Mons. Juan-Miguel Ferrer, subsecretario de la Congregación para el
Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos, explica el valor que tiene la
liturgia −según el Concilio Vaticano II− para responder al mundo moderno.
Cristo está presente en la acción litúrgica, que posee una fuerza capaz de
atraer y transformar la entera creación. «La Iglesia evangeliza y se evangeliza a sí misma con
la belleza de la liturgia, la cual también es celebración de la actividad
evangelizadora y fuente de un renovado impulso donativo» (Francisco, Exh.
apost. Evangelii gaudium, 24).
Conferencia
al Thomas More Leadership Institute
Roma 31 de enero de 2014
1. Paradojas del hombre de hoy
Siempre resulta arriesgado sintetizar en pocas
palabras la complejidad de los fenómenos humanos y sociales. No obstante, para
poder situar nuestras reflexiones de esta tarde, creo necesario ofrecer un
esbozo rápido de cómo veo yo al “hombre moderno”, entendiendo por tal a nuestros
contemporáneos, hombres y mujeres, del este y del oeste, del norte y del sur.
Alguien diría que es imposible, que las
situaciones culturales son tan diversas, pero eso, hoy, en medio de un mundo
globalizado cultural e informativamente, (como ustedes saben mejor que yo), es
sólo aparentemente cierto. Las intensidades aun nos diferencian, pero las
líneas maestras nos entrelazan a nivel mundial, tanto como la común naturaleza
humana con sus impulsos y deseos compartidos.
El ser humano hoy aparece profundamente inseguro y desorientado. Ha perdido, en gran medida, sus certezas y sus
puntos de referencia. El relativismo
y la libertad, entendida como pura libertad de opción, tienen estas
inevitables consecuencias. En la medida que estas tendencias han ido tomando
fuerza no se han remplazado los referentes institucionales, matrimonio y familia, patria, religión…
simplemente, se han perdido.
A esta “deriva” cultural se ha de añadir, creo
yo, el rasgo transversal del sufrimiento.
Hay mucha soledad, mucha insatisfacción, mucha desesperanza. Nuestra sociedad,
nuestros contemporáneos, están traspasados, de modo muy universal, por una
profunda desazón o “angustia”, un tema sobre el que hoy ya se escribe poco,
pero que preocupó a los pensadores existencialistas de la posguerra (segunda
mitad siglo XX), y que se detecta como fenómeno característico de la humanidad
contemporánea. Los desequilibrios sociales, las guerras y la presente crisis
vienen a consolidar este mal.
Ante esta situación, (el ser humano no puede
subsistir así), emergen con fuerza en la cultura contemporánea fenómenos paliativos, que quieren eludir
los efectos de estos males sin la pretensión de tocar sus causas (que se
consideran irreversibles). Sea por la vía del individualismo hedonista, sea por
la vía de un inconformismo revolucionario, o de un cientifismo práctico, se
quiere conseguir un “instalarse cómodamente
en el mundo, en lo inmanente”. No echar de menos ni la verdad, ni
la continuidad histórica que ofrecen las instituciones. No tener ningún límite
para los propios deseos, ni de los dioses, ni de leyes humanas, ni de la
naturaleza.
Pero detrás de todo esto tiene que haber un
porqué. Las ideas ilustradas, los ateísmos, teóricos o prácticos, han existido
siempre, pero el fenómeno que caracteriza la edad presente, y que viene tomando
fuerza desde el final de la
Gran Guerra (1914-1918), es el del ateísmo de masas, que, hoy por hoy,
comienza a ser un fenómeno planetario. Un ateísmo, evidentemente más práctico
que teórico, más de omisión que
de negación, muy unido al
fenómeno del agnosticismo. Y
estas masas agnósticas son caldo de cultivo para una Sociedad y una cultura
como la que ahora se está imponiendo por todo el mundo. Una cultura que hasta
llega a ver lo religioso no ya
como dimensión natural del ser humano (“homo
religiosus”, ser religioso), sino como patología
social. Las religiones van siendo consideradas poco a poco como
peligro para la paz y la convivencia social. Se tolera socialmente la fe personal, pero se limita y repudia la religión en cuanto fenómeno social. ¿Cómo
se ha podido llegar a este estado de opinión? ¿Cómo, cuando aun altísimos
porcentajes de la población se declara adscrito a una confesión religiosa?
¿Cómo, cuando cada domingo en países como España o Portugal millones de personas
se reúnen para participar en la
Misa ? ¿Cómo, cuando las manifestaciones de piedad popular y
los santuarios de peregrinación acogen muchedumbres en número creciente?
Es cierto que vivimos fenómenos
contradictorios y que donde la religiosidad popular es más fuerte supone un
freno a los procesos de secularismo cultural. Pese a todo el fenómeno de vivir cotidianamente como si Dios no existiese
se difunde inexorablemente. Muchas expresiones tradicionales de fe, que
envolvían la vida social y la cultura, van siendo separadas de su “sentido
religioso” para conservar sólo un valor folclórico o de tipismo. Porque aun en
la minoría que se declara “practicante”, cada vez es más frecuente un
sentimentalismo religioso o un mero compromiso ético, en detrimento de una gozosa
y consciente confesión de fe y de una conciencia “identitaria” de pertenencia a
la Iglesia
(en nuestro caso, o, a una religión, en general).
