PARTE
I: EL CREDO
CAPÍTULO
PRIMERO:
EL
FIN DE LA EXISTENCIA DEL HOMBRE
¿Por qué estoy aquí? ¿Es el hombre un mero accidente biológico? ¿Es el
género humano una simple etapa en un proceso evolutivo, ciego y sin sentido?
¿Es esta vida humana nada más que un destello entre la larga oscuridad que
precede a la concepción y la oscuridad eterna que seguirá a la tumba? ¿Soy yo
apenas una mota insignificante en el universo, lanzada al ser por el poder
creador de un Dios indiferente, como la cáscara que se arroja sin pensar por
encima del hombro? ¿Tiene la vida alguna finalidad, algún plan, algún
propósito? ¿De dónde, en fin, vengo? ¿Y por qué estoy aquí? Estas cuestiones
son las que cualquier persona normal se plantea en cuanto alcanza edad
suficiente para pensar con cierta sensatez. El Catecismo de la Doctrina
Cristiana es, pues, sumamente lógico cuando nos propone como pregunta inicial:
«¿Quién nos ha creado?», pregunta a la que, una vez respondida, sigue
inmediatamente esta otra: «¿Quién es Dios?». Pero, por el momento, me parece
mejor retrasar el extendernos en estas dos preguntas y comenzar, más bien, con
la consideración de una tercera. Es igualmente básica, igualmente urgente, y
nos ofrece un mejor punto de partida. La pregunta es: «¿Para qué nos hizo
Dios?».
Hay dos modos de responder a esa pregunta, según la consideremos desde
el punto de vista de Dios o del nuestro. Viéndola desde el punto de vista de
Dios, la respuesta es: «Dios nos hizo para mostrar su bondad». Dado que Dios es
un Ser infinitamente perfecto, la principal razón por la que hace algo debe ser
una razón infinitamente perfecta. Pero sólo hay una razón infinitamente
perfecta para hacer algo, y es hacerlo por Dios. Por ello, sería indigno de
Dios, contrario a su infinita perfección, si hiciera alguna cosa por una razón
inferior a Sí mismo.
Quizá lo veamos mejor si nos lo aplicamos a nosotros. Aun para nosotros,
la mayor y mejor razón para hacer algo es hacerlo por Dios. Si lo hago por otro
ser humano -aun algo noble, como alimentar al hambriento-, y lo hago
especialmente por esa razón, sin referirme a Dios de alguna manera, estoy
haciendo una cosa imperfecta. No es una cosa mala, pero sí menos perfecta. Esto
sería así aun si lo hiciera por un ángel o por la Santísima Virgen misma,
prescindiendo de Dios. No hay motivo mayor para hacer algo que hacerlo por
Dios. Y esto es cierto tanto para lo que Dios hace como para lo que hacemos
nosotros.(La primera razón, pues -la gran razón por la que Dios hizo al universo
y a nosotros-, fue para su propia gloria, para mostrar su poder y bondad
infinitos. Su infinito poder se muestra por el hecho de que existimos. Su
infinita bondad por el hecho de que quiere hacernos partícipes de su amor y
felicidad. Y si nos pareciera que Dios es egoísta por hacer las cosas para su
propio honor y gloria, es porque no podemos evitar pensarle en términos
humanos. Pensamos en Dios como si fuera una criatura igual que nosotros.
Pero el hecho es que no hay nada o nadie que merezca más ser objeto del
pensamiento de Dios o de su amor que Dios mismo.
Sin embargo, cuando decimos que Dios hizo al universo (y a nosotros)
para su mayor gloria, no queremos decir, por supuesto, que Dios la necesitara
de algún modo. La gloria que dan a Dios las obras de su creación es la que
llamamos «gloria extrínseca». Es algo fuera de Dios, que no le añade nada. Es
muy parecido al artista que tiene gran talento para la pintura y la mente llena
de bellas imágenes. Si el artista pone algunas de ellas sobre un lienzo para
que la gente las vea y admire, esto no añade nada al artista mismo. No lo hace
mejor o más maravilloso de lo que era.
Así, Dios nos hizo primordialmente para su honor y gloria. De aquí que
nuestra primera respuesta a la pregunta «¿Para qué nos hizo Dios?» sea: «para
mostrar su bondad».
