SAN FERMÍN
Obispo de Pamplona
(† 553)
Pamplona era entonces
Pompelon, una pequeña aglomeración urbana fundada por los romanos, presidiendo
en el centro de la tierra navarra, sobre una pequeña meseta a las orillas del
Arga, una llanura rodeada de montañas. Los vascos habitantes de esta llanura conocían
esa población romana con el nombre de Iruña, es decir, la ciudad. Según
Estrabón: "Sobre la Jaccetania, hacia el Norte, habitan los vascones, en
cuyo territorio se halla Pompelon".
Pompelon,
producto humano lógico, tenía para los romanos un valor estratégico, pero
asimismo realizaba otra importante misión: reunía las ásperas montañas
pirenaicas, tras las cuales se extendían los ubérrimos campos de Aquitania, con
la comarca de las riberas colindantes con el Ebro. Pompelon era un punto de
confluencia en el trazado de las vías romanas que atravesaban Navarra.
Aún no había
cristianos en el país. Los más antiguos cuentos del folklore vasco, unos
cuentos de contextura esquemática que resuenan todavía desde un fondo de
siglos, establecen la separación de dos mundos radicalmente distintos: el mundo
cristiano y el mundo anterior a la evangelización del país. Hay en algunos de
esos seculares cuentos, procedentes casi todos de una edad pastoril, alusiones
claras a las primeras iglesuelas cristianas y al conjunto de prevenciones y de
resistencias que su emplazamiento exaltaba entre los gentiles. El vasco
introdujo en su milenario idioma el adjetivo "gentil" (jentillak, los
gentiles), expresando así el mundo idolátrico de sus antepasados,
desconocedores del cristianismo o refractarios a su introducción.
Todos los habitantes
de la tierra vasca eran entonces gentiles, lo mismo, que fuesen pastores en el
campo que los avecindados en las aglomeraciones urbanas. Pompelon y sus
habitantes pertenecían al mundo del paganismo. Entre esos habitantes se contaba
Firmo, alto funcionario de la administración romana en la ciudad, y su esposa
Eugenia, matrona de ilustre ascendencia. Todo hace imaginar, sin embargo, que
Firmo y Eugenia, aunque paganos, eran creyentes, que sus almas sentían
aspiraciones mucho más allá de sus efigies tutelares predilectas. Firmo y
Eugenia ofrendaban, sacrificaban en los altares de su culto con la sencilla fe
del pueblo que creía en sus dioses con una pasión que durante casi medio
milenio hizo frente al cristianismo, que avanzaba con fuerza arrolladora. En la
fe pagana del pueblo había ardor y había vitalidad. Esto explica los mártires.
En la vida de Fermín,
el hijo de Firmo y Eugenia, nos movemos en un mundo de conjeturas, pero la
mención del nombre de la madre evoca la gran receptibilidad de las mujeres
paganas a la nueva doctrina destinada a toda la humanidad, sin excluir de la
esperanza a los más humildes y despreciados, y que traía un positivo consuelo a
los desesperados y a los vacilantes.
Las viejas
hagiografías describen a Firmo y Eugenia dirigiéndose al templo de Júpiter para
ofrecer sacrificios, y detenidos en el camino a la vista de un extranjero que
con dulce y grave palabra explicaba al pueblo la figura y la doctrina de
Cristo. Al llegar aquí hay que imaginarse el amoroso ardor de aquellos humildes
y eficaces apóstoles, mucho más cercanos que nosotros en el tiempo a la figura
de Jesús.
Firmo y Eugenia
invitaron a su hogar al extranjero, hondamente impresionados por el discurso de
éste. Honesto, que así se llamaba el apóstol, explicó a aquéllos los
fundamentos de la religión cristiana, y cómo venía de Tolosa de Francia, de
donde le había enviado el santo obispo Saturnino, discípulo de los apóstoles,
con la concreta misión de difundir en Pompelon la fe de Jesucristo. Las
convincentes palabras de Honesto en la intimidad del hogar de Firmo conmovieron
todavía más a éste, que no solamente dio a aquél esperanzas de convertirse al
cristianismo, sino que, además, manifestó deseos de conocer a Saturnino.
El santo obispo de
Tolosa no tardó mucho en acceder a los deseos de Firmo. Una cosa es la gran
devoción de Pamplona y Navarra a San Saturnino, pero tiene sobre todo
importancia ese recio resumen de su obra apostólica que acostumbran añadir los
navarros a la mención del mártir y que vale por la mejor biografía:
"San
Saturnino, el que nos trajo la fe".
Cuentan que
Saturnino evangelizó en Navarra más de cuarenta mil paganos, entre ellos a
Firmo, Fausto y Fortunato, los tres primeros magistrados de Pompelon, y que, a
impulsos de aquella ardorosa predicación, se construyó rápidamente la primera
iglesia cristiana, que pronto resultó insuficiente.
Todos estos
preliminares, un poco largos, resultan necesarios para explicar la figura de
Fermín, el hijo de Firmo y Eugenia, niño de diez años de edad, que Honorato se
encargó de modelar en el espíritu al quedar a la cabeza de la grey de Pompelon,
vuelto ya Saturnino a Tolosa. La historia de Fermín, a esa grande e imprecisa
distancia histórica, resulta demasiado lineal, pero no por eso menos reveladora
del ardor de aquellos heroicos confesores de Jesucristo, íntimamente
comprometidos a confesarla dondequiera y en cualquier situación que fuese.
Honesto, dedicando con afán sus esfuerzos al alma que él adivinó excepcional
del niño Fermín, obtuvo que éste, ya para los dieciocho años, hablara en
público con admiración de todos los oyentes. Firmo y Eugenia enviaron entonces
a Fermín a Tolosa, poniéndole bajo la dirección de Honorato, obispo y sucesor
de Saturnino. Este, no menos admirado del