«¿Qué corazón hay más
adorable, más amable y más admirable que el Corazón de ese Hombre Dios llamado
Jesús ? —escribía san Juan Eudes a los sacerdotes de su congregación—. ¿ Qué
honor merece ese Corazón divino que siempre rindió y rendirá eternamente a Dios
más gloria y amor, en cada momento, que todos los corazones de los hombres y de
los ángeles le podrán rendir en toda la eternidad ? » (29 de julio de 1672).
San Juan Eudes fue, en el siglo xvii, un ardiente apóstol del culto litúrgico
de los Sagrados Corazones de Jesús y de María.
Juan Eudes nace en Ri,
Normandía, en la diócesis de Sées, el 14 de noviembre de 1601. Su padre es un
modesto granjero ; habría deseado ser sacerdote, pero al llevarse la peste a
todos sus hermanos, tuvo que regresar al hogar familiar. Así relata el propio
santo su concepción : « Como quiera que habían transcurrido tres años desde el
principio de su matrimonio sin poder tener hijos, mi padre y mi madre hicieron
voto, en honor a la bienaventurada Virgen, de ir a Nuestra Señora de Recouvrance,
que es un lugar de devoción a la Virgen ; como consecuencia de ello, al
quedarse encinta mi madre, hizo una peregrinación con mi padre a dicha capilla,
donde me ofrecieron y entregaron a Nuestro Señor y a Nuestra Señora ». La
Virgen se mostró generosa y Juan tuvo dos hermanos y cuatro hermanas. Uno de
ellos, Francisco Eudes de Mezeray, escribió una historia de Francia e ingresó
en la Academia Francesa. La vieja casa paterna de Ri muestra todavía la
siguiente inscripción, atribuida al otro hermano, Carlos Eudes d’Houay, que fue
cirujano : « Somos tres hermanos, adoradores de la verdad : el mayor la
predica, el segundo la escribe, y yo la defenderé hasta mi último suspiro ». La
mayor de las hijas, María, tuvo cuatro hijos, dos chicos y dos chicas ; todas
ellas ingresarán en la Congregación fundada por Juan Eudes : la Orden de
Nuestra Señora de la Caridad.
Una cohorte de santos
Durante el siglo
anterior, las guerras de religión en Francia habían exacerbado las pasiones,
engendrado miseria y abierto la puerta a numerosos excesos. La Iglesia de
Francia no se encuentra mejor que el reino. No obstante, mientras se difunde el
desprecio hacia la fe cristiana, bajo la influencia de algunas corrientes de
pensamiento, el Espíritu Santo suscitará una ferviente renovación espiritual.
Ese renacimiento católico en Francia se verá animado sobre todo por san
Francisco de Sales, san Vicente de Paúl, san Luis María Griñón de Monfort, Juan
Jacobo Olier, san Juan Eudes, San Francisco de Laval y santa María de la Encarnación.
El padre de Juan da
muestras de una gran generosidad hacia los menesterosos. Su esposa, dotada de
profundo fervor y de carácter decidido, vela muy especialmente por la educación
religiosa y moral de Juan, niño de carácter apacible, de inteligencia despierta
y de devoción precoz. Desde muy pronto, éste adquiere la costumbre de
desplazarse solo a la iglesia parroquial, que está muy cerca de la casa
paterna. Un día, su madre le busca angustiosamente por todas partes,
encontrándolo al fin allí en oración. A la edad de nueve años, tras recibir una
bofetada de uno de sus compañeros, se pone de rodillas y, siguiendo el consejo
evangélico, pone la otra mejilla. Cinco años después, Juan hace voto de
castidad, dando muestras ya de esa fuerza de voluntad que se convertirá en su
principal característica. Sin embargo, tiene una salud precaria, por lo que sus
padres no están seguros de enviarlo a la escuela, situada en una localidad
distante de algunos kilómetros. Pero el niño insiste tanto que acaban viendo en
esa obstinación la voluntad misma de Dios. El 16 de mayo de 1613, Juan toma la
primera Comunión. A partir de ese día, redoblan sus esfuerzos para vivir como
verdadero cristiano. Consigue permiso de su párroco para recibir la Sagrada
Eucaristía todos los meses, ya que en la época, por influencia del jansenismo,
era costumbre confesarse y comulgar únicamente en las grandes festividades.
