21 de julio
San Lorenzo de Brindis (1559-1619)
«Doctor Apostólico»
«Doctor Apostólico»
por Prudencio de Salvatierra, o.f.m.cap.
San Lorenzo,
sacerdote capuchino, nació en Brindis y murió en Lisboa. Fue una persona
superdotada, a quien Dios concedió cualidades intelectuales extraordinarias.
Infatigable y elocuente predicador, escritor erudito, ocupó, además, todos los
cargos en su Orden y desempeñó graves y delicadas misiones diplomáticas por
Europa. En su vida de piedad destacó su fervorosa celebración de la misa y su
filial devoción a la Virgen. Juan XXIII le dio el título de "Doctor
Apostólico".
Guillermo Rossi,
noble patricio de la ciudad de Brindis, escribía hacia 1560 a su hermano Pedro,
que se hallaba de cura en Venecia: «Hermano: Pongo en tu noticia cómo el Señor
me ha dado un hijo, pero de unas cualidades tan extraordinarias y
sobrenaturales que, según lo que ha escrito Dios en su rostro, no me atrevo a
decir si es criatura humana o celestial... Te aseguro que, en los pocos meses
que tiene, da tales muestras de talento, virtud y santidad, que tiene admirados
a todos...».
No parece que
exageraba el padre de este «niño prodigio» al hacer las declaraciones ingenuas
que acabamos de transcribir, como después se verá.
* * *
En 1559 nació en
Brindis Julio César Rossi y Massella, de padres nobles y ricos. A los cuatro
años ya tenía caprichos muy distintos de los caprichos ordinarios de los otros
niños de su edad y condición. El capricho fue vestir el hábito de los
religiosos Conventuales de San Francisco, y andar por las calles de Brindis
disfrazado de frailecito. Después del hábito, vino la santa manía de predicar,
primero a sus amigos, y más tarde a todo el mundo, dando así los primeros pasos
en el oficio que iba a ser el más brillante de toda su vida. Gustaba de oír en
la catedral a los mejores oradores; y luego les remedaba en la calle, copiando
sus gestos, sus inflexiones de voz, y hasta sus frases que una felicísima
memoria le hacía retener con admirable exactitud.
Los Padres
Conventuales no podían desprenderse de aquel niño angelical que parecía un San
Pablo en miniatura; y frecuentemente le obligaban a predicar en el coro del
convento, mirándole embelesados y conmovidos, llorando de dulcísima emoción
ante aquel formidable orador de seis años. Un día invitaron al Arzobispo de
Brindis para que asistiera a uno de los sermones; y el prelado aceptó gustoso,
y se escondió en el coro de manera que el niño no pudiera turbarse al sospechar
su presencia. Debió de ser tan elocuente y tan docto el sermón, que el
Arzobispo vio claramente al Espíritu de Dios hablando por aquella boca
infantil. Abrazó al niño, y le permitió que un día predicase públicamente en la
catedral de Brindis.
Fue cosa de ver al
niño predicador encaminarse a la imponente catedral, acompañado de dos
reverendos Padres Conventuales que eran sus maestros, sus ángeles
guardianes..., y también sus discípulos y admiradores. La multitud llenaba las
amplias naves del templo, ávida de escuchar al niño santo, cuya vocecita ora sonaba
musical como la de un jilguero, ora tronaba grave y majestuosa como la de un
profeta. Lágrimas de arrepentimiento, conversiones, sollozos y gritos, fueron
el fruto inmediato de aquellas curiosas prédicas.
Pero todavía el
apóstol no era más que una bellísima promesa. Los Padres Conventuales no se
deslumbraron ante aquella precocidad, y cuidaron del niño. Aquí podríamos
decir, guardando las distancias, lo que San Lucas dice de Jesucristo: «El niño
crecía en edad, en sabiduría y en virtud delante de Dios y de los hombres».
* * *
Guillermo Rossi, el
padre de nuestro Julio César, murió hacia 1573; y el niño fue con su madre a
Venecia, a recibir la educación y los cuidados de su venerable tío don Pedro
Rossi, sacerdote santo y sabio y rector del seminario de San Marcos de aquella
ciudad. En Venecia, nuestro joven comenzó una vida de estudio intenso y de
penitencias y oraciones continuas: quería prepararse para el llamamiento de
Dios, para la vocación religiosa que ya sentía crecer en su alma.
Un día vio a dos
religiosos Capuchinos, y se le fueron los ojos y el alma en pos de los humildes
monjes. Jamás había visto hombres de tan celestial continente. Aquellos sayales
castaños y pobres, como de antiguos ermitaños; aquel cíngulo con que se ceñían;
aquellas barbas majestuosas y cándidas, como las de los grandes profetas;
aquellos pies descalzos, que parecían hollar todas las vanidades; y aquellos
ojos de humildad y de pureza, fueron para el joven estudiante el colmo de la
perfección y el modelo de la santidad. Y después, en sus frecuentes visitas al
pobre convento, creyó que aquel era el palacio de la virtud, el castillo de
Cristo, su vivienda y su cielo.
