«Sí, la civilización
del amor es posible, no es una utopía. Pero sólo es posible si volvemos
constantemente y con fervor nuestro rostro hacia Dios, Padre de nuestro
Señor Jesucristo, del que toda paternidad toma el nombre en los cielos y en la
tierra (Ef 3, 14-15), de quien procede toda familia humana» (Juan Pablo
II, Carta a las familias, 2 de febrero de 1994, nº 15). Así pues, la
civilización del amor nace y se desarrolla en la familia.
No obstante, «los
ataques contra la institución de la familia se repiten desde hace tiempo. Se
trata de agresiones tan peligrosas e insidiosas que menosprecian el valor
insustituible de la familia basada en el matrimonio» (Juan Pablo II, 4 de junio
de 1999). Pero, «el hecho de nacer y de ser educados en un hogar formado por
unos padres unidos en una fiel alianza, resulta de gran importancia para los
hijos» (Ibíd.). El matrimonio es la alianza por la que «el varón y la mujer
constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole
natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole» (Codex
Iuris Canonici, 1055, § 1). Respetar esa unión es «de una enorme trascendencia»
para la continuidad del género humano, para el desarrollo personal y destino
eterno de cada uno de los miembros de la familia, para la dignidad,
estabilidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la humana
sociedad» (Vaticano II, Gaudium et spes, 48). Por eso la Iglesia defiende
con energía la identidad del matrimonio y de la familia. Por ese motivo propone
el ejemplo de los «bondadosos esposos Luis y Celia, padres de Santa Teresa de
Lisieux», que fueron beatificados el día 19 de octubre de 2008.
«¡ Porque creo !»
Luis Martin nació en
Burdeos el 22 de agosto de 1823, segundo hijo de una familia de cinco hermanos.
Su padre, militar de carrera, se encuentra por esa época en España. La familia
Martin transcurre a merced de las guarniciones de su padre: Burdeos, Aviñón y
Estrasburgo (Francia). Llegada su jubilación, en diciembre de 1830, el capitán
Martin se establece en Alençon, en Normandía. Durante su actividad de militar
había destacado por su piedad ejemplar. En una ocasión, al decirle el capellán
de su regimiento que, entre la tropa, se extrañaban de que, durante la Misa,
permaneciera tanto tiempo de rodillas después de la consagración, él respondió
sin pestañear: «¡Dígales que es porque creo!». Tanto en el seno de su familia
como con los Hermanos de las Escuelas Cristianas, Luis recibe una fuerte
educación religiosa. Al contrario de la tradición familiar, no escoge el oficio
de las armas, sino el de relojero, que casa mejor con su temperamento
meditabundo y silencioso, así como su gran habilidad manual. Primeramente
aprende el oficio en Rennes y, luego, en Estrasburgo.
En el umbral del
otoño de 1845, Luis toma la decisión de entregarse por completo a Dios, por lo
que se encamina al Hospicio de San Bernardo el Grande, en el corazón de los
Alpes, donde los canónigos consagran su vida a la oración y a rescatar a los
viajeros perdidos en la montaña. Se presenta ante el prior, quien le insta a
que regrese a su casa a fin de completar sus estudios de latín antes de un
eventual ingreso en el noviciado. Tras una infructuosa tentativa de
incorporación tardía al estudio, Luis, muy a pesar suyo, renuncia a su
proyecto. Para perfeccionar su instrucción, se marcha a París, regresando e
instalándose a continuación en Alençon, donde vive con sus padres. Lleva una vida
tan ordenada que sus amigos dicen : «Luis es un santo».
Tantas son sus
ocupaciones que Luis ni siquiera piensa en el matrimonio. A su madre le
preocupa, pero en la escuela de encajes, donde ella asiste a clase, se fija en
una joven, hábil y de buenos modales. ¿Y si fuera la «perla» que ella desea
para su hijo? Aquella joven es Celia Guérin, nacida en Gandelain, en el
departamento de Orne (Normandía), el 23 de diciembre de 1831, la segunda de
tres hermanos. Tanto el padre como la madre son de familia profundamente
cristiana. En septiembre de 1844 se instalan en Alençon, donde las dos hermanas
mayores reciben una esmerada educación en el internado de las Religiosas del
Sagrado Corazón de Picpus.