Considerando las
aptitudes y los brillantes resultados escolares de Juan, en 1615 su padre lo
envía al colegio de los jesuitas de Caen. El adolescente se halla, en un
principio, algo desubicado, pero su fuerte carácter y su confianza en la divina
providencia le ayudan a superar las dificultades, de tal modo que pronto
consigue brillantes resultados, sin perjuicio de su fervor espiritual. En el
transcurso del año de filosofía, percibe claramente la llamada al sacerdocio.
Sus padres, que desean verle instalado junto a ellos, tienen planes de
matrimonio para él, pero, ante su resolución, aceptan su vocación. La tonsura,
que recibe de manos del obispo de Sées, es ya para él una verdadera y total
consagración al servicio del Señor. Durante los estudios que sigue para acceder
al sacerdocio, comprende que Dios le llama a la vida religiosa. En Caen hay
desde hace poco tiempo una casa del Oratorio, relacionada con el Oratorio de
Francia fundado por Pedro de Bérulle en 1611 para contribuir a la reforma
del clero. Influenciado grandemente por el fervor de los oratorianos, Juan
obtiene, aunque a duras penas, el consentimiento de sus padres y se incorpora a
su comunidad ; más tarde se dirige a París, a la casa de formación, donde Pedro
de Bérulle comienza formándole en profundidad en la práctica de la oración
mental.
La roca de la oración
En una de sus obras,
Juan Eudes escribirá : « El santo ejercicio de la oración debe ser catalogado
entre los principales fundamentos de la vida y de la santidad cristianas,
puesto que toda la vida de Jesucristo no fue sino una perpetua oración… Tan
importante es esto y tan necesario, que la tierra que pisamos, el aire que
respiramos, el pan que nos nutre y alimenta, el corazón que palpita en nuestro
pecho, no son tan necesarios a nuestra existencia como la oración a nuestro
cristianismo. Así pues, la oración es una elevación respetuosa y llena de amor
de nuestro espíritu y de nuestro corazón a Dios. Es una dulce conversación, una
santa familiaridad y entretenimiento del alma cristiana con su Dios. En ella,
lo considera y contempla en sus divinas perfecciones, misterios y obras ; en
ella, lo bendice, adora, ama y glorifica, se entrega a Él, se humilla ante Él
anonadada a la vista de sus pecados e ingratitudes, implora misericordia,
aprende a asemejarse a Él por la imitación de sus virtudes y perfecciones
divinas y le pide finalmente cuanto necesita para servirlo y amarlo » (Vida y
reino de Jesús en las almas cristianas, 1637).
A partir de 1623,
Bérulle pide a su joven discípulo, que todavía no ha sido ordenado, que empiece
a predicar. Afirma que ya no puede ocultar esa lámpara encendida bajo el
celemín. Por aquel tiempo, Juan hace voto de ponerse al servicio de Jesús y
María, comprometiéndose a no negarles nada de lo que él percibiera que pudiera
ser su voluntad o deseo respecto él. El 24 de diciembre de 1625, a la edad de
24 años, es ordenado sacerdote en París. Se toma entonces varios meses de
descanso, que le permiten profundizar en el conocimiento de la teología y la
ciencia de las vías espirituales. Inaugura después su ministerio dedicándose a
aliviar a las poblaciones de Normandía, entonces diezmadas por la peste. Llega
tan lejos en su dedicación a los apestados que nadie le da asilo en Caen, por
temor al contagio ; durante varias semanas se ve obligado a alojarse fuera de
la ciudad, en un enorme tonel.
