El demonio y su cola
Entre los muchos temas
sobre los que departió ampliamente el cardenal Ratzinger, anticipados ya en el
reportaje periodístico que precedió a este libro, hay un aspecto marginal que
parece haber centrado la atención de muchos comentaristas. Como era de prever,
muchos artículos, con su correspondiente titulación, estaban dedicados no
precisamente a los profundos análisis teológicos, exegéticos o eclesiológicos
del Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sino más bien a las
referencias (algunos párrafos entre decenas de cuartillas) a aquella realidad
que la tradición cristiana designa con los nombres de Diablo, Demonio, o
Satanás.
¿Por el atractivo de lo
pintoresco? ¿Por la divertida curiosidad hacia eso que muchos (incluso
cristianos) consideran como una "supervivencia folklórica", como un
aspecto "inaceptable para una fe que ha llegado a la madurez"? ¿O
acaso se trata de algo más profundo, de una inquietud que se oculta detrás de
la burla? ¿Serena tranquilidad, o exorcismo revestido de ironía?
No vamos a responder a
esto. Nos contentaremos con registrar el hecho objetivo: no hay tema como
el del "Diablo" para suscitar el revuelo de los mass-media de la
sociedad secularizada.
Es difícil olvidar el eco —inmenso, y no sólo irónico, sino a veces hasta
rabioso— que suscitó Pablo VI con su alocución durante la audiencia general del
15 de noviembre de 1972. En ella volvía sobre lo que ya había expresado
el 29 de junio precedente en la Basílica de San Pedro refiriéndose a la
situación de la Iglesia: «Tengo la sensación de que por algún resquicio ha
entrado el humo de Satanás en el templo de Dios». Y había añadido
entonces que «si en el Evangelio, en los labios de Cristo, se menciona tantas
veces a este enemigo de los hombres», también en nuestro tiempo él, Pablo VI,
creía «en algo preternatural que había venido al mundo para perturbar, para
sofocar los frutos del Concilio Ecuménico y para impedir que la Iglesia
prorrumpa en el himno de júbilo, sembrando la duda, la incertidumbre, la
problemática, la inquietud y la insatisfacción» 13 (Nota 13: Pablo VI,
Alocución en la audiencia general del 29 de junio de 1972).
Ya ante aquellas primeras
alusiones se levantaron en el mundo murmullos de protesta. Pero ésta
explotó de lleno —durante meses y en los medios de comunicación del mundo
entero— en aquel 15 de noviembre de 1972 que se ha hecho famoso: «El mal que
existe en el mundo es el resultado de la intervención en nosotros y en nuestra
sociedad de un agente oscuro y enemigo, el Demonio. El mal no es ya sólo
una deficiencia, sino un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor.
Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa. Se sale del marco de la
enseñanza bíblica y eclesiástica todo aquel que rehusa reconocerla como
existente; e igualmente se aparta quien la considera como un principio
autónomo, algo que no tiene su origen en Dios como toda creatura; o bien quien
la explica como una pseudorrealidad, como una personificación conceptual y
fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias» 14 (Nota 14:.
Pablo VI, Alocución del 15 de noviembre de 1972).
Tras añadir algunas citas bíblicas en
apoyo de sus palabras, Pablo VI continuaba: «El Demonio es el enemigo número
uno, es el tentador por excelencia. Sabemos que este ser oscuro y perturbador
existe realmente y sigue actuando; es el que insidia sofísticamente el
equilibrio moral del hombre, el pérfido encantador que sabe insinuarse en
nosotros por medio de los sentidos, de la fantasía, de la concupiscencia, de la
lógica utópica, o de las confusas acciones sociales, para introducir en
nosotros la desviación... » 15 (Nota 15: Ibid.: Pablo VI, Alocución del 15 de
noviembre de 1972).
El Papa lamentaba luego la
insuficiente atención al problema por parte de la teología contemporánea: «El
tema del Demonio y la influencia que puede ejercer sería un capítulo muy
importante de reflexión para la doctrina católica, pero actualmente es poco
estudiado» 16 (Nota 16: Ibid.: Pablo VI, Alocución del 15 de noviembre de
1972).