Pero la principal manera de demostrar la bondad de Dios se basa en el
hecho de habernos creado con un alma espiritual e inmortal, capaz de participar
de su propia felicidad. Aun en los asuntos humanos sentimos que la bondad de
una persona se muestra por la generosidad con que comparte su persona y sus
posesiones con otros.
Igualmente, la bondad divina se muestra, sobre todo, por el hecho de
hacernos partícipes de su propia felicidad, de hacernos partícipes de Sí mismo.
Por esta razón, al responder desde nuestro punto de vista a la pregunta
«¿Para qué nos hizo Dios?», decimos que nos hizo «para participar de su eterna
felicidad en el cielo». Las dos respuestas son como dos caras de la misma
moneda, su anverso y su reverso: la bondad de Dios nos ha hecho partícipes de
su felicidad, y nuestra participación en su felicidad muestra la bondad de
Dios.
Bien, ¿y qué es esa felicidad de la que venimos hablando y para la que
Dios nos hizo? Como respuesta, comencemos con un ejemplo: el del soldado
americano destinado en una base extranjera. Un día, al leer el periódico de su
pueblo que le ha enviado su madre, tropieza con la fotografía de una muchacha.
El soldado no la conoce. Nunca ha oído hablar de ella. Pero, al mirarla, se dice:
«Vaya, me gusta esta chica. Querría casarme con ella».
La dirección de la muchacha está al pie de la foto, y el soldado se
decide a escribirle, sin demasiadas esperanzas en que le conteste. Y, sin
embargo, la respuesta llega.
Comienzan una correspondencia regular, intercambian fotografías, y se
cuentan todas sus cosas. El soldado se enamora más y más cada día de esa
muchacha a quien nunca ha visto.
Al fin, el soldado vuelve a casa licenciado. Durante dos años ha estado
cortejándola a distancia. Su amor hacia ella le ha hecho mejor soldado y mejor
hombre: ha procurado ser la clase de persona que ella querría que fuera. Ha
hecho las cosas que ella desearía que hiciera, y ha evitado las que le
desagradarían si llegara a conocerlas. Ya es un anhelo ferviente de ella lo que
hay en su corazón, y está volviendo a casa.
¿Podemos imaginar la felicidad que colmará cada fibra de su ser al
descender del tren y tomar, al fin, a la muchacha en sus brazos? «¡Oh!
-exclamará al abrazarla-, ¡si este momento pudiera hacerse eterno!» Su
felicidad es la felicidad del amor logrado, del amor encontrándose en completa
posesión de la persona amada. Llamamos a eso la fruición del amor. El muchacho
recordará siempre este instante -instante en que su anhelo fue premiado con el primer
encuentro real- como uno de los momentos más felices de su vida en la tierra.
Es también el mejor ejemplo que podemos dar sobre la naturaleza de
nuestra felicidad en el cielo. Es un ejemplo penosamente imperfecto, inadecuado
en extremo, pero el mejor que hemos podido encontrar. Porque la primordial
felicidad del cielo consiste exactamente en esto: que poseeremos al Dios
infinitamente perfecto y seremos poseídos por El, en una unión tan absoluta y
completa que ni siquiera remotamente podemos imaginar su éxtasis.
A quien poseeremos no será un ser humano, por maravilloso que sea. Será
el mismo Dios con quien nos uniremos de un modo personal y consciente; Dios que
es Bondad, Verdad y Belleza infinitas; Dios que lo es todo, y cuyo amor
infinito puede (como ningún amor humano es capaz de hacer) colmar todos los
deseos y anhelos del corazón humano.
Conoceremos entonces una felicidad arrebatadora tal, que «ni el ojo vio,
ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre», según la cita de San Pablo (1
Cor 2,9). Y esta felicidad, una vez conseguida, nunca se podrá perder.
Pero esto no significa que se prolongue durante horas, meses y años. El
tiempo es algo propio del perecedero mundo material. Una vez dejemos esta vida,
dejaremos también el tiempo que conocemos. Para nosotros la eternidad no será
«una temporada muy larga».
La sucesión de momentos que experimentaremos en el cielo -el tipo de
duración que los teólogos llaman aevum- no serán ciclos cronometrables en horas
y minutos. No habrá sentimiento de «espera», ni sensación de monotonía, ni
expectación del mañana. Para nosotros, el «AHORA» será lo único que contará.
