Ayer,
jueves, tuvo lugar la más popular de las fiestas paganas: Halloween. Nosotros
no celebramos esa fiesta pagana. Al contrario de nuestras grandes fiestas
(Pascua y Navidad), en Halloween no hay Misa de Haloween en la medianoche. No
hay mensaje papal disfrazado de Pokemon; tampoco está lleno de buenos
sentimientos. No se celebra el amor y la paz. ¡Se asusta, se da miedo, eso es
todo! No se invita a la familia. Los visitantes son no importa quién. Llaman a
la puerta, pero no se les hace entrar. Se va y no se sabe quién es.
No hay
regalos que ofrecer. “Adiós, adiós” es la interacción. Una fiesta que la visita
no entra en casa. Alguno demasiado individualista dirá: “¡Qué buen invento! Por
eso tal vez Halloween gana de año en año en popularidad. Una fiesta sin
sacrificio, sin sermón, sin Misa, fiesta de un solo día. Da lo mismo ser ateo
que creyente para celebrarla. No hay Dios; hay justamente muertos. Una
mascarada. Tal vez, como fiesta laica, pidan algunos que sea fiesta.
La
palabra Halloween es la contracción en inglés de All Hallows Eve, que
significa, eso sí, la víspera de Todos los Santos, pero con esta fiesta se
busca alejarse de la religión, de la fe. Nosotros no celebramos el 1 de
noviembre Halloween. Celebramos a todos aquellos que siguieron a Jesucristo, la
deslumbrante fiesta de Todos los Santos y, mañana, la Conmemoración de todos
los fieles difuntos. La primera desborda de luz, alegría y esperanza por esa
“muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblos y
lenguas, de pie delante del trono y del Cordero, con vestiduras blancas y
palmas en sus manos” (Ap 6,9).
Me
impresiona lo que leo también en libro del Apocalipsis: “<Yo, Juan> Vi en
la mano derecha del que está sentado en el trono un libro escrito por dentro y
por fuera, y sellado con siete sellos. Y vi un ángel poderoso, que pregonaba en
alta voz: “¿Quién es digno de abrir el libro y desatar sus sellos?”. Y nadie,
ni en el cielo ni en la tierra ni debajo de la tierra, podía abrir el libro ni
mirarlo. Yo lloraba mucho, porque no había encontrado a nadie digno de abrir el
libro y de mirarlo. Pero uno de los ancianos me dijo: “Deja de llorar, pues ha
vencido el León de la tribu de Judá, el retoño de David, y es capaz de abrir el
libro y sus siete sellos” (Ap 5,1-5).
El día
de Todos los Santos celebramos justamente eso: que innumerables hombres y
mujeres han entrado en una vía de salvación y sentido de la vida, porque el
libro de la vida ha sido abierto y leído por Jesucristo, que ha dado nuevo
rumbo a la existencia. Él, el Cordero, el León de la tribu de Judá ha abierto
camino con las Bienaventuranzas y, entregando su vida hasta la muerte, ha
triunfado resucitando y uniéndonos a su triunfo. A lo largo del año litúrgico
la Iglesia conmemora a numerosísimos santos de toda época y condición, pero son
muchos más los que no han sido beatificados o canonizados por ella, e
innumerables los que han sido admitidos a contemplar la luz del rostro de Dios
pero cuyos nombres tal vez son desconocidos para nosotros. En este día, pues,
celebramos la memoria de todos estos hombres y mujeres que gozan para siempre
de la bienaventuranza y acudimos confiados a su poderosa intercesión ante Dios,
al tiempo que recordamos que también nosotros estamos llamados a la santidad
que ellos han alcanzado.
Pero,
claro, salvación y condenación son palabras que muestran maneras diferentes de
vivir el seguimiento de Jesucristo y, sobre todo, aceptarle a Él o no en
nuestra vida y en nuestra muerte. Sí, Cristo hablaba de salvación, pero también
de condenación. Y no se puede silenciar esto último porque hoy no sea correcto
para los asustadizos: en esta vida temporal nos estamos jugando la vida eterna,
que puede ser salvación o condenación. Cosa que nuestra sociedad y cultura
silencia, porque es de mal gusto. Algo de mal gusto tiene Halloween y lo
soportamos. Cristo es el que salva. Esa es la verdad ilusionante y
esperanzadora.
Nosotros,
“aunque peregrinos en un país extraño, guiados por la fe y gozosos por la
gloria de los mejores hijos de la Iglesia, nos encaminamos hacia la Jerusalén
celeste, que es nuestra Madre, donde eternamente te alaba la asamblea festiva
de los Santos; en ellos encontramos ejemplos y ayuda para nuestra debilidad”
(Prefacio del 1 de noviembre). Sí, Cristo es el que salva, pero su salvación es
real y concreta en hombres y mujeres que se jugaron la vida por Él y son
“SANTOS”, es decir, no hicieron con su vida lo que les vino en gana, sino que
supieron que por sí mismos no sabían gobernarse: tenían necesidad de Dios, de
estar sujetos al Creador, que es el que da la verdadera libertad. Supieron
también que necesitaron de la Iglesia y que en la vida no vale todo y que con
la gracia de Dios pudieron superar tentaciones y caminos equivocados. Cristo ha
triunfado en ellos.
En
este día de fiesta, pues, necesitamos pedir la intercesión de todos los Santos;
ellos son testigos del Señor y nos invitan a la alabanza y a la alegría. El
pueblo cristiano ha sabido plasmar esta alegría incluso en tradiciones, también
culinarias, de tantos lugares que a lo largos de los siglos han ayudado a la
gente a vivir mejor las dificultades de la existencia. Es recomendable también
la veneración de los fieles de las reliquias de los Santos.
Desde
aquí entendemos mejor la conmemoración de mañana: día de Todos los Fieles
difuntos. Podemos orar y ofrecer sufragios por aquellos que nos han precedido
en la fe, sobre todo por nuestros familiares difuntos y los más cercanos a
nosotros, para que lleguen a la vida bienaventuranza, dejando el tiempo de
purificación. De hecho la Iglesia nos exhorta a visitar mañana piadosamente una
iglesia u oratorio y en ella rezar el Padrenuestro y recitar el Credo y así se
nos concede indulgencia plenaria aplicada sólo a las almas del purgatorio.
También a los fieles que visiten piadosamente un cementerio y oren mentalmente
por los difuntos, desde el día 1 al 8 de noviembre, se les concede todos los
días también indulgencia plenaria, aplicable sólo a las almas del purgatorio.
Por supuesto que la celebración de las Misas del día dos por los Fieles
Difuntos es sin duda una obra buena y valiosísima. A ello les invito, pues nos
introducen en la misericordia de Dios y nos unen al deseo de Jesucristo de
llevar a todos los hombres junto a sí y hacerlos partícipes de su resurrección.
+Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Toledo
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