Sobre este tema, y
obviamente en defensa de la doctrina repetidamente expuesta por el Papa,
intervino también la Congregación para la Doctrina de la Fe con su documento de
junio de 1975: «Las afirmaciones sobre el Diablo son asertos indiscutidos de la
conciencia cristiana»; si bien, «la existencia de Satanás y de los demonios no
ha sido nunca objeto de una declaración dogmática», es precisamente porque
parecía superflua, ya que tal creencia resultaba obvia «para la fe constante y
universal de la Iglesia, basada sobre su principal. fuente, la enseñanza de
Cristo, y sobre la liturgia, expresión concreta de la fe vivida, que ha
insistido siempre en la existencia de los demonios y en la amenaza que éstos
constituyen» 17 (Nota 17: Documento de la Congregación para la Doctrina de la
Fe (junio de 1975)).
Un año antes de su muerte,
Pablo VI volvió sobre este tema en otra audiencia general: «No hay que
extrañarse de que nuestra sociedad vaya degradándose, ni de que la Escritura
nos advierta con toda crudeza que "todo el mundo (en el sentido peyorativo
del término) yace bajo el poder del Maligno", de aquel al que la misma
Escritura llama "el Príncipe de este mundo"».
Una y otra vez surgieron
los clamores y protestas; y curiosamente por parte de aquellos periódicos y
comentaristas a los que parece que no debería importarles nada la reafirmación
de un aspecto de la fe que dicen recusar en su totalidad. En esta
perspectiva, la ironía puede justificarse, pero ¿por qué se desata tanto furor?
Un pensamiento siempre actual
Lo mismo exactamente ha ocurrido ahora con el reportaje anticipado sobre el
pensamiento del cardenal Ratzinger. Hablando de una cierta caída de la
tensión misionera, como consecuencia de que algunos autores ponen lo que él
llama «un énfasis excesivo sobre los valores de las religiones no cristianas»
(se refería en aquel momento especialmente a África), el cardenal afirmaba:
«Por lo demás, hay que precaverse de romanticismos sobre las religiones
animistas, que, naturalmente, encierran "gérmenes de verdad", pero en
su forma concreta crearon un mundo de terror, donde Dios estaba lejos y la
tierra a merced de espíritus veleidosos.
Como ya sucedió en la
cuenca del Mediterráneo en tiempo de los apóstoles, también en África el
mensaje de Cristo que puede vencer las fuerzas del mal (Ef 6,12) ha constituido
una experiencia de liberación del terror. La serenidad y la inocencia en
el paganismo son uno de los numerosos mitos de nuestros días».
Y Ratzinger añadía después:
«Digan lo que digan algunos teólogos superficiales, el Diablo es, para la fe
cristiana, una presencia misteriosa, pero real, no meramente simbólica, sino
personal. Y es una realidad poderosa ("el Príncipe de este
mundo", como le llama el Nuevo Testamento, que nos recuerda repetidamente
su existencia), una maléfica libertad sobrehumana opuesta a la de Dios; así nos
lo muestra una lectura realista de la historia, con su abismo de atrocidades
continuamente renovadas y que no pueden explicarse meramente con el
comportamiento humano. El hombre por sí solo no tiene fuerza suficiente
para oponerse a Satanás; pero éste no es otro dios; unidos a Jesús, podemos
estar ciertos de vencerlo. Es Cristo, el "Dios cercano", quien
tiene el poder y la voluntad de liberarnos; por esto, el Evangelio es
verdaderamente la Buena Nueva. Y por esto también debemos seguir
anunciándolo en aquellos "regímenes" de terror que son frecuentemente
las religiones no cristianas. Y diré todavía más: la cultura atea del
Occidente moderno vive todavía gracias a la liberación del terror de los demonios
que le trajo el cristianismo. Pero si esta luz redentora de Cristo se
apagara, a pesar de toda su sabiduría y de toda su tecnología, el mundo
volvería a caer en el terror y en la desesperación. Y ya pueden verse
signos de este retorno de las fuerzas oscuras, al tiempo que rebrotan en el
mundo secularizado los cultos satánicos».
Me siento en el deber de
informar de que tales afirmaciones encajan plenamente en el marco de la
doctrina tradicional de la Iglesia. El mismo Concilio Vaticano II la
repite insistentemente, mencionando a "Satanás", "Demonio",
"Maligno", "antigua serpiente", "poder de las
tinieblas" hasta 17 veces; incluso el texto más optimista de todo el
Concilio, la Gaudium et spes, lo menciona cinco veces. En este documento,
los Padres no dudan en escribir: «A través de toda la historia humana existe
una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los
orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final» (GS n.37).