Un factor, a mi modesto entender, está muy
ligado a esta difusa “desafección” con respecto a Dios y, en particular, hacia
el Dios personal. Se trata de la experiencia colectiva de los grandes desastres
bélicos, de la violencia masiva contra inocentes y las consecuencias del empleo
generalizado de armas contra la población indefensa. Experiencias terribles a
las que nos han sometido, a escala mundial, desde 1914-1918 y 1939-1945 y
luego, a nivel local, con incesantes conflictos o guerras civiles por casi todo
el planeta, hasta hoy. Y junto a las guerras, las violencias contra poblaciones
o etnias enteras a manos de regímenes totalitarios, dictaduras corruptas o
grupos terroristas o paramilitares. Males que brotan en gran medida de esta
civilización sin Dios, pero que provocan la desesperación de muchas víctimas y
de no pocos espectadores objetivos, hasta llegar al rechazo de un Dios que
permite tales cosas: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿por qué me has abandonado?» (Sal 22 [21],2; Mc 15,34).
Por otra parte, aun en las sociedades más
secularizadas y en los ambientes culturales más laicistas (lo que representa
fundamentalmente al mundo más desarrollado económicamente y a las sociedades del bienestar hoy heridas por
la “crisis”) se producen fenómenos sociales de ritualización (conductas-signo)
y de aparente trascendencia (que buscan dar “sentido” o superar las propias
insatisfacciones y límites). Sea con el auge de prácticas esotéricas o
sub-religiosas (supersticiones), de los grandes espectáculos de masas
(deportivos o musicales) o del recurso a usos sociales que implican el consumo
de sustancias como el alcohol o las otras drogas. Y según se avanza en el
olvido de Dios y de la religión se desarrollan más estos fenómenos a escala
social como nuevas religiones sin Dios. Pero parece que el ser humano necesita
ritos, fiestas y experiencias que superan su pura percepción empírica, tanto de
la realidad como de sí mismos.
Pero no quiero terminar esta presentación de
conjunto de nuestro mundo contemporáneo y de las problemáticas humanas que
suscita sin declarar mi valoración de la misma. He hablado de un recurso
colectivo a “prácticas paliativas”, es decir, de hecho a una nueva forma de
“alienación”, pues ante la falta de esperanza y de sentido de la vida, no se
quiere afrontar la cuestión de Dios, por considerarla, a priori, superada; ni la de la religión,
por creerla peligrosa para la posibilidad de convivencia pacífica o para la
salvaguarda de la propia libertad individual. Pero las personas que viven
inmersas en esta nueva cultura sin Dios
no ven superadas sus ansias e inquietudes, no encuentran verdadera esperanza en
tales curas analgésicas.
Nuestra sociedad comienza a padecer endémicas patologías espirituales e incluso
psíquicas. Si el puritanismo decimonónico, especialmente en las clases sociales
más altas, generó según la escuela psicoanalítica patologías ligadas a la
represión de la sexualidad humana (siguiendo a S. Freud), nuestra sociedad las
está generando entorno a la represión del instinto religioso del ser humano (vid. el pensamiento de Víctor Frankl).
Muchos hablan en Occidente de un nuevo paganismo. Lo cierto es que existen
entre nuestra sociedad contemporánea (que en gran parte ha “apostatado” del
Cristianismo) y el Imperio romano del siglo I un gran paralelismo. La “religión
de los romanos” se había convertido en un ritualismo, ligado a usos sociales y
a estructuras del poder, y las gentes buscaban salir de su insatisfacción o de su aburrimiento con las celebraciones
orgiásticas o los espectáculos circenses faltos de una verdadera
“trascendencia” ligada al culto sagrado. En tal contexto no faltaban minorías
que buscaban tal “sentido religioso” en las religiones
orientales (los cultos de “misterios”). Muchos, al llegar a Roma el
cristianismo, lo consideraron como otro de estos cultos por sus semejanzas
externas en ritos y lenguaje. Pero pronto el cristianismo mostró su originalidad,
que le llevó al conflicto con el poder romano. Y la diferencia entra aquellos
misterios y el cristianismo estaba en la naturaleza
del culto, como frente a la religión oficial del Imperio. Por eso,
en aquel momento inicial, los cristianos protegieron su liturgia con la ley del arcano (del secreto).
Lo que es evidente es que en el contexto
cultural actual la cuestión del culto
cristiano, de la liturgia está
en el “ojo del huracán” del diálogo o las relaciones entre la Iglesia y la sociedad
contemporánea. Así lo entendió el concilio Vaticano II como lo declara
solemnemente en el primer número de la Constitución Sacrosanctum Concilium (SC) sobre la divina Liturgia.
