«La consideración de
la vida de los santos –con sus luchas y heroísmo– ha dado siempre muchos frutos
en las almas de los cristianos. También hoy... los creyentes necesitan el
ejemplo de esas vidas entregadas heroicamente al amor de Dios y, por Dios, a
los demás hombres» (Documento de la Congregación del Clero sobre el sacerdocio,
19 de marzo de 1999). El ejemplo de los mártires es muy esclarecedor, como lo
recordaba el Papa Pío XI con motivo de la canonización de Santo Tomás Moro: «Si
bien no todos somos llamados a derramar nuestra sangre en defensa de las leyes
de Dios, sin embargo sí que debemos todos, mediante el ejercicio de la
abnegación evangélica, la mortificación cristiana de los sentidos y la búsqueda
laboriosa de la virtud «ser mártires en deseo, para poder participar con ellos
de la recompensa celestial», según la expresiva frase de San Basilio» (19 de
mayo de 1935).
Tomás Moro nace en
Londres el 6 de febrero de 1477. Recibe de sus padres una severa y cuidada
educación, a la que responde dócilmente y mostrándose obediente y amable. Lo
inscriben, de muy joven, en el colegio de San Antonio de Londres. Siendo apenas
adolescente, ingresa, a petición de su padre, en casa del cardenal Morton,
arzobispo de Canterbury y canciller del reino de Inglaterra (primer dignatario
del Estado después del rey), donde, en las sesiones de entretenimiento,
consigue encantar al prelado y a sus huéspedes con sus dotes de improvisación,
que denotan un gran sentido de la observación.
A los 14 años, Tomás
parte a Oxford para seguir sus estudios. En aquella institución, donde están
los más destacados profesores, progresa rápidamente, especialmente en el
conocimiento de las lenguas latina y griega, lo que le facultará para la
lectura de las obras de los Padres de la Iglesia en sus textos originales. Se
dedica, igualmente, al estudio del francés, de la historia, de la geometría, de
las matemáticas y de la música. Al cabo de algunos años, su padre, que es
abogado, lo manda llamar a Londres para que estudie derecho y, en 1501, Tomás
se convierte también en abogado. Durante cuatro años se aloja con los cartujos
de Londres, llevando una vida mitad religiosa mitad laica, compartiendo
habitualmente los ejercicios de los religiosos e iniciándose en la teología,
por lo que, durante toda su vida, observará un gran celo por la oración y la
penitencia. En su profesión de abogado, ajeno a toda idea de avaricia, consigue
armonizar los derechos de la más estricta justicia con los de la caridad más
amable. En 1504, a la edad de 27 años, es elegido diputado en el parlamento.
En aquel mismo año
de 1504, contrae matrimonio con Jane Colt, joven de dulces y sencillas
costumbres. De esa unión nacerán tres hijas, Margarita, Cecilia e Isabel, y un
hijo, Juan. Tomás lleva una vida sencilla, es afable y le gusta hacer rabiar a
los suyos, pero sin herirlos. El mismo año de su matrimonio recibe en su
domicilio a Erasmo de Rotterdam, religioso Agustino, quizás el sabio más
universal de su tiempo. Ambos comparten el mismo ideal de humanismo cristiano.
Un esposo solícito
En 1511, Tomás llora
la muerte de su esposa. Pero siente pronto la necesidad de ofrecer una nueva
madre a sus hijos, uniéndose a Alicia Middleton, viuda de un mercader
londinense y madre de una niña de diez años. Alicia, siete años mayor que
Tomás, es una excelente ama de casa y una madre de familia cuidadosa. Según las
opiniones de Erasmo, su marido «le demuestra tanta atención y gentileza como si
de una mujer joven y de la más exquisita belleza se tratara. La gobierna con
caricias y buenas palabras... Y ella, ¿qué podría negarle a su marido? Valga el
ejemplo de que esa mujer, ya entrada en años, empezó a tocar, sin ninguna
inclinación natural pero con gran asiduidad, la cítara, el arpa, el monicordio
y la flauta, realizando todos los días los ejercicios que le indicaba su
marido». Hacia el año 1524, los Moro se trasladan a los alrededores de Londres,
a una enorme y hermosa casa con capilla privada y biblioteca. Nunca pasan por
alto la oración en familia, sea por la mañana o por la tarde. Durante las
comidas se da lectura a libros piadosos. Tomás explica su significado oculto,
luego propone un tema de conversación menos serio y todos se divierten
agradablemente.