En cuanto a las religiones
no cristianas, y a Cristo libertador también del terror, es verdad que el
Vaticano II abre afortunadamente una nueva fase, de auténtico diálogo, con las
religiones no cristianas («La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas
religiones hay de verdadero y santo. Considera con sincero respeto los
modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas, que, aunque discrepan en
muchos puntos de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un
destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres» [Nostra aetate
n.2]). Pero en el mismo Concilio, en el Decreto sobre la actividad misionera,
repite, tres veces en el texto y otra más en una nota, la doctrina tradicional,
que es directamente bíblica, como el mismo Concilio nos recuerda con abundantes
citas de la Escritura: «Dios (...) envió a su Hijo en carne nuestra, a fin de
arrancar por El a los hombres del poder de las tinieblas y de Satanás (Col
1,13; Act 10,38)» (Ad gentes n.3). «Cristo derroca el imperio del diablo y
aleja la multiforme maldad de los pecados» (Ad gentes n.9). «Somos liberados
del poder de las tinieblas gracias a los sacramentos de la iniciación
cristiana»; y aquí, «acerca de esta liberación de la esclavitud del demonio y
de las tinieblas», como dice el texto, una nota oficial nos remite a cinco
pasajes del Nuevo Testamento y a la liturgia del Bautismo romano (n. 14).
Hemos traído a colación
estos datos para proporcionar una información objetiva, aunque conscientes de
que siempre supone un cierto riesgo (y a veces resulta descaminado) el ir
recogiendo citas fuera de su contexto.
En cuanto a la referencia
que hace Ratzinger a la actualidad («rebrotan en el mundo secularizado los
cultos satánicos»), toda persona bien informada sabe muy bien que lo que va
surgiendo en la actualidad y aparece en los diarios es ya inquietante, pero no
es más que la punta de un iceberg que tiene su base precisamente en las zonas
del mundo más avanzadas tecnológicamente, comenzando por California y por el
norte de Europa.
Todas las precisiones y las
constataciones que hemos hecho son necesarias, pero al mismo tiempo son
inútiles, ya que son ignoradas a priori por los comentaristas para quienes
cualquier alusión a estas realidades inquietantes resulta algo
"medieval". Y lo medieval se entiende, naturalmente, en el
sentido que tiene para el hombre de la calle, quien de aquella "edad
intermedia" tiene todavía la visión que le han impuesto los libelistas y
los novelistas europeos de los siglos XVIII y XIX.
"Un adiós" sospechoso
Joseph Ratzinger,
fortalecido por sus amplios conocimientos teológicos, no es hombre que se deje
impresionar por las reacciones ni de los periodistas ni de algunos
«especialistas». En un documento firmado por él se lee esta exhortación
tomada de la Escritura: «Es necesario resistir, fuertes en la fe, al error,
incluso cuando se manifiesta bajo apariencia de piedad, para poder abrazar a
los extraviados con la caridad del Señor, profesando la verdad en la caridad».
Ciertamente que no pone
como centro de su reflexión el tema del Diablo (consciente de que en todo caso
lo verdaderamente importante es la victoria sobre él que nos ha proporcionado
Cristo). Sin embargo, este tema le parece clarificador, porque le permite
poner de manifiesto en este ejemplo los métodos de reflexión teológico que
considera inaceptables. Dado su carácter de "ejemplaridad", no
parece excesivo el espacio dedicado a este tema. Por otra parte, aquí,
como veremos, está en juego también la escatología, la irrenunciable fe
cristiana en la existencia de un más allá. Por esto mismo, uno de sus
libros más conocidos —Dogma y predicación— introduce una reflexión sobre la
doctrina tradicional acerca del Demonio entre los «temas básicos de la
predicación». Y por esto mismo, a nuestro parecer —siendo ya Prefecto de
la Congregación para la Doctrina de la Fe—, ha prologado el libro de un colega
suyo en el cardenalato, León Joseph Suenens, que se propone reafirmar la fe
católica en el Diablo como «realidad no simbólica, sino personal».
El Prefecto de la Sagrada
Congregación me ha hablado también de un célebre librito de un colega suyo,
profesor de exégesis en la Universidad de Tubinga, que quiso, ya desde el mismo
título, decirle«adiós al Diablo». (Por cierto que al contarme esta anécdota se
reía con gusto: aquel librito le fue regalado por el mismo autor con ocasión de
una pequeña fiesta entre los profesores para felicitarle tras su designación
por el Papa para el arzobispado de Munich; y la dedicatoria del libro decía
así: «A mi querido colega el profesor Joseph Ratzinger, al que decirle adiós me
cuesta muchísimo más que decirle adiós al Diablo... »).