Esto es lo maravilloso del cielo: que nunca se acaba. Estaremos absortos
en la posesión del mayor Amor que existe, ante el cual el más ardiente de los
amores humanos es una pálida sombra.
Y nuestro éxtasis no estará tarado por el pensamiento que un día tendrá
que acabar, como ocurre con todas las dichas terrenas.
Por supuesto, nadie es absolutamente feliz en esta vida. A veces la
gente piensa que lo sería si pudiera alcanzar todo lo que desea. Pero cuando lo
consiguen -salud, riqueza y fama; una familia cariñosa y amigos leales-
encuentran que aún les falta algo. Todavía no son sinceramente felices. Siempre
queda algo que su corazón anhela. Hay personas más sabias que saben que el
bienestar material es una fuente de dicha que decepciona. Con frecuencia, los
bienes materiales son como agua salada para el sediento, que en vez de
satisfacer el ansia de felicidad, la intensifica. Estos sabios han descubierto
que no hay felicidad tan honda y permanente como la que brota de una viva fe en
Dios y de un activo y fructífero amor de Dios. Pero incluso estos sabios
encuentran que su felicidad en esta vida nunca es perfecta, nunca completa. Más
aún, son ellos, más que nadie, quienes conocen lo inadecuado de la felicidad de
este mundo, y es precisamente por eso -por el hecho de que ningún humano es
jamás perfectamente dichoso en esta vida- por lo que encontramos una de las
pruebas de la existencia de la felicidad imperecedera que nos aguarda tras la
tumba. Dios, que es infinitamente bueno, no pondría en los corazones humanos
este ansia de felicidad perfecta si no hubiera modo de satisfacerla. Dios no
tortura con la frustración a las almas que El ha hecho.
Pero incluso si las riquezas materiales o espirituales de esta vida
pudieran satisfacer todo anhelo humano, todavía quedaría el conocimiento de que
un día la muerte nos lo quitaría todo -y nuestra felicidad sería incompleta-.
En el cielo, por el contrario, no sólo seremos felices con la máxima capacidad
de nuestro corazón, sino que tendremos, además, la perfección final de la
felicidad al saber que nada nos la podrá arrebatar. Está asegurada para
siempre.
¿Qué debo hacer? Me temo que mucha gente vea el cielo como un lugar
donde encontrarán a los seres queridos difuntos, más que el lugar donde
encontrarán a Dios. Es cierto que en el cielo veremos a las personas queridas,
y que nos alegrará su presencia. Cuando estemos con Dios, estaremos con todos
los que con El están, y nos alegrará saber que nuestros seres queridos están
allí, como Dios se alegra de que estén. Querremos que aquellos que dejamos
alcancen el cielo también, como Dios quiere que lo alcancen.
Pero el cielo es algo más que una reunión de familia. Para todos, Dios
es quien importa.
En una escala infinitamente mayor, será como una audiencia con el Santo
Padre. Cada miembro de la familia que visita el Vaticano está contento de que
los demás estén allí.
Pero cuando el Papa entra en la sala de audiencias, es a él,
principalmente, a quien los ojos de todos se dirigen. De modo parecido, nos
conoceremos y amaremos todos en el cielo -pero nos conoceremos y amaremos en
Dios.
Nunca se resaltará bastante que la felicidad del cielo consiste,
esencialmente, en la visión intelectual de Dios -la final y completa posesión
de Dios, al que hemos deseado y amado débilmente y de lejos-. Y si éste ha de
ser nuestro destino -estar eternamente unidos a Dios por el amor-, de ello se
desprende que hemos de empezar a amarle aquí en esta vida.
Dios no puede llenar lo que ni siquiera existe. Si no hay un principio
de amor de Dios en nuestro corazón, aquí, sobre la tierra, no puede haber la
fruición del amor en la eternidad.
Para esto nos ha puesto Dios en la tierra, para que, amándole, pongamos
los cimientos necesarios para nuestra felicidad en el cielo.
En el epígrafe precedente hablábamos de un soldado que, estacionado en
una base lejana, ve el retrato de una muchacha en un periódico y se enamora de
ella. Comienza a escribirle y, a su regreso al hogar, termina por hacerla suya.