Poco tiempo después,
en el convento de Verona, un novicio de dieciséis años cambiaba su ilustre
nombre, Julio César Rossi, por el de fray Lorenzo de Brindis, y los finos
vestidos de seda por el grueso sayal capuchino.
Antes de admitirle,
el padre provincial le hizo ver las dificultades y asperezas de la vida
religiosa, el total abandono del mundo, la pobreza y la mortificación; y le
mostró una de las celdas del noviciado en la que no había más lujos que una
cama de tablas, el breviario, las disciplinas y una imagen de Cristo. El joven
contestó a todas las objeciones: «Padre, me parece que nada me será difícil si
puedo tener en la celda un crucifijo».
* * *
Los fervores del
novicio fueron cosa insólita aun entre los santos religiosos de aquella casa; y
así se convirtió fray Lorenzo, de simple aprendiz, en maestro consumado de
oración, de penitencia y de espíritu franciscano.
Graves fueron las
cavilaciones de los padres cuando, al cumplir el joven su año de noviciado,
cayó gravemente enfermo: unos decían que aquello era la voz de Dios que quería
que fray Lorenzo se santificara en el mundo y no en el claustro; otros pensaban
que no era posible privar a la Orden Capuchina de una lumbrera de tal magnitud.
Se resolvió esperar un mes para darle la profesión o negársela. En pocos días,
gracias a las fervientes plegarias del enfermo, las dolencias desaparecieron, y
el novicio hizo su profesión religiosa con más alegría que si hubiese
conquistado el mundo.
En Padua empezó el
estudio de la filosofía y de las lenguas más importantes. Dícese que se
aprendió de memoria toda la Biblia, y la citaba aun en las conversaciones
ordinarias con puntualísima precisión. Él mismo afirmaba que si los Libros
Sagrados se perdieran, podría, con el auxilio de Dios, volver a escribirlos
exactamente en hebreo.
En filología fue un
caso excepcional: alcanzó a dominar, con absoluta perfección de acento, giros y
modismos, las lenguas francesa, italiana, alemana, española, hebrea, griega y
caldea y otras. Los judíos que le oyeron hablar le creían hebreo, y aseguraban
que se expresaba con más elegancia y corrección que los mismos rabinos.
Tenía tal memoria que
se dijo de él: «Nunca olvidó lo que una vez leyó». A este propósito se cuenta
una anécdota graciosa. Había por aquel tiempo en Venecia un famoso predicador
dominico, el P. Eberto, muy amigo del padre guardián de los capuchinos. Éste
quiso hacer un día una broma a su elocuente amigo. Mandó a fray Lorenzo que
fuese a oír un sermón del P. Eberto, y que después escribiese lo que hubiere
oído. Obedeció el joven, y escribió todo el sermón al pie de la letra, sin
faltar punto ni coma. El padre guardián tomó las cuartillas y se las mandó al
P. Eberto con una esquela que decía: «Amigo, tenga cuidado con lo que predica
como cosa propia; ya ve que todo estaba escrito por otra mano». El predicador
no podía dar crédito a sus ojos cuando leyó las cuartillas, pues el sermón que
acaba de predicar era completamente original, sin plagios ni usurpaciones. Pero
su asombro fue aún mayor cuando supo lo que había ocurrido; fue al convento de
capuchinos y pidió, con gran interés, ver a fray Lorenzo, de cuya cultura y
piedad quedó admirado hasta el extremo.
Cuéntase también que
su maravilloso don de lenguas, y en especial el conocimiento perfecto del
hebreo, fueron dones de la Santísima Virgen a quien fray Lorenzo pidió estas y
otras gracias con frecuentes oraciones, para trabajar por la gloria pie Dios y
de la Iglesia.
* * *
Las cualidades y
virtudes del joven religioso pronto traspasaron los muros de su convento y
llegaron a oídos del General de la Orden, el cual le nombró predicador antes de
que terminase sus estudios y se ordenase de sacerdote. Fray Lorenzo hubo de
aceptar humildemente el cargo, y predicó dos cuaresmas en San Juan de Venecia,
y más tarde, en Verona, Padua, Nápoles, Génova, Mantua y otras importantes
ciudades de Italia. Los pueblos iban tras él, y casi siempre las mayores
iglesias eran insuficientes para contener al público; había que llevar el
púlpito a la plaza o colocarlo en medio del campo.
El fruto de estas
predicaciones era una bendición manifiesta de Dios. En Venecia, una dama
célebre por sus riquezas y por sus escándalos, prorrumpió en amargo llanto en
uno de los sermones. En Pavía, un grupo de estudiantes universitarios fue, por
curiosidad y tal vez por espíritu de burla o de crítica, a oír a fray Lorenzo.
