Cristianismo y política
El Estado no constituye la totalidad
de la existencia humana ni abarca toda la esperanza humana. El hombre y su
esperanza van más allá de la realidad del Estado y más allá de la esfera de la
acción política. Y esto es válido no sólo para un Estado al que se puede
calificar de Babilonia, sino para cualquier tipo de Estado [incluso
“cristiano”]. El Estado no es la totalidad. Esto le quita un peso al hombre
político y le abre el camino de una política racional. El Estado romano era
falso y anticristiano precisamente porque quería ser el totum de las
posibilidades y de las esperanzas humanas. Pretendía así lo que no podía
realizar, con lo que defraudaba y empobrecía al hombre. Su mentira totalitaria
le hacía demoníaco y tiránico. La supresión del totalitarismo estatal ha
desmitificado al Estado, liberando la hombre político y a la política.
Pero cuando la fe cristiana, la fe
en una esperanza superior del hombre, decae, vuelve a surgir el mito del Estado
divino, porque el hombre no puede renunciar a la plenitud de la esperanza.
Aunque estas promesas se vayan obteniendo mediante el progreso y reivindiquen
exclusivamente para sí el concepto de progreso, son, sin embargo,
históricamente consideradas, un retroceso a un estadio anterior a la buena
nueva cristiana, una vuelta hacia atrás en el camino de la historia. Y aunque
vayan propalando como objetivo propio la liberación total del hombre, la
eliminación de cualquier dominio sobre el hombre, entran realmente en
contradicción con la verdad del hombre y con su libertad, porque reducen el
hombre a lo que él puede hacer por sí solo. Semejante política, que convierte
al Reino de Dios en un producto de la política y somete la fe a la primacía
universal de la política, es, por su propia naturaleza, una política de la esclavitud;
es política mitológica.
La fe opone a esta política la
mirada y la medida de la razón cristiana, que reconoce lo que el hombre es
realmente capaz de crear como orden de libertad y, de este modo, encontrar un
criterio de discreción, consciente de que su expectativa superior está en manos
de Dios. El rechazo de la esperanza que radica en la fe es, al mismo tiempo, un
rechazo del sentido de la medida en la razón política. La renuncia a las
esperanzas míticas es propia de una sociedad no tiránica, y no es resignación,
sino lealtad, que mantiene al hombre en la esperanza. La esperanza mítica del
paraíso inmanente y autárquico sólo puede conducir al hombre a la frustración;
frustración ante el fracaso de sus promesas y ante el gran vacío que le acecha;
una frustración angustiosa, hija de su propia fuerza y crueldad.
El primer servicio que presta la fe a la política es, pues liberar al hombre de la irracionalidad de los mitos políticos, que constituyen el verdadero peligro de nuestro tiempo. Ser sobrios y realizar lo que es posible en vez de exigir con ardor lo imposible ha sido siempre cosa difícil; la voz de la razón nunca suena tan fuerte como el grito irracional. El grito que reclama grandes hazañas tiene la vibración del moralismo; limitarse a lo posible parece, en cambio, una renuncia a la pasión moral, tiene el aspecto del pragmatismo de los mezquinos. Sin embargo, la moral política consiste en resistir la seducción de la grandilocuencia con la que se juega con la humanidad, el hombre y sus posibilidades. No es moral el moralismo de la aventura que pretende realizar por sí mismo lo que es Dios. En cambio, sí es moral la lealtad que acepta las dimensiones del hombre y lleva a cabo, dentro de esta medida, las obras del hombre. No es en la ausencia de toda conciliación, sino en la misma conciliación donde está la moral de la actividad política.
A pesar de que los cristianos era
perseguidos por el Estado romano, su posición ante el Estado no era
radicalmente negativa. Reconocieron al Estado en cuanto Estado, tratando de
construirlo como Estado según sus posibilidades, sin intentar destruirlo. Precisamente
porque sabían que estaban en “Babilonia”, les servían las orientaciones que el
profeta Jeremías había dado a los judíos deportados a Babilonia. La carta del
profeta transcrita en el cap. 29 del libro de Jeremías no es ciertamente una
instrucción para la resistencia política, para la destrucción del Estado
esclavista, ni se presta a tal interpretación. Por el contrario, es una
exhortación a conservar y a reforzar lo bueno. Se trata, pues, de una
instrucción para la supervivencia y, al mismo tiempo, para la preparación de un
porvenir nuevo y mejor. En este sentido, esta moral del exilio contiene también
elementos de un ethos político positivo. Jeremías no incita a los
judíos a la resistencia ni a la insurrección, sino que les dice: “Edificad
casas y habitadlas. Plantad huertos y comed de sus frutos... Procurar la paz de
la ciudad adonde os trasladé; y rogad por ella al Señor, porque en la paz de
ella tendréis vosotros paz” (Jr. 29, 5-7).
