Decimosexto domingo del Tiempo
Ordinario
CEC 543-550: el
Reino de Dios
CEC 309-314: la
bondad de Dios y el escándalo del mal
CEC 825, 827: la
mala hierba y la semilla del Evangelio en cada uno de nosotros y en la Iglesia
CEC 1425-1429: la
necesidad de una conversión continua
CEC 2630: la
oración de petición habla profundamente a través del Espíritu Santo
CEC 543-550: el
Reino de Dios
El anuncio del Reino de Dios
543 Todos los
hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar
a los hijos de Israel (cf. Mt 10, 5-7), este reino mesiánico
está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones (cf. Mt 8,
11; 28, 19). Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús:
«La palabra de Dios
se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se
unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por
sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega» (LG 5).
544 El Reino
pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir, a los que lo
acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para "anunciar la Buena
Nueva a los pobres" (Lc 4, 18; cf. Lc 7, 22).
Los declara bienaventurados porque de "ellos es el Reino de los
cielos" (Mt 5, 3); a los "pequeños" es a quienes el
Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes
(cf. Mt 11, 25). Jesús, desde el pesebre hasta la cruz
comparte la vida de los pobres; conoce el hambre (cf. Mc 2,
23-26; Mt 21,18), la sed (cf. Jn 4,6-7;
19,28) y la privación (cf. Lc 9, 58). Aún más: se identifica
con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición
para entrar en su Reino (cf. Mt 25, 31-46).
545 Jesús invita a
los pecadores al banquete del Reino: "No he venido a
llamar a justos sino a pecadores" (Mc 2, 17; cf. 1 Tim 1,
15). Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino,
pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su
Padre hacia ellos (cf. Lc 15, 11-32) y la inmensa
"alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta" (Lc 15,
7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida
"para remisión de los pecados" (Mt 26, 28).
546 Jesús llama a
entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su
enseñanza (cf. Mc 4, 33-34). Por medio de ellas invita al
banquete del Reino (cf. Mt 22, 1-14), pero exige también una
elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo (cf. Mt 13,
44-45); las palabras no bastan, hacen falta obras (cf. Mt 21,
28-32). Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como
un suelo duro o como una buena tierra (cf. Mt 13, 3-9)? ¿Qué
hace con los talentos recibidos (cf. Mt 25, 14-30)? Jesús y la
presencia del Reino en este mundo están secretamente en el corazón de las
parábolas. Es preciso entrar en el Reino, es decir, hacerse discípulo de Cristo
para "conocer los Misterios del Reino de los cielos" (Mt 13,
11). Para los que están "fuera" (Mc 4, 11), la enseñanza
de las parábolas es algo enigmático (cf. Mt 13, 10-15).
Los signos del Reino de Dios
547 Jesús acompaña
sus palabras con numerosos "milagros, prodigios y signos" (Hch 2,
22) que manifiestan que el Reino está presente en Él. Ellos atestiguan que
Jesús es el Mesías anunciado (cf, Lc 7, 18-23).
548 Los signos que
lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado (cf. Jn 5,
36; 10, 25). Invitan a creer en Jesús (cf. Jn 10, 38). Concede
lo que le piden a los que acuden a él con fe (cf. Mc 5, 25-34;
10, 52). Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquel que hace las obras
de su Padre: éstas testimonian que él es Hijo de Dios (cf. Jn 10,
31-38). Pero también pueden ser "ocasión de escándalo" (Mt 11,
6). No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan
evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos (cf. Jn 11,
47-48); incluso se le acusa de obrar movido por los demonios (cf. Mc 3,
22).
549 Al liberar a
algunos hombres de los males terrenos del hambre (cf. Jn 6,
5-15), de la injusticia (cf. Lc 19, 8), de la enfermedad y de
la muerte (cf. Mt 11,5), Jesús realizó unos signos mesiánicos;
no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo (cf. Lc 12,
13. 14; Jn 18, 36), sino a liberar a los hombres de la
esclavitud más grave, la del pecado (cf. Jn 8, 34-36), que es
el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres
humanas.
550 La venida del
Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás (cf. Mt 12,
26): "Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha
llegado a vosotros el Reino de Dios" (Mt 12, 28). Los exorcismos de
Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios (cf Lc 8,
26-39). Anticipan la gran victoria de Jesús sobre "el príncipe de este
mundo" (Jn 12, 31). Por la Cruz de Cristo será definitivamente
establecido el Reino de Dios: Regnavit a ligno Deus ("Dios
reinó desde el madero de la Cruz", [Venancio Fortunato, Hymnus
"Vexilla Regis": MGH 1/4/1, 34: PL 88, 96]).