Aquellos jóvenes eran la pesadilla de la ciudad por sus desórdenes y
escándalos. Después del sermón buscaron al predicador y cayeron a sus pies
llorando de arrepentimiento. Todos prometieron cambiar de vida; y en efecto,
unos se encerraron en diversos conventos, y otros expiaron con penitencias y
virtudes los vicios de la juventud.
* * *
No podemos omitir un
suceso de singular importancia en la vida de nuestro santo: su promoción al
sacerdocio y la celebración de su primera misa. La santa misa fue para San
Lorenzo de Brindis, durante su larga vida, el panal de todas las dulzuras y la
fragua de todas las energías. Nuestro santo tiene rasgos eucarísticos
inconfundibles que bien merecen ser puestos ante los ojos de todos los
sacerdotes y de todos los cristianos. La santa misa fue el centro y la razón
suprema de su vida espiritual. Después de una prolongada meditación
preparatoria, el santo subía al altar, todo tembloroso y encendido de fervores.
Allí eran los transportes y coloquios con su Dios, los éxtasis inefables.
Parecía que Dios aprovechaba esa ocasión para comunicarse con su fiel siervo,
sin velos y sin trabas. Las horas se sucedían rápidas en esos coloquios; tres,
cinco, ocho horas duraba ordinariamente la misa de nuestro santo; y los
acólitos acechaban los gestos y otras señales visibles de contemplación y de
fervorosos éxtasis. Unos atestiguaron haberle visto rodeado de llamas, como si
ardiese en una hoguera celestial; otros aseguraban que muchas veces le vieron
elevado sobre el suelo, como transportado por manos invisibles. Un día, en la
corte de Baviera, mientras el santo celebraba su misa, vieron todos los
asistentes una clarísima luz que le circundaba y hermoseaba con resplandores
celestes. Y esos efectos maravillosos se transmitían también al cuerpo: durante
largos años, el santo padeció fuertes dolores de gota, con tal intensidad, que
le privaban de cualquier movimiento. Sólo durante la celebración del santo
sacrificio, sentía que Dios mitigaba sus dolores. El mismo lo confesaba:
«Cuando estoy oficiando en el altar, mis tormentos desaparecen». Se le notaba
ágil, rejuvenecido, hacía todas las ceremonias de la misa con soltura y
gravedad, con cierta elegancia natural, con admirable exactitud en todos los
pormenores litúrgicos. Con razón se ha dicho que las misas de San Lorenzo de
Brindis son una página excepcional en la hagiografía cristiana. Se cuenta que
viajando una vez por tierras de herejes, y no teniendo dónde celebrar el santo
sacrificio, anduvo a pie más de cuarenta millas, con terribles dolores de gota;
para no perder la misa. Caminó toda la noche, como llevado por el Espíritu de
Dios, y a la madrugada llegó a una iglesia católica en la que pudo celebrar la
santa misa con trasportes extraordinarios de felicidad.
Estando en el altar,
lloraba con tal abundancia que alguna vez llegó a empapar de lágrimas siete
pañuelos; sus amigos y devotos se los repartían después como reliquias, y los
enfermos recobraban la salud con sólo tocar aquellos lienzos humedecidos.
* * *
La fama del
capuchino llegó también a los augustos oídos del Papa Clemente VIII. El Pontífice
le llamó a Roma y le dio el expreso encargo de predicar a los judíos de la
Ciudad Eterna. Fray Lorenzo, ante la magnitud e importancia de la difícil
misión que se le confiaba, redobló sus oraciones y ayunos, y comenzó
inmediatamente su apostolado. Penetró en los tugurios, en los comercios, en las
buhardillas y en las sinagogas de los hebreos, inflamado de celo y de caridad,
y empezaba siempre sus pláticas con el saludo consabido: «Mis queridos
hermanos». Los judíos, al oír este desacostumbrado título de fraternidad, al
ver su cariñosa solicitud, al escuchar aquel irreprochable lenguaje de su raza,
le cobraron tal simpatía que por todas partes le llamaban «nuestro querido
predicador». Y las ovejas dispersas de Israel volvían en gran número al redil amoroso
del Buen Pastor.