La amistad personal con
este colega no le impidió entonces, ni le impide ahora, seguir su línea de
acción: «Debemos respetar las experiencias, los sufrimientos, las opciones
humanas, incluso las exigencias concretas que se hallan detrás de ciertas
teologías. Pero debemos impugnar con entera resolución el que puedan
considerarse todavía como teologías católicas».
Para él, aquel librito
escrito para despedirse del Diablo (y que toma como ejemplo de toda una serie
que desde hace algunos años va apareciendo en las librerías) no es «católico»
porque «es superficial la afirmación en la que se resume toda la argumentación:
"En el Nuevo Testamento, el concepto del ‘diablo’ está simplemente en
lugar del concepto de pecado del que el diablo no es más que una imagen, un
símbolo"». Recuerda Ratzinger que «cuando Pablo VI puso de relieve
la existencia real de Satanás y condenó los intentos de disolverlo en un concepto
abstracto, fue ese mismo teólogo quien —proclamando en voz alta la opinión de
muchos colegas recriminó al Papa el caer en una visión arcaica del mundo, el
confundir lo que en la Escritura es estructura de la fe (el pecado) con lo que
no es más que una expresión histórica y transitoria (Satanás)».
Por el contrario, el
Prefecto (apelando a lo que ya había escrito como teólogo) observa que «si se
leen con atención estos libros que pretenden desembarazarse de la perturbante
presencia diabólica, al final queda uno convencido de todo lo contrario: los
evangelistas hablan muy frecuentemente del diablo, y no lo hacen ciertamente en
sentido simbólico. Al igual que el mismo Jesús, estaban convencidos —y
así querían enseñarlo— de que se trata de una potencia concreta, y no ciertamente
de una abstracción. El hombre está amenazado por ella y es liberado por
obra de Cristo, porque sólo El, en su calidad de "más fuerte" puede
atar al "fuerte", según la misma expresión evangélica (Lc 11,22)».
«¿Biblistaso sociólogos?»
Ahora bien, si la enseñanza de la Escritura parece tan clara, ¿cómo justificar
la sustitución con el abstracto "pecado" del concreto
"Satanás"?
Precisamente aquí es donde
Ratzinger descubre un método utilizado en muchas exégesis y por muchas
teologías contemporáneas, y que él desea rechazar expresamente: «En este caso
específico, se admite —y no podría ser de otra manera— que Jesús, los apóstoles
y los evangelistas estaban convencidos de la existencia de las fuerzas
demoníacas. Pero, al mismo tiempo, se da por descontado que en tal
creencia eran "víctimas de las formas de pensamiento judío de su
época". Pero, como se da por descontado que "aquellas formas de
pensamiento no son ya conciliables con nuestra imagen del mundo", he aquí
que, por una especie de prestidigitación, lo que se considera incomprensible
para el hombre medio de hoy día queda simplemente cancelado».
Y continúa: «Esto significa
que, para decir "adiós al Diablo", este autor no se basa en la
Escritura (la cual afirma precisamente lo contrario), sino que apela a
nosotros, a nuestra visión del mundo. Para despedirse de este o de
cualquier otro aspecto de la fe que resulte incómodo para el conformismo
contemporáneo, no se actúa como exégeta, como intérprete de la Escritura, sino
como hombre de nuestro tiempo».
De estos métodos se deduce,
según él, una consecuencia grave: «En definitiva, la autoridad sobre la que
estos especialistas de la Biblia fundamentan su juicio no es la misma Biblia,
sino la visión del mundo predominante en la época del biblista. Por
tanto, éste habla como filósofo o como sociólogo, y su filosofía no consiste
más que en una banal y acrítica adhesión a las siempre cambiantes directrices
de cada época».
Si he comprendido bien,
esto sería precisamente lo contrario del método tradicional de la reflexión
teológica: ya no sería la Escritura la que juzga al "mundo", sino el
"mundo" el que juzga a la Escritura.
«En efecto —me
responde—. Se trata de la búsqueda continua de un anuncio que manifieste
lo que ya conocemos, o que al menos resulte grato a quien lo escuche. Y
en lo que respecta al Diablo, la fe, ahora como siempre, afirma su realidad
misteriosa, pero objetiva e inquietante. El cristiano por su parte, sabe
que quien teme a Dios no tiene nada que temer: el temor de Dios es fe, y es
algo muy distinto a cualquier temor servil, al terror ante los demonios.