Es evidente que si, para empezar, al joven no le hubiera impresionado la,
fotografía, o si, tras unas pocas cartas, hubiera perdido el interés por ella,
cesando la correspondencia, aquella muchacha no habría significado nada para él
a su regreso. Y aun en el caso de que se encontrara en el andén a la llegada
del tren, para él su rostro hubiera sido uno más en la multitud. Su corazón no
se sobresaltaría al verla.
De igual modo, si no empezamos a amar a Dios en esta vida, no hay modo
de unirnos a El en la eternidad. Para aquel que entra en la eternidad sin amor
de Dios en su corazón, el cielo, simplemente, no existirá. Igual que un hombre
sin ojos no podría ver la belleza del mundo que le rodea, un hombre sin amor de
Dios no podrá ver a Dios; entra en la eternidad ciego. No es que Dios diga al
pecador impenitente (el pecado no es más que una negativa al amor de Dios):
«Como tú no me amas, no quiero nada contigo. ¡Vete al infierno!». El hombre que
muere sin amor de Dios, o sea, sin arrepentirse de su pecado, ha hecho su
propia elección. Dios está allí, pero él no puede verle, igual que el sol
brilla aunque el ciego no pueda verlo.
Es evidente que no podemos amar a quien no conocemos. Y esto nos lleva a
otro deber que tenemos en esta vida. Tenemos que aprender todo lo que podamos
sobre Dios, para poder amarle y mantener vivo nuestro amor y hacerle crecer.
Volviendo a nuestro imaginario soldado: Si ese joven no hubiera visto a la
muchacha, está claro que nunca habría llegado a amarla. No podría haberse
enamorado de quien ni siquiera habría oído hablar. Y aun después de ver su
fotografía y quedar impresionado por su apariencia, si el joven no le hubiera
escrito y por la correspondencia conocido su atractivo, el primer impulso de
interés nunca se habría hecho amor ardiente.
Por eso «estudiamos» religión. Por eso tenemos clases de catecismo en la
escuela y cursos de religión en la enseñanza media y en la superior. Por eso
oímos sermones los domingos y leemos libros y revistas doctrinales. Por eso
tenemos círculos de estudio, seminarios y conferencias. Son parte de lo que
podríamos llamar nuestra «correspondencia» con Dios. Son parte de nuestro
esfuerzo por conocerle mejor para que nuestro amor por El pueda crecer, desarrollarse
y conservarse.
Hay, por descontado, una única piedra de toque para probar nuestro amor
por alguien. Y es hacer lo que complace a la persona amada, lo que le gustaría
que hiciéramos.
Tomando una vez más el ejemplo de nuestro soldadito: Si, a la vez que
dice amar a su chica y querer casarse con ella, se dedicara a gastar su tiempo
y dinero en prostitutas y borracheras, sería un embustero de primera clase. Su
amor no sería sincero si no tratara de ser la clase de hombre que ella querría
que fuese.
Parecidamente, hay un solo modo de probar nuestro amor a Dios, y es
haciendo lo que El quiere que hagamos, siendo la clase de hombre que El quiere
que seamos. El amor de Dios no está en los sentimientos. Amar a Dios no
significa que nuestro corazón deba dar saltos cada vez que pensamos en El.
Algunos pueden sentir su amor de Dios de modo emocional, pero esto no es
esencial. Porque el amor de Dios reside en la voluntad. No es por lo que
sentimos sobre Dios, sino por lo que estamos dispuestos a hacer por El, como
probamos nuestro amor a Dios.
Y cuanto más hagamos por Dios aquí, tanto mayor será nuestra felicidad
en el cielo.
Quizás parezca una paradoja afirmar que en el cielo unos serán más
felices que otros, cuando antes habíamos dicho que en el cielo todos serán
perfectamente felices. Pero no hay contradicción. Aquellos que hayan amado más
a Dios en esta vida serán más dichosos al consumarse ese amor en el cielo. Un
hombre que ama a su novia sólo un poco, será dichoso al casarse con ella. Pero
otro que la ame más será más dichoso que el primero en la consumación de su
amor. De igual modo, al crecer nuestro amor a Dios (y nuestra obediencia a su
voluntad) crece nuestra capacidad de ser felices en Dios.