2. En lo “definitorio” del cristianismo, liturgia y revelación
Llega el momento de hablar de la liturgia, del culto a Dios propio de los
cristianos, que para distinguirse suele recibir este nombre frente al genérico
de “culto” común a todas las religiones. Y la originalidad cristiana en el
culto va de la mano con su originalidad en cuanto a la religión en sí misma. El
cristianismo arranca de la religión judía y su novedad estriba en el concepto
de revelación. Concepto que
precede a la misma existencia de un “libro” como expresión o custodia de su
contenido (vid. la Constitución Dei Verbum [DV] del Concilio Vaticano II).
Y en la revelación lo primero que emerge es un
Dios que busca al ser humano,
que le ofrece amor y amistad, y
que toma la iniciativa en tales
relaciones. Este Dios se da a conocer interactuando con los seres humanos y su
libertad, en los límites del amor y de la amistad, que no se pueden imponer por
la fuerza, pero que abren a la donación total de uno mismo. La revelación
genera así una religión histórica
donde el “mito” queda como mero estilo literario o recurso lingüístico
(lenguaje sacro), pero son los acontecimientos
y las personas
(“amigos de Dios” y profetas) los que cuentan verdaderamente. Surge el concepto
de historia de salvación y con
él la definición precisa del objeto de una esperanza cierta, la consumación de
tal historia.
Para el pueblo de Israel el culto se encamina
a la esperanza y es memoria de personajes y acontecimientos históricos que, por
su encuentro con Dios, por ser de Dios, tienen una perenne actualidad a la que
los hombres acceden por el mismo rito sagrado. Israel reza y celebra haciendo
memoria y su fe es narración de esa misma historia y renovación de ese mismo
encuentro personal y comunitario con Dios. El gran concepto es el memorial.
Los cristianos entran en este proceso
histórico precisamente en el momento en el cual, por medio de Jesucristo, Dios
lo lleva a plenitud. Cristo es plenitud de
los tiempos. Su persona y obra, su acontecimiento recapitula la historia de salvación.
Cristo colma la esperanza de Israel y es la plenitud de su religión, Cristo es
el protagonista del culto nuevo hasta la consumación de los tiempos (ideas
claves de la Carta a los hebreos y del Libro del Apocalipsis en el nuevo
testamento). Por eso como sucedía primero entre los judíos, así también ahora
para los cristianos la fe es esencialmente
encuentro personal y aceptación del Dios que se revela y revelándose nos
santifica, lleva a plenitud nuestra creación-vocación. Y este
encuentro personal tanto para judíos como para cristianos se da en la celebración litúrgica del pueblo de Dios.
Sea para el pueblo de Israel, sea para los
cristianos, la fe es un acontecimiento personal que se realiza y alcanza en la
comunidad creyente convocada por Dios, que constantemente se da a conocer a
ella obrando en ella su salvación. Sinagoga (antes la Asamblea de Dios) e
Iglesia son el lugar de la fe. Siguiendo nuestro discurso como cristianos
diremos que la Iglesia
(Misterio) es el lugar donde
constantemente Dios llama, habla y actúa en la vida de los hombres. Y la Iglesia se manifiesta
especialmente cuando se reúne para celebrar
los divinos misterios.
Insistiré, la aceptación del amor/amistad de
Dios es una decisión absolutamente personal y libre, según el modo de actuar de
cada edad y de las cualidades y circunstancias de cada uno, pero se posibilita,
objetiviza y madura en la “Iglesia en oración”. Esta Iglesia es la una, santa,
católica, apostólica. Es la del cielo y de la tierra, pero se comulga con ella
en cada concreta comunidad sacramental, especialmente eucarística. Luego se
vive en la Familia cristiana (Iglesia doméstica) y en otros
ámbitos comunitarios eclesiales de diversa densidad sacramental, Diócesis,
Parroquia, Comunidad religiosa, Asociación o Movimiento.
La comprensión de la fe cristiana va, como se
ve, muy unida a la comprensión de la
Iglesia como Misterio
(Lumen Gentium 1-8) y de la Liturgia como Obra de Dios (SC 5-10 y Catecismo de la Iglesia Católica ,
nn. 1077-1112 “Liturgia obra de la Santísima Trinidad ”).
Y la configuración de la
Liturgia no se entiende sino muy ligada a lo que ha sido la Divina Revelación (DV 2-6).
Como Benedicto XVI expresó con genialidad en
su discurso al clero de Roma (jueves 14 febrero 2013): la idea del Concilio de
una iglesia “de comunión”, más que interpretada sociológica o políticamente, se
ha de entender a partir de la eucaristía, es decir litúrgica y
sacramentalmente, en perfecta continuidad como desarrollo y clarificación del
concepto de Iglesia cuerpo místico e Iglesia pueblo de Dios.
El concepto ritualista
de liturgia queda superado totalmente por el Magisterio en un proceso
clarificador cuyos últimos pasos están en la encíclica Mediator Dei (Pío XII), en la Constitución Sacrosanctum Concilium (Vaticano II) y en el Catecismo de la Iglesia Católica
(Juan Pablo II, con una gran aportación del entonces cardenal Ratzinger). Y su
consideración como belleza se
ancla más y más en el orden de los trascendentales
dejando a un lado una pura consideración sensual/sensible.