Pero tampoco se crea que el temor de Dios es como una audacia jactanciosa que
cerrara los ojos a la seriedad de la realidad. Por el contrario, es propio
del verdadero valor el no engañarse sobre las dimensiones del peligro, sino
apreciarlo con todo realismo».
Según el cardenal, la
pastoral de la Iglesia debe «encontrar el lenguaje apropiado para un contenido
permanentemente válido: la vida es algo extremadamente serio, y hemos de estar
atentos para no rechazar la oferta de vida eterna, de eterna amistad con
Cristo, que se le hace a cada uno. No debemos adormecernos en la
mentalidad de tantos creyentes de hoy, quienes piensan que basta comportarse
más o menos como se comporta la mayoría, y necesariamente todo tendrá que
resultar bien».
«La catequesis —continúa—
no puede seguir siendo una enumeración de opiniones, sino que debe volver a ser
una certeza sobre la fe cristiana con sus propios contenidos, que sobrepasan
con mucho a la opinión reinante. Por el contrario, en tantas catequesis
modernas la idea de vida eterna apenas se trasluce, la cuestión de la muerte
apenas se toca, y la mayoría de las veces sólo para ver cómo retardar su
llegada o para hacer menos penosas sus condiciones. Perdido para muchos
cristianos el sentido escatológico, la muerte ha quedado arrinconada por el
silencio, por el miedo o por el intento de trivializarla. Durante siglos,
la Iglesia nos ha enseñado a rogar para que la muerte no nos sorprenda de improviso,
que nos dé tiempo para prepararnos; ahora, por el contrario, es el morir de
improviso lo que es considerado como gracia. Pero el no aceptar y el no
respetar a la muerte significa no aceptar ni respetar tampoco a la vida».
Del purgatorio al limbo
Parece —le digo— que la escatología cristiana (cuando al menos se habla de
ella) queda reducida solamente al "paraíso"; aunque este mismo nombre
ya presenta sus problemas y es escrito entre comillas, e incluso tampoco faltan
quienes lo diluyen en cualquier mito oriental. Ciertamente que todos
estaríamos muy satisfechos si en nuestro futuro no fuera posible nada más que
la felicidad eterna. Y, realmente, al leer el Evangelio resalta ante todo
la Buena Nueva por excelencia, el anuncio consolador del amor sin límites y sin
término del Padre. Pero, junto a esto, encontramos también en los
evangelios un claro aviso de que es posible el fracaso, de que no es imposible
que rechacemos el amor. Precisamente por ser "veraces", ¿no son los
evangelios, a un mismo tiempo, textos que consuelan y que comprometen, una
oferta dirigida a hombres libres, abiertos a diversos destinos? Por
ejemplo, el purgatorio. ¿Qué hay del purgatorio?
Mueve la cabeza con
desaprobación: «¡Hoy todos nos creemos tan buenos que no podemos merecer otra
cosa sino el paraíso! Esto proviene ciertamente de una cultura que, a
fuerza de atenuantes y coartadas, tiende a borrar en el hombre el sentimiento
de su propia culpa, de su pecado. Alguien ha observado que las ideologías
que predominan actualmente coinciden todas en un dogma fundamental: la
obstinada negación del pecado, de la realidad que la fe vincula al infierno y
al purgatorio. Pero en el silencio acerca del purgatorio hay también
alguna otra responsabilidad».
¿ Cuál?
«El escriturismo de origen
protestante que ha penetrado también en la teología católica. Según esta
tendencia, no serían suficientes, ni suficientemente claros, los textos
explícitos de la Escritura sobre el estado que la Tradición ha denominado
"purgatorio" (quizás el término sea tardío, pero la realidad aparece
muy pronto en la creencia de los cristianos). Pero este escriturismo —ya
he tenido ocasión de decirlo— tiene muy poco que ver con el concepto católico
de Escritura, cuya lectura se hace en el seno de la Iglesia y con su fe.
Yo digo que si no existiera el purgatorio, habría que inventarlo ».
¿Por qué?
«Porque hay pocas cosas tan
espontáneas, tan humanas, tan universalmente extendidas —en todo tiempo y en
toda cultura— como la oración por los propios allegados difuntos».
Calvino, el reformador de
Ginebra, hizo azotar a una mujer sorprendida orando sobre la tumba de su hijo,
y por lo tanto, según él, culpable de "superstición".