Muy semejante es la exhortación que
se lee en la carta de Pablo a Timoteo, fechada tradicionalmente en tiempos de
Nerón: “(Rogad) por todos los hombres, por los emperadores y por todos los que
están en el poder, a fin de que tengamos una vida quieta y tranquila en toda
piedad y honestidad”. (1 Tm 2,2). En la misma línea se desarrolla la carta de
Pedro con la siguiente exhortación: “Vuestro comportamiento entre los paganos
sea irreprensible, a fin de que, por lo mismo que os censuran como
malhechores, reflexionando sobre las obras buenas que observan en vosotros,
glorifiquen a Dios en el día del juicio”. (1 P 2,12). “Honrad a todos, amad a
vuestros hermanos, temed a Dios, honrad al rey” (1 P 2,17). “Ninguno de
vosotros tenga que sufrir como homicida, o ladrón, o malhechor, o delator. Pero
si uno sufre como cristiano, que no se avergüence; que glorifique más bien a
Dios por este nombre”. (1 P 4,15 a)
¿Qué quiere decir todo esto? Los
cristianos no eran ciertamente gente sometida angustiosamente a la autoridad,
gente que no supiese de la existencia del derecho a resistir y del deber de
hacerlo en conciencia. Precisamente esta última verdad indica que reconocieron
los límites del Estado y que no se doblegaron en lo que no les era lícito
doblegarse, porque iba contra la voluntad de Dios. Por eso precisamente resulta
tanto más importante el que no intentaran destruir, sino que contribuyeran a
regir este Estado. La antimoral era combatida con la moral, y el mal con la
decidida adhesión al bien, y no de otra manera. La moral, el cumplimiento del
bien, es verdadera oposición, y sólo el bien puede preparar el impulso hacia lo
mejor. No existen dos tipos de moral política: una moral de la oposición y una
moral del poder. Sólo existe una moral: la moral como tal, la moral de los
mandamientos de Dios, que no se pueden dejar en la cuneta ni siquiera
temporalmente, a fin de acelerar un cambio de situación. Sólo se puede
construir construyendo, no destruyendo. Esta es la ética política de la Biblia,
desde Jeremías hasta Pedro y Pablo.
El cristianismo es siempre un
sustentador del Estado en el sentido de que él realiza lo positivo,
el bien, que sostiene en comunión los Estados. No teme que de este modo vaya a
contribuir al poder de los malvados, sino que está convencido de que siempre y
únicamente el reforzamiento del bien puede abatir al mal y reducir el poder del
mal y de los malvados. Quien incluya en sus programas la muerte de inocentes o
la destrucción de la propiedad ajena no podrá nunca justificarse con la fe.
Explícitamente es lo contrario a la sentencia de Pedro: “Pero jamás alguno de
vosotros padezca por homicida o ladrón” (1 P 4,15); son palabras que valen
también ahora contra este tipo de resistencia. La verdadera resistencia
cristiana que pide Pedro sólo tiene lugar cuando el Estado exige la negación de
Dios y de sus mandamientos, cuando exige el mal, en cuyo caso el bien es
siempre un mandamiento.
De todo esto se sigue una última
consecuencia. La fe cristiana ha destruido el mito del Estado divinizado, el
mito del Estado paraíso y de la sociedad sin dominación ni poder. En su lugar
ha implantado el realismo de la razón. Ello no significa, sin embargo, que la
fe haya traído un realismo carente de valores: el de la estadística y la pura
física social. El verdadero realismo del hombre se encuentra el humanismo, y en
el humanismo se encuentra Dios. En la verdadera razón humana se halla la moral,
que se alimenta de los mandamientos de Dios. Esta moral no es un asunto
privado; tiene valor y resonancia pública. No puede existir una buena política
sin el bien que se concreta en el ser y el actuar. Lo que la Iglesia perseguida
prescribió a los cristianos como núcleo central de su ethos político
debe constituir también la esencia de una actividad política cristiana: sólo
donde el bien se realiza y se reconoce como bien puede prosperar igualmente una
buena convivencia entre los hombres. El gozne sobre el que gira una acción
política responsable debe ser el hacer valer en la vida pública el plano moral,
el plano de los mandamientos de Dios.
Si hacemos así, entonces también
podremos, tras el paso de los tiempos de angustia, comprender, como dirigidas a
nosotros personalmente, estas palabras del Evangelio: “No se turbe vuestro
corazón” (Jn. 14,1). “Porque por el poder de Dios estáis custodiados mediante
la fe para vuestra salvación...”.
Fuente:
Revista Católica Internacional Communio, 2ª. Época, Año 17, julio-agosto
de 1995
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