Decimoséptimo domingo del Tiempo
Ordinario
CEC 407: no se
puede ignorar el pecado original para discernir la situación humana
CEC 1777-1785:
escoger según la conciencia, en acuerdo con la voluntad de Dios
CEC 1786-1789:
discernir la voluntad de Dios expresada en la Ley en las situaciones difíciles
CEC 1038-1041: la
separación del bien y del mal en el juicio final
CEC 1037: Dios no
predestina a nadie a ir al infierno
CEC 407: no se
puede ignorar el pecado original para discernir la situación humana
407 La doctrina sobre el pecado original —vinculada a la de
la Redención de Cristo— proporciona una mirada de discernimiento lúcido sobre
la situación del hombre y de su obrar en el mundo. Por el pecado de los
primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre, aunque
éste permanezca libre. El pecado original entraña "la servidumbre bajo el
poder del que poseía el imperio de la muerte, es decir, del diablo"
(Concilio de Trento: DS 1511, cf. Hb 2,14). Ignorar que el hombre posee una naturaleza
herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la
educación, de la política, de la acción social (cf. CA 25) y de las
costumbres.
CEC 1777-1785:
escoger según la conciencia, en acuerdo con la voluntad de Dios
El dictamen de la
conciencia
1777 Presente en el
corazón de la persona, la conciencia moral (cf Rm 2, 14-16) le
ordena, en el momento oportuno, practicar el bien y evitar el mal. Juzga
también las opciones concretas aprobando las que son buenas y denunciando las
que son malas (cf Rm 1, 32). Atestigua la autoridad de la
verdad con referencia al Bien supremo por el cual la persona humana se siente
atraída y cuyos mandamientos acoge. El hombre prudente, cuando escucha la
conciencia moral, puede oír a Dios que le habla.
1778 La conciencia
moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la
cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho.
En todo lo que dice y hace, el hombre está obligado a seguir fielmente lo que
sabe que es justo y recto. Mediante el dictamen de su conciencia el hombre
percibe y reconoce las prescripciones de la ley divina:
La conciencia «es
una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes,
significa responsabilidad y deber, temor y esperanza [...] La conciencia es la
mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia,
a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el
primero de todos los vicarios de Cristo» (Juan Enrique Newman, Carta al
duque de Norfolk, 5).
1779 Es preciso que
cada uno preste mucha atención a sí mismo para oír y seguir la voz de su
conciencia. Esta exigencia de interioridad es tanto más
necesaria cuanto que la vida nos impulsa con frecuencia a prescindir de toda
reflexión, examen o interiorización:
«Retorna a tu
conciencia, interrógala. [...] Retornad, hermanos, al interior, y en todo lo
que hagáis mirad al testigo, Dios» (San Agustín, In epistulam Ioannis
ad Parthos tractatus 8, 9).
1780 La dignidad de
la persona humana implica y exige la rectitud de la conciencia moral.
La conciencia moral comprende la percepción de los principios de la moralidad
(«sindéresis»), su aplicación a las circunstancias concretas mediante un
discernimiento práctico de las razones y de los bienes, y en definitiva el
juicio formado sobre los actos concretos que se van a realizar o se han
realizado. La verdad sobre el bien moral, declarada en la ley de la razón, es
reconocida práctica y concretamente por el dictamen prudente de
la conciencia. Se llama prudente al hombre que elige conforme a este dictamen o
juicio.
1781 La conciencia
hace posible asumir la responsabilidad de los
actos realizados. Si el hombre comete el mal, el justo juicio de la conciencia
puede ser en él el testigo de la verdad universal del bien, al mismo tiempo que
de la malicia de su elección concreta. El veredicto del dictamen de conciencia
constituye una garantía de esperanza y de misericordia. Al hacer patente la
falta cometida recuerda el perdón que se ha de pedir, el bien que se ha de
practicar todavía y la virtud que se ha de cultivar sin cesar con la gracia de
Dios:
«Tranquilizaremos
nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues
Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo» (1 Jn 3,
19-20).
1782 El hombre
tiene el derecho de actuar en conciencia y en libertad a fin de tomar
personalmente las decisiones morales. “No debe ser obligado a actuar contra su
conciencia. Ni se le debe impedir que actúe según su conciencia, sobre todo en
materia religiosa” (DH 3)
La formación de la conciencia
1783 Hay que formar
la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es
recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero
querido por la sabiduría del Creador. La educación de la conciencia es
indispensable a seres humanos sometidos a influencias negativas y tentados por
el pecado a preferir su propio juicio y a rechazar las enseñanzas autorizadas.