Tomás guía a sus
hijos en el estudio de las ciencias y de las letras. Pero, ¿de qué les iba a
servir el conocimiento del latín y del griego si esa ciencia les llevara a
colmarse de orgullo? Por eso les pide a sus maestros que los conduzcan hacia la
humildad; de ese modo, «su avidez por adquirir los tesoros de la ciencia no
tendrá otro objetivo que ponerlos al servicio de la defensa de la verdad y de
la gloria del Todopoderoso». Para conseguirlo, Tomás está dispuesto a todo:
«Antes que permitir que mis hijos caigan en la pereza, y aunque mi fortuna
tuviera que resentirse, escribe a su hija Margarita, nunca dudaría en abandonar
la corte y los negocios para dedicarme únicamente a vosotros, sobre todo a ti,
querida Margarita, a la que tanto quiero». Así es, pues Tomás siente una
especial predilección por Margarita, y siempre lleva consigo las cartas que
ella le envía, cuidadosamente escritas en latín. Su ternura hacia los suyos se
manifiesta igualmente mediante los regalos que les trae de sus viajes: dulces,
frutos, hermosas telas...
La cordial acogida
de los Moro hace que su casa sea conocida como «el domicilio de las musas», la
de «todas las virtudes» y de «todas las formas de la caridad». La caridad de
Tomás no tiene límites, como lo atestiguan sus frecuentes y abundantes
limosnas. Tiene la costumbre de recorrer por la noche los lugares más recónditos,
para poder encontrar y socorrer a los pobres vergonzosos. Suele acercar a su
mesa, con alegría y familiaridad, a los campesinos de la vecindad. Funda un
hospital en el cual su hija adoptiva, Margaret Giggs, ejerce el papel de
enfermera. Su fe en la Providencia es realmente profunda. Al enterarse un día
del incendio de sus graneros, da tres consignas a su esposa: «Reunir a la gente
de la casa para dar gracias a Dios; velar por que ninguno de sus vecinos sufra
a causa del siniestro, y no despedir a ningún sirviente antes de haberle
encontrado otro empleo».
¿Para qué tantos cirios?
Pero Tomás se
distingue sobre todo por su permanente intimidad con Cristo. En una ocasión,
alguien se burla de las devociones populares, diciendo: «¿Acaso Dios y los
santos no ven bien, que siempre hay que rodearlos de cirios?»; pero él responde
lo siguiente: «¿Acaso no dijo Jesucristo que María Magdalena sería enaltecida
porque había derramado perfume sobre su cuerpo? De igual modo podríamos
preguntar: «¿Qué beneficio puede causarle ese óleo perfumado a la cabeza de
Jesucristo?». Lo que nos enseña el ejemplo de aquella santa mujer y las
palabras de nuestro Salvador es que Dios se complace en ver el ferviente calor
de la devoción de un corazón cuando bulle y se expande al exterior, y que le
gusta que le sirvan con todos los bienes que le ha concedido al hombre». Desde
la contemplación de Nuestro Señor, Tomás se eleva hasta identificarse con Él,
poniendo de relieve la influencia de Jesucristo en todo el género humano. Esa
presencia del Hombre-Dios en medio del mundo es la base del principal optimismo
de Tomás, de su amor por la naturaleza, de su comprensión hacia la debilidad
humana, de su dinamismo apostólico, de su confianza inquebrantable en el
cristianismo, así como de su sentido del humor. Para él, nada en este mundo es
un mal definitivo, y se esfuerza en encontrar el lado positivo de todos los
acontecimientos.
Por sus virtudes y
su sabiduría, así como por las obras donde defiende la fe y la religión frente
a los innovadores protestantes, Tomás se hace merecedor de la estima de todos,
y en especial de la del rey Enrique VIII. Por eso se recurre a sus servicios en
los asuntos públicos. En 1515, forma parte de una embajada a Flandes, y se
dedica a escribir la «Utopía». Dos años después, se halla en Francia en otra
misión oficial. En 1518, es miembro del consejo privado del rey, y después, en
1525, es canciller del ducado de Lancaster; finalmente, en octubre de 1529, es
nombrado, a satisfacción de todo el reino, gran canciller de Inglaterra. Cuanto
más asciende en dignidad, autoridad u honor, más supera a todos en modestia,
probidad de carácter, paciencia y sentimientos humanos, lo que le hace tomar la
vida por el lado bueno, como lo atestigua la anécdota siguiente. Al evadirse un
prisionero tras forzar las puertas de la cárcel, el canciller manda llamar a su
presencia al carcelero, que se encuentra más muerto que vivo, ordenándole
severamente que proceda a reparar inmediatamente y sólidamente los daños
producidos, y añade en un tono más suave: «a fin de que, si el fugitivo siente
deseos de regresar, le resulte esta vez imposible destrozar las puertas de la
cárcel para entrar».