CEC 309-314: la
bondad de Dios y el escándalo del mal
309 Si Dios Padre
todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, tiene cuidado de todas sus
criaturas, ¿por qué existe el mal? A esta pregunta tan apremiante como
inevitable, tan dolorosa como misteriosa no se puede dar una respuesta simple.
El conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta pregunta: la
bondad de la creación, el drama del pecado, el amor paciente de Dios que sale
al encuentro del hombre con sus Alianzas, con la Encarnación redentora de su
Hijo, con el don del Espíritu, con la congregación de la Iglesia, con la fuerza
de los sacramentos, con la llamada a una vida bienaventurada que las criaturas
son invitadas a aceptar libremente, pero a la cual, también libremente, por un
misterio terrible, pueden negarse o rechazar. No hay un rasgo del
mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal.
310 Pero ¿por qué
Dios no creó un mundo tan perfecto que en él no pudiera existir ningún mal? En
su poder infinito, Dios podría siempre crear algo mejor (cf santo Tomás
de Aquino, S. Th., 1, q. 25, a. 6). Sin embargo, en su sabiduría y
bondad infinitas, Dios quiso libremente crear un mundo "en estado de
vía" hacia su perfección última. Este devenir trae consigo en el designio
de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros;
junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con las construcciones de la
naturaleza también las destrucciones. Por tanto, con el bien físico existe
también el mal físico, mientras la creación no haya alcanzado su
perfección (cf Santo Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, 3,
71).
311 Los ángeles y
los hombres, criaturas inteligentes y libres, deben caminar hacia su destino
último por elección libre y amor de preferencia. Por ello pueden desviarse. De
hecho pecaron. Y fue así como el mal moral entró en el mundo,
incomparablemente más grave que el mal físico. Dios no es de ninguna manera, ni
directa ni indirectamente, la causa del mal moral, (cf San Agustín, De
libero arbitrio, 1, 1, 1: PL 32, 1221-1223; Santo Tomás de Aquino, S.
Th. 1-2, Q. 79, a. 1). Sin embargo, lo permite, respetando la libertad
de su criatura, y, misteriosamente, sabe sacar de él el bien:
«Porque el Dios
todopoderoso [...] por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus
obras existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente poderoso y bueno para
hacer surgir un bien del mismo mal» (San Agustín, Enchiridion de fide,
spe et caritate, 11, 3).
312 Así, con el
tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede
sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus
criaturas: "No fuisteis vosotros, dice José a sus hermanos, los que me
enviasteis acá, sino Dios [...] aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios
lo pensó para bien, para hacer sobrevivir [...] un pueblo numeroso" (Gn 45,
8;50, 20; cf Tb 2, 12-18 vulg.). Del mayor mal moral que ha
sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los
pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia
(cf Rm 5, 20), sacó el mayor de los bienes: la glorificación
de Cristo y nuestra Redención. Sin embargo, no por esto el mal se convierte en
un bien.
313 "En todas
las cosas interviene Dios para bien de los que le aman" (Rm 8,
28). El testimonio de los santos no cesa de confirmar esta verdad:
Así santa Catalina
de Siena dice a "los que se escandalizan y se rebelan por lo que les
sucede": "Todo procede del amor, todo está ordenado a la salvación
del hombre, Dios no hace nada que no sea con este fin" (Dialoghi,
4, 138).
Y santo Tomás Moro,
poco antes de su martirio, consuela a su hija: "Nada puede pasarme que
Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que nos parezca, es en
realidad lo mejor" (Carta de prisión; cf. Liturgia de las Horas,
III, Oficio de lectura 22 junio).
Y Juliana de
Norwich: "Yo comprendí, pues, por la gracia de Dios, que era preciso
mantenerme firmemente en la fe [...] y creer con no menos firmeza que todas las
cosas serán para bien [...] Tú misma verás que todas las cosas serán
para bien" ("Thou shalt see thyself that all manner of thing
shall be well" (Revelation 13, 32).
314 Creemos
firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de
su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga
fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios "cara a cara"
(1 Co 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los
cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá
conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (cf Gn 2,
2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra.
CEC 825, 827: la
mala hierba y la semilla del Evangelio en cada uno de nosotros y en la Iglesia
825 "La
Iglesia, en efecto, ya en la tierra se caracteriza por una verdadera santidad,
aunque todavía imperfecta" (LG 48).