Un día, el cardenal
Spinelli, Legado apostólico en Praga, convidó a varios rabinos de los más
eruditos y recalcitrantes a celebrar una disputa pública sobre la religión en
su propio palacio. Llamó también al P. Lorenzo, que acudió puntual y sin libro
alguno, fiado de la gracia de Dios, y de su feliz memoria que era «toda una
librería animada», como dice un biógrafo. Se había preparado con especiales
oraciones y con crueles disciplinas extraordinarias. Comenzaron los rabinos,
ayudándose unos a otros, citando textos, amontonando citas y autoridades,
revolviendo con mucho aparato sus venerables infolios. El capuchino, sin
inmutarse, comenzó a destrabar la complicadísima maraña de tan sutiles y
numerosos argumentos. Explicó los Profetas que anunciaron a Cristo, confrontó
los textos de ambos Testamentos y los compulsó con los escritores judíos, trajo
a colación las palabras de los antiguos rabinos, recitó de memoria capítulos
enteros de los mismos escritores hebreos; y todo con absoluta seguridad, sin
tropezar un punto, y al mismo tiempo con tal aire de ingenua y exquisita
cortesía, que los maestros de Israel quedaron aturdidos y confusos. Y varios de
los presentes se convirtieron a la verdadera fe, al verla expuesta con tanta
claridad, sabiduría y fervor.
* * *
A los treinta y un
años de edad, nuestro santo fue elegido Provincial de Toscana y luego de su
propia provincia de Venecia; más tarde, Definidor general, Comisario general de
Austria, y por último, General de toda la Orden Capuchina (1602). En todos
estos cargos fue el hombre providencial, dejando a su paso huellas indelebles
de sabiduría, de tino y de fervor, que le hicieron ser considerado como la
figura cumbre de su época, el oráculo de la cristiandad en las frecuentes
luchas contra el error. La Orden capuchina, en especial, tuvo en San Lorenzo de
Brindis, un propagador incansable, una palanca espiritual que levantó a
indecible altura las actividades reformadoras de los primeros y difíciles
tiempos.
Como apóstol, fue un
segundo Vicente Ferrer: incansable, erudito, elocuente, taumaturgo. Cuando San
Lorenzo de Brindis predicaba en una ciudad, era día de bullicio y de fiesta.
Los labradores dejaban sus bueyes y sus arados; los estudiantes, sus clases;
los muchachos, sus juegos y travesuras; los enfermos, sus lechos de dolor. Era
imponente aquella figura austera y venerable: alto y robusto de cuerpo, voz
timbrada y poderosa, barbas abundantes que los años fueron emblanqueciendo.
Pero lo que más atraía hacia su púlpito era aquella unción, aquel fervor con
que las palabras salían de sus labios. No es posible formarse una idea
aproximada de la eficacia de su verbo candente, si sólo nos contentamos con
leer los sermones que nos dejó su pluma. Hay que acudir al prestigio de sus
virtudes y al fuego de su alma; hay que recordar sus milagros innumerables y
ruidosos.
* * *
Una nueva aureola
debía coronar la frente de este hombre extraordinario: la gloria de la
diplomacia. El padre Brindis llegó a ser el árbitro de reyes y emperadores, el
consejero de los príncipes católicos de toda la Europa cristiana, el brazo
derecho de los Papas Clemente VIII y Paulo V en los graves asuntos
internacionales.
El año 1599 es una
fecha capital en la vida de nuestro santo. Desde entonces hasta su muerte en
1619, el porvenir religioso y aun político de Europa estará en sus manos o
dependerá de su acción.
El arzobispo de
Praga, monseñor Berka, con el beneplácito del emperador Rodolfo II de Alemania,
pide al Sumo Pontífice una misión de capuchinos para detener los avances del
Protestantismo. Clemente VIII le manda inmediatamente doce capuchinos bajo la
dirección del padre Brindis, a quien nombra Comisario apostólico en Alemania.
Los apóstoles llegan a Viena en días críticos para la causa católica: una
poderosa armada turca amenaza invadir el territorio húngaro. El archiduque
Matías, hermano del emperador, y lugarteniente suyo en Viena, ha huido ante el
peligro de las huestes de Mahomet III que se acercan «como una negra
tempestad». Los capuchinos entran en la ciudad y comienzan sus tareas con
aplauso unánime de la población católica. Fundan un modesto convento en uno de
los barrios más pobres y abandonados, y desde allí salen todos los días a
predicar por las calles y por los campos, visitan a los enfermos de los
hospitales, levantan el caído ánimo de los campesinos, les instruyen, les
consuelan; poco a poco, los frailes se van haciendo dueños de todos los
corazones.
El padre Lorenzo
deja en Viena seis religiosos y va a Praga con otros seis a repetir sus hazañas
y sus predicaciones. Funda un convento en la corte y otro en Gratz, con la
segunda expedición de religiosos que acaban de llegar de Italia.
Nuestro santo se
convierte pronto en el ídolo de la ciudad imperial. Ha llegado a Praga en días
de epidemia, y se multiplica en actos de heroísmo, visitando a los enfermos,
catequizando a los protestantes, predicando con arrebatadora elocuencia, en las
iglesias y en las plazas públicas. Dondequiera que se presenta, la multitud le
sigue y le aclama con delirante entusiasmo. No es raro ver, entre las filas de
su auditorio, las barbas rabínicas de los maestros judíos o las severas
hopalandas de los pastores protestantes.