Una obra necesaria
A partir de 1632,
el padre Eudes se entrega a la obra primordial de su vida : las “misiones”. Con
la finalidad de poner remedio a la ignorancia religiosa y al relajamiento de
las costumbres, recorre Normandía, Borgoña, Isla de Francia y otros muchos
lugares ; incluso llegará a predicar ante el rey en París y en Versalles, en
1671. Su popular elocuencia y su auténtica santidad ejercen una influencia
considerable sobre todas las capas sociales. Esas misiones suponen una tarea
completa de evangelización. En ocasiones son muy largas ; en Rennes, por ejemplo,
el padre Eudes y sus compañeros pasan cuatro meses y medio. Predican, visitan a
los enfermos, dan catequesis a los niños y también a muchos adultos, y siempre
y en todas partes exhortan a los oyentes a confesarse. El propio Juan Eudes
dará testimonio de ello : « Treinta misioneros no bastarían ahora, de tantas
personas que vienen de todas partes a las predicaciones, quienes, profundamente
conmovidas, permanecen a menudo ocho días alrededor de los confesores antes de
poder confesarse. En fin, que la bendición de Dios es muy abundante en esta
misión (Vasteville, 9 de julio de 1659). Al considerar el fruto espiritual que
las misiones procuran, escribirá : « ¡ Qué bien inmenso son las misiones ! ¡
Cuán necesarias son ! ¡ Qué mal tan grande es oponerse a ellas !… Oremos, mi
muy querido hermano, al Señor de la mies que envíe a ella obreros… ¿ Qué hacen
en París tantos doctores y tantos bachilleres, mientras las almas perecen a
millares, por falta de personas que les tiendan la mano para retirarlas de la
perdición y preservarlas del fuego eterno ? » (al señor Blouet, 23 de julio de
1659). Se calcula que Juan Eudes predicó ciento diez misiones a lo largo de su
vida.
En nuestros días, el
Papa Francisco exhorta a todos los cristianos a ser misioneros : « La fe es un don
precioso de Dios, que abre nuestra mente para que lo podamos conocer y amar. Él
quiere relacionarse con nosotros para hacernos partícipes de su misma vida y
hacer que la nuestra esté más llena de significado, que sea más buena, más
bella. Dios nos ama. Pero la fe necesita ser acogida, es decir, necesita
nuestra respuesta personal, el coraje de poner nuestra confianza en Dios, de
vivir su amor, agradecidos por su infinita misericordia. Es un don que no se
reserva sólo a unos pocos, sino que se ofrece a todos generosamente. Todo el
mundo debería poder experimentar la alegría de ser amados por Dios, el gozo de
la salvación. Y es un don que no se puede conservar para uno mismo, sino que
debe ser compartido… La fuerza de nuestra fe, a nivel personal y comunitario,
también se mide por la capacidad de comunicarla a los demás, de difundirla, de
vivirla en la caridad, de dar testimonio a las personas que encontramos y que
comparten con nosotros el camino de la vida » (19 de mayo de 2013).
Sin embargo, el bien
que las misiones de Juan Eudes procuran se consigue a veces mediante fuertes
contradicciones : « Me encuentro ahora en una población, para comenzar una
misión —escribirá a una madre abadesa—… En la anterior me adornaron con
hermosas cualidades, pues unos dijeron que era el precursor del Anticristo ;
otros, que era el propio Anticristo ; otros, que era un seductor, un diablo en
quien no había que creer ; y otros, un brujo que atraía a toda la gente a su
alrededor. Algunos deliberaban con expulsarme, y quizás habrían ejecutado su
propósito si nuestros sacerdotes no hubieran llegado ese mismo día. Todo ello
no son más que rosas, pues las espinas que atraviesan mi corazón son el ver a
un grupo de pobres gentes que a veces me siguen durante ocho días sin poder
acercarse para confesar, aunque seamos diez confesores » (verano de 1636). No
obstante, la preocupación por las almas no impide que el misionero se ocupe de
las miserias corporales. En las grandes ciudades, establece o reorganiza casas
de refugio para los pobres y los tullidos, así como hospitales.
Dolorosa decisión
Los éxitos de las
misiones son rotundos, aunque poco duraderos, por falta de sacerdotes
competentes y celosos por mantener la llama que esas misiones prenden en los
corazones. Si bien los sacerdotes abundan en aquella época, con frecuencia no
les han preparado bien para el ministerio. Abandonados a su albedrío, llevan
una vida ociosa, a veces escandalosa o bien animada por un entusiasmo poco
ilustrado. A partir de 1641, Juan Eudes adquiere la costumbre de reunir a los
sacerdotes a parte durante las misiones. Pero harán falta seminarios donde
enseñar a esos sacerdotes las exigencias de su vocación. El concilio de Trento
había obligado, además, que todos los obispos dispusieran de un seminario. En
Francia, esa disposición quedó en papel mojado, por lo que Juan proyecta abrir
uno en Caen. Richelieu, el cardenal ministro, lo anima, y el obispo de Bayeux
colabora en ello. Sin embargo, por motivos desconocidos, el padre Bourgoing,
superior del Oratorio de Francia desde 1641, se opone a ello. Juan Eudes toma
entonces la dolorosa decisión de abandonar el Oratorio de Caen, del que es
superior, pero al que no le une voto alguno. El 19 de marzo de 1643, se une a
un grupo de sacerdotes jóvenes que le esperan en la casa que llevará el nombre
de “La Misión” ; ninguno de ellos ha formado parte del Oratorio. El martes 24
de marzo, se dirigen todos en peregrinación a Nuestra Señora de la Délivrance,
à 15 km de allí. Después de haber velado y rezado toda la noche, el 25 de marzo,
festividad de la Anunciación, celebran la Misa en honor a ese misterio y fundan
la Congregación de Jesús y de María, cuyo principal objetivo es la formación de
los sacerdotes, y después cualquier actividad apostólica, en especial la de las
misiones en el interior del país. Son seis, y los comienzos son modestos. Se
trata en primer lugar de recibir, en un embrión de seminario, a los candidatos
al sacerdocio para darles una formación espiritual y pastoral de algunos meses.
