Domingo de la 28ª semana
INMUTABILIDAD DE DIOS
I. Existe en Dios una
manera de ser o perfección según la cual es inmutable en su naturaleza, como
atestigua él mismo por el profeta Malaquías: Yo soy el Señor, y no me mudo (3,
6). Todo lo que se mueve adquiere con su movimiento alguna cosa y llega a
aquello a lo que antes no llegaba. Pero siendo Dios infinito, y comprendiendo
en sí mismo toda la plenitud de perfección de todo ser, nada puede adquirir, ni
extenderse a nada donde antes no tocara. Por consiguiente, de ninguna manera es
compatible con él el movimiento.
Es verdad que se dice en el libro de la Sabiduría: La sabiduría es más ágil que todas las cosas movibles (7, 24). Pero se dice que la sabiduría es móvil por vía de símil, en atención a que esta Sabiduría difunde su semejanza hasta lo último del ser; pues nada puede existir que no proceda en similitud de la divina sabiduría, como de su primer principio efectivo y formal, al modo con que también las obras de arte proceden de la sabiduría del artífice. Así, pues, en cuanto la semejanza de la divina sabiduría procede gradualmente desde las criaturas superiores que más participan de su semejanza, hasta las cosas inferiores, que participan menos, se dice que hay cierta procesión o movimiento de la divina sabiduría a las cosas; como si dijéramos que el sol baja a la tierra, por cuanto el rayo de su luz alcanza y toca la tierra.
En sentido metafórico
se usan estas palabras en la Escritura: Acercaos a Dios, y él se acercará a
vosotros (Stgo. 4, 8). Pues, así como se dice que el sol entra en una casa y
sale de ella, para indicar que su rayo llega hasta la casa, del mismo modo se
dice que Dios se acerca a nosotros o se aleja de nosotros, para indicar que
experimentamos influencia de su bondad o nos separamos de él.
(1ª, q. IX, a. 1)
II. También nosotros
debemos procurar, para constancia del alma, ser inmutables en el bien y no
apartarnos del camino de la rectitud, ni doblegados por las adversidades, ni
seducidos por la prosperidad. Pero, ¡ay!, somos excesivamente inconstantes en
las santas meditaciones, en los afectos ordenados, en la seguridad de la
conciencia, en la recta voluntad. ¡Ay!, cuán súbitamente nos mudamos del bien
al mal; de la esperanza, al temor injusto; y por el contrario: del gozo, al
dolor injusto; de la taciturnidad, a la locuacidad; de la madurez, a la
ligereza; de la caridad, al rencor o a la envidia; del fervor, a la sequedad;
de la humildad, a la vanagloria o a la soberbia; de la mansedumbre, a la ira;
de la alegría y del amor espiritual, al carnal; de tal modo que nunca
permanecemos estables un solo momento en el mismo estado, sino que somos
constantes en la inconstancia, en la infidelidad, en la ingratitud, en los
defectos espirituales, en la imperfección, en la pérdida del tiempo, en las
ligerezas, en los pensamientos y afectos impúdicos. La inestabilidad de los
sentidos y de los miembros exteriores arguye mutabilidad de los afectos y de los
movimientos interiores. Esforcémonos en estas cosas razonablemente, y
conduzcámonos con igualdad y frecuentemente de un mismo modo, esto es, con
madurez y benignidad en el reposo y en la manera de andar, y en toda nuestra
vida.
(De divinis moribus.)
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