Lo que pasa es que esta “verdad de la liturgia”, este genuino “espíritu del cristianismo” no han
terminado de calar en la conciencia colectiva de los católicos y menos, claro
está, en la de los observadores externos del fenómeno cristiano. Por eso la
idea clave que el Magisterio papal viene lanzando desde el Sínodo extraordinario
de 1985 y, por parte del beato Juan Pablo II desde Vicesimus Quintus Annus (VQA, Carta a los 25 años de la SC ) es que sustancialmente ya
está hecha la reforma litúrgica
del Vaticano II, que se concreta en los nuevos Libros Litúrgicos (siempre susceptibles de actualizaciones y
“retoques”). Pero la gran tarea aun por hacer es la de la renovación litúrgica,
que es tarea de “formación” y de “profundización espiritual”. Se trata de que
Obispos, sacerdotes y fieles todos conozcan la verdad de la Liturgia
y la vivan mediante una participación plena
y fructuosa en la misma. Este es el reto de la evangelización (en la línea expresada por
Pablo VI en Evangelii nuntiandi,
de armonía entre evangelizar y sacramentalizar; que vale para la evangelización,
para la misión y para la nueva evangelización) y este es el reto de la Iniciación
Cristiana. Aquí convergen las grandes
preocupaciones del Concilio Vaticano II y del sentir de la Iglesia Universal
expresado principalmente en los Sínodos de los Obispos, celebrados tras el
Concilio, y muy particularmente en las sucesivas exhortaciones apostólicas de
Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI tras los mismos.
La celebración litúrgica no puede reducirse
pues a un encuentro formativo (aunque
lo es), ni a una oración pública
(aunque es su forma más completa y fundamento y escuela de toda oración
cristiana), ni a un momento festivo de la
comunidad (aunque se expresa como la fiesta más auténtica de los
creyentes); la Liturgia
es Dios con nosotros. Es
presencia y comunicación del amor que Dios
es. Es experiencia humana
trascendental (aquí está la realidad fundante de toda mística cristiana). En ella nace y se
desarrolla cada cristiano y la
Iglesia misma, a partir de la comunión con /en Dios. Es prenda
y pregusto de vida eterna. En ella, como enseñó ya con tanta
agudeza santo Tomás de Aquino (vid. CEC 1130, nota 48), pasado y futuro se
“comunican” en maravillosa actualidad de presencia para fundar la fe en el
acontecimiento histórico, en la conciencia personal actual y mostrar su
plenitud de gracia y acabamiento, que se hace real y universal (abierta a
todos) vocación a la santidad
(CEC 1130. 1136-1139; a leer en relación con LG
V, nn. 39-42).
Quien quiera conocer en verdad el cristianismo
ha de conocer e interesarse por su concepto teológico de Liturgia, quien quiere
gustar el genuino espíritu cristiano o vivir el verdadero sentido de las
enseñanzas vertebrales del concilio Vaticano II ha de entrar en la enseñanza y
vivencia eclesial de la
Liturgia.
3. Algunos rasgos del cristianismo que afloran en su Liturgia
Sin pretender agotar esta vía de aproximación
al misterio cristiano desde la
Liturgia , si quisiera poner en evidencia algunos rasgos
importantes del cristianismo que quedan más claros comprendiendo y observando
su Liturgia. Partiré para ello de la definición/descripción de la Liturgia que ofrecía SC
en su número 7:
«Así pues, con razón se considera la liturgia
como el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo en la
que, mediante signos sensibles, se significa y se realiza, según el
modo propio de cada uno, la santificación del hombre y, así, el
Cuerpo místico de Cristo, esto es, la
Cabeza y sus miembros,
ejerce el culto público».
A) El
ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo. Puede traducirse
también como la actualización de su
Misterio Pascual. El sacerdocio de Cristo es único y eterno.
Comienza en el momento mismo de la Encarnación
y es su rasgo definitorio. En la unidad de su Persona divina (su “yo”) se
asocian, sin mezcla ni separación, su naturaleza divina, que le une al Padre y
al Espíritu, y su naturaleza humana, que le une a nosotros. Su propio ser es
reconciliador y comunional, es la declaración del amor y del perdón de Dios en
favor de la “descendencia de Adán”. Conocer el misterio de Cristo y de su
“sacerdocio” es conocer el designio de Dios sobre la humanidad y contemplar su
realización ya culminada. Todo el contenido de la fe se sintetiza aquí.
No en vano los orientales llaman a la
celebración litúrgica teología primera
(en cuanto principal “depósito” de los contenidos de la fe y primera
“apropiación” de los mismos por parte de los creyentes, en el uso de sus
facultades de contemplar, conocer y reflexionar). La liturgia se presenta como
el crisol de la Tradición. En ella le
fe de la Iglesia
aúna Palabra de Dios,
aportaciones del Magisterio,
enseñanzas de los Padres,
escritores eclesiásticos y teólogos, que celebran y contemplan la Obra de Dios, en el correr de
los siglos. No es de extrañar cómo los Pastores de la Iglesia , individual y
colegialmente, en Oriente y Occidente, han expresado siempre una particular
atención y vigilancia sobre la
Liturgia , y, en la tradición católica, el Papa se ha
reservado una peculiar tutela sobre la misma (como recordó la SC n. 22).