Se constituyen fundaciones semejantes en Normandía y Bretaña. Poco a poco, esas
casas se convierten en el lugar habitual de la formación sacerdotal, y el
tiempo que hay que pasar en ellas se va alargando.
Pero su salida del
Oratorio procura a Juan Eudes muchas contradicciones. Se le acusa de ser
inconstante, ambicioso, independiente, así como de haber sido expulsado por sus
superiores. Un año antes de su muerte, escribirá : « La infinita bondad de
Nuestro Señor Jesús y la caridad incomparable de su divina Madre nos
concedieron diversos favores especiales… Pero uno de los mayores, y quizás el
mayor de todos, fue haber constituido nuestra congregación sobre la Cruz. Pues,
¿ quién podría contar lo que ha habido que sufrir al respecto, de todas las
maneras, de todas partes, y durante más de treinta y seis años ? ¿ Acaso no
fuimos abandonados, durante algún tiempo, por nuestros mejores amigos ? ¿ Acaso
no fuimos ensombrecidos y desprestigiados por una infinidad de calumnias y de
libelos difamatorios ?… ¿ Acaso el mundo y el infierno no se esforzaron todo lo
posible para aniquilar esa pequeña congregación desde su nacimiento ? Pero, ¿
qué pueden todas las fuerzas del universo, incluso contra una lombriz, o contra
un átomo que se encuentre en la mano del Todopoderoso y bajo la protección de
la Reina del Cielo ?… Porque, cuanto más participan las obras de Dios en la
Cruz de su Hijo, más parte tienen en las gracias y en las bendiciones que
proceden de ella ».
Primero, la Virgen
Las misiones procuran
sobre todo la conversión de numerosas mujeres escandalosas. Una modesta persona
de Caen, Magdalena Lamy, empuja al padre Eudes a proporcionar a esas mujeres el
apoyo y la dirección de que carecen. Éste las reúne, el 25 de noviembre de 1641,
en una casa donde se instala primero una pequeña estatua de la Santísima Virgen
para asegurar a las “arrepentidas” la protección maternal de la Madre de Dios.
Gracias al favor de Richelieu, se asegura la existencia legal de la casa. Sin
embargo, con el tiempo, aparecen disensiones en el interior del
establecimiento, y el padre decide poner al frente a religiosas experimentadas.
El 16 de agosto de 1644, tres religiosas de la Visitación toman la dirección de
la casa, que lleva el nombre de “Nuestra Señora de la Caridad”. La Orden de
Nuestra Señora de la Caridad, en favor de las “arrepentidas”, será erigida por
el Papa Alejandro VII el 2 de enero de 1666. Tras siglo y medio de
existencia, llegará a contar con ocho monasterios.
A Juan Eudes le gusta
erigir cofradías, sea en honor del Sacratísimo Corazón de la Madre de Dios, sea
con el nombre de los Sagrados Corazones de Jesús y de María, en las cuales
enrola a un buen número de personas de todo rango y condición. Algunos de los
miembros de esas cofradías, al no poder abrazar la vida religiosa, querrían sin
embargo vivir su espíritu guardando la virginidad o la viudez perpetuas. Juan
establece para ellos una nueva sociedad donde hallarán medios de santificación
apropiados a su situación : la “Sociedad del Sacratísimo Corazón de la Madre
admirable”. Esa asociación está compuesta por dos corporaciones : una de
hombres (tanto eclesiásticos como laicos) y otra de mujeres. Sus objetivos son
glorificar los Corazones de Jesús y de María, así como trabajar por la salvación
de las almas propagando el amor, el culto y la imitación de los Sagrados
Corazones. Durante la Revolución Francesa, más de un sacerdote deberá la vida a
los miembros de la Sociedad. A falta de sacerdotes, esos laicos reunirán a sus
vecinos en un desván o en medio de los bosques, para rezar el Rosario o cantar
cánticos ; enseñarán el catecismo a los niños, acompañarán a los moribundos e
irán a visitar a los prisioneros.
