sábado, 22 de marzo de 2014

Domingo III de cuaresma (ciclo a) Mons. Fulton Sheen

Mons. Fulton J. Sheen
LA MUJER JUNTO AL POZO

En el jardín de todo corazón se libra de continuo un gran combate. Sólo Dios y el alma lo conocen. Así como los planetas afectan a las plantas, como la luna de un modo o de otro influye en todas las mareas del mundo, así todo corazón es alcanzado por los influjos de otro mundo.
Uno de los más hermosos relatos sobre las pugnas que se libran en el alma, es el de la mujer junto al pozo.
El lugar del hecho fue Samaría, región situada entre Judea y Galilea, en Palestina. Galilea está al Norte, Judea al Sur y entre ambas se halla Samaría.
Como podéis deducirlo, el Buen Samaritano procedía de Samaría. En el año 722 antes de Cristo, Asiria deportó a muchos habitantes de Samaría y también exportó a esa región a muchos asirios. Este intercambio de sangre y religión produjo una raza híbrida: mitad judía y mitad asiria. Por el año 409 a.C. los samaritanos levantaron un templo propio en el Monte Garizim.
Mediaba una notable enemistad entre los judíos y los samaritanos. Estos últimos arrojaban frecuentemente huesos humanos dentro del templo de Jerusalén para profanarlo, mancillarlo, y detener así las solemnidades de los ritos religiosos. Por esa razón, los judíos no querían pasar por Samaría cuando estaban en camino a Galilea. Los judíos solían anunciar a las personas de su religión que habitaban lejos, la celebración de tales o cuales fiestas, encendiendo fuegos en las cumbres de las colinas; los samaritanos, entonces, dos o tres días antes encendían otros fuegos para confundir a sus enemigos los judíos.