En consecuencia, aunque es cierto que cada bienaventurado será
perfectamente feliz, también es verdad que unos tendrán mayor capacidad de
felicidad que otros. Para utilizar un ejemplo antiguo: una botella de cuarto y
una botella de litro pueden ambas estar llenas, pero la botella de litro
contiene más que la de cuarto. O para dar otra comparación: seis personas
escuchan una sinfonía; todos están absortos en la música, pero cada uno la
disfruta en seis grados distintos, que dependerán de su particular conocimiento
y apreciación de la música.
Es, pues, todo esto lo que el catecismo quiere decir cuando pregunta
«¿Qué debemos hacer para adquirir la felicidad del cielo?», a lo que contesta
diciendo: «Para adquirir la felicidad del cielo debemos conocer, amar y servir
a Dios en esta vida.» Esa palabra del medio, «amar», es la palabra clave, lo
esencial. Pero el amor no se da sin previo conocimiento, hay que conocer a Dios
para poder amarle. Y no es amor verdadero el que no se manifiesta en obras:
haciendo lo que el amado quiere. Así, pues, debemos también servir a Dios.
Pero, antes de dar por concluida nuestra respuesta a la pregunta «¿Qué
debo hacer?», conviene recordar que Dios no nos deja abandonados a nuestra
humana debilidad en este asunto de conocerle, amarle y servirle. La felicidad
del cielo es una felicidad intrínsecamente sobrenatural. No es algo a lo que
tengamos derecho alguno. Es una felicidad que sobrepasa nuestra naturaleza
humana, que es sobre-natural. Aun amando a Dios nos sería imposible
contemplarle en el cielo si no nos diera un poder especial. Este poder especial
que Dios da a los bienaventurados, que no forma parte de nuestra naturaleza
humana y al que no tenemos derecho se llama lumen gloriae. Si no fuera por esta
luz de gloria, la felicidad más alta a que podríamos aspirar sería la natural
del limbo.
Esta felicidad sería muy parecida a la que goza el santo en esta vida
cuando está en unión cercana y extática con Dios, pero sin llegar a verle.
La felicidad del cielo es una felicidad sobrenatural. Para alcanzarla,
Dios nos proporciona las ayudas sobrenaturales que llamamos gracias. Si El nos
dejara con sólo nuestras fuerzas, nunca conseguiríamos el tipo de amor que nos
merecería el cielo. Es una clase especial de amor a la que llamamos «caridad»,
y cuya semilla Dios implanta en nuestra voluntad en el bautismo. Mientras
cumplamos nuestra parte buscando, aceptando y usando las gracias que Dios nos
provee, este amor sobrenatural crece en nosotros y da fruto.
El cielo es una recompensa sobrenatural que alcanzamos viviendo vida
sobrenatural. Y esta vida sobrenatural es conocer, amar y servir a Dios bajo el
impulso de su gracia. Es todo el plan y toda la filosofía de una vida
auténticamente cristiana.
¿Quién me enseñará? He aquí una escenita que bien pudiera suceder: El
director de una fábrica lleva a uno de sus obreros ante una nueva máquina que
acaba de instalarse. Es enorme y complicada.
El director dice al trabajador: «Te nombro encargado de esta máquina. Si
haces un buen trabajo con ello, tendrás una bonificación de cinco mil dólares a
fin de año. Pero como es una máquina muy cara, si la estropeas, te echo a la
calle. Ahí tienes un folleto que te explica la máquina. Y ahora, ¡a trabajar!»
«Un momento -seguramente diría el obrero-.Si esto significa o tener un montón
de dinero o estar sin trabajo, necesito algo más que un librillo. Es muy fácil
entender mal un libro. Y, además, a un libro no se le pueden hacer preguntas.
