LAS TRES
COSAS
QUE DECÍA UN CURA
AL JESÚS DE
SU SAGRARIO
A
mi corazón de sacerdote le basta saber que tuve una parroquia de veinte mil
almas a mi cargo. Que por la salvación de esas almas, no regateé sacrificios
ni industrias de celo. Y, que, sin embargo, mi parroquia no acabó de llenarse
de hijos suyos, ni aun los domingos. Ése era el gran problema de mi vida
sacerdotal, el bocado amargo que siempre estaba probando, mi pesadilla cuando
dormía y mi preocupación despierto. Era lo que ponía mis días tristes y lo que
nublaba todas mis alegrías. Mi gran contrariedad, lo que me hacía sentir
despiadadamente el peso de mis pecados y la ausencia de la santidad a que estoy
llamado. Eso es lo que hasta me sacaba los colores de vergüenza a la cara: ¡mi
parroquia desierta muchas veces, casi desierta otras y llena nunca! ¡Y, las
tabernas y los casinos de mi parroquia, rebosando gente!
Y
como yo sé que ésa es también la gran pena, la gran contrariedad, el gran
problema de la mayoría de mis hermanos los sacerdotes, yo os invitaría a que os
vinierais conmigo en espíritu al Sagrario de aquella mi parroquia y, si vuestra
paciencia no lo llevara a mal, escucharíais lo que el cura de aquella parroquia
le decía al Amo suyo y de todas sus cosas. Es una conversación que poco más o
poco menos versa sobre estos tres puntos: ¡Que no vienen! ¿Por qué no vendrán?
¿Cómo vendrían?
¡Que no vienen!
Mirad
cómo el cura de aquel Sagrario rellena poco más o menos el primer punto de su
conversación. ¡Qué buena ha estado la novena que hemos celebrado! Buenos
sermones; buenos cantores; bonito altar; todo bueno menos la asistencia. ¡Qué
poca gente! La nave del centro si acaso llena... El coro con cinco o seis
hombres... dicen que el calor, que el frío, que el viento... Y ¿la Misa de alba
de ayer? ¿Y la mayor? ¡Qué pena me dio
al ver, cuando me volví para predicar al pueblo!... ¡Al pueblo! ¡A veinte o
treinta personas! ¿Has visto, Señor, cómo los chiquillos se han empeñado en no
venir al catecismo?
Después de aquellos domingos en que venían tantos y formábamos en el
atrio de la iglesia aquellas ruedas
de juego antes de la Misa, se hizo el reparto de premios tan deseado y
después... ya no vinieron más que dos o tres.
Pero y ¿las niñas? ¡Si vienen menos que los niños!... Y ¿los hombres? Y
¿los trabajadores del campo? Y ¿los marineros? Y ¿las mujeres? ¿Y...? ¡No
vienen! ¡no quieren venir ni aun los vecinos más próximos de la iglesia!
¿Y por qué no vienen?
Sigue
preguntándose y preguntando al Huésped de su Sagrario el cura aquel.
Y
después de hacer un recuento de obras de atracción realizadas por él o por
otros; de estudiar sobre el terreno con todo el desapasionamiento posible las
causas de esa aversión, antipatía o desgana
de la iglesia que caracteriza a la gentes de nuestro tiempo, el cura de mi
Sagrario sacaba esta consecuencia: los hombres han perdido el apetito espiritual. ¿Por qué? Porque se
les ha hecho pasar mucha hambre y el hambre cuando es excesiva, trae la
inapetencia y hasta la repulsión de los alimentos. ¿Hambre de qué? Hambre de vida intensamente cristiana.
Yo no trato de inculpar a nadie. No hago otra cosa que repetir el examen
de conciencia que hacía delante de mi Sagrario. Y me he dicho muchas veces:
estamos pagando un error de nuestros antecesores y quizá propio.
La sugestión del número y el olvido de lo
principal
Nos
hemos dejado llevar mucho de la sugestión
del número y muy poco de la calidad.
Nos hemos extasiado muchas veces ante nuestros templos rebosando gentes,
nuestras procesiones recibiendo homenajes y aclamaciones populares. Nos hemos
recreado quizá demasiado en el título de católica de nuestra España, en el
carácter de oficial de nuestra religión en España. En las gloriosas acciones de
nuestra católica historia. En nuestros católicos antepasados. Y, mientras
nuestro espíritu se entretenía en esos arrobamientos y nuestras manos en
aplaudir nuestra fe tradicional y nuestra boca en alabarla, no echábamos de ver
que ese pueblo cuya fe tanto aplaudíamos, estaba casi a cuarta ración de alimento espiritual.
Como que el espíritu de ese pueblo no recibía más alimento que un sermón
de cuando en cuando, quizá más aplaudido y elocuente que entendido y
practicado. Una Misa de doce, quizá más elegante que devota. Unas funciones con
más luces y flores que unción y recogimiento. Una caridad de más apariencia
que fondo y con más filantropía laica que virtud cristiana.