Cierto día, Nuestro Divino Salvador, que estaba de viaje de Judea a Galilea, no quiso evitar el pasar por Samaría. Llegó cerca del pueblo de Sicar y se sentó junto al pozo de Jacob. Estaba hambriento y cansado, pero mucho mayor era en Él el hambre de cosecha espiritual que experimentaba en su Alma. Frente a Él, elevándose a unos doscientos cincuenta metros de altura, estaba el Monte Garizim, donde se alzaban las ruinas del templo rival samaritano. Detrás de Él se levantaban el Templo y la Ciudad de Jerusalén.
Era la hora del mediodía, Nuestro Bendito Salvador es descrito por los Evangelios como hallándose cansado a causa de la jornada. Estaba cansado en su trabajo y no a causa de su trabajo. El cansancio mismo puede ser puesto al servicio de una finalidad. Dos de sus más extraordinarios convertidos fueron logrados por Él cuando estaba cansado. Mientras descansaba sentado junto al pozo, una mujer llegó hasta allí en busca de agua. Era una hora poco usual en los países orientales a causa del intenso calor que reina al mediodía. Generalmente las mujeres acuden a sacar agua a la mañana o al atardecer.
Nuestro Señor inició la conversación en el plano de las necesidades humanas y le pidió que le diera de beber. Conocía el pasado y la vida presente de su interlocutora pero, esto no obstante, comenzó pidiéndole un favor: que le facilitara la obtención del agua. Frecuentemente, cuando Dios desea hacernos un favor comienza pidiendo otro por su parte. La finalidad de su pedido es la de crear un vacío en el corazón. Él, por quien todas las cosas fueron hechas, el Creador de las montañas, de los mares y de los océanos, no halla menoscabo en pedir un sorbo de agua de mano de una criatura pecadora.
La respuesta de la mujer fue la siguiente: “¿Cómo Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?” Entre nosotros, un enemigo puede pedir y recibir un sorbo de agua sin temor de comprometerse a sí mismo ni de comprometer a su oponente; pero no sucede lo mismo en el Oriente. Allí el dar y recibir agua para aplacar la sed es una convención, un símbolo de hospitalidad.
Nuestro Señor le respondió: “Si conocieras el don de Dios y Quien es el que te lo dice: “dame de beber”, serías tú quien le pidiera a Él, y Él te daría el agua Viviente”.
Se invierten los papeles del donante y recibidor. El que pide se transforma en Donante y la donante en recibidora. Habiendo demandado agua, Él expone el Don bajo la imagen del agua, como en otra oportunidad, cuando los circunstantes esperaban de Él que les proporcionara pan, trajo a colación el mismo Don bajo la figura del pan. Relaciona lo celestial con lo terreno y utiliza lo segundo para exponer lo primero.
Dilucida tres pasos para llegar a Él:
1) Si conocieras.
2) Serías tú quien pidiera.
3) Él te daría.
El primer paso es conocimiento; hay en las palabras un emocionante reproche por su ignorancia y despreocupación de lo valedero, ignorancia y despreocupación que ciega a tantas personas. Antes de que pueda pedir se debe conocer, saber. El segundo paso es el deseo: “Serías tú quien pidiera”.
El conocimiento despierta el apetito, el ansia de tener; por lo tanto, hemos de conocer a Dios antes de que podamos desearlo. Es nuestra ignorancia la que impide hacer surgir de nuestros labios el grito de “¡Dame de beber!”.
El tercer eslabón de la cadena es la donación. El pedido debe preceder a la donación. El don es Él Mismo. El Padre no da una criatura o un ángel o un serafín: da a Su Hijo. “Tanto amó Dios al mundo que le dio Su Hijo Unigénito”.
La mujer vio al hombre cansado pero no al Descanso para las almas angustiadas y fatigadas; vio al peregrino sediento pero no al Ser que había satisfecho la sed del mundo. No alcanzó a comprender el profundo significado de las palabras del caminante. Tomó en sentido literal lo que era figurativo y en sentido natural lo que era espiritual. Se dirigió luego a Él con cierta consideración, llamándolo “Señor”, y añadió: “Tú no tienes medios para sacar el agua, y el pozo es profundo. ¿De dónde tienes entonces el Agua Viviente?”
Procedió así con la intención de demostrar que las palabras del Viajero implicaban un absurdo. Podemos imaginar que al hablar sostenía en sus manos el balde traído, recordando así al Salvador que Él no disponía de medios para hacer subir el agua. El hombre natural considera las cosas espirituales de un modo carnal y entonces no acierta con el don de Dios. La mujer pensó que Nuestro Señor hablaba acerca del agua elemental.
Luego quiso cubrir la posibilidad de que el Viandante hubiera descubierto otro pozo y preguntó: “¿Eres Tú superior a nuestro Padre Jacob?”; e, inmediatamente, el Señor le dio la respuesta: “Todo el que bebiere de esa agua, tendrá sed nuevamente; pero todo el que bebiere del agua que Yo le daré, nunca más tendrá sed. El agua que Yo les daré será una fuente dentro de él que saltará continuamente hasta la vida eterna”.
¿Qué es lo que ocupará el lugar de la otra cisterna del mundo? No se puede desplazar un objeto del afecto terreno del mundo sin sustituirlo por algo mejor. La naturaleza siente horror ante el vacío. Nuestro Señor no condena las corrientes terrenales ni las prohíbe. Tan sólo dice: “Nunca estaréis satisfechos”. El creyente tiene en su alma una fuente interna que también tiene su Agua. El agua terrena nunca sube más arriba de su propio nivel, y consiguientemente, lo mejor de los placeres y emociones terrenales no pueden subir más arriba de la tierra misma: comienza y termina en ella. El Agua Viviente, con la que Cristo llena al alma, surgiendo de los Cielos lleva nuevamente a los Cielos; fluyendo desde el Infinito eleva al Infinito; halla su nivel en el río de las Aguas de la Vida que fluyen en el medio del Paraíso Celestial.
Se despertó un cierto anhelo enceguecido en el alma de la mujer que por largo tiempo había estado sedienta y que ya había extinguido su sed en uno de los más fangosos pozos de la satisfacción sensual; exclamó: “Señor, ¡dame de esa Agua a fin de que nunca vuelva a estar sedienta y no tenga que volver aquí por agua!” No podía comprender al Agua maravillosa pero pensó, posiblemente, que podría ser dispensada de verse obligada a caminar a mediodía, por espacio de una milla y media, en busca de ese líquido.