Pero tampoco faltan
las injurias y los ataques traicioneros. Un día, un grupo de protestantes le
espera en el Puente Viejo; llega sereno el predicador, y súbitamente se lanzan
sobre él con ánimo de asesinarle. Los familiares del Nuncio tienen que
intervenir y logran despejar el campo después de encarnizado combate. Pero los
protestantes no se dan por vencidos, y promueven una guerra sorda y tenaz
contra el padre Lorenzo y sus compañeros.
La población de
Praga era, en aquella época de agitación, un conglomerado de todas las sectas y
de todos los errores religiosos, gracias a la debilidad del emperador. Los
capuchinos tuvieron que sufrir las burlas del pueblo que se reía al verlos
descalzos y con sus hábitos descoloridos y remendados. En Viena no andaban
mejor las cosas: el populacho, incitado por los protestantes, asaltó el
convento, y los religiosos estuvieron a punto de perecer bajo el fuego de los
fusiles.
* * *
Repentinamente, el
emperador Rodolfo II cambia de conducta. Católico sincero, entusiasta admirador
y protector de los capuchinos, amigo de las artes y de las ciencias, tiene la
mala fortuna de caer, al mismo tiempo, en las manos del astrónomo protestante
Tycho Brahe y en las garras de una terrible neurastenia. El emperador tórnase
suspicaz, triste, inconstante y nervioso. Deja a un lado los importantes
asuntos del imperio y de la religión, y se entretiene en las pérfidas charlas
del sabio Tycho Brahe que domina al soberano con su indiscutible prestigio. El
astrónomo le envuelve en sus intrigas, le va saturando de recelos, le maneja
como a un muñeco. Rodolfo se siente al borde de la muerte; sus nervios,
mantenidos en creciente tensión por el sabio, no le dejan sosegar un punto; las
más negras pesadillas atormentan su sueño; ve el puñal homicida en las manos de
los capuchinos, frente a un espejo de su palacio, gracias a un hábil truco del
astrónomo embaucador; y ordena que los religiosos salgan inmediatamente de sus
dominios.
El decreto de expulsión
no llegó a firmarse: cuando ya los capuchinos estaban prontos a volver a su
patria, el emperador revocó sus órdenes y mandó que no salieran de la ciudad, y
aun dio al padre Lorenzo nuevas y abundantes limosnas para terminar los
conventos recién fundados.
Nuestro santo visita
a sus hermanos infundiéndoles ánimo y asegurándoles que la mano de Dios estará
siempre de su parte. En su visita al convento de Viena, se encuentra
probablemente con el gran orador y santo religioso, el Beato Benito Passionei
de Urbino, que ha llegado de Italia en la segunda expedición de capuchinos, y
que será uno de sus más eficaces colaboradores en la predicación y en el
sostenimiento de los conventos que empiezan a surgir en Hungría y Alemania.
* * *
Por estos días los
turcos renuevan la ofensiva contra el imperio con la toma de Kanizsa; el
peligro se agrava por momentos; y hay que hacer algo, rápido y enérgico, para
salvar a la cristiandad.
Rodolfo II olvida su
neurastenia por algunos días, únese a su hermano Matías emperador de Hungría, y
pide al Papa que le mande sus ejércitos. Clemente VIII organiza rápidamente una
pequeña armada, nombra capellanes de la misma a los capuchinos, y el padre
Lorenzo recibe órdenes del Pontífice para ponerse al frente de la expedición,
en calidad de jefe espiritual.
El ejército imperial
se reunió en Praga con las huestes papales, y el padre Brindis y sus compañeros
montaron a caballo, entre las risas de los soldados luteranos y el asombro de
los católicos. El primer choque con el enemigo fue en Stuhlweissenburg (Alba
Real), y la batalla duró varios días sin que se supiera quién había de resultar
vencedor. El padre Lorenzo fue el que decidió la suerte: galopando por entre
las filas de los soldados, llevando el crucifijo en su diestra como única arma,
administrando los sacramentos a los heridos y pidiendo fervorosamente en su
corazón el triunfo de la causa católica, consiguió lo que a muchos parecía
imposible. El enemigo se retiró en desorden; los veinte mil combatientes del
ejército imperial habían derrotado a más de ochenta mil turcos; y en el campo
del vencedor, todos, jefes y soldados, atribuyeron la victoria al padre
Lorenzo. Se contaba que las balas caían a sus pies sin tocarle, y que varias se
le habían quedado enredadas en el pelo de la tonsura y de la barba. Unos decían
que en todo momento se le vio en los puntos más difíciles, dirigiendo la lucha
con sus voces enérgicas de mando, que unas veces eran gritos de animación, y
otras, fervorosas oraciones por la victoria. Decíase también que hubo de dejar
en el campo cinco caballos, heridos o muertos en el combate.
Los mismos soldados
protestantes no pudieron contener su asombro ante las hazañas del intrépido
capuchino; muchos volvieron a la fe de la Iglesia Católica, y algunos le
siguieron después en la vida monástica.
