BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Palacio Apostólico de Castelgandolfo
Miércoles 11 de agosto de 2010
Miércoles 11 de agosto de 2010
El martirio
Queridos hermanos y
hermanas:
Hoy en la liturgia
recordamos a santa Clara de Asís, fundadora de las clarisas, luminosa figura de
la cual hablaré en una de las próximas catequesis. Pero esta semana —como ya
anticipé en el Ángelus del
domingo pasado— recordamos también a algunos santos mártires de los
primeros siglos de la Iglesia, como san Lorenzo, diácono; san Ponciano, Papa; y
san Hipólito, sacerdote; y a santos mártires de un tiempo más cercano a
nosotros, como santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, patrona de
Europa; y san Maximiliano María Kolbe. Quiero ahora detenerme brevemente a
hablar sobre el martirio, forma de amor total a Dios.
¿En qué se funda el
martirio? La respuesta es sencilla: en la muerte de Jesús, en su sacrificio
supremo de amor, consumado en la cruz a fin de que pudiéramos tener la vida
(cf. Jn 10, 10). Cristo es el siervo que sufre, de quien habla el
profeta Isaías (cf. Is 52, 13-15), que se entregó a sí mismo como
rescate por muchos (cf. Mt 20, 28). Él exhorta a sus discípulos, a
cada uno de nosotros, a tomar cada día nuestra cruz y a seguirlo por el camino
del amor total a Dios Padre y a la humanidad: «El que no toma su cruz y me
sigue —nos dice— no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el
que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 10, 38-39). Es la lógica del
grano de trigo que muere para germinar y dar vida (cf. Jn 12, 24).
Jesús mismo «es el grano de trigo venido de Dios, el grano de trigo divino, que
se deja caer en tierra, que se deja partir, romper en la muerte y, precisamente
de esta forma, se abre y puede dar fruto en todo el mundo» (Benedicto
XVI, Visita a la
Iglesia luterana de Roma, 14 de marzo de 2010; L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 21 de marzo de 2010, p. 8). El mártir sigue
al Señor hasta las últimas consecuencias, aceptando libremente morir por la
salvación del mundo, en una prueba suprema de fe y de amor (cf. Lumen gentium, 42).
Una vez más, ¿de dónde
nace la fuerza para afrontar el martirio? De la profunda e íntima unión con
Cristo, porque el martirio y la vocación al martirio no son el resultado de un
esfuerzo humano, sino la respuesta a una iniciativa y a una llamada de Dios;
son un don de su gracia, que nos hace capaces de dar la propia vida por amor a
Cristo y a la Iglesia, y así al mundo. Si leemos la vida de los mártires
quedamos sorprendidos por la serenidad y la valentía a la hora de afrontar el
sufrimiento y la muerte: el poder de Dios se manifiesta plenamente en la
debilidad, en la pobreza de quien se encomienda a él y sólo en él pone su
esperanza (cf. 2 Co 12, 9). Pero es importante subrayar que la gracia
de Dios no suprime o sofoca la libertad de quien afronta el martirio, sino, al
contrario, la enriquece y la exalta: el mártir es una persona sumamente libre,
libre respecto del poder, del mundo: una persona libre, que en un único acto
definitivo entrega toda su vida a Dios, y en un acto supremo de fe, de
esperanza y de caridad se abandona en las manos de su Creador y Redentor;
sacrifica su vida para ser asociado de modo total al sacrificio de Cristo en la
cruz. En una palabra, el martirio es un gran acto de amor en respuesta al
inmenso amor de Dios.
Queridos hermanos y
hermanas, como dije el miércoles pasado, probablemente nosotros no estamos
llamados al martirio, pero ninguno de nosotros queda excluido de la llamada
divina a la santidad, a vivir en medida alta la existencia cristiana, y esto
conlleva tomar sobre sí la cruz cada día. Todos, sobre todo en nuestro tiempo,
en el que parece que prevalecen el egoísmo y el individualismo, debemos asumir
como primer y fundamental compromiso crecer día a día en un amor mayor a Dios y
a los hermanos para transformar nuestra vida y transformar así también nuestro
mundo. Por intercesión de los santos y de los mártires pidamos al Señor que
inflame nuestro corazón para ser capaces de amar como él nos ha amado a cada
uno de nosotros.
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