El apostolado de Juan
Eudes se nutre del culto litúrgico de los Sagrados Corazones de Jesús y de
María, devoción ya presente en san Bernardo en el siglo xii, santa Matilde y
santa Gertrudis en el xiv, san Francisco de sales en el xvi, etc. A partir de
la institución de su congregación de sacerdotes, Juan Eudes hace que sus hijos
celebren fiestas solemnes en honor a los Sagrados Corazones, componiendo él
mismo las obras litúrgicas. La primera de ellas es la festividad del Corazón de
María (1643). « El Corazón de María es la auténtica arpa del verdadero David,
es decir, de Nuestro Señor Jesucristo —escribe Juan Eudes—. Pues Él mismo la ha
hecho con sus propias manos… Las cuerdas de esa santa arpa son todas las
virtudes del Corazón de María » (El Corazón admirable de la Santísima Madre de
Dios, 1681).
En todas las
estaciones
La plena confianza en
el amor de Dios revelado a la humanidad a través del Corazón sacerdotal de
Jesús y el Corazón maternal de María es, en efecto, el fundamento del camino de
santidad recorrido por Juan Eudes. « Jesús no vino a conquistar a los hombres
como los reyes y los poderosos de este mundo —afirma el Papa Francisco—, sino
que vino a ofrecer amor con mansedumbre y humildad. Así se definió a sí mismo
: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón (Mt 11,
29). Y el sentido de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús es que descubramos
cada vez más y nos envuelva la fidelidad humilde y la mansedumbre del amor de
Cristo, revelación de la misericordia del Padre. Podemos experimentar y gustar
la ternura de este amor en cada estación de la vida : en el tiempo de la alegría
y en el de la tristeza, en el tiempo de la salud y en el de la enfermedad y la
dificultad » (27 de junio de 2014). A partir de 1673, un año después de la
primera celebración solemne y pública de la festividad del Sagrado Corazón por
Juan Eudes, santa Margarita María será favorecida, en su claustro de
Paray-le-Monial, con su primera revelación del Corazón de Jesús.
Los últimos años de la
vida de Juan Eudes se ven marcados por un acrecentamiento de las
contradicciones exteriores, hasta tal punto que la obra que con tantas
dificultades ha llevado a cabo parece comprometida. No obstante, gracias a la
influencia positiva de sus amigos, la tormenta pasa. Pero la salud de Juan, que
siempre ha sido delicada, se deteriora. En 1678, debe someterse a dolorosas intervenciones
quirúrgicas en el abdomen. Así pues, dimite de su cargo de superior y manda
elegir a un sucesor, preparándose después para la muerte, antes que nada
mediante un retiro personal. En sus últimos días, le oyen decir o murmurar con
frecuencia : « ¡ Jesús mío y mi todo ! ¡ Mi Bienamado es mío ! ¡ Venid, oh
amable Jesús ! ». En los momentos de plena lucidez, conversa sobre la eternidad
con quienes rodean su cama, los consuela por su muerte cercana y los exhorta a
la paz y a la caridad fraterna. Expira apaciblemente el 19 de agosto de 1680,
hacia las tres de la tarde, a la edad de 79 años. Juan Eudes fue canonizado el
31 de mayo de 1925 por el Papa Pío XI ; su fiesta litúrgica se
celebra el 19 de agosto. En 2014, los eudistas alcanzaban el número de 380 en
el mundo.
San Juan Eudes decía a
los sacerdotes : « Entregaos a Jesús, para entrar en la inmensidad de su gran
Corazón, que contiene el Corazón de su Santa Madre y de todos los santos, y
para perderos en ese abismo de amor, de caridad, de misericordia, de humildad,
de pureza, de paciencia, de sumisión y de santidad (El Corazón admirable, III,
2). Grabemos en nuestra alma la divisa que el santo nos dejó : « Honrar a Dios
y cumplir su voluntad con gran corazón y con gran amor ».
Dom Antoine Marie osb
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