparación que se requiere para recibir el Cuerpo del Señor del
modo más fructuoso.6
Esta reverencia
significa la comunión no de «pan y bebida común»,7 sino del Cuerpo y
la Sangre del Señor, por la cual «el pueblo de Dios participa en los bienes del
sacrificio pascual, renueva la nueva alianza entre Dios y los hombres sellada
de una vez para siempre con la sangre de Cristo, y prefigura y anticipa en la
fe y la esperanza el banquete escatológico en el reino del Padre».8
Por lo demás, con
este modo de obrar, que se ha de considerar ya común, se garantiza, con mayor
eficacia, la distribución de la sagrada comunión con la reverencia, el decoro y
la dignidad que convienen, para alejar todo peligro de profanación de las
especies eucarísticas, en las que «de modo singular el Cristo total e íntegro,
Dios y hombre, se halla presente sustancial y permanentemente»9; y para tener, finalmente, con los mismos fragmentos del pan
consagrado el cuidado diligente que la Iglesia ha recomendado siempre: «Porque
si dejas caer algo, piensa que es como si lo perdieses de tus propios
miembros.»10
Por todo lo cual,
habiendo pedido algunas Conferencias Episcopales y algunos Obispos en
particular que se permitiese en sus territorios el uso de poner en las manos de
los fieles el pan consagrado, el Sumo Pontífice mandó que se preguntase a todos
y cada uno de los Obispos de la Iglesia latina su parecer sobre la oportunidad
de introducir el rito mencionado. Pues una mutación en cosa de tanta
importancia, que se asienta en una tradición antiquísima y venerable, además de
tocar a la disciplina, también puede traer consigo peligros, que se teme
podrían surgir del nuevo modo de administrar la sagrada comunión, a saber: el
que se llegue a una menor reverencia hacia el augusto Sacramento del altar o a
la profanación del mismo Sacramento o a la adulteración de la recta doctrina.
Por consiguiente,
fueron propuestas a los Obispos tres cuestiones, a las que, hasta el día 12 del
mes de marzo último, respondieron del modo siguiente:
1. ¿Se ha de acoger
el deseo de que, además del modo tradicional, se permita también el rito de
recibir la sagrada comunión en la mano? Placet: 567; Non placet: 1.233; Placet
iuxta modum: 315; Votos inválidos: 20.
2. ¿Place que se
hagan antes experimentos de este nuevo rito en pequeñas comunidades, con el
consentimiento del Ordinario del lugar? Placet: 751; Non placet: 1.215; Votos
inválidos: 70.
3. ¿Piensa que los
fieles, después de una preparación catequética bien ordenada, han de recibir de
buen grado este nuevo rito? Placet: 835; Non placet: 1.185; Votos inválidos:
128.
Por las respuestas
dadas se ve que la mayor parte de los Obispos estiman que no se debe cambiar la
disciplina vigente; más aún, que el cambio sería dañoso, tanto para la
sensibilidad como para el culto espiritual de los mismos Obispos y de muchos
fieles.
Así, pues, teniendo
en cuenta las observaciones y el parecer de aquellos a quienes «el Espíritu
Santo ha encargado guardar el rebaño, como pastores de la Iglesia de Dios»11, de acuerdo con la gravedad del asunto y con el valor de los
argumentos aducidos, el Sumo Pontífice ha decidido no cambiar el modo, hace
mucho tiempo recibido, de administrar a los fieles la sagrada comunión.
En consecuencia, la
Sede Apostólica exhorta calurosamente a los Obispos, sacerdotes y fieles que se
conformen diligentemente a la ley vigente y nuevamente confirmada, tomando en
consideración el juicio dado por la mayor parte del Episcopado católico, la forma
empleada por el rito actual de la sagrada liturgia y también el bien común de
la misma Iglesia.
Pero si el uso
contrario, es decir, el de poner la santa comunión en las manos, hubiera
arraigado ya en algún lugar, la misma Sede Apostólica, con el fin de ayudar a
las Conferencias Episcopales a cumplir el oficio pastoral, que con frecuencia
se hace más difícil en las condiciones actuales, confía a las mismas
Conferencias el encargo y el deber de examinar las circunstancias peculiares,
si existen, pero con la condición de prevenir todo peligro de que penetren en
los espíritus la falta de reverencia o falsas opiniones sobre la santísima
Eucaristía, como también de suprimir con todo cuidado otros inconvenientes.
Ahora bien, en tales
casos, para la debida ordenación del mencionado uso, las Conferencias
Episcopales, previo un prudente estudio, tomarán los oportunos acuerdos, en
votación secreta y por dos tercios de los votos; acuerdos que luego han de
presentar a la Santa Sede para su necesaria confírmación, remitiendo aneja una
exposición precisa de los motivos que han llevado a tales acuerdos. La Santa
Sede ponderará cuidadosamente cada caso, teniendo en cuenta la unión de las
varias Iglesias locales entre sí y la de cada una con la Iglesia universal,
para promover el bien común y la común edificación, y para el aumento de la fe
y de la piedad, que brota del ejemplo mutuo.
Esta Instrucción,
compuesta por mandato especial del Sumo Pontífice Pablo VI, ha sido debidamente
aprobada por él mismo, en virtud de su apostólica autoridad, el día 28 del mes
de mayo del año 1969. El dispuso también que se notificase a los prelados por
medio de los presidentes de las Conferencias Episcopales.
Sin que obste nada en contrario.