«La Reforma, en teoría, no
admite el purgatorio ni, por consiguiente, las oraciones por los
difuntos. Pero en la práctica, al menos los luteranos alemanes han vuelto
a ellas justificándolas con algunas consideraciones teológicas. Las
oraciones por los propios allegados son un impulso demasiado espontáneo para
que pueda ser sofocado; es un testimonio bellísimo de solidaridad, de amor, de
ayuda que va más allá de las barreras de la muerte. De mi recuerdo o de mi
olvido depende un poco de la felicidad o de la infelicidad de aquel que me fue
querido y que ha pasado ahora a la otra orilla, pero que no deja de tener
necesidad de mi amor».
Sin embargo, el concepto de
"indulgencias", que pueden obtenerse para sí mismo en vida o para
algún difunto, parece haber desaparecido de la práctica y quizás también de la
catequesis oficial.
«Yo no diría que ha
desaparecido, sino que se ha debilitado, porque no goza de evidencia en el
pensamiento actual. No obstante, la catequesis no tiene derecho a omitir
este concepto. No hay que avergonzarse de reconocer que —en ciertos
contextos culturales— la pastoral tiene dificultades para hacer comprensible
una verdad de la fe. Quizá sea éste el caso de las
"indulgencias". Pero los problemas de una retraducción al
lenguaje contemporáneo no significan ciertamente que la verdad de la que se
trata ya no sea tal. Y esto mismo vale para muchos otros aspectos de la
fe».
Siguiendo con el tema de la
escatología, también ha desaparecido el "limbo", aquel lugar
intermedio en el que se encontrarían los niños muertos sin bautismo, y por
tanto sólo con el pecado original como única "mancha". No queda
la menor alusión a él, por ejemplo, en los catecismos oficiales del episcopado
italiano.
«El limbo no ha sido nunca
definido como verdad de fe. Personalmente —hablando más que nunca como
teólogo y no como Prefecto de la Congregación— dejaría en suspenso este tema,
que no ha sido nunca nada más que una hipótesis teológica. Se trataba de
una tesis secundaria al servicio de una verdad que es absolutamente primaria
para la fe: la importancia del bautismo. Por decirlo con las mismas
palabras de Jesús a Nicodemo: "En verdad, en verdad te digo que quien no
naciere del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de los
cielos" (Jn 3,5). Puede abandonarse el concepto del
"limbo" si parece necesario (por lo demás, los mismos teólogos que lo
mantenían afirmaban al mismo tiempo que los padres podían evitarlo para sus
hijos con el deseo de su bautismo y con la oración); pero que no se renuncie a
la preocupación subyacente. El bautismo nunca ha sido para la fe algo
meramente accesorio, y ni ahora ni nunca podrá ser considerado como tal».
Un servicio al mundo
El tema del bautismo remite al del pecado, y éste al incómodo tema del que
habíamos partido.
Dice, para completar su
pensamiento: «Cuanto más se comprenda la santidad de Dios, tanto más se
comprenderá la oposición a lo Santo, es decir, las falaces máscaras del
Demonio. El mejor ejemplo de esto es el mismo Cristo: junto a Él, el
Santo por excelencia, no podía permanecer oculto Satanás, y su realidad se veía
obligada a manifestarse. Por esto podríamos quizá decir que la
desaparición de la conciencia de lo demoniaco pone de manifiesto un descenso
paralelo de la santidad. El Diablo puede refugiarse en su elemento
preferido, el anonimato, cuando no resplandece para descubrirlo la luz de quien
está unido a Cristo».
Mucho me temo, cardenal
Ratzinger, que con estas afirmaciones le van a tachar todavía más violentamente
de "oscurantismo".
«No sé qué otra cosa puedo
hacer. Sólo se me ocurre que un teólogo tan "libre de
prejuicios", tan "moderno" como Harvey Cox, escribió —y
precisamente en su época secularizante, desmitificadora— que "los
mass-media (espejo de nuestra sociedad), al presentar determinados modelos de
comportamiento, al proponer determinados ideales humanos, apelan a los demonios
no exorcizados que están dentro de nosotros y a nuestro alrededor".
Hasta el punto de que, para el mismo Cox, por parte de los cristianos
"sería necesario volver a unas expresiones claras de exorcismo"».
¿Un redescubrimiento del
exorcismo como una especie de "servicio social"?, me aventuro a
decir. «El que ve con lucidez los abismos de nuestra era —me responde— ve en
ellos la acción de potencias que actúan para disgregar las relaciones entre los
hombres. El cristiano puede descubrir entonces que su misión de exorcista
debe reconquistar aquella actualidad que poseyó en los inicios de la fe.
