I. ESPAÑA, LA INQUISICIÓN Y LA LEYENDA NEGRA
4. Leyenda negra/3
«Las presiones de los
judíos a través de los medios de comunicación y las protestas de los católicos
empeñados en el diálogo con el judaísmo han tenido éxito. La causa de la
beatificación de Isabel la Católica, reina de Castilla, recibió en estos días
un imprevisto frenazo [...]. La preocupación por no provocar las reacciones de
los israelíes, irritados por la beatificación de la judía conversa Edit Stein y
por la presencia de un monasterio en Auschwitz, favoreció el que se hiciera una
"pausa para reflexionar" sobre la conveniencia de continuar con la
causa de la Sierva de Dios, título al que ya tiene derecho Isabel I de
Castilla.»
Así dice un artículo
publicado en Il Nostro Tempo, Orazio Petrosillo, informador religioso de Il
Messaggero. Petrosillo recuerda que el frenazo del Vaticano llegó a pesar del
dictamen positivo de los historiadores, basado en un trabajo de veinte años
contenido en veintisiete volúmenes. «En estas cantidades ingentes de material
—dice el postulador de la causa, Anastasio Gutiérrez— no se encontró un solo
acto o manifestación de la reina, ya fuera público o privado, que pueda
considerarse contrario a la santidad cristiana.» El padre Gutiérrez no duda en
tachar de «cobardes a los eclesiásticos que, atemorizados por las polémicas,
renuncian a reconocer la santidad de la reina». Sin embargo, Petrosillo
concluye diciendo, «se tiene la impresión de que la causa difícilmente llegue a
puerto».
Se trata de una
noticia poco reconfortante. Sin embargo, no es la primera vez que ocurre;
ciñéndonos a España, recordemos que Pablo VI bloqueó la beatificación de los
mártires de la guerra civil, por lo que podemos comprobar que, una vez más, se
consideró que las razones de la convivencia pacífica contrastaban con las de la
verdad, que en este caso es atacada con una virulencia rayana en la difamación,
no sólo por parte de los judíos (a los que en la época de Isabel les fue
revocado el derecho a residir en el país), sino también por parte de los
musulmanes (expulsados de Granada, su última posesión en tierras españolas), y
por todos los protestantes y los anticatólicos en general, que desde siempre
montan en cólera cuando se habla de aquella vieja España cuyos soberanos tenían
derecho al título oficial de Reyes Católicos. Título que se tomaron tan en
serio que una polémica secular identificó hispanismo y catolicismo, Toledo y
Madrid con Roma.
En cuanto a la expulsión de los judíos, siempre se olvidan ciertos hechos, como por ejemplo, el que mucho antes de Isabel, los soberanos de Inglaterra, Francia y Portugal habían tomado la misma medida, y muchos otros países iban a tomarla sin las justificaciones políticas que explican el decreto español que, no obstante, constituyó un drama para ambas partes.
Es preciso recordar
que la España musulmana no era en absoluto el paraíso de tolerancia que han
querido describirnos y que, en aquellas tierras, tanto cristianos como judíos
eran víctimas de periódicas matanzas. Sin embargo, está más que probado que si
había que elegir entre dos males —Cristo o Mahoma— los judíos tomaron partido
por este último, haciendo de quinta columna en perjuicio del elemento católico.
De ahí surgió el odio popular que, unido a la sospecha que despertaban quienes
formalmente habían abrazado el cristianismo para continuar practicando en
secreto el judaísmo (los marranos), condujo a tensiones que con frecuencia
degeneraron en sanguinarias matanzas espontáneas y continuas a las que las
autoridades intentaban en vano oponerse. El Reino de Castilla y Aragón surgido
del matrimonio de los reyes todavía no se había afianzado y no estaba en
condiciones de soportar ni de controlar una situación tan explosiva, amenazado
como estaba por una contraofensiva de los árabes que contaban con los
musulmanes, a su vez convertidos por compromiso.
Desde el punto de
vista jurídico, en España, y en todos los reinos de aquella época, los judíos
eran considerados extranjeros y se les daba cobijo temporalmente sin derecho a
ciudadanía. Los judíos eran perfectamente conscientes de su situación: su permanencia
era posible mientras no pusieran en peligro al Estado. Cosa que, según el
parecer no sólo de los soberanos sino también del pueblo y de sus
representantes, se produjo con el tiempo a raíz de las violaciones de la
legalidad por parte de los judíos no conversos como de los formalmente
convertidos, por los cuales Isabel sentía una «ternura especial» tal que puso
en sus manos casi toda la administración financiera, militar e incluso
eclesiástica. Sin embargo, parece que los casos de «traición» llegaron a ser
tantos como para no poder seguir permitiendo semejante situación.
En cualquier caso, como mantiene la
postulación de la causa de santidad de Isabel, «el decreto de revocación del
permiso de residencia a los judíos fue estrictamente político, de orden público
y de seguridad del Estado, no se consultó en absoluto al Papa, ni interesa a la
Iglesia el juicio que se quiera emitir en este sentido. Un eventual error
político puede ser perfectamente compatible con la santidad. Por lo tanto, si
la comunidad judía de hoy quisiera presentar alguna queja, deberá dirigirla a
las autoridades políticas, suponiendo que las actuales sean responsables de lo
actuado por sus antecesoras de hace cinco siglos».