1784 La educación
de la conciencia es una tarea de toda la vida. Desde los primeros años
despierta al niño al conocimiento y la práctica de la ley interior reconocida
por la conciencia moral. Una educación prudente enseña la virtud; preserva o
sana del miedo, del egoísmo y del orgullo, de los insanos sentimientos de
culpabilidad y de los movimientos de complacencia, nacidos de la debilidad y de
las faltas humanas. La educación de la conciencia garantiza la libertad y
engendra la paz del corazón.
1785 En la
formación de la conciencia, la Palabra de Dios es la luz de nuestro caminar; es
preciso que la asimilemos en la fe y la oración, y la pongamos en práctica. Es
preciso también que examinemos nuestra conciencia atendiendo a la cruz del
Señor. Estamos asistidos por los dones del Espíritu Santo, ayudados por el
testimonio o los consejos de otros y guiados por la enseñanza autorizada de la
Iglesia (cf DH 14).
CEC 1786-1789:
discernir la voluntad de Dios expresada en la Ley en las situaciones difíciles
Decidir en conciencia
1786 Ante la
necesidad de decidir moralmente, la conciencia puede formular un juicio recto
de acuerdo con la razón y con la ley divina, o al contrario un juicio erróneo
que se aleja de ellas.
1787 El hombre se
ve a veces enfrentado con situaciones que hacen el juicio moral menos seguro, y
la decisión difícil. Pero debe buscar siempre lo que es justo y bueno y
discernir la voluntad de Dios expresada en la ley divina.
1788 Para esto, el
hombre se esfuerza por interpretar los datos de la experiencia y los signos de
los tiempos gracias a la virtud de la prudencia, los consejos de las personas
entendidas y la ayuda del Espíritu Santo y de sus dones.
1789 En todos los
casos son aplicables algunas reglas:
— Nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien.
— La “regla de oro”: “Todo [...] cuanto queráis que os hagan los
hombres, hacédselo también vosotros” (Mt 7,12; cf Lc 6,
31; Tb 4, 15).
— La caridad debe actuar siempre con respeto hacia el prójimo y
hacia su conciencia: “Pecando así contra vuestros hermanos, hiriendo su
conciencia..., pecáis contra Cristo” (1 Co 8,12). “Lo bueno es
[...] no hacer cosa que sea para tu hermano ocasión de caída, tropiezo o
debilidad” (Rm 14, 21).
CEC 1038-1041: la
separación del bien y del mal en el juicio final
El Juicio final
1038 La
resurrección de todos los muertos, "de los justos y de los pecadores"
(Hch 24, 15), precederá al Juicio final. Esta será "la hora en
que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz [...] y los que hayan
hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la
condenación" (Jn 5, 28-29). Entonces, Cristo vendrá "en
su gloria acompañado de todos sus ángeles [...] Serán congregadas delante de él
todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor
separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a
su izquierda [...] E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida
eterna." (Mt 25, 31. 32. 46).
1039 Frente a
Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de
la relación de cada hombre con Dios (cf. Jn 12, 49). El Juicio
final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de
bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena:
«Todo el mal que
hacen los malos se registra y ellos no lo saben. El día en que "Dios no se
callará" (Sal 50, 3) [...] Se volverá hacia los malos:
"Yo había colocado sobre la tierra —dirá Él—, a mis pobrecitos para
vosotros. Yo, su cabeza, gobernaba en el cielo a la derecha de mi Padre, pero
en la tierra mis miembros tenían hambre. Si hubierais dado a mis miembros algo,
eso habría subido hasta la cabeza. Cuando coloqué a mis pequeñuelos en la
tierra, los constituí comisionados vuestros para llevar vuestras buenas obras a
mi tesoro: como no habéis depositado nada en sus manos, no poseéis nada en
Mí"» (San Agustín, Sermo 18, 4, 4).
1040 El Juicio
final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la
hora en que tendrá lugar; sólo Él decidirá su advenimiento. Entonces Él
pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda
la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la
creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos
admirables por los que su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin
último. El Juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las
injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la
muerte (cf. Ct 8, 6).
1041 El mensaje del
Juicio final llama a la conversión mientras Dios da a los hombres todavía
"el tiempo favorable, el tiempo de salvación" (2 Co 6,
2). Inspira el santo temor de Dios. Compromete para la justicia del Reino de
Dios. Anuncia la "bienaventurada esperanza" (Tt 2, 13) de
la vuelta del Señor que "vendrá para ser glorificado en sus santos y
admirado en todos los que hayan creído" (2 Ts 1, 10).
CEC 1037: Dios no
predestina a nadie a ir al infierno
1037 Dios no
predestina a nadie a ir al infierno (cf DS 397; 1567); para que eso suceda es
necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él
hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los
fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que "quiere que nadie
perezca, sino que todos lleguen a la conversión" (2 P 3, 9):
«Acepta, Señor, en
tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu
paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus
elegidos (Plegaria eucarística I o Canon Romano, 88: Misal Romano)
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