La vida y obra de Jesús de Nazaret es el
desplegarse de este “misterio”, hasta culminar en su pasión, muerte y
glorificación, como muestran los Evangelios,
(particularmente el de san Juan) y se descubre a lo largo de cada Año Litúrgico (ciclo temporal) y en la
celebración de Sacramentos y sacramentales. Sus “misterios”, son los
pasos del darse a conocer y hacer accesible su “Misterio”, y todo esto es lo
que se “actualiza/ejercita” en las acciones litúrgicas de la Iglesia.
Ahora bien, hay un punto clave en todo este
discurso sobre el “sacerdocio” de Cristo: la Encarnación.
El ser humano no tiene en “Adán” su referente principal. Adán
es una garantía de un proyecto de Dios creador que mira a Cristo. Cristo será
pues el nuevo y verdadero Adán. La Cristología será pues la pieza clave de la antropología cristiana y la salvación que
trae Jesucristo, como fruto de su ser y obrar sacerdotales (Soteriología), da
la clave de la verdadera vocación y
evolución humanas. Toda la primera encíclica del beato papa Juan
Pablo II, Redemptor hominis es
una magistral exposición de estos principios. Cristo, y yo diría
Cristo-sacerdote, es la clave para descubrir la verdad del ser humano y de su
esperanza (vid. encíclica de Benedicto XVI Spe
salvi).
La humanidad de Cristo es la base de la
“sacramentalidad cristiana” y permite comprender el altísimo valor que tiene en
la tradición bíblica la naturaleza humana y, en particular, el cuerpo humano. Una visión que se refuerza
a lo largo de la Historia
de salvación y culmina con la
Resurrección de Jesucristo, fundamento de la fe en la
resurrección de la carne de los cristianos. El debilitamiento de esta fe entre
los creyentes y el olvido en la
Sociedad , con el creciente difundirse de concepciones
reencarnacionistas o aniquiladoras, anuncia el ocaso del ser humano y de su
dignidad, ligado al alejarse de la verdad revelada. La Liturgia se basa en el
obrar sacerdotal de Cristo mediante su humanidad, mediante su cuerpo (por esto
está ligada a realidades históricas y culturales muy concretas, que están
asociadas a la base de la universalidad de su valor).
En la Liturgia cada ser humano se encuentra con Dios y
con los hermanos de un modo “sacramental”, por medio del “cuerpo”, en el cual
actúa y se manifiesta la acción de Dios hecha posible por Jesucristo y por su
Espíritu Santo presente en la
Iglesia. En gran medida la acción litúrgica reintegra al ser
humano en su rica realidad, corporal y espiritual, personal y social.
B) Mediante
signos sensibles. Creación, Revelación y Liturgia ponen en
evidencia el nexo entre Dios y la
Naturaleza y el papel de “pontífice” (hacedor de puentes) que
al ser humano corresponde en el designio divino. Papel que, como hemos visto
someramente, encuentra su cima en el Sacerdocio de Jesucristo. La tradición
bíblica liga la vocación del ser humano a la noción de la naturaleza, podemos
decir del cosmos, como paraíso.
Y esta visión recorre y empapa toda la Historia de Salvación con momentos peculiarmente
hermosos como se reflejan en el Cantar de
los cantares o en el Libro del
Apocalipsis. El pecado significa la “expulsión” del Paraíso, cada
paso de la Historia
de salvación es un recuperar el Paraíso, recuperar la armonía divina entre el
ser humano y el mundo, entre creación y creador, en el ser humano.
Toda la “pre-sacramentalidad” del camino
religioso de Israel prepara la sacramentalidad cristiana. Los signos de la Liturgia expresan la
reconciliación cósmica. La gran ecología
divina. La celebración litúrgica se convierte en una grandiosa
ópera, donde por lo sensible se llega al amor de lo invisible y en el tiempo se
gusta la eternidad. Todos los sentidos del ser humano, ventanas abiertas al
mundo, se purifican y descubren la consagración del gran templo de la creación.
Todo lo que fue ocasión de idolatría, desde el cuerpo, los elementos de la
naturaleza y sus fuerzas, se convierten en instrumentos que hacen resonar la
gloria de Dios, mientras son instrumento de la santificación de los seres
humanos. ¡Qué lejos de la pobre visión nominalista de una escolástica en
decadencia o de la mirada luterana hacia la Liturgia ! La verdadera fiesta de los sentidos no
está en el frenesí del hedonismo o de los cultos paganos, sino en el estallido
pascual del misterio de la
Liturgia.