En sus miembros, la santidad perfecta está todavía por alcanzar: "Todos
los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados cada uno por su
propio camino, a la perfección de la santidad, cuyo modelo es el mismo
Padre" (LG 11).
827 «Mientras que
Cristo, "santo, inocente, sin mancha", no conoció el pecado, sino que
vino solamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en su
seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación y
busca sin cesar la conversión y la renovación" (LG 8;
cf UR 3;
6). Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse
pecadores (cf 1 Jn 1, 8-10). En todos, la cizaña del pecado todavía
se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los
tiempos (cf Mt 13, 24-30). La Iglesia, pues, congrega a
pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero aún en vías de
santificación:
La Iglesia «es,
pues, santa aunque abarque en su seno pecadores; porque ella no goza de otra
vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de
esta vida, se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del
alma, que impiden que la santidad de ella se difunda radiante. Por lo que se
aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar de
ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo» (Pablo
VI, Credo del Pueblo de Dios, 19).
CEC 1425-1429: la
necesidad de una conversión continua
1425 "Habéis
sido lavados [...] habéis sido santificados, [...] habéis sido justificados en
el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios" (1 Co 6,11).
Es preciso darse cuenta de la grandeza del don de Dios que se nos hace en los
sacramentos de la iniciación cristiana para comprender hasta qué punto el
pecado es algo que no cabe en aquel que "se ha revestido de Cristo" (Ga 3,27).
Pero el apóstol san Juan dice también: "Si decimos que no tenemos pecado,
nos engañamos y la verdad no está en nosotros" (1 Jn 1,8). Y
el Señor mismo nos enseñó a orar: "Perdona nuestras ofensas" (Lc 11,4)
uniendo el perdón mutuo de nuestras ofensas al perdón que Dios concederá a
nuestros pecados.
1426 La conversión a
Cristo, el nuevo nacimiento por el Bautismo, el don del Espíritu Santo, el
Cuerpo y la Sangre de Cristo recibidos como alimento nos han hecho "santos
e inmaculados ante Él" (Ef 1,4), como la Iglesia misma, esposa
de Cristo, es "santa e inmaculada ante Él" (Ef 5,27). Sin
embargo, la vida nueva recibida en la iniciación cristiana no suprimió la
fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado
que la tradición llama concupiscencia, y que permanece en los
bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida
cristiana ayudados por la gracia de Dios (cf DS 1515). Esta lucha es la de
la conversión con miras a la santidad y la vida eterna a la
que el Señor no cesa de llamarnos (cf DS 1545; LG 40).
1427 Jesús llama a
la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino:
"El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y
creed en la Buena Nueva" (Mc 1,15). En la predicación de la
Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a
Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión
primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo (cf. Hch 2,38)
se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos
los pecados y el don de la vida nueva.
1428 Ahora bien, la
llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos.
Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda
la Iglesia que "recibe en su propio seno a los pecadores" y que
siendo "santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante,
busca sin cesar la penitencia y la renovación" (LG 8).
Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del
"corazón contrito" (Sal 51,19), atraído y movido por la
gracia (cf Jn 6,44; 12,32) a responder al amor misericordioso
de Dios que nos ha amado primero (cf 1 Jn 4,10).
1429 De ello da
testimonio la conversión de san Pedro tras la triple negación de su Maestro. La
mirada de infinita misericordia de Jesús provoca las lágrimas del
arrepentimiento (Lc 22,61) y, tras la resurrección del Señor, la
triple afirmación de su amor hacia él (cf Jn 21,15-17). La
segunda conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto
aparece en la llamada del Señor a toda la Iglesia: "¡Arrepiéntete!" (Ap 2,5.16).
San Ambrosio dice
acerca de las dos conversiones que, «en la Iglesia, existen el agua y las
lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia» (Epistula
extra collectionem 1 [41], 12).
CEC 2630: la
oración de petición habla profundamente a través del Espíritu Santo
2630 El Nuevo
Testamento no contiene apenas oraciones de lamentación, frecuentes en el
Antiguo Testamento. En adelante, en Cristo resucitado, la oración de la Iglesia
es sostenida por la esperanza, aunque todavía estemos en la espera y tengamos
que convertirnos cada día. La petición cristiana brota de otras profundidades,
de lo que san Pablo llama el gemido: el de la creación “que sufre dolores de parto” (Rm 8, 22), el nuestro también en la espera “del rescate de
nuestro cuerpo. Porque nuestra salvación es objeto de esperanza” (Rm 8, 23-24), y, por último, los “gemidos inefables” del
propio Espíritu Santo que “viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no
sabemos pedir como conviene” (Rm 8, 26).
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