¿No sería mejor traer a uno de esos que hacen las máquinas? Podría explicármelo
todo y asegurarse de que lo he entendido bien.» Y sería razonable la petición
del obrero. Igualmente, cuando se nos dice que toda nuestra tarea en la tierra
consiste en «conocer, amar y servir a Dios», y de que nuestra felicidad eterna
depende de lo bien que la hagamos, podemos con razón preguntar: «¿Quién me va a
explicar la manera de hacerla? ¿Quién me dirá lo que necesito saber?» Dios se
ha anticipado a nuestra pregunta y la ha respondido. Y Dios no se ha limitado a
ponernos un libro en las manos y dejar que nos apañemos con su interpretación
lo mejor que podamos. Dios ha enviado a Alguien de la «Casa Central» para que
nos diga lo que necesitamos saber para decidir nuestro destino. Dios ha enviado
nada menos que a su propio Hijo en la Persona de Jesucristo. Jesús no vino a la
tierra con el único fin de morir en una cruz y redimir nuestros pecados. Jesús
vino también a enseñar con la palabra y el ejemplo. Vino a enseñarnos las
verdades sobre Dios que nos conducen a amarle, y a mostrarnos el modo de vida
que prueba nuestro amor.
Jesús, en su presencia física y visible, se fue al cielo el jueves de la
Ascensión. Sin embargo, ideó el modo de quedarse con nosotros como Maestro
hasta el fin de los tiempos. Con sus doce Apóstoles como núcleo y base, Jesús
se modeló un nuevo tipo de Cuerpo. Es un Cuerpo Místico más que físico por el
que permanece en la tierra. Las células de su Cuerpo son personas en vez de
protoplasma. Su Cabeza es Jesús mismo, y el Alma es el Espíritu Santo. La Voz
de este Cuerpo es la del mismo Cristo, quien nos habla continuamente para
enseñarnos y guiarnos. A este Cuerpo, el Cuerpo Místico de Cristo, llamamos
Iglesia.
Es esto lo que quiere decir el catecismo al preguntar -como nos hemos
preguntado nosotros-: «¿Quién nos enseña a conocer, amar y servir a Dios?», y
responder: «Aprendemos a conocer, amar y servir a Dios por Jesucristo, el Hijo
de Dios, quien nos enseña por medio de la Iglesia.» Y para que tengamos bien a
la mano las principales verdades enseñadas por Jesucristo, la Iglesia las ha
condensado en una declaración de fe que llamamos Credo de los Apóstoles. Ahí
están las verdades fundamentales sobre las que se basa una vida cristiana.
El Credo de los Apóstoles es una oración antiquísima que nadie sabe
exactamente cuándo se formuló con las palabras actuales. Data de los primeros
días de los comienzos del Cristianismo. Los Apóstoles, después de Pentecostés y
antes de comenzar sus viajes misioneros por todo el mundo, formularon con
certeza una especie de sumario de las verdades esenciales que Cristo les había
confiado. Con él, todos se aseguraban de abarcar estas verdades esenciales en
su predicación. Serviría también como declaración de fe para los posibles
conversos antes de su incorporación al Cuerpo Místico de Cristo por el
Bautismo.
Así, podemos estar bien seguros que cuando entonamos «Creo en Dios Padre
omnipotente...» recitamos la misma profesión de fe que los primeros convertidos
al Cristianismo -Cornelio y Apolo, Aquila, Priscila y los demás- tan
orgullosamente recitaron y con tanto gozo sellaron con su sangre.
Algunas de las a verdades del Credo de los Apóstoles podíamos haberlas
hallado, bajo unas condiciones ideales, nosotros mismos. Tales son, por
ejemplo, la existencia de Dios, su omnipotencia, que es Creador de cielos y
tierra. Otras las conocemos sólo porque Dios nos las ha enseñado, como que
Jesucristo es el Hijo de Dios o que hay tres Personas en un solo Dios. Al
conjunto de verdades que Dios nos ha enseñado (algunas asequibles para nosotros
y otras fuera del alcance de nuestra razón) se le llama «revelación divina», o
sea, las verdades reveladas por Dios. («Revelar» viene de una palabra latina
que significa «retirar el velo».) Dios empezó a retirar el velo sobre Sí mismo
con las verdades que dio a conocer a nuestro primer padre, Adán. En el transcurso
de los siglos, Dios siguió retirando el velo poquito a poco. Hizo revelaciones
sobre Sí mismo -y sobre nosotros- a los patriarcas como Noé y Abrahán; a Moisés
y a los profetas que vinieron tras él, como Jeremías y Daniel.
Las verdades reveladas por Dios desde Adán hasta el advenimiento de
Cristo se llaman «revelación precristiana». Fueron la preparación paulatina
para la gran manifestación de la verdad divina que Dios nos haría por su Hijo
Jesucristo. A las verdades dadas a conocer ya directamente por Nuestro Señor,
ya por medio de sus Apóstoles bajo la inspiración del Espíritu Santo, las
llamamos «revelación cristiana».