Añade la postulación
(no hay que olvidar que ha trabajado con métodos científicos, con la ayuda de
más de una decena de investigadores que dedicaron veinte años a examinar más de
cien mil documentos en los archivos de medio mundo): «La alternativa, el
aut-aut "o convertirse o abandonar el Reino", que habría sido impuesta
por los Reyes Católicos es una fórmula simplista, un eslogan vulgar: ya no se
creía en las conversiones. La alternativa propuesta durante los muchos años de
violaciones políticas de la estabilidad del Reino fue: "O cesáis en
vuestros crímenes o deberéis abandonar el Reino."» Como confirmación
ulterior tenemos la actividad anterior de Isabel en defensa de la libertad de
culto de los judíos en contra de las autoridades locales, con la promulgación
de un seguro real así como con la ayuda para la construcción de muchas
sinagogas.
No obstante, resulta
significativo que la expulsión fuera particularmente aconsejada por el confesor
real, el muy difamado Tomás de Torquemada, primer organizador de la
Inquisición, que era de origen judío. También resulta significativo y
demostrativo de la complejidad de la historia el hecho de que, alejadas de los
Reyes Católicos, aunque fuera por el clamor popular y por motivos políticos de
legítima defensa, las familias judías más ricas e influyentes solicitaron y
obtuvieron hospitalidad de la única autoridad que se la concedió con gusto y la
acogió en sus territorios: el Papa. De esto sólo puede sorprenderse todo aquel
que ignore que la Roma pontificia es la única ciudad del Viejo Continente en la
que la comunidad judía vivió altibajos según los papas que les tocaron en
suerte, pero que nunca fue expulsada ni siquiera por breve tiempo. Habrá que
esperar al año 1944 y a que se produzca la ocupación alemana para ver, más de
mil seiscientos años después de Constantino, a los judíos de Roma perseguidos y
obligados a la clandestinidad; quienes consiguieron escapar lo hicieron en su
mayoría gracias a la hospitalidad concedida por instituciones católicas, con el
Vaticano a la cabeza.
El camino a los
altares le está vedado a Isabel también por quienes terminaron por aceptar sin
críticas la leyenda negra de la que hemos hablado y de la que seguiremos
ocupándonos, y que abundan incluso entre las filas católicas. No se le perdona
a la soberana y a su consorte, Fernando de Aragón, el haber iniciado el
patronato, negociado con el Papa, con el que se comprometían a la
evangelización de las tierras descubiertas por Cristóbal Colón, cuya expedición
habían financiado. En una palabra, serían los dos Reyes Católicos los
iniciadores del genocidio de los indios, llevado a cabo con la cruz en una mano
y la espada en la otra. Y los que se salvaron de la matanza habrían sido
sometidos a la esclavitud. Sin embargo, sobre este aspecto, la historia
verdadera ofrece otra versión que difiere de la leyenda.
Veamos, por ejemplo,
lo que dice Jean Dumont: «La esclavitud de los indios existió, pero por
iniciativa personal de Colón, cuando tuvo los poderes efectivos de virrey de
las tierras descubiertas; por lo tanto, esto fue así sólo en los primeros
asentamientos que tuvieron lugar en las Antillas antes de 1500. Isabel la
Católica reaccionó contra esta esclavitud de los indígenas (en 1496 Colón había
enviado muchos a España) mandando liberar, desde 1478, a los esclavos de los
colonos en las Canarias. Mandó que se devolviera a las Antillas a los indios y
ordenó a su enviado especial, Francisco de Bobadilla, que los liberara, y éste
a su vez, destituyó a Colón y lo devolvió a España en calidad de prisionero por
sus abusos. A partir de entonces la política adoptada fue bien clara: los
indios son hombres libres, sometidos como los demás a la Corona y deben ser
respetados como tales, en sus bienes y en sus personas.»
Quienes consideren
este cuadro como demasiado idílico, les convendría leer el codicilo que Isabel
añadió a su testamento tres días antes de morir, en noviembre de 1504, y que
dice así: «Concedidas que nos fueron por la Santa Sede Apostólica las islas y
la tierra firme del mar Océano, descubiertas y por descubrir, nuestra principal
intención fue la de tratar de inducir a sus pueblos que abrazaran nuestra santa
fe católica y enviar a aquellas tierras religiosos y otras personas doctas y
temerosas de Dios para instruir a los habitantes en la fe y dotarlos de buenas
costumbres poniendo en ello el celo debido; por ello suplico al Rey, mi señor,
muy afectuosamente, y recomiendo y ordeno a mi hija la princesa y a su marido,
el príncipe, que así lo hagan y cumplan y que éste sea su fin principal y que
en él empleen mucha diligencia y que no consientan que los nativos y los
habitantes de dichas tierras conquistadas y por conquistar sufran daño alguno
en sus personas o bienes, sino que hagan lo necesario para que sean tratados
con justicia y humanidad y que si sufrieren algún daño, lo repararen.»
Se trata de un
documento extraordinario que no tiene igual en la historia colonial de ningún
país. Sin embargo, no existe ninguna historia tan difamada como la que se
inicia con Isabel la Católica.
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