Hastío peligroso
El rey Enrique VIII
se comporta como fiel esposo durante los diez primeros años de su reinado. Pero
después, cansado de su esposa Catalina de Aragón, que solamente le ha dado una
hija, todavía viva, María Tudor, se dispone a buscar otra mujer. En 1522, llega
a la corte de Inglaterra una joven de 15 años, de nombre Ana Bolena. Si bien
carece de encantos, Ana suscita en el rey una violenta pasión, y se esmera con
habilidad en incentivar la inclinación de Enrique, negándose a ceder a sus
deseos hasta que no hayan contraído matrimonio. Detrás de ella se esconde un
partido formado por su familia y algunos nobles, animados por diversos
intereses.
Enrique VIII se
había casado con Catalina de Aragón, viuda de su hermano mayor, gracias a una
dispensa legítima concedida por el Papa Julio II. En su empeño por repudiarla,
Enrique VIII examina la validez de su matrimonio, creyendo poder basar sus
dudas en un texto de la Biblia (Lv 18, 16). Preguntado al respecto por el rey,
Tomás se disculpa, alegando su incapacidad para decidir sobre una materia que
compete al Derecho canónico. Entonces el rey le ordena que estudie el asunto
con varios teólogos. Habiéndolo hecho, Tomás responde: «Señor, ninguno de los
teólogos que he consultado puede daros un consejo independiente. Pero sé de
unos consejeros que hablarán sin temor a vuestra majestad; son San Jerónimo,
San Agustín y otros Padres de la Iglesia. He aquí la conclusión que he sacado
de sus escritos: «No le está permitido a un cristiano casarse con otra mujer
mientras viva la primera»». Aquello significaba afirmar que el matrimonio con
Catalina era válido. El asunto se traslada a Roma. El Papa esperará 1534 para
pronunciarse en favor de la validez del matrimonio de Enrique y de Catalina.
Como canciller de Inglaterra, Tomás Moro desea seguir siendo leal a su
soberano, pero al constatar el favor de que goza Ana Bolena y el servilismo del
clero y de los amigos del rey, el 15 de mayo de 1532 dimite de su cargo de
canciller, con objeto de no verse forzado a actuar contrariamente a las leyes
de Dios y de la Iglesia.
¿Fidelidad o alta traición?
A principios de
1533, Enrique se casa en secreto con Ana Bolena y, a finales de primavera,
celebra oficialmente esa unión. Para sancionar con mayor solemnidad su
divorcio, Enrique manifiesta su deseo de que la princesa María Tudor sea
desposeída de todos sus derechos; en contrapartida, Isabel, a la que Ana acaba
de dar a luz, será proclamada la única y legítima heredera de la corona de
Inglaterra. El parlamento se somete al rey y vota, el 30 de marzo de 1534, un
«Acta de sucesión» en ese sentido. Todos los súbditos de la nación deben
comprometerse mediante juramento a observar íntegramente esa nueva ley, y
cualquiera que se oponga será culpable de alta traición. El juramento va
precedido de un preámbulo donde queda formalmente rechazada la autoridad del
Sumo Pontífice. Obispos, canónigos, sacerdotes, religiosos, profesores de los
colegios, personal de los hospitales y de fundaciones piadosas, todos se
someten y reconocen al rey como único jefe espiritual, consagrando de ese modo
la separación de Roma. John Fischer, obispo de Rochester, y Tomás Moro son casi
los únicos que rechazan ese juramento, y ambos lo pagarán con su vida.