La palabra "exorcismo" no ha de entenderse aquí, por supuesto, en su
sentido técnico. Se refiere sencillamente a la actitud de la fe en
general, que "vence al mundo" y "arroja a los príncipes del
mundo". El cristiano sabe —si llega verdaderamente a divisar el
abismo— que debe prestar un servicio al mundo. No nos dejemos contagiar
por la mentalidad predominante que cree que "con un poco de buena voluntad
podemos resolver todos los problemas". En realidad, aunque no
tuviéramos fe, pero fuéramos al menos un poco realistas, nos daríamos cuenta de
que sin la ayuda de una fuerza superior —que para el cristiano es solamente el
Señor— estamos prisioneros de una historia irremediable».
Todo esto, ¿no será
considerado "pesimista"?
«Ciertamente, no —me
responde—. Si permanecemos unidos a Cristo, estamos seguros de obtener la
victoria. Nos lo repite el mismo Pablo: "Confortaos en el Señor y en
la fuerza de su poder; revestíos de toda la armadura de Dios para que podáis
resistir a las insidias del diablo..." (Ef 6,10s). Si nos fijamos
atentamente en la cultura laica más moderna, observaremos cómo el optimismo
fácil, ingenuo, se está trastocando en su contrario, en el pesimismo radical,
en el nihilismo desesperado. Puede llegar el momento en que los
cristianos, que han sido acusados hasta ahora de ser "pesimistas",
tengan que ayudar a sus hermanos a salir de esta desesperación, proponiéndoles
el optimismo radical —y ciertamente no engañoso— cuyo nombre es Cristo».
No olvidar a los ángeles
«Sobre el Diablo —se ha dicho— se acaba siempre o por hablar demasiado, o
demasiado poco».
Una vez denunciado el
demasiado poco de la época actual, el cardenal vuelve sobre el peligro
contrario, el del demasiado: «El misterio de la iniquidad tiene que encuadrarse
en la perspectiva cristiana fundamental, centrada en la Resurrección de
Jesucristo y su victoria sobre las potencias del Mal. En esta visión
destaca con todo su vigor la libertad del cristiano y su serena seguridad,
"que echa afuera el temor" (1 Jn 4,18); la verdad excluye al temor,
Y. por esto mismo, permite reconocer el poder del Maligno. Puesto que la
ambigüedad es la característica del fenómeno demoníaco, la mejor arma del
cristiano contra el Demonio consiste en vivir cada día en la claridad de la
fe».
Hay que recordar asimismo a
los creyentes —para no desequilibrar la verdad católica— la otra vertiente que
la Iglesia ha mantenido siempre, de acuerdo con la Sagrada Escritura: la
existencia de los ángeles fieles a Dios, seres espirituales que viven en
comunión con los hombres para ayudarles en sus luchas.
Desde luego que todo esto
resulta "escandaloso" para una mentalidad moderna que presume de
abarcar toda la realidad con su propio conocimiento. Pero la fe es un
conjunto plenamente integrado y no se puede aislar o quitar ningún elemento de
su complejo entramado. junto a los ángeles misteriosamente "caídos",
que recibieron un misterioso papel de tentadores, resplandece «la visión
luminosa de un pueblo espiritual unido a los hombres por la caridad. Un
mundo que tiene un gran espacio en la liturgia tanto del Occidente como del
Oriente cristianos; en él arraiga la confianza en esa nueva prueba de solicitud
de Dios por los hombres cual es "el ángel de la guarda", que ha sido
asignado a cada uno, y al que se dirige una de las oraciones más queridas y
difundidas de toda la cristiandad. Se trata de una presencia benéfica que
la conciencia del pueblo de Dios ha acogido siempre como una nueva muestra de
la Providencia, del interés del Padre por sus hijos».
El cardenal subraya, sin
embargo, que «la Realidad diametralmente opuesta a las categorías de lo demoníaco
es la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo». Y lo explica:
«Satanás es esencialmente el disgregador, el destructor de toda relación: la
del hombre consigo mismo o con los demás. Por lo tanto, es exactamente lo
contrario al Espíritu Santo, el "Intermediario" absoluto que
establece la relación sobre la que se fundamentan, y de la que se derivan,
todas las demás relaciones: la relación trinitaria, mediante la cual el Padre y
el Hijo constituyen una sola cosa, el Dios único en la unidad del Espíritu».