* * *
Al año siguiente,
1602, San Lorenzo de Brindis fue elegido General de toda la Orden capuchina, y
dedicó sus indomables energías a fomentar el genuino espíritu franciscano en
las numerosas provincias que visitó personalmente, con un celo impetuoso que, a
veces, le acarreó serios disgustos.
Recorrió Italia,
Suiza, Alemania, Francia, Bélgica y España, caminando siempre a pie, a pesar de
sus fuertes dolores reumáticos que no le dejaban un momento de reposo.
Dondequiera que llegaba el santo capuchino, los pueblos le recibían en triunfo,
corrían a oír sus sermones, le traían los enfermos para que los bendijera, y
aun los herejes e incrédulos se postraban a su paso.
En los conventos era
mirado como un nuevo San Francisco, lleno del Espíritu de Dios y adornado con
la aureola de la santidad. Pasaba largas horas ante el sagrario, embebido en
altísima contemplación, y hablaba a los religiosos con palabras rebosantes de
caridad y a veces de santa energía.
El carácter de
nuestro santo no debía de ser de una dulzura inalterable; más bien nos le
figuramos severo, y a ratos inflexible. La Orden capuchina, extendida
prodigiosamente por Europa antes de cumplir un siglo de existencia, tenía el
peligro de perder la característica austeridad primitiva, dando cabida a
ciertos abusos o libertades que pudieran mitigar su primer rigor. El santo
General comprendió el peligro, y se propuso conjurarlo con mano de hierro.
En España encontró
un convento demasiado lujoso que le hizo llorar amargamente por la pérdida de
la pobreza. Llamó a la comunidad, y exclamó ante los religiosos consternados:
«Desventurado convento, que por tu orgullosa vanidad eres indigno de ser morada
de los pobres siervos de Cristo; en nombre del mismo Jesús y de San Francisco,
yo, indigno vicario suyo, te maldigo. Pero vosotros, hijos míos, no temáis por
vuestra vida, porque sois inocentes de este pecado». Pocos días más tarde,
estando todos los frailes en una procesión por la ciudad, el convento se
derrumbó, quedando en pie solamente la iglesia, que era pobre y muy conforme a
la sencillez capuchina.
* * *
En el capítulo de
1605, el padre Lorenzo deja el oficio de General y se retira a Venecia. Allí
reanuda sus predicaciones, y lleva la paz al ducado de Mantua que se había
alzado en violenta rebelión contra su soberano.
Al año siguiente, el
papa Paulo V le confía una misión delicada en Alemania, y nuestro santo vuelve
a su antiguo campo de acción, con el nombramiento de Comisario apostólico para
las misiones capuchinas de aquella nación; a su paso por Donauwörth, hace
prevalecer los derechos de la abadía benedictina en contra de los vejámenes
cometidos por los protestantes; llega a Praga, y comienza inmediatamente la
formación de una Liga católica de defensa de la fe, entre Maximiliano de Baviera
y varios príncipes eclesiásticos. De allí corre a España a conseguir la
adhesión valiosa del rey Felipe III, y regresa a Munich con la promesa de ayuda
del soberano español.
* * *
Pero nuestro
admirable santo no es solamente un hábil diplomático; sobre todas las cosas, es
un apóstol de Cristo y un hijo de San Francisco de Asís. En España, con una
rapidez increíble, pone los fundamentos de la provincia capuchina de Castilla,
consiguiendo un convento en Madrid y otro en los dominios reales de «El Pardo».
Felipe III accede gustoso a todas las insinuaciones del padre Lorenzo, gracias
a la entusiasta apología que del capuchino hace la reina, la grande y piadosa
Margarita de Austria, que le había tratado en su juventud y había recibido sus
preciosos consejos y su experta dirección espiritual. El monarca observa con
ojo atento al capuchino, y pronto se convence de que es un hombre de Dios; le
colma de honores, pide su bendición y sus consejos, y quiere darle un título de
grandeza para allegarle más a su corona. Pero nuestro santo sólo aprovecha la
benevolencia del rey para gloria de la Iglesia y de su Orden, rehusando
cualquier honor o título que se refiera únicamente a su persona.
En la corte de
España, el padre Brindis dejó un recuerdo imperecedero de su prudencia y de su
santidad. Un día la reina, valida de su confianza con el santo, se atrevió a
pedirle una gracia que él sólo podía conceder. Una de las damas de la corte, la
más apreciada de los reyes por su virtud, padecía una enfermedad incurable. La
piadosa reina solicitó del padre Lorenzo la curación milagrosa de la favorita.
El siervo de Dios hizo la señal de la cruz sobre la enferma, y ésta, en
presencia de todos y en el mismo instante, se sintió completamente sana.