Tomás contará su
comparecencia para prestar juramento en una carta a su hija: «Cuando llegué a
Lambeth, donde se hallaba reunida la comisión real... pedí que se me entregara
el texto del juramento que se exigía... Después de leerlo atentamente y de
examinarlo durante largo tiempo... declaré, con la mayor sinceridad que me
permitía mi conciencia, que, sin bien no negaba mi juramento por la sucesión en
sí misma, no podía consentir en prestarlo tal como se hallaba formulado, a
menos de exponer mi alma a la condenación eterna. Cuando terminé de hablar, el
gran canciller del reino tomó la palabra y me declaró que los asistentes se
sentían profundamente afligidos de oírme hablar de ese modo, y que era el
primero de entre todos los súbditos de su majestad en negarse a prestar el
juramento que el rey exigía... Me presentaron una larga lista de adherentes...
pero yo declaré de nuevo que mi decisión, lejos de haber cambiado, era
inquebrantable».
La responsabilidad de mi alma
Para Tomás, la
fidelidad al testimonio de la conciencia resulta necesaria para la salvación
eterna. «Hay quienes creen que, si hablan de una manera y piensan de otra, Dios
prestará más atención a sus corazones que a sus labios, escribe a su hija
Margarita. Por mi parte, no puedo actuar como ellos en un tema tan importante;
no omitiría el juramento si mi conciencia me dictara que lo hiciera, aunque los
demás lo rechazaran, y tampoco prestaría juramento contra mi conciencia, aunque
todo el mundo lo suscribiera». El carácter inalienable de la conciencia no
significa que haya que seguir ciegamente sus exhortaciones, explica también
Tomás. Cada uno debe formar su conciencia mediante el estudio y el consejo de
personas sensatas, pues la conciencia debe regularse según la verdad objetiva
(cf. Encíclica Veritatis splendor del 6 de agosto de 1993). Antes de
llegar a una conclusión que se pueda imponer a su conciencia, Tomás se ha
dedicado a estudiarlo escrupulosamente, pero él permanece sumiso a la Iglesia y
reconoce que la autoridad de ésta prevalece sobre sus propias conclusiones.
Pero las autoridades humanas nada pueden contra una conciencia recta y segura:
«Solamente yo llevo la responsabilidad de mi alma», afirma. De ese modo, contra
las falsas acusaciones de las que es víctima, contra los falsos testimonios,
contra los abusos de autoridad del rey, contra la depravación del sentido moral
que «llama blanco a lo que es negro y malo a lo que es bueno», su conciencia
resiste hasta la muerte.
Una dolorosa renuncia
La actitud de Tomás
Moro ilumina nuestra época. El Papa Juan Pablo II afirma que las leyes que
pretenden legitimar el aborto o la eutanasia «no sólo no crean ninguna
obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y
precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia.
Desde los orígenes de la Iglesia, la predicación apostólica inculcó a los
cristianos el deber de obedecer a las autoridades públicas legítimamente
constituidas (cf. Rm 13, 1-7; 1 P 2, 13-14), pero al mismo tiempo enseñó
firmemente que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch
5, 29)... La introducción de legislaciones injustas pone con frecuencia a los
hombres rectos ante difíciles problemas de conciencia... A veces las opciones
que se imponen son dolorosas y pueden exigir el sacrificio de posiciones
profesionales consolidadas o la renuncia a perspectivas legítimas de avance en
la carrera... Los cristianos, como todos los hombres de buena voluntad, están
llamados, por un grave deber de conciencia, a no prestar su colaboración formal
a aquellas prácticas que, aun permitidas por la legislación civil, se oponen a
la Ley de Dios... En efecto, los actos que cada uno realiza personalmente
tienen una responsabilidad moral, a la que nadie puede nunca substraerse y
sobre la cual cada uno será juzgado por Dios mismo» (Encíclica Evangelium
vitæ, 25 de marzo de 1995, 73-74).
El 17 de abril,
Tomás es encerrado en la Torre de Londres. El tiempo en que estará preso lo
dedicará a prepararse para la muerte, mediante la composición de destacadas
obras de devoción. Ya en una obra inacabada de 1522, Los cuatro novísimos,
había resaltado la utilidad de pensar en la muerte, explicándolo así: si en los
mercados se vendiera un remedio contra todos los males, los hombres harían lo
imposible para procurárselo. Ahora bien, ese remedio existe y se llama «pensar
en la muerte»; pero, por desgracia, muy pocos recurren a él. Solamente la
meditación de los postreros momentos puede rectificar su juicio.
