SAN IGNACIO DE LOYOLA
Por Francisco Fernández Carvajal
Nació el año
1491 en Loyola; siguió la carrera de las armas. Fue herido en la defensa de
Pamplona; trasladado a su tierra natal, se convirtió durante la convalecencia a
través de la lectura de una vida del Señor y vidas de algunos santos. Marchó a
París para estudiar teología y allí reunió a los primeros seguidores, con los
que más tarde, en Roma, fundaría la Compañía de Jesús. Murió en esta ciudad el
año 1556.
— La influencia de la lectura en la conversión de
San Ignacio.
— Importancia de la lectura espiritual.
— Cuidar lo que se lee. Modo de hacer la lectura
espiritual.
I. Según cuenta en
su Autobiografía Ignacio de Loyola «hasta los veintiséis años de su
edad fue hombre dado a las vanidades del mundo, y principalmente se deleitaba
en ejercicio de armas, con un grande y vano deseo de ganar honra»1. Después de haber sido herido en una pierna en la defensa
de la ciudad de Pamplona fue llevado en una litera a su tierra, donde estuvo al
borde de la muerte; después de una larga convalecencia recuperó la salud. En
este tiempo, «y porque era muy dado a leer libros mundanos y falsos, que suelen
llamar de caballerías, sintiéndose bueno, pidió que le diesen algunos dellos
para pasar el tiempo: mas en aquella casa no se halló ninguno de los que él
solía leer, y así le dieron un Vita Christi y un libro de la vida de
los santos en romances»2. Se aficionó a estas
lecturas, reflexionó en ellas en el largo tiempo que hubo de guardar cama, y
«leyendo la vida de Nuestro Señor y de los santos, se paraba a pensar,
razonando consigo: ¿Qué seria, sí yo hiciese esto que hizo San Francisco, y
esto que hizo Santo Domingo?. Y así discurría por muchas cosas que hallaba
buenas ...»3.
Se alegraba cuando se
determinaba a seguir la vida de los santos y se entristecía cuando abandonaba
estos pensamientos. «Y cobrada no poca lumbre de aquesta lección, comenzó a
pensar más de veras en su vida pasada, y en cuánta necesidad tenía de hacer penitencia
de ella»4. Así, poco a poco, Dios se fue
metiendo en su alma, y de caballero valeroso de un señor terreno pasó «a
heroico caballero del Rey Eterno, Jesucristo. La herida que sufriera en
Pamplona, la larga convalecencia en Loyola, las lecturas, la reflexión y la
meditación bajo el influjo de la gracia, los diversos estados de ánimo por los
que pasaba su espíritu, obraron en él una conversión radical: de los sueños de
una vida mundana a una plena consagración a Cristo, que aconteció a los pies de
Nuestra Señora de Montserrat y maduró en el retiro de Manresa»5.
El Señor se valió de
la lectura para la conversión de San Ignacio. Y así ha sido en muchos otros:
Dios ha penetrado en muchas almas a través de un buen libro. Verdaderamente,
«la lectura ha hecho muchos santos»6. En ella encontramos
una gran ayuda para nuestra formación, y también para nuestra conversación
diaria con Dios. «En la lectura me escribes formo el depósito de combustible.
Parece un montón inerte, pero es de allí de donde muchas veces mi memoria saca
espontáneamente material, que llena de vida mi oración y enciende mi hacimiento
de gracias después de comulgar»7. Un buen libro para
lectura espiritual es un gran amigo, del que nos cuesta separarnos porque nos
enseña el camino que conduce a Dios, y nos alienta y ayuda a recorrerlo.
II. La lectura
espiritual cobra particular importancia en nuestros días, pues de ordinario
será uno de los medios más importantes para alcanzar esa buena doctrina que ha
de servirnos para alimentar nuestra piedad y para dar a conocer la fe a un
mundo lleno de una profunda ignorancia. No es raro que en nuestra conversación
normal de todos los días con amigos, parientes, conocidos... nos encontremos
con que desconocen las nociones más elementales de la fe y los criterios más
fundamentales para enjuiciar los problemas del mundo. Desgraciadamente, sigue
siendo actual lo que en los primeros siglos del cristianismo escribía San Juan
Crisóstomo, lamentándose de la ignorancia religiosa de muchos cristianos de su
época: «a veces ocurre escribe el Santo que consagramos todo nuestro esfuerzo a
cosas, no solo superfluas, sino incluso inútiles o perjudiciales, mientras se
abandona y desprecia el estudio de la Escritura. Aquellos que en las
competiciones hípicas se excitan hasta el colmo, pueden referir con rapidez el
nombre, la yeguada, la raza, la nación, el entrenamiento de los caballos, los
años de su vida, la velocidad de su carrera, y quién con quién, si galoparan
unidos, conseguirían la victoria; y qué caballo, entre estos o aquellos, si
toma parte en la carrera y si fuera montado por tal jinete, vencería la
prueba... Si, por el contrario, nos preguntamos cuántas son las epístolas de
San Pablo, ni siquiera su número sabemos expresar»8. El Señor nos urge
para que iluminemos con la doctrina católica la oscuridad y la cerrazón de
tantos que ignoran las verdades fundamentales de la fe y de la moral.