Ahora todo el pasado de los arquetipos
colectivos del subconsciente, de los que habló el psicólogo Jung, todo el
lenguaje de los mitos y de las religiones naturales, tan estudiado por Mircea
Elíade, encuentra su plenitud en una Palabra que se cumple en la historia, en
unos signos que realizan lo que significan, en una esperanza que se gusta ya cumplida
mientras se avanza hacia su culminación.
Todo esto tiene mucho que ver con la sana
“mundanidad” del catolicismo, entendida como su amor apasionado por la plenitud
del ser humano, por su cuerpo y por sus obras, y también como amor apasionado
por la creación, que es buena y que tiene por vocación, como bien se muestra en
la Liturgia ,
ayudar al ser humano a ser bueno, mientras encuentra en ello su plenitud
(recordemos la frase del Prefacio
de la actual Plegaria Eucarística IV
del Misal Romano: «… y por su voz todas las
demás criaturas…»,
referida a la voz cultual de la
Iglesia , que en el canto del “Santo” se asocia al cielo y
asocia también a la creación entera para alabar a Dios).
C) Por la
santificación del hombre se ofrece el culto público íntegro. La “gloria
de Dios es el hombre viviente” afirmó san Ireneo de Lyon, es decir, lo que
agrada y reconoce la grandeza de Dios es la santidad del ser humano, su plena
manifestación como hijo de Dios, el llevar a término cuanto se contiene en ser
“imagen y semejanza de Dios”. La
Liturgia contiene y en ella se realiza este hacer santo-hijo de Dios al ser humano.
En la Liturgia
se hace presente el acontecimiento que
verdaderamente cambia la vida de cada ser humano y de la humanidad entera.
Por eso en la Liturgia
se da la causa de la felicidad y de la vida, ofrecidas a todo ser humano. La Liturgia no puede pues
sino revestir la forma de la fiesta,
pero no de cualquier fiesta, de la única y plena fiesta. Tal carácter no brota
de los usos festivos, estos por el contrario han de brotar de la experiencia de conversión y de fe que es
la base de la participación litúrgica y de la realización festiva.
La fiesta litúrgica tiene una fuerza tal que
puede convertir la misma experiencia de la enfermedad grave en realidad
salvífica (pensemos en la Unción de los enfermos) o el drama del mal y
del pecado en gracia y perdón (como en el caso de la Confesión y Reconciliación) o la misma realidad
dramática de la muerte en esperanza cierta de vida eterna y de resurrección
(tal y como se vive en las Exequias cristianas).
Sin “acontecimiento”
(se entiende favorable y de irradiación) no puede haber fiesta. Y la
consistencia del acontecimiento se manifiesta en la riqueza expresiva y en la duración
de la fiesta. La Pascua , el Misterio de Cristo en su totalidad son
centro de la historia y han dado lugar a las más ricas expresiones festivas de
la cultura humana que, a lo largo de los siglos, se siguen celebrando por toda
la tierra día tras día.
Porque el acontecimiento
que es Jesucristo es tal que los cristianos hemos estado y estamos siempre de fiesta. Claro que siendo esto
humanamente, por ahora imposible, la fiesta
se ha condensado jerárquicamente en momentos y días significativos,
lo que ha dado lugar al Año Litúrgico y
a la llamada Liturgia de las Horas.
Creo que esta concepción de la vida, tal vez “poco productiva” económicamente,
ha marcado hasta hace poco a los pueblos católicos, (más aun al unirse a los
factores geográficos y climáticos del mediterráneo).
En la concepción cristiana del tiempo y de la
fiesta culmina la antigua concepción romana de un ocium cum dignitate, que correspondía a algo muy distinto de
la haraganería, pero también algo muy distante del economicismo utilitarista y productivista que hoy nos
asfixia. El ocio con dignidad tiene su parentesco en el concepto del operoso
descanso divino y en la actitud contemplativa de los sabios clásicos. En este
contexto el “negocio” aparece como un concepto subordinado e incluso negativo, nec-ocium (no-ocio).
La concepción litúrgica del tiempo bíblico ha
aportado a nuestra cultura la semana
con un singular día de descanso,
de fiesta, entre nosotros el Domingo (fiesta primordial de los
cristianos según SC; sobre su
valor vid. la carta Dies Domini
del beato Juan Pablo II). Y junto a ella la presencia “gratuita” de las fiestas
de Cristo, la Virgen
los Santos, fiestas fijas o móviles que tachonan el calendario cristiano. El
mundo moderno, y más en tiempos de crisis, las ve como una amenaza. Hasta el
Domingo se ve fuertemente atacado como día universalmente festivo. Todo son
exigencias de un modelo de crecimiento
económico “desarrollista” que promete los frutos del “bien-estar”,
pero ¿dónde queda el ser humano? ¿qué puesto corresponde al bien común en este
modelo económico? Ya Benedicto XVI ha señalado sus reparos ante tal modelo en
su pasado inmediato mensaje en la Jornada Mundial por la
Paz (primero de enero 2013), siguiendo la estela
de toda la Doctrina
Social de la
Iglesia y de su primera encíclica Deus caritas est.