También podría ser que esperara recibir esa agua sin esfuerzo alguno de su parte, lo que sería razón de las palabras que le dirigió Nuestro Señor: “Ve a tu casa, busca a tu marido y vuelve aquí”.
Tales palabras pueden ser consideradas solamente dichas para suscitar la respuesta que efectivamente provocaron, o sea: hacerle sobrevenir una sana vergüenza. Alcanzaron el objetivo para el que fueron pronunciadas: su confesión de culpas. La convicción del pecado es el comienzo de una gran obra del espíritu.
“No tengo marido”. Y Jesús le contestó: “Es muy cierto, no tienes marido. Has tenido cinco, y el hombre que ahora está contigo no es tu marido; has dicho la verdad”.
El proceder de Nuestro Señor ante la sincera confesión de la mujer nos enseña que debemos aprovechar las palabras del pecador ignorante. Un inhábil médico de las almas probablemente hubiera reprochado a la mujer por su culpabilidad, pero Nuestro Señor le dijo: “Has dicho la verdad”.
Ella pidió a Él Agua Viviente; ignoraba que el pozo de agua debe ser cavado primeramente, que la dura arcilla debe ser removida: “Ve a tu casa, busca a tu marido”, fue el primer llamado incitándola al arrepentimiento.
¿Cómo impresionaría a cualquiera de vosotros estar algún día junto a una fuente y que alguien se acercara o estuviera allí y dijera algo acerca de nuestros divorcios y del hombre con el que vivierais en ese entonces? ¿Cómo procederíais en tales circunstancias? Haríais exactamente lo que ella hizo; todo ser humano procedería así, y no sólo las mujeres; también los hombres. Cambió el tema de conversación, y habló diciendo: “Señor, me doy cuenta de que eres un profeta”. Con esas palabras hacía un intento desesperado para salir de apuros. En su opinión, el Señor estaba comenzando a entrometerse en lo suyo. La conversación se desenvolvía en el plano moral, ella la llevaría al plano puramente intelectual. Quería que la religión fuera un asunto de discusión y el Señor lo conducía a ser materia de decisión. Había sido compelida a declarar, de modo que adoptó el método de suscitar un punto teológico.
“Bien, fueron nuestros padres los que adoraron en esa montaña, aunque vosotros nos decíais que el sitio donde los hombres deben adorar es en Jerusalén”. Alejaba de Él algunas desagradables verdades sobre la vida de ella e introducía un problema doctrinario evitándose así cosas que le produjeran vergüenza. Nuestro Señor le contestó: “Créeme, mujer, llegando está el tiempo en que ni este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis. Pero nosotros adoramos lo que conocemos porque la salvación procede de los judíos. Pero ya llega el tiempo, ya estamos en él, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque tales son los adoradores que el Padre busca”.
En estas palabras está involucrada la Santísima Trinidad; está el Padre, el Espíritu, que es el Espíritu Santo, y la Verdad, que es el Hijo, el que habla con la mujer. Dios Padre no ha sido adorado siempre en esa forma; Cristo ha venido a revelarlo como tal. Lo revela no solamente como Creador que ha hecho las montañas y los insectos, sino como el Ser que comunica una existencia como la Suya Propia. La adoración debe tomar su carácter de la Naturaleza de Dios y no de la naturaleza de ningún pueblo o nación o raza.
Casi todos los intentos en pro de la unidad religiosa comienzan con el hombre el lugar de comenzar con Dios Padre. Todos los que procuran la unidad de religión no deben principiar por hacer de lado las Verdades Divinas, sino más bien como Él lo dijo: “Comenzad por lo sumo, alcanzad la recta compresión de Dios y entonces seréis uno”.
Cuando Él manifestó: “Llegando está el tiempo”, ella replicó: “Sé que está por venir el Mesías. Cuando venga, pues, Él nos lo declarará todo”. Podéis imaginar la sorpresa de la mujer cuando Aquel Viandante ocasional que estaba junto al brocal del pozo le manifestó: “Ése soy Yo, que hablo contigo”.
Los anhelos y ansias de miles de años, de poetas, filósofos y dramaturgos: Virgilio, Sófocles, Buda, Confucio, Moisés, todos ellos habían señalado hacia esa hora en que Él diría: “Yo soy el Cristo... Yo soy el Maestro de la Verdad, Yo soy el Hijo del Padre”.
Se asombró y excitó tanto la mujer al oír aquellas palabras que corrió inmediatamente a la población dejando su cántaro junto al pozo. Quizá lo olvidó, quizá lo dejó como un símbolo de que ya no deseaba el agua terrena.
Y ahora llegamos a la parte más interesante de este relato evangélico. ¿Por qué fue la mujer a buscar agua al pozo justamente a la hora inapropiada del mediodía? Porque era de la clase de mujer que debía hacerlo a esa hora no frecuentada: era una mujer pública, y las demás mujeres no le tolerarían que se asociara con ellas.
Corrió a la población, habló de las novedades con los hombres, se desquitó de las murmuradoras mujeres: había hallado al Maestro, lo dijo solemnemente a los hombres. Figuraos un rato después de su partida, saliendo de la población y trayendo en pos de sí a los hombres de Samaría; los conducía ahora por el correcto camino, ella que antes los llevaba por el sendero del mal. Pero demostraron ser gente ingrata con la mujer que les anunciara la gran novedad, pues después de tratar al Salvador, le dijeron a ella: “Ya no creemos por lo que tú has dicho pues nosotros mismos hemos oído y hemos conocido que Éste es verdaderamente el Salvador del mundo”.
Lo invitaron a entrar en su población, y en esta oportunidad se oyó, por primera vez en el mundo, el grandioso título que Cristo ostenta preeminentemente, el título dado por la mujer junto al pozo de Jacob y por los hombres y mujeres de la población: el glorioso título de “¡Salvador del mundo!”.

(Fulton J. Sheen, La vida merece vivirse, Primera Serie,Ed. Difusión, Bs. As., 1962, Cap. 19, pp. 165-172)

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