El retorno del Espíritu
Actualmente —le comento— se está produciendo un redescubrimiento del Espíritu
Santo, que quizás estaba demasiado olvidado en la teología occidental. Y
se trata de un redescubrimiento no sólo teórico, sino que arrastra cada vez a
mayor número de gente mediante los movimientos denominados «Renovación
carismática» o «en el Espíritu».
«Ciertamente es así —me
confirma—. El período posconciliar no parece haber correspondido mucho a
las esperanzas de Juan XXIII, quien se prometía un "nuevo
Pentecostés". Sin embargo, su oración no ha sido desoída: en medio
del corazón de un mundo desertizado por el escepticismo racionalista ha surgido
una nueva experiencia del Espíritu Santo que ha alcanzado las proporciones de
un movimiento de renovación a escala mundial. Lo que nos narra el Nuevo
Testamento sobre los carismas que se manifestaron como signos visibles de la
venida del Espíritu Santo no es mera historia antigua, concluida ya para
siempre; esta historia se repite hoy bullente de actualidad».
Y no es una casualidad
—añade subrayando y reforzando su visión del Espíritu Santo como antítesis de
lo demoníaco— el que «mientras una teología reduccionista trata al demonio y al
mundo de los espíritus malos como si fueran meras etiquetas, por el contrario
en el ámbito de la Renovación ha surgido una nueva y concreta toma de
conciencia sobre las potencias del Mal, aunque, claro está, unida a la serena
certeza sobre el poder de Cristo al que todo ha sido sometido».
Por su propia misión
institucional, el cardenal —en este punto al igual que en otros— se detiene a
examinar las otras posibles caras de la medalla. En lo que respecta al
movimiento carismático advierte: «Ante todo hay que salvar el equilibrio,
evitar un énfasis exclusivo en el Espíritu, que, como nos dice el mismo Jesús,
no "habla por si mismo", sino que vive y actúa dentro de la vida
trinitaria». Tal énfasis «podría llevar a establecer una oposición entre
la Iglesia organizada sobre la jerarquía (fundada a su vez sobre Cristo) y una
Iglesia "carismática", basada solamente en la "libertad del
Espíritu", una Iglesia que se considerara a sí misma como un
"acontecer" continuamente renovado».
«Salvar el equilibrio
—continúa— significa mantener la justa proporción entre institución y carisma,
entre la fe común de la Iglesia y la experiencia personal. Una fe
dogmática sin experiencia personal sería algo vacío; una mera experiencia que
no estuviera vinculada a la fe de la Iglesia sería algo ciego. En fin, no
es el "nosotros" del grupo el que vale, sino el gran
"nosotros" de la gran Iglesia universal; la cual, y sólo ella, puede
darnos el cuadro adecuado para "no despreciar al Espíritu y retener todo
lo que es bueno", según la exhortación del Apóstol».
Más aún —completando el
panorama de los "peligros"—, «hay que guardarse de un ecumenismo
demasiado fácil —y es algo que se da claramente en América—, ya que de ese modo
algunos grupos carismáticos católicos pueden perder de vista su propia
identidad y unirse de una manera crítica a formas de pentecostalismo de origen
protestante, y esto en nombre del "Espíritu" visto como opuesto a la
institución». Los grupos católicos de Renovación en el Espíritu deben,
por lo tanto, «ahora más que nunca, sentiré cum Ecclesia, actuar siempre y en
todo caso en comunión con el obispo, incluso para evitar los daños que se
producen cada vez que la Escritura es desarraigada de su contexto comunitario:
el fundamentalismo, el esoterismo y el sectarismo».
Después de haber llamado la
atención sobre los peligros, ¿ve el Prefecto de la Sagrada Congregación como
algo positivo la salida al proscenio de la Iglesia de este movimiento de
Renovación en el Espíritu?
«Ciertamente
—afirma—. Se trata de una esperanza, de un buen signo de los tiempos, de
un don de Dios a nuestra época. Es el redescubrimiento del gozo y de la
riqueza de la oración en contraposición a las teorías y prácticas cada vez más
entumecidas y resecadas por el racionalismo secularizado. Yo mismo he
podido constatar personalmente su eficacia: en Munich surgieron algunas
vocaciones al sacerdocio procedentes de este movimiento. Como ya he
dicho, al igual que toda realidad humana, también ésta queda expuesta a
equívocos, a malentendidos, a exageraciones. Pero el verdadero peligro
estaría en ver solamente los peligros y no el don que nos es ofrecido por el
Espíritu. Así, pues, la necesaria cautela no cambia el juicio
fundamentalmente positivo».
(De “Informe sobre la Fe”
Capítulo X)
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