El mundo pagano, como la mayor parte de las
religiones naturales, no posee un rito festivo semanal (y mucho menos diario),
las fiestas suelen reducirse a un día o días en determinado momento del año.
Mucho de esto queda, cristianizado más o menos, en torno a algunas
manifestaciones de religiosidad popular. El mundo secularizado también busca
unos tiempos de fiesta, necesita fiestas, curiosos fueron los esfuerzos de los
totalitarismos por un calendario secular de fiestas tras el fallido intento de
los revolucionarios franceses. Pero hoy, superadas las ideologías, es el
economicismo el que plantea un mundo donde por primera vez la fiesta tiende a
“privatizarse”, para no estorbar sino favorecer el consumo y la producción, y
la fiesta se distancia más del acontecimiento
y se vincula a las expresiones exteriores
de la celebración y se llega a proponer, a falta del mismo, la alucinación o la ficción como
alternativa.
No se ha impuesto aun tal modelo entre
nosotros, pero va tomando fuerza frente a lo que queda de cultura cristiana en
Occidente. Pero creo merece la pena plantearse a dónde nos lleva esta deriva
economicista y laicista.
Lo más terrible es, cómo esta mentalidad ha
podido “infectar” el concepto cristiano de participación
litúrgica. Son muy negativos los efectos del olvido del acontecimiento (que es olvido de las
dimensiones de fe y conversión) en la Liturgia , a favor de las puras acciones externas (activismo o, en otros
casos, ritualismo). El tedio, el desinterés ante la Liturgia , no depende
tanto de la dificultad para comprender su lenguaje, o de la distancia cultural
entre quienes la formularon y quienes hoy la celebramos. Esas cosas se pueden
superar con la adecuada formación y adaptación. El gran problema está en
confundir su “naturaleza”. Olvidar quién es su “actor” principal y no tener
presente el “acontecimiento”, que realmente hace presente, con su trascendencia
para cada uno y para la entera comunidad. El problema es pues de fe y de
“orientación”. La Liturgia
no es más de lo mismo con
respecto a la vida cotidiana. Es la sal de
esa vida. Y si esta “se vuelve sosa...”.
Entrar en la Liturgia , celebrar, es
introducirse en la dimensión fundante de la realidad, superando toda
superficialidad o rutina. Entrar en la celebración implica siempre una iniciación que se actualiza y una gracia (la celebración es un don). Los
atrios, las cancelas de las iglesias nos lo quieren recordar (como enseña el
Catecismo n. 1186). La celebración se articula, a su vez, ritualmente, no se inventa, no se
improvisa; el rito es un camino ya trazado, pero cado uno y cada comunidad lo
ha de andar personalmente. Esta fijeza es un recurso pedagógico, no para
instigar la rutina, sino para dejar libres las potencias para la acogida actual de la gracia que es lo verdaderamente siempre nuevo de la
celebración. Y el ritual es
gradual, integra diversos momentos y pasos que, poco a poco, nos conducen al culmen de la celebración. No todo en la
celebración puede ser igual o tener la misma significatividad.
Las acciones litúrgicas cristianas sitúan su
cima en el momento del encuentro sacramental con Cristo, no se trata de una
simple noción, de un mensaje a transmitir, sino de un encuentro interpersonal,
de un encuentro entre el hombre y Dios. Por eso no bastan los medios de
comunicación para una verdadera participación litúrgica, es precisa la
presencia ritual, el contacto. Y este encuentro personal no deja nunca de ser
una teofanía, aunque Dios
llegue a nosotros mediante la
Iglesia y a través de los modestos signos sacramentales. Por
eso la celebración no puede perder de vista su centro divino ni olvidar las
exigencias antropológicas de la verdadera experiencia sobrenatural. La Liturgia precisa por
ello, como de algo propio, del silencio
y de las actitudes físicas y mentales de la adoración.
También en los signos se manifiesta la gradualidad del rito. Los diversos libros litúrgicos cristianos, con la
previsión de textos y gestos, han venido sirviendo a estos requerimientos de la
naturaleza de la
Liturgia. Su historia en las diversas Familias litúrgicas de
Oriente y Occidente merece siempre un cuidadoso estudio. Y en ellos siempre se
ha cuidado el espacio para expresar las dimensiones de lo tremendo y fascinante de la realidad sagrada.
Es verdad que Cristo ha ganado ya para Dios el
universo entero. Que lo sagrado no se esconde en una hornacina (fano) mientras el caos domina el entero
mundo externo (pro-fano), sino
que ya todo es, en prenda, sacro. Pero esta sacralidad está sometida, hasta la Parusía , a un ocultamiento
que va desvelándose paulatinamente. Mientras tanto el sacro cristiano vive sacramentalmente. Se
manifiesta en los signos y ritos cristianos y manifestándose avanza hacia su
pleno desvelamiento. Por eso ahora lo sagrado no se opone a lo profano, es la revelación
de la verdad oculta de lo profano, la manifestación de su “vocación” y
plenitud. Los cristianos con su Liturgia y con su vida lo van incluyendo todo
en el designio salvador de Dios y así se opera el verdadero progreso del ser
humano y de la creación entera. Es el sentido de la Liturgia de las Horas y
de las diversas Bendiciones, que evidencian las consecuencias de la Pascua de Cristo en todas
las realidades del mundo y de la vida y actividad humanas.