Cuando son tantas las
publicaciones, las imágenes que cada día nos llegan, que por sí mismas no
acercan a Dios y muchas veces tienden a separar de Él, se hacen urgentes unos
momentos de reflexión al hilo de esa lectura adecuada que nos recuerde nuestro
fin último, el sentido de la vida y de los acontecimientos a la luz de las
enseñanzas de la Iglesia9. Un buen libro puede
llegar a ser un excelente amigo «que nos pone delante los ejemplos de los
santos, condena nuestra indiferencia, nos recuerda los juicios de Dios, nos
habla de la eternidad, disipa las ilusiones del mundo, responde a los falsos
pretextos del amor propio, nos proporciona los medios para resistir a nuestras
pasiones desordenadas. Es un monitor discreto que nos avisa en secreto, un
amigo que jamás nos engaña...»10. A la lectura se le
pueden aplicar las palabras que la Escritura reserva a una buena amistad:
podemos decir que cuando encontramos un buen libro hemos hallado un tesoro11. En muchos casos, una buena lectura espiritual puede ser
decisiva en la vida de una persona, como lo fue en la vida de San Ignacio de Loyola
y en la de tantos cristianos. Aconsejar buenos libros es también una forma
excelente de apostolado, de enriquecer espiritualmente a nuestros amigos.
III. He venido a
traer fuego a la tierra dice el Señor ¡Y ojalá estuviera ya ardiendo!12.
Para extender ese amor
a Dios por el mundo entero necesitamos tenerlo en el corazón, como lo tuvo San
Ignacio. Y la lectura espiritual da luces en la vida interior, propone ejemplos
vivos de virtud, enciende en deseos de amor a Dios y es una gran ayuda para la
oración, además de ser un excelente medio para una buena formación doctrinal.
En los Santos Padres se encuentran frecuentes y concretas enseñanzas sobre la
lectura espiritual. San Jerónimo, por ejemplo, aconseja que se lean cada día
unos versículos de la Sagrada Escritura, y «escritos espirituales de hombres
doctos, cuidando, sin embargo, de que sean autores de fe segura, porque no se
puede buscar el oro en medio del fango»13. La lectura
espiritual ha de hacerse con libros cuidadosamente escogidos, de modo que
constituya con seguridad el alimento que necesita nuestra alma según las personales
circunstancias. En estas, como en tantas otras ocasiones, la ayuda que
recibimos en la dirección espiritual puede ser inestimable. En general, más que
obras que intenten presentar nuevos problemas teológicos (que
probablemente solo interesarán a especialistas de la ciencia teológica) hay que
elegir libros que ilustren los fundamentos de la doctrina común, que expongan
claramente el contenido de la fe, que nos ayuden a contemplar la vida de
Jesucristo.
Para hacer con
provecho la lectura espiritual a veces bastará que le dediquemos, por ejemplo,
quince minutos diarios, incluyendo algunos versículos del Nuevo Testamento será
necesario leer despacio, con atención y recogimiento, «parándote a considerar,
rumiar, pensar y saborear las verdades que te tocan más de cerca, para
grabarlas más hondamente en tu alma, y sacar de ella actos y afectos»14 que lleven a amar más a Dios. San Pedro de Alcántara
solía dar un consejo parecido: la lectura «no ha de ser apresurada ni corrida,
sino atenta y sosegada; aplicando a ella no solo el entendimiento para entender
lo que se lee, sino mucho más la voluntad para gustar lo que se entiende. Y
cuando hallare algún paso devoto, deténgase algo más en él para mejor sentirlo»15.
Ayuda mucho hacerla
con continuidad, con el mismo libro, y podrá ser útil llevarlo con nosotros
cuando nos ausentamos en fines de semana, viajes profesionales, etc., como
hacemos con otros enseres, quizá más voluminosos y menos útiles. En
determinadas épocas nos será también de gran provecho «volver a leer las obras
que años atrás hicieron bien a nuestras almas. La vida es corta; por eso nos
hemos de contentar con leer y releer aquellos escritos que verdaderamente
llevan impresa la huella de Dios, y no perder el tiempo en lecturas de cosas
sin vida y sin valor»16.
A San Ignacio le
pedimos que nos ayude desde el Cielo a sacar abundante provecho de nuestra
lectura espiritual y que convierta nuestro corazón para un mayor servicio de
Dios.
Señor, Dios nuestro,
que has suscitado en tu Iglesia a San Ignacio de Loyola para extender la gloria
de tu nombre, concédenos que después de combatir en la tierra, bajo su
protección y siguiendo su ejemplo, merezcamos compartir con él la gloria del
Cielo17.
Ver también
San Ignacio de Loyola, maestro del discernimiento espiritual - Mons. Munilla
San Ignacio de Loyola Animado
Carta de la obediencia - San Ignacio de Loyola
Notas:
1 San Ignacio de Loyola, Autobiografía,
en Obras completas, BAC, Madrid 1963, I, 1.
2 Ibídem, 1, 5.
3 Ibídem, 1, 7.
4 Ibídem, I, 9.
5 Juan Pablo II, Mensaje para el
Año Ignaciano, 31-VII-1990.
6 Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino,
n. 116.
7 Ibídem, n. 117.
8 San Juan Crisóstomo, Homilías
sobre algunos pasajes del Nuevo Testamento, 1, 1.
9 Cfr. E. Boylan. El amor
supremo, Rialp, 3.ª ed., Madrid 1963, vol. I, pp. 181 ss.
10 Berthier, cit. por A. Royo
Marín en Teología de la perfección cristiana, 4.ª ed., BAC, Madrid
1962, p. 737.
11 Cfr. Ecl 6, 14.
12 Antífona de comunión, Lc 12,
49.
13 San Jerónimo, Epístola 54,
10.
14 San Juan Eudes, Royaume de
Jésus, II. 15, 196.
15 San Pedro de Alcántara, Tratado
de la oración y meditación, I, 7.
16 R. Garrigou-Lagrange, Las
tres edades de la vida interior, Palabra, 4.ª ed., Madrid 1982, vol. I, p. 291.
17 Oración colecta de la Misa.
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