Celia piensa en la
vida religiosa, al igual que su hermana mayor, que llegará a ser sor María
Dositea en la Visitación de Le Mans. Pero la superiora de las Hijas de la
Caridad, a quien Celia solicita su ingreso, le responde sin titubear que no es
ésa la voluntad de Dios. La joven se inclina ante tan categórica afirmación,
aunque no sin tristeza. Pero un hermoso optimismo sobrenatural la hace
exclamar: «Dios mío, accederé al estado de matrimonio para cumplir con tu santa
voluntad. Te ruego, pues, que me concedas muchos hijos y que se consagren a
ti». Celia se perfecciona entonces en la confección del punto de Alençon,
técnica de encaje especialmente célebre. El 8 de diciembre de 1851, festividad
de la Inmaculada Concepción, tiene una inspiración: «Debes fabricar punto de
Alençon». A partir de ese momento se instala por su cuenta.
Un día, al cruzarse
con un joven de noble fisonomía, de semblante reservado y de dignos modales, se
siente fuertemente impresionada, y una voz interior le dice: «Este es quien he
elegido para ti». Pronto se entera de su identidad; se trata de Luis Martin. En
poco tiempo los dos jóvenes llegan a apreciarse y a amarse, y el entendimiento
es tan rápido que contraen matrimonio el 13 de julio de 1858, tres meses
después de su primer encuentro. Luis y su esposa se proponen vivir como hermano
y hermana, siguiendo el ejemplo de San José y de la Virgen María. Diez meses de
vida en común en total continencia hacen que sus almas se fundan en una intensa
comunión espiritual, pero una prudente intervención de su confesor y el deseo
de proporcionar hijos al Señor les mueven a interrumpir aquella santa
experiencia. Celia escribirá más tarde a su hija Paulina: «Sentía el deseo de
tener muchos hijos y educarlos para el Cielo». En menos de trece años tendrán
nueve hijos, y su amor será hermoso y fecundo.
En las antípodas
«Un amor que no es
«hermoso», es decir, un amor que queda reducido a la satisfacción de la
concupiscencia, o a un «uso» mutuo del hombre y de la mujer, hace que las
personas lleguen a ser esclavas de sus debilidades» (Carta a las familias, 13).
Desde ese punto de vista, las personas son utilizadas como si fueran cosas: la
mujer puede llegar a ser un objeto de deseo para el hombre, y viceversa; los
hijos, una carga para los padres; la familia, una institución molesta para la
libertad de sus miembros. Nos encontramos entonces en las antípodas del
verdadero amor. Al buscar sólo el placer, podemos llegar a matar el amor,
y a matar sus frutos, dice el Papa. Para la cultura del placer, el fruto
bendito de tu seno (Lc 1, 42) se convierte en cierto sentido en un «fruto
maldito», es decir, no deseado, que se quiere suprimir mediante el aborto. Esa
cultura de muerte se opone a la ley de Dios: «Respecto a la vida humana, la Ley
de Dios carece de equívocos y es categórica. Dios nos ordena: No matarás (Ex
20, 13). Así pues, ningún legislador humano puede afirmar: Te está permitido
matar, tienes derecho a matar, deberías matar» (Ibíd., 21).
«Sin embargo, añade
el Papa, constatamos cómo se está desarrollando, sobre todo entre los jóvenes,
una nueva conciencia por el respeto a la vida a partir de la concepción... Es
un germen de esperanza para el futuro de la familia y de la humanidad» (Ibíd.).
Así es; pues en el recién nacido se realiza el bien común de la familia y de la
humanidad. Los esposos Martin experimentan esa verdad al recibir a sus
numerosos hijos: «No vivíamos sino para nuestros hijos; eran toda nuestra
felicidad y solamente la encontrábamos en ellos», escribirá Celia. Sin embargo,
su vida conyugal no está carente de pruebas. Tres de sus hijos mueren prematuramente,
dos de ellos eran los varones; después fallece de repente María Helena, de
cinco años y medio. Plegarias y peregrinaciones se suceden en medio de la
angustia, en especial en 1873, durante la grave enfermedad de Teresa y la
fiebre tifoidea de María. En medio de los mayores desasosiegos, la confianza de
Celia se ve fortificada por la demostración de fe de su esposo, en particular
por su estricta observancia del descanso dominical: Luis nunca abre la tienda
los domingos. Es el día del Señor, que se celebra en familia; primero con los
oficios de la parroquia y luego con largos paseos; los niños disfrutan en las
fiestas de Alençon, jalonadas de cabalgatas y de fuegos artificiales.