Inversión de los valores
Esa meditación
presupone tener fe. La fe, explica Tomás, invierte el significado de los
valores comúnmente admitidos por los hombres. Ella nos dice que la Santísima
Trinidad reside por completo en el alma que se encuentra en estado de gracia,
incluso en tiempos de adversidad; que nuestros enemigos son amigos que nos
hacen un gran bien; que el agradecimiento debe ir menos del prisionero hacia el
visitante que del bienhechor al desdichado. Por encima de todo, la fe descubre
el valor sobrenatural del sufrimiento, y nos enseña a convertir la propia
enfermedad en remedio. Para Tomás, el motivo principal de todas nuestras tribulaciones
reside en suscitar en nosotros el deseo de ser consolados por Dios. Sin
embargo, también nos ayudan a purificarnos de nuestros antiguos pecados, nos
preservan de los pecados venideros, disminuyen las penas del purgatorio y
acrecientan la recompensa final del Cielo. «Quien medite estas verdades y las
guarde en su espíritu... podrá evaluar con paciencia el precio de la
adversidad, se percatará de lo alto que es ese precio y enseguida se
considerará un privilegiado... su alegría hará menguar sobremanera su pena y le
impedirá buscar en otras partes vanos consuelos» (Diálogo del consuelo en la
adversidad). Tales frases, escritas en plena adversidad, no son palabras vanas.
La alegría sobrenatural que Dios regala a Tomás en la prisión le procura
serenidad, consiguiendo desarrollar en él su natural sentido del humor. En
consideración a la alta posición que había ocupado en el Estado, Tomás es
invitado a la mesa del gobernador de la Torre. Un día en que éste se excusa
educadamente por la frugalidad de la comida, el antiguo canciller le responde:
«Si alguien de nosotros no está contento de vuestra mesa, que se vaya y que
busque alojamiento en otra parte».
El 1 de julio de
1535, Tomás es condenado a muerte por alta traición. Los jueces le preguntan si
quiere añadir alguna cosa. «Tengo poco que decir, salvo esto: que el
bienaventurado apóstol Pablo se hallaba presente y consintiente en el martirio
de San Esteban, y ahora ambos son santos en el Cielo. Aunque hayáis contribuido
a mi condena, rezaré con fervor para que vosotros y yo nos encontremos juntos
en el Cielo. De igual modo, deseo que Dios Todopoderoso preserve y defienda a
su majestad el rey, y que le envíe un buen consejo». Un último asalto pone de
nuevo a prueba la constancia del prisionero. Su esposa lo visita y le dice:
«¿De verdad quieres abandonarnos, a mí y a mi desdichada familia? ¿De verdad
quieres renunciar a la vida del hogar, que en otro tiempo tanto te agradaba? —
¿Cuántos años crees, querida Alicia, que podré disfrutar aquí en la tierra de
los placeres terrenales que con tan persuasiva elocuencia me describes? – Por
lo menos veinte años, si Dios lo quiere. – Querida esposa mía, no eres buena
comerciante: ¿qué son veinte años comparados con una eternidad feliz?».
«No traicionó»
El 6 de julio es
conducido al lugar del suplicio. La escala que sube hasta el cadalso se halla
en muy mal estado, y Tomás necesita la ayuda del teniente para subir: «Os lo
ruego, dice, conducidme hasta arriba, que para bajar podré hacerlo solo». Como
quiera que el rey le había pedido que fuera parco en palabras en sus últimos
momentos, él dice simplemente: «¡Muero siendo leal a Dios y al rey, pero ante
todo a Dios!». Mientras se arrodilla en el cadalso, sus labios rezan: «¡Ten
piedad de mí, Dios mío!». Abraza al verdugo y le dice: «Mi cuello es muy corto;
ten cuidado de no golpear de través. Tu honor depende de ello». Él mismo se
venda los ojos. El verdugo tiene ya el hacha en la mano: «Un momento, le dice
Tomás retirándose la barba; ella no traicionó». La cabeza cae al primer golpe.
Tomás se encuentra en el Cielo para siempre.
Siguiendo el ejemplo
de Santo Tomás Moro, aceptemos perder todas las cosas para ganar a Cristo, para
hacernos semejantes a Él en su muerte y conseguir llegar con Él de ese modo a
la resurrección (cf. Flp 3, 8-11). Es la gracia que pedimos a San José, para
usted y para todos sus seres queridos.
Dom Antoine Marie osb
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Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com
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