Más aun, ese pueblo ha oído poco o casi nada el Evangelio, y ha tenido
como un misterio (revelable sólo a los iniciados) el conocimiento y la práctica
de la piedad. Ese pueblo ha olvidado o no ha aprendido el catecismo; ha pasado
a sus niños por las escuelas seis o siete años sin que se les diera de comulgar
más que una sola vez y eso cuando la aparición de las picardías del niño
anunciaba el uso de su razón...
A
ese pueblo, sobre todo, y la pena más amarga anuda mi garganta al tocar este
punto, a ese pueblo se le dejó perder el hábito
del Sagrario.
Él Sagrario dejó de ser el nido de amores, el alcázar de la dicha, la
sala del festín, la casa solariega de los cristianos, y se fue trocando poco a
poco en casa muy respetable, es
verdad, pero tan aislada como respetable y tan inaccesible como aislada.
Yo no sé que se haya hecho jamás más daño a la vida cristiana como con
este retirar de su circulación el
Sagrario.
El
cristianismo es el Sagrario, y, aunque ésta no sea la ocasión de demostrarlo,
vosotros afirmaréis conmigo que el Sagrario en nuestra religión no es un remate más o menos airoso de sus cimas,
ni un broche de oro que lo cierra, ni
una de las instituciones que lo embellecen, sino que la Eucaristía, el
Sagrario, es todo el cristianismo, es el principio, fin y razón de ser de sus
dogmas y su moral, de sus sacrificios y de sus virtudes, de sus bellezas y de
sus milagros...
Yo no puedo pensar qué sería un cristianismo sin Eucaristía, porque su
Fundador no quiso que lo hubiera. Pero sí digo que el actual cristianismo todo
es con, por y para la Eucaristía, y sin ella, no titubeo en decirlo, el
cristianismo es nada, de tal modo que puede formularse esta regla cierta: a
más frecuencia de Sagrario, más cristianismo; a menos Sagrario menos
cristianismo.
Pues
bien, el pueblo aquel que llenaba nuestros templos y dejó de frecuentar el
Sagrario, llegó a olvidar prácticamente que el Sagrario era sobre todo la
grande e insustituible casa de comida
de las almas y a persuadirse de que era sólo lugar de recreo o tribunal para premiar
a los santos o trono altísimo de la majestad de Dios y terminó por dejar
sólo el Sagrario para los santos o para los que quieran andar por caminos más
estrechos.
Nuestro pueblo llegó a creerse, prácticamente al menos, que podía
conservarse en un cristianismo regular y de modestas pretensiones sin Sagrario
o sin mucho Sagrario. ¡Qué error! ¡Como si se pudiera vivir sin comer!
Hambre sin hartura
Y
¿qué pasó? Que de aquellos pueblos de Comuniones una sola vez al año; de
Manifiestos en tronos colocados en lo más alto del altar mayor y bendiciones
con el santísimo sólo en las fiestas principales; de niños que se llevaban en
escuelas cristianas siete y ocho años sin comulgar más que una sola vez; de ese
tratar y hablar de la Eucaristía como cosa
de adorno, que de aquellos pueblos cuyas parroquias se abrían a las ocho y
a las nueve de la mañana, o en las que no se podía comulgar antes de esa hora o
más tarde, de iglesias semanas enteras cerradas..., han salido estos otros
pueblos de Sagrarios abandonados de los hombres y acompañados sólo de las telarañas.
Ese pueblo, a pesar de lo tradicional de su fe, de lo arraigado de sus
costumbres cristianas, de las buenas inclinaciones de su carácter, ese pueblo
tenía que padecer hambre, mucha hambre y, no satisfecha ésta, caer en una
inapetencia funesta precursora de una muerte espiritual inminente.
Para mí que ese desgano del templo, característico de nuestros tiempos,
más que consecuencia de los males recientes, y que todos lamentamos, lo es de
un mal más antiguo: el jansenismo más o menos consciente o hipócrita, que
durante un par de siglos ha estado diezmando y envenenando la familia católica,
y de un cómodo descansar sobre los laureles.
Estos males que hemos padecido de prensa, de modas, de gobierno, si no
su principio, su fomento lo han tenido en esa falta de reservas, en esa desnutrición
en que ha sorprendido al pueblo que fue
cristiano.
Desfallecerán en el camino...
¡Con
qué triste fidelidad se ha cumplido la predicción del Profeta: "Se
arideció mi corazón porque dejé de comer mi pan!".
Cuando yo veo a esas turbas que pueblan los alrededores de nuestros
templos y en las lágrimas de sus ojos y en el rechinar de sus dientes y en la
postración exterior de sus cuerpos, adivino los desengaños, las desesperaciones
y las rabias de sus adentros, como si fueran incurables, teniendo tan cerca al
Médico, no puedo menos de acordarme de la gran lástima con que el Maestro
vaticinaba estas hambres la tarde de la multiplicación del pan: "Si los
envío a sus casas en ayunas, desfallecerán en el camino" (Mc 7,3).