Otro prodigio
tuvieron ocasión de presenciar los reyes y los dignatarios de la corte. El
padre Lorenzo regaló a la reina un puñadito de tierra del monte Calvario,
asegurándole que sobre ella había caído la sangre de Cristo. Algunos incrédulos
se burlaron de la extraña afirmación del capuchino; pero al colocar el santo
aquella tierra sobre unos corporales, comenzó a salir sangre fresca y en
abundancia, ante los ojos atónitos de los ministros extranjeros y de las damas
y caballeros de la corte.
* * *
Vuelto el padre
Brindis a Alemania, recorre Sajonia y el Palatinado predicando con la
maravillosa elocuencia de su vida ejemplar y de su palabra de fuego. Los
pueblos protestantes se convierten en masa; y era tal la fuerza irresistible de
los argumentos del predicador, que uno de los príncipes herejes prohibió a sus
vasallos ir a los sermones, temeroso de que todos acabasen por abjurar la fe de
Lutero.
Por este tiempo
sostiene una ruidosa polémica con el célebre predicador protestante Policarpo
Laiser, y le obliga a retirarse vergonzosamente, derrotándole con la lógica
aplastante de la verdad.
Vuelve después a su
patria, coronado de gloria, y prosigue incansable su obra de pacificador en las
diferencias entre el rey de España y el duque de Saboya.
Pasa luego al reino
de Nápoles; asiste entristecido a las injusticias y arbitrariedades que sufre
la población por los caprichos del despótico virrey Duque de Osuna; y se
propone terminar cuanto antes con aquellos abusos. Los principales personajes
de Nápoles le eligen como embajador extraordinario ante el soberano español; el
Papa aprueba y bendice la idea; y el padre Lorenzo se dirige a España con dos
compañeros, venciendo antes los manejos del Duque de Osuna, que quiere impedir a
toda costa aquel viaje de justicia y de paz.
* * *
Llegó San Lorenzo a
Madrid después de un viaje penosísimo, agravado por los frecuentes dolores de
gota que las largas caminatas a pie renovaron de manera alarmante. Felipe III
se hallaba en Lisboa por aquellos días; y el santo embajador quiso más atender
a su deber que a su quebrantada salud, y se puso en camino inmediatamente. En
la capital portuguesa, apenas cumplida su importante misión, cayó en cama para
no levantarse más. Don Pedro de Toledo le dio el consuelo de sus cuidados y la
hospitalidad de su palacio. Los cinco últimos días de la vida del siervo de
Dios fueron una fervorosa preparación para el gran viaje a la eternidad. La
Eucaristía volvió a ser entonces su fuerza, su esperanza y su alegría; los dos
capuchinos que siempre le acompañaban pudieron darle la santa comunión hasta el
día de su muerte. El 22 de julio de 1619, fecha en que cumplía 60 años de edad,
murió aquel hombre extraordinario, una de las personalidades más complejas y
más admirables que ha visto la humanidad.
Su cadáver fue
llevado al convento de Clarisas descalzas de la Anunciada de Villafranca del
Bierzo, donde actualmente reposa. «A su muerte, toda Europa gimió. El rey de
España aseguraba haber sentido esa desgracia tanto como la muerte de su propio
padre. El Papa y los cardenales lloraron al recibir la dolorosa noticia». La
fama de santidad del gran capuchino fue creciendo por toda Europa y se confirmó
con numerosos prodigios. Fue beatificado por Pío VI en 1783, y canonizado por León
XIII en 1881.
El biógrafo de San
Lorenzo, padre Ajofrín, hace en su obra este retrato de nuestro héroe: «Desde
joven empezó a ser de corpulenta estatura, de suerte que, ya grande, descollaba
sobre todos en cualquiera concurso. Su rostro, apacible y grave; el color era
por lo regular entre blanco y encarnado; pero en los últimos años inclinaba a
pálido por el rigor de sus austeridades y continuos trabajos; sus ojos negros,
rasgados y majestuosos; la frente despejada; el cabello negro, aunque en la
ancianidad tiraba a cano. Era cuasi calvo, pero con perfección; la barba muy
poblada y larga, entre cana y roja; la nariz aguileña y proporcionada... Se
puede decir de este Pasmo de la Gracia lo que de Catón se celebraba: "Que
ni de siete años era niño, ni de setenta viejo"».
* * *
Indudablemente, la
figura de San Lorenzo de Brindis es una de las más interesantes que nos
presenta la historia del siglo en que vivió. Pero todavía no hemos dicho todo.