Roma, día 29 del mes de
mayo del año 1969.
Benno
Card. Gut, prefecto.
A. Bugnini, secretario.
CARTA ANEXA A LA INSTRUCCIÓN MEMORIALE DOMINI
Respondiendo a la
petición presentada por su Conferencia Episcopal sobre el permiso de distribuir
la comunión depositando la hostia en la mano de los fieles, os transmito el
siguiente comunicado:
Recordando lo que en
este punto dice la Instrucción del 29 de mayo de 1969, sobre el mantenimiento
en vigor del uso tradicional, el Santo Padre ha tomado en consideración los
motivos invocados en vuestra petición y los resultados de la votación hecha con
este objeto. Está de acuerdo en que en el territorio de vuestra Conferencia
Episcopal, cada Obispo, según su prudencia y su conciencia, pueda autorizar en
su diócesis la introducción del nuevo rito para distribuir la comunión, a
condición de que se evite toda ocasión de escándalo por parte de los fieles y
el peligro de irreverencia hacia la Eucaristía.
Para ello se tendrán
en cuenta las normas siguientes:
1. La nueva manera
de comulgar no deberá ser impuesta de modo que excluya el uso tradicional. Lo
importante es que cada fiel tenga la posibilidad de recibir la comunión sobre
la lengua, al modo tradicional, y al mismo tiempo otras personas puedan recibir
la hostia en la mano. En efecto, las dos maneras de comulgar pueden coexistir
sin dificultad en la misma acción litúrgica. Así nadie encontrará en el nuevo
rito una causa de turbación a su propia sensibilidad espiritual hacia la
Eucaristía, y también este Sacramento, que por su naturaleza es fuente y cauce
de unidad, no se convertirá en ocasión de división entre los fieles.
2. El rito de la
comunión dada en la mano del fiel no deberá ser aplicado sin discreción. En
efecto, puesto que se trata de una actitud humana, está ligada a la
sensibilidad y a la preparación del que la toma. Conviene, pues, introducirlo
gradualmente, comenzando por unos grupos más preparados. Es necesario, sobre
todo, hacer preceder esta preparación de una catequesis adecuada para que los
fieles comprendan exactamente el significado del gesto y lo realicen con el
respeto debido al Sacramento. El resultado de esta catequesis debe de excluir
cualquier apariencia de cesión en la conciencia de la Iglesia sobre la fe en la
presencia eucarística, y también cualquier riesgo a que sea un peligro de
profanación.
3. La posibilidad
que se da al fiel de recibir en la mano y de llevar a la boca el pan
eucarístico no le debe ofrecer la ocasión de considerarlo como un pan ordinario
o una cosa sagrada cualquiera; debe, al contrario, aumentar en él el sentido de
su dignidad de miembro del Cuerpo místico de Cristo, en el cual está insertado
por el bautismo y por la gracia de la Eucaristía, y también acrecentar su fe en
la gran realidad del Cuerpo y de la Sangre del Señor, que él toca con sus
manos. Su actitud de respeto será proporcionada a lo que él comprenda.
4. Respecto a la
manera de hacerlo se podrán seguir las indicaciones de la tradición antigua,
que ponía en relieve la función ministerial del sacerdote y del diácono, que
depositaba la hostia en la mano del comulgante. En todo caso, los fieles
deberán consumir la hostia antes de volver a su sitio y la intervención del
ministro será subrayada con la fórmula habitual: «El Cuerpo de Cristo», a la
cual el fiel responderá: «Amén.»
5. Cualquiera que
sea la forma adoptada, póngase atención en no dejar caer ni dispersar los
fragmentos del pan eucarístico, así como tener una actitud conveniente del
gesto en las manos según el uso de los diversos pueblos.
6. En el caso de la
comunión bajo las dos especies, distribuida por intinción, no está permitido
depositar en la mano del fiel la hostia mojada en la Sangre del Señor.
7. Los Obispos que
hayan permitido la introducción del nuevo modo de comulgar deben enviar a esta
Sagrada Congregación, en el plazo de seis meses, una relación sobre el
resultado de esta concesión.
Notas:
1 Cfr. Conc. Trid. Sess. XII. Doctrina de
communione sub ufraque specie et parvulorum: Denz. 1726 - 1227 (930) Sess. XXII. Decretum super peticionem concesionis calicis. Denz. 1760.
2
Augustine, Enarrationes in Psalmos, 98, 9: PL 37, 1264.
3
Cf. Cyril of Jerusalem, Catecheses Mystagogicae, V, 21: PG 33, 1126.
4 Hippolytus, Traditio Apostolica, n. 37; ed. B. Botte, 1963, p. 84.
5
Justin, Apologia I, 65: PG 6, 427.
6
Cf. Augustine, Enarrationes in Psalm os, 98, 9: PL 37, 1264-1265.
7
Cf. Justin, Apologia I, 66: PG 6, 427; cf. Irenaeus, Adversus Haereses,
1.4, c. 18. n. 5: PG 7,1028-1029.
8
S. Congregation of Rites, instruction Eucharisticum Mysterium, n. 3a: AAS
59 (1967) 541.
9
Cf. ibid. n. 9, p. 547.
10
Cyril of Jerusalem, Catecheses Mystagogicae, V. 21: PG 33, 1126.
11
Cf. Acts 20: 28. and Cf. II Vatican Council, decree Christus Dominus, n.
38, 4: AAS 58 (1966) 693.
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