Por medio de Jesucristo, Dios completó la revelación de Sí mismo a la
humanidad. Ya nos ha dicho todo lo que necesitamos saber para ir al cielo. Nos
ha dicho todo lo que necesitamos saber para cumplir nuestro fin y alcanzar la
eterna unión con el mismo Dios.
Consecuentemente, tras la muerte del último Apóstol (San Juan), no hay
«nuevas» verdades que la virtud de la fe exija que creamos.
Con el paso de los años, los hombres usarán la inteligencia que Dios les
ha dado para examinar, comparar y estudiar las verdades reveladas por Cristo.
El depósito de la verdad cristiana, como un capullo que se abre, se irá
desplegando ante la meditación y el examen de las grandes mentes de cada
generación.
Naturalmente, nosotros, en el siglo XX, comprendemos mucho mejor las
enseñanzas de Cristo que los cristianos del siglo I. Pero la fe no depende de
la plenitud de comprensión. En lo que concierne a las verdades de fe, nosotros
creemos exactamente las mismas verdades que creyeron los primeros cristianos,
las verdades que ellos recibieron de Cristo y de sus portavoces, los Apóstoles.
Cuando el sucesor de Pedro, el Papa, define solemnemente un dogma-como
el de la Asunción-, no es que presente una nueva verdad para ser creída.
Simplemente nos da pública noticia de que es una verdad que data del tiempo de
los Apóstoles y que, en consecuencia, debemos creer. Desde el tiempo de Cristo
ha habido muchas veces en que Dios ha hecho revelaciones privadas a
determinados santos y otras personas. Estos mensajes se denominan revelaciones
«privadas». A diferencia de las revelaciones «públicas» dadas por Jesucristo y
sus Apóstoles, aquéllas sólo exigen el asentimiento de los que las reciben. Aun
apariciones tan famosas como Lourdes y Fátima, o la del Sagrado Corazón a Santa
Margarita María, no son lo que llamamos «materia de fe divina». Si una
evidencia clara y cierta nos dice que estas apariciones son auténticas, sería una
estupidez dudar de ellas. Pero aun negándolas no incurriríamos en herejía.
Estas revelaciones privadas no forman parte del «depósito de la fe».
Ahora que estamos tratando del tema de la revelación divina sería bueno
indicar el volumen que nos ha guardado muchas de las revelaciones divinas: la
Santa Biblia.
Llamamos a la Biblia la Palabra de Dios porque fue el mismo Dios quien
inspiró a los autores de los distintos «libros» que componen la Biblia. Dios
les inspiró escribir lo que El quería que se escribiera, y nada más. Por su
directa acción sobre la mente y voluntad del escritor (sea éste Isaías o
Ezequiel, Mateo o Lucas), Dios Espíritu Santo dictó lo que quería que se
escribiera. Fue, por supuesto, un dictado interno y silencioso. El escritor
redactaría según su estilo de expresión propio. Incluso sin darse cuenta de lo
que le movía a consignar las cosas que escribía. Incluso sin percatarse de
estar escribiendo bajo la influencia de la divina inspiración. Y, sin embargo,
el Espíritu Santo guiaría cada rasgo de su pluma.
Es, pues, evidente que la Biblia no está libre de error porque la
Iglesia haya dicho, tras un examen minucioso, que no hay en ella error. La
Biblia está libre de error porque su autor es Dios mismo, siendo el escritor
humano un mero instrumento de Dios. El cometido de la Iglesia ha sido decirnos
qué escritos antiguos son inspirados, conservarlos e interpretarlos.
Sabemos, por cierto, que no todo lo que Jesús enseñó está en la Biblia.
Sabemos que muchas de las verdades que constituyen el depósito de la fe se nos
dieron por enseñanza oral de los Apóstoles y se han transmitido de generación
en generación por los obispos, sucesores de los Apóstoles. Es lo que llamamos
Tradición de la Iglesia: las verdades transmitidas a través de los tiempos por
la viva Voz de Cristo en su Iglesia.
En esta doble fuente - la Biblia y la Tradición - encontramos la
revelación divina completa, todas las verdades que debemos creer.
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