Hay que recordar que esa vida de continuo ir y venir, sin perder un punto la
tranquila serenidad del espíritu ni la perfecta unión del alma con Dios, estuvo
en constante producción literaria y científica. Su pluma es un milagro de
fecundidad; no acertamos a comprender cómo aquel infatigable viajero, lleno de
preocupaciones espirituales y políticas, pudo llenar tantas y tan sesudas
páginas que hoy son la admiración de teólogos y apologistas. En el pobre cuarto
de la posada, a la luz de mortecino candil, robando al sueño horas preciosas,
el santo escribiría vertiginosamente todo lo que su corazón y su inteligencia
le iban dictando. Y sin embargo, en esos escritos no se nota la fatiga ni la
prisa; parecen redactados en el recinto y sosiego de una copiosa biblioteca;
están esmaltados de citas y de textos bíblicos, a veces en caracteres hebreos o
griegos; suponen un prodigioso dominio de la cultura eclesiástica y profana de
la época.
Obras de exégesis
bíblica, sermones, comentarios, panegíricos, discursos, consideraciones sobre
la vida religiosa, apologética y controversia; verdaderas obras maestras de
erudición, a veces profundas y áridas como un abismo, a veces galanas y
perfumadas como un jardín.
La historia, que no
siempre es justiciera, había olvidado en parte la formidable labor de San
Lorenzo de Brindis. Hoy se hace plena justicia a sus méritos. Hombres
estudiosos e imparciales reconocen que San Lorenzo fue un acérrimo defensor de
la verdad católica y un maravilloso expositor de los misterios de la fe; y que,
en la rica y variada colección de sus obras, campean la elegancia del lenguaje,
la cultura teológica y patrística, la fuerza del raciocinio y la singular
efusión de una alma endiosada.
Los modernos
editores de sus obras (Padua, 1928 y siguientes) dicen en la introducción al
«Mariale» que «si la vida de San Lorenzo fue un cántico del corazón en honra de
la Virgen, sus escritos marianos pueden llamarse un cántico de la
inteligencia». Véase este original pasaje de un sermón sobre el Ave María:
«¡Dichosos y bienaventurados aquellos que, inspirados del Espíritu divino y movidos
por el afecto sincero del corazón, como enviados por Dios en compañía del
arcángel San Gabriel, se acercan a la Virgen, la saludan con el ángel, la
honran, la adoran y felicitan con vivo espíritu y con piadoso afecto de interna
devoción! Porque no es posible que la Virgen no les devuelva su saludo. El
ángel se retiró feliz, después de conseguir su petición; así también, los que
la saludan con él, no podrán retirarse de su presencia sin una riquísima
consolación del alma y sin copiosos favores y dones celestiales!» ¡Bellísima
manera de incitarnos al rezo fervoroso y frecuente de la salutación angélica!
* * *
Entre las obras de
San Lorenzo de Brindis, «muchas, devotas, graves y sapientísimas», merece
singular mención la monumental refutación del Protestantismo, titulada
«Lutheranismi hypotyposis». La palabra «hypotyposis», algo extraña para los
lectores profanos de nuestros días, significa, según lo declara el mismo
santo, imagen clara, retrato exacto o exposición fidedigna; es decir,
que en el libro se combate con argumentos sacados de la misma doctrina
luterana. Dicha obra, verdadero arsenal de conocimientos, está dividida en la
siguiente forma: Hypotyposis de Martín Lutero; Hypotyposis de la Iglesia y de
la doctrina luterana; Hypotyposis de Policarpo Laiser.
El plan general de
esta obra es el mismo para todas sus partes: el santo escritor saca a la luz
pública los errores protestantes, desmenuza las teorías de los heresiarcas,
pulveriza sus argumentos, pone de manifiesto las falsedades, obscenidades y
delirios de Lutero y de Laiser, con palabras textuales tomadas de las obras de
los mismos adversarios, y muestra sus paradojas, sus sofismas y falacias en la
interpretación arbitraria de la Sagrada Escritura. Comienza por aquel texto de
Cristo: «No puede un árbol bueno dar malos frutos, ni darlos buenos un árbol
malo»; y termina con aquellas otras palabras de aplastante lógica: «Por sus
frutos los conoceréis».
El principal
adversario de nuestro santo fue un teólogo luterano llamado Policarpo Laiser,
gran hablador, erudito no despreciable, hombre que se enorgullecía de sus
fáciles triunfos oratorios, y que era llamado por sus secuaces «el Fósforo de
los teólogos», «el Doctor hermosísimo», «el Teólogo sincero y ortodoxo», y
otros títulos no menos pomposos y retumbantes. San Lorenzo de Brindis se
encargó de desinflar ese globo de vano viento con golpes certeros y repetidos.
Laiser tuvo que retirarse del campo de la polémica y se esfumó misteriosamente.
Más tarde, San Lorenzo escribió la refutación de los errores de Laiser; pero no
quiso publicar su obra por un exceso de delicadeza: su rival había muerto por
aquellos días, y el santo juzgó que la aparición de su libro sería mirada como
un acto innoble contra el hombre que «ya no podía defenderse».
Prudencio de Salvatierra, OFMCap, San Lorenzo de Brindis,
en Ídem, Las grandes figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957,
2.ª ed.; pp. 65-87
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