sábado, 14 de noviembre de 2020

Meditaciones del tiempo ordinario con textos de Santo Tomás de Aquino 227

Sábado de la 32ª semana

MODO DE ORAR


I. ¿Debe ser vocal la oración? El Profeta David dice así: Con mi voz clamé al Señor; con mi voz al Señor rogué (Sal 141, 2).

 

La oración singular, qué se ofrece por una persona particular, no es necesario que sea vocal; pero únese la palabra a tal oración por tres razones:

 

1º) Para excitar la devoción interior, por la cual el espíritu del que ora se eleva a Dios, pues el espíritu del hombre se mueve según la aprensión, y por consiguiente según el afecto, por medio de los signos externos, ya de las voces, ya también de algunos hechos. Por esto dice San Agustín que: "nosotros nos excitamos más vivamente a acrecentar el deseo santo con las palabras y otros signos"*. De modo que, en la oración singular, debe usarse de palabras y otros signos, tanto como conviene, para excitar el espíritu interiormente. Pero si con ello el espíritu se distrae o es impedido de algún modo debe desistirse de ello, lo cual acontece principalmente en aquéllos cuyo espíritu está suficientemente dispuesto a la devoción sin tales signos. Así dice el Salmista: Contigo habló mi corazón, mi rostro te ha buscado (Sal 26, 8); y de Ana se lee, que hablaba en su corazón (1 Reyes 1, 13).

 

2º) Se añade la oración vocal como para pagar una deuda, esto es, para que el hombre sirva a Dios con todo lo que de él recibe, es decir, no sólo con el alma, sino también con el cuerpo.

 

3º) También se une la oración vocal por cierta redundancia del alma sobre el cuerpo, a causa del afecto vehemente, según aquello del Salmo (15, 9): Se alegró mi corazón, y se regocijó mi lengua.

 

II. ¿Debe ser atenta la oración?

 

Una cosa es necesaria de dos modos: 1º, si por ella se llega mejor al fin, y según esto la atención es absolutamente necesaria a la oración; 2º, si sin ella no puede conseguirse su efecto. El efecto de la oración es triple:

 

El primero es común a todos los actos informados por la caridad, que es merecer, y para este efecto no se requiere necesariamente que la atención acompañe del todo a la oración, sino que la fuerza de la primera intención, por la que uno se pone a orar, hace meritoria toda la oración.

 

El segundo efecto de la oración es impetrar, y a este efecto también basta la primera intención, que Dios considera principalmente; pero si la primera intención falta, la oración ni es meritoria ni impetratoria; porque Dios no oye la oración a que no atiende el que ora.

 

El tercer efecto de la oración es el que produce de presente, es decir, cierta refección espiritual del alma, y para esto se requiere necesariamente la atención en la oración. Por eso se dice a los Corintios: Si orare en una lengua... mi menta queda sin fruto (1 Cor 14, 14).

 

Hay tres clases de atención: una, por la que se atiende a las palabras, para no equivocarse en ellas; la segunda es aquélla por la que se atiende al sentido de las palabras; y la tercera es por la que se atiende al fin de la oración, esto es, a Dios y al objeto por el que se ora. Ésta es sobre todo necesaria y pueden tenerla hasta los idiotas; y a veces es tan intensa la atención con que el alma se eleva a Dios, que hasta el espíritu se olvida de todo lo demás.

(2ª 2ae , q. LXXXIII, a. 12, 13)

Nota:

*Ad Prob., epíst, 130 a 121


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