Todo esto nos ayuda a comprender una afirmación
rotunda y fundamental del Concilio, cuando dice en SC n.10:
«la liturgia es la cumbre a la que tiende la
acción de la Iglesia
y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza… de la liturgia,
sobre todo de la Eucaristía ,
mana hacia nosotros, como de una fuente, la gracia y con la máxima eficacia se
obtiene la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios, a
la que tienden todas las demás obras de la Iglesia como a su fin».
Completando así cuanto dijo en el n. 7:
«[la celebración litúrgica]… es acción sagrada
por excelencia cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no
iguala ninguna otra acción de la
Iglesia ».
Siendo que la participación en la acción
litúrgica requiere una preparación previa (SC nn. 11 y 15-20), la acción
encierra también, en sí misma, una gran enseñanza (SC nn. 33-36) y posee
incluso, de cara a los creyentes de otras religiones o ante los no creyentes,
una fuerte dimensión apologética: muestra la genuina
naturaleza de la Iglesia
(Vid. SC n. 2), su Misterio
y estructura jerárquica (LG n.
26) y su esencial misión evangelizadora (CEC
nn. 1332 y 849-851).
4. Perspectivas de la Liturgia hoy
Cuando nuestra reflexión sobre la Liturgia ha de ir
concluyendo no puedo menos que preguntarme: ¿y hacia dónde camina hoy la Liturgia de la Iglesia ? El Sínodo
extraordinario de 1985 ofreció dos consignas en esta materia: la primera que la Iglesia se esforzase por
recuperar en su Liturgia el valor de lo sagrado (la dimensión religiosa de la Liturgia ; el primado de
Dios); en segundo lugar
que se cuidase la catequesis de
tipo mistagógico. A los 25 años
del Concilio Juan Pablo II en VQA señalaba dos líneas para la tarea litúrgica
de la Iglesia ,
una gran empresa de formación y
el reto de la adaptación e inculturación.
En estos otros 25 años posteriores
transcurridos, y especialmente durante el pontificado de Benedicto XVI y tras
su motu proprio “Summorum pontificum”,
se ha hablado mucho de reforma de la
reforma e incluso de involución
litúrgica (o restauracionismo). Pero todo esto se ha de matizar
mucho, si estamos a la letra e intención de las determinaciones de papa
Ratzinger. Su posición ha quedado clara en su obra litúrgica, publicada en el primer volumen editado de
sus Obras completas y en el
magnífico discurso al clero de Roma del jueves 14 de febrero de los corrientes.
En el motu proprio “Quaerit semper”,
reformando la
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos decía también con claridad que quería que esta se dedicase, como
tarea prioritaria suya, a “promover la
renovación litúrgica según la Sacrosanctum Concilium ”.
Tras muchos defensores de las “antiguas
formas” del culto católico hay no poco de formalismo o de esteticismo, tras
muchos apasionados de la “nueva liturgia” hay no pocos que no consideran el
valor de la tradición o el sentido de la Liturgia. Todos
hemos de encontrarnos, dentro de las legítimas sensibilidades espirituales o
teológicas, en la verdad que la
Iglesia profesa sobre su Liturgia tal y como lo enseñó el
Vaticano II en SC o como lo hace el Catecismo de la Iglesia Católica
en su Parte Segunda dedicada a la “Celebración del Misterio de la Fe ”.
Como hemos indicado, a lo largo de la presente
exposición, queda claro que en el centro de
la acción de la Iglesia
está la Liturgia ,
que el núcleo de dicha Liturgia es la celebración
de la Eucaristía
y el momento culminante, envuelto en adoración y silencio, de cada Eucaristía
está en la Plegaria
eucarística, con el relato de la
institución, la
Consagración , y la Comunión. Y hoy, en el mundo entero, el movimiento que aglutina
mayor número de fieles es precisamente el de la adoración eucarística,
que nace de la celebración y participación, y prolonga la adoración y el
silencio de acogida, fundando, en roca, la vida cristiana y sosteniendo toda
evangelización y caridad. Un movimiento suscitado por el Espíritu Santo, que ha
permitido al papa Benedicto XVI hablar de una primavera eucarística en la Iglesia. Tales fuerzas e iniciativas tendrán que ser acompañadas y
tuteladas por los pastores de la
Iglesia para que no se corrompan y lleguen a producir frutos
espléndidos.
Como confiesa el número primero de la SC , primer documento del
Vaticano II, la Liturgia ,
su cuidado y promoción, son la clave de toda renovación eclesial, y al mismo
tiempo, el principio de la actuación de una Iglesia que quiere amar y
santificar el mundo, hoy.
Mons. Juan-Miguel
Ferrer, subsecretario de la
Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los
Sacramentos
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