***
¡Ay!
qué relieve tan triste toman esas palabras aplicadas a esas muchedumbres que
viven desesperadas en torno de nuestros Sagrarios, que los poblaron un tiempo
aun olvidándose de sí mismos, hasta que llegó el día en que predominó el
criterio humano que expresaban algunos de los apóstoles, todavía terrenos: Y
las turbas fueron despedidas de la compañía de Jesús sin que se les diera el
pan de la multiplicación y se cumplieron en aquellos pobres despedidos los
temores del Corazón de Jesús. ¡Desfallecieron de hambre en el camino y no
tuvieron fuerzas para volver! ¡Y ahora que no se me diga que el pueblo no comulga porque se fue! y está muy
ido, que yo digo que lo contrario es la verdad, que el pueblo se fue porque no se le dio de comulgar.
Ésta es la verdad, la gran verdad que ojalá ninguno perdiéramos de vista
para enmendar yerros y corregir procedimientos!
Un reparo
Cierto
que todavía y en determinados lugares y ocasiones, muchedumbres que no
comulgan, invaden las iglesias. Cierto que hay mucha gente que no comulga a la
que no se le puede negar el título de cristiana. Es cierto eso, es verdad. Pero
¿no es cierto también que la vida cristiana, netamente y prácticamente
cristiana, de esas muchedumbres es más que problemática? ¿No es cierto que lo
poco bueno que aun les queda, no es ni más ni menos que el olor, o el eco de lo
bueno de otros tiempos que fue muy abundante, como son las costumbres, las
tradiciones y los hábitos por fortuna nuestra tan arraigados en nuestra patria?
Triste es decirlo, pero mucha parte del pueblo que llamamos cristiano
está sosteniéndose hoy no por alimentación material y directa, sino por la de
los casos desesperados ¡por inhalaciones!
De modo que el problema de la despoblación del Sagrario se agiganta y
toma proporciones espantosas al pensar que, si no corremos con el remedio, las
lágrimas y los lamentos que ahora nos arranca tanta soledad, tendremos que
distribuirlos duplicados sobre nuevas y más horribles soledades 1.
¡Respiremos!
Al
llegar aquí, yo que tantas veces he enarbolado la bandera del optimismo sano y
vigorizante, siento pena de haberos quizá encogido el corazón con la
descripción de ese cuadro tan desconsolador.
¡Dios mío, llevar penas a los queridos hermanos, que tantas y tan
amargas tienen que devorar cada día! ¡Perdonadme, hermanos y almas buenas que
me leéis, siquiera en gracia a los consuelos que para esta hora os tengo
preparados!
Yo os puedo decir y asegurar con toda verdad, que ese mal del abandono
del Sagrario, que todos lloramos, es curable, más aun, se está curando.
¿Cómo vendrán?
Dejad que el cura aquél os vuelva a contar las
cosas que decía al Amo de su Sagrario en las horas que ante Él se pasaba:
"Llenar mi parroquia, Señor, ¡cuánto lo ansío!. ¡Qué alegría verla con las
puertas abiertas de par en par, para que los fieles que no caben dentro,
rebosen hacia fuera y todo el pórtico tenga que convertirse en iglesia! ¡Mi
iglesia llena, Señor!" Y parece que le respondían desde allá dentro: ¿Llena?
¡Cuando tú quieras! Mira, Yo no me pago de la grandeza del número de los hombres, sino de la
grandeza de sus virtudes, y de sus
obras buenas. Yo no vine a levantar ejércitos que asustaran a los hombres, sino
a sembrar y fecundar virtudes y obras buenas que purificaran la tierra y
embalsamaran el cielo. Yo no me siento acompañado con el número sino con la calidad.
Muchas veces veo mis iglesias llenas de pueblo y me siento solo y tan
abandonado como en el Huerto.
Mira, sacerdote mío, despreocúpate tú de la
sugestión del número y preocúpate más de la calidad. Más que llenarme de gente
mis iglesias, preocúpate en llenármela de buen
olor de Comuniones fervorosas, de adoraciones
rendidas, de suspiros de amor, de aspiraciones de esperanza, de inspiraciones de fe, de oraciones bien rezadas, de lágrimas de pecadores, de propósitos eficaces de enmienda, de vida
intensamente eucarística.
Déjame a Mí multiplicar la gente cuando tú con mi gracia, multipliques
la alegría que en Mí y en ti ha de
producir el olor de esas cosas buenas.
Llena mi templo de olor de cosas
buenas y yo te prometo que ese olor se extenderá por las calles y las casas
de tu feligresía y verás cómo la iglesia tuya será pequeña y tendrás que
levantar más iglesias para los que han de venir...
Pero sabe que no puede haber cosas buenas con mi Sagrario cerrado.
Mira que hombres y obras que no
pasen por el Sagrario abierto, no
pueden oler bien y al fin y a la
postre olerán a muerto.
Mira que si te duelen las injusticias que padecen los pobres, las penas
de los enfermos, los escándalos de los niños..., te debe doler sobre todo dolor el abandono que padezco
en el Sagrario, que es la injusticia de más urgente y transcendental reparación
y la pena que más enardece y el escándalo que más ruinas trae a las almas...
Nota:
1.- ¡Qué terrible realidad han tenido estos temores
en las sacrílegas devastaciones de los años 31, 34, 36 y 37!
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