La educación de los
hijos es a la vez alegre, tierna y exigente. En cuanto tienen uso de razón,
Celia les enseña a ofrecer su corazón al Señor cada mañana, a aceptar con
sencillez las dificultades diarias «para contentar a Jesús ». Esta será la
marca indeleble y la base de la «pequeña vía» que enseñará su benjamina, la
futura Santa Teresita. «El hogar es así la primera escuela de vida cristiana»,
como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (Catecismo, 1657). Luis ayuda a
su esposa en sus tareas con los niños: sale a las cuatro de la madrugada en
busca de una nodriza para uno de los más pequeños, que está enfermo; acompaña a
su mujer a diez kilómetros de Alençon durante una noche helada hasta la
cabecera de su primer hijo, José; cuida a su hija mayor, María, cuando padece
la fiebre tifoidea, a la edad de trece años, etc.
El dinamismo que da
el amor
El gran dinamismo de
Luis Martin no recuerda en nada a aquel «dulce soñador», como se le ha descrito
a veces. Para ayudar a Celia, que se encuentra desbordada por el éxito de su
empresa de encajes, abandona la relojería. El encaje se trabaja en piezas de 15
a 20 centímetros, empleándose hilos de lino de una gran calidad y de una finura
extrema. Una vez ejecutado el «trazo», el «pedazo» pasa de mano en mano según
el número de puntos de que se compone – existen nueve, que constituyen otras
tantas especialidades. A continuación se procede a su encajadura, una delicada
labor que se consigue mediante agujas e hilos cada vez más finos. Es la propia
Celia quien une de manera invisible las piezas que le traen las encajeras que
trabajan a domicilio. Pero hay que buscar salidas para el producto, y Luis
destaca en el aspecto comercial y hace que aumenten considerablemente los
beneficios de la empresa. Sin embargo, también sabe encontrar momentos de
descanso y de ir a pescar.
Además, los esposos
Martin forman parte de varias asociaciones piadosas: Orden Tercera de San
Francisco, adoración nocturna, etc. La fuerza que necesitan la obtienen de la
observancia amorosa de las prescripciones y de los consejos de la Iglesia:
ayunos, abstinencias, Misa diaria y confesión frecuente. «La fuerza de Dios es
mucho más poderosa que vuestras dificultades – escribe el Papa Juan Pablo II a
las familias. La eficacia del sacramento de la Reconciliación es inmensamente
mayor que el mal que actúa en el mundo... Incomparablemente mayor es, sobre
todo, el poder de la Eucaristía... En este sacramento, Cristo se entrega a sí
mismo como alimento y como bebida, como fuente de poder salvífico... La vida
que de Él procede es para vosotros, queridos esposos, padres y familias. Recordad
que instituyó la Eucaristía en un contexto familiar, en el transcurso de la
Última Cena... Y las palabras que entonces pronunció conservan todo el poder y
la sabiduría del sacrificio de la Cruz» (Ibíd., 18).
Unos frutos
duraderos
Del manantial
eucarístico, Celia obtiene una energía superior a la media de las mujeres, y su
esposo una ternura superior a la media de los hombres. Luis gestiona la
economía y consiente de buen grado ante las peticiones de su esposa: «En cuanto
al retiro de María en la Visitación, escribe Celia a Paulina, sabes que a papá
no le gusta nada separarse de vosotras, y había dicho primero formalmente que
no iría... Anoche María se estaba quejando de ello y yo le dije: «Déjalo de mi
cuenta; siempre consigo lo que quiero, sin forzar demasiado; todavía falta un
mes; es suficiente para convencer diez veces a tu padre». No me equivocaba,
pues apenas una hora después, cuando regresó, se puso a hablar amistosamente
con tu hermana (María)... «Bien, me dije, este es el momento oportuno», e hice
una insinuación al respecto. «¿Así que deseas de verdad ir a ese retiro?», dijo
papá a María: «Sí, papá. – ¡Pues bien, puedes ir!»... Creo que yo tenía una
buena razón para que María fuera a aquel retiro. Si bien suponía un gasto, el
dinero no es nada cuando se trata de la santificación de un alma; y el año
pasado María regresó completamente transformada. Los frutos todavía duran,
aunque ya es hora de que renueve su provisión».
Los retiros
espirituales producen frutos de conversión y de santificación, porque, bajo el
efecto de su dinamismo, el alma, dócil a las iluminaciones y a los movimientos
del Espíritu Santo, se purifica siempre más de los pecados y practica las
virtudes, imitando al modelo absoluto que es Jesucristo, para conseguir una
unión más íntima con él. Por eso dijo el Papa Pablo VI: «La fidelidad a los
ejercicios anuales en un medio apartado asegura el progreso del alma». Entre
todos los métodos de ejercicios espirituales «existe uno que obtuvo la completa
y reiterada aprobación de la Sede Apostólica... el método de San Ignacio de
Loyola, de quien Nos complace llamar Maestro especializado en ejercicios
espirituales» (Pío XI, Encíclica Mens Nostra).
La vida
profundamente cristiana de los esposos Martin se abre naturalmente a la caridad
para con el prójimo: limosnas discretas a las familias necesitadas, a las que
se unen sus hijas, según su edad; asistencia a los enfermos, etc. No tienen
miedo de luchar justamente para reconfortar a los oprimidos. Así mismo,
realizan juntos las gestiones necesarias para que un indigente pueda entrar en
el hospicio, cuando éste no tiene derecho al no tener suficiente edad para
ello. Son servicios que sobrepasan los límites de la parroquia y que dan
testimonio de un gran espíritu misionero: espléndidas ofrendas anuales para la
Propagación de la Fe, participación en la construcción de una iglesia en
Canadá, etc.
Pero la intensa
felicidad familiar de los Martin no debía durar demasiado tiempo. A partir de
1865, Celia se percata de la presencia de un tumor maligno en el pecho, surgido
después de una caída contra el borde de un mueble. Tanto su hermano, que es
farmacéutico, como su marido no le conceden demasiada importancia; pero a
finales de 1876 el mal se manifiesta y el diagnóstico es concluyente: «tumor
fibroso no operable» a causa de su avanzado estado. Celia lo afronta hasta el
final con toda valentía; consciente del vacío que supondrá su desaparición, le
pide a su cuñada, la señora Guérin, que, después de su muerte, ayude a su
marido en la educación de los más pequeños.
Su muerte acontece
el 28 de agosto de 1877. Para Luis, de 54 años de edad, supone un abatimiento,
una profunda llaga que sólo se cerrará en el Cielo. Pero lo acepta todo, con un
espíritu de fe ejemplar y con la convicción de que su «santa esposa» está en el
Cielo. Y cumplirá con la labor que había empezado en la armonía de un amor
intachable: la educación de sus cinco hijas. Para ello, escribe Teresita,
«aquel corazón tierno de papá había añadido al amor que ya poseía un amor
realmente maternal». La señora Guérin se ofrece para ayudar a la familia
Martin, invitando a su cuñado a trasladar su hogar a Lisieux. Para aquellas
pequeñas huérfanas, la farmacia de su marido será su segunda casa y la
intimidad que une a ambas familias crecerá con las mismas tradiciones de
sencillez, labor y rectitud. A pesar de los recuerdos y de las fieles amistades
que podrían retenerlo en Alençon, Luis se decide a sacrificarlo todo y a
mudarse a Lisieux.
Un gran honor
La vida en los
«Buissonnets», la nueva casa de Lisieux, resulta más austera y retirada que en
Alençon. La familia mantiene pocas relaciones, y cultiva el recuerdo de la
persona a la que el señor Martin sigue designando con el nombre de «vuestra
santa mamá ». Las más jovencitas son confiadas a las Benedictinas de Nuestra
Señora del Prado. Pero Luis sabe procurarles distracciones: sesiones teatrales,
viajes a Trouville, estancia en París, etc., intentando que, a través de todas
las realidades de la vida, encuentren la gloria de Dios y la santificación de
las almas.
Su santidad personal
se revela sobre todo en la ofrenda de todas sus hijas, y después de sí mismo.
Celia ya preveía la vocación de las dos mayores, pues Paulina ingresaba en el
Carmelo de Lisieux en octubre de 1882, y María en octubre de 1886. Al mismo tiempo,
Leonina, de difícil temperamento, inicia una serie de infructuosos intentos; en
primer lugar en las Clarisas, y luego en la Visitación, donde, tras dos
intentos fallidos, acabará ingresando definitivamente en 1899. Teresa, la
benjamina, la «pequeña reina», conseguirá vencer todos los obstáculos hasta
ingresar en el Carmelo a los 15 años, en abril de 1888. Dos meses después, el
15 de junio, Celina revela a su padre que también ella siente la llamada de la
vida religiosa. Ante aquel nuevo sacrificio, la reacción de Luis Martin es
espléndida: «Ven, vayamos juntos ante el Santísimo a darle gracias al Señor por
concederme el honor de llevarse a todas mis hijas».
«Vosotros, padres,
dad gracias al Señor si ha llamado a la vida consagrada a alguno de vuestros hijos.
¡Debe ser considerado un gran honor – como lo ha sido siempre – que el Señor se
fije en una familia y elija a alguno de sus miembros para invitarlo a seguir el
camino de los consejos evangélicos! Cultivad el deseo de ofrecer al Señor a
alguno de vuestros hijos para el crecimiento del amor de Dios en el mundo. ¿Qué
fruto de vuestro amor conyugal podríais tener más bello que éste?» (Vita
consecrata, 25 de marzo de 1996, nº 107).
La vocación es ante
todo una iniciativa divina, pero una educación cristiana favorece la respuesta
generosa a la llamada de Dios: «En el seno de la familia, los padres han de ser
para sus hijos los primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su
ejemplo, y han de fomentar la vocación personal de cada uno y, con especial cuidado,
la vocación a la vida consagrada» (Catecismo, 1656). Por lo tanto, «si los
padres no viven los valores evangélicos, será difícil que los jóvenes y las
jóvenes puedan percibir la llamada, comprender la necesidad de los sacrificios
que han de afrontar y apreciar la belleza de la meta a alcanzar. En efecto, es
en la familia donde los jóvenes tienen las primeras experiencias de los valores
evangélicos, del amor que se da a Dios y a los demás. También es necesario que
sean educados en el uso responsable de su libertad, para estar dispuestos a
vivir de las más altas realidades espirituales según su propia vocación» (Vita
consecrata, ibíd.).
« Soy demasiado
feliz »
Santa Teresa del
Niño Jesús y de la Santa Faz dará testimonio de la manera concreta en que su padre
vivía el Evangelio: «Lo que más me llamaba la atención eran los progresos en la
perfección que hacía papá; a imitación de San Francisco de Sales, había
conseguido dominar su natural vivacidad, hasta el punto que parecía que poseía
la naturaleza más dulce del mundo... Las cosas de este mundo apenas parecían
rozarle, y se recuperaba con facilidad de las contrariedades de la vida». En
mayo de 1888, en el transcurso de una visita a la iglesia donde se había
celebrado su boda, a Luis se le representan las etapas de su vida, y enseguida
se lo cuenta sus hijas: «Hijas mías, acabo de regresar de Alençon, donde he
recibido tantas gracias y consuelos en la iglesia de Nuestra Señora que he
hecho la siguiente plegaria: Dios mío, ¡esto es demasiado! Sí, soy demasiado
feliz, no es posible ir al Cielo de este modo, quiero sufrir algo por ti. Así
que me he ofrecido...». La palabra «víctima» desaparece de sus labios, no se
atreve a pronunciarla, pero sus hijas lo han comprendido.
Así pues, Dios no
tarda en satisfacer a su siervo. El 23 de junio de 1888, aquejado de accesos de
arteriosclerosis que le afectan en sus facultades mentales, Luis Martin
desaparece de su domicilio. Tras muchas tribulaciones, lo encuentran en Le
Havre el día 27. Es el principio de una lenta e inexorable degradación física.
Poco tiempo después de que Teresa tomara los hábitos, momento en que se había
mostrado «tan apuesto y tan digno», es víctima de una crisis de delirio que
hace necesario su internamiento en el hospital del Salvador de Caen; es una
situación humillante que acepta con extraordinaria fe. Cuando consigue
expresarse repite sin cesar: «Todo sea para la mayor gloria de Dios»; o
también: «Nunca había sufrido una humillación en la vida, por eso necesitaba
una». En mayo de 1892, cuando ya las piernas sufren de parálisis, lo devuelven
a Lisieux. «¡Adiós, hasta el Cielo!», consigue decir a sus hijas con motivo de
su última visita al Carmelo. Se apagará dulcemente como consecuencia de una
crisis cardíaca el 29 de julio de 1894, asistido por Celina, que había demorado
su entrada en el Carmelo para dedicarse a él.
Santa Teresa del
Niño Jesús y de la Santa Faz llegará a decir: «El Señor me concedió un padre y
una madre más dignos del Cielo que de la tierra». Que podamos llegar también
nosotros, siguiendo su ejemplo, a la Morada eterna que la santa de Lisieux
denomina «el hogar Paterno de los Cielos».
Dom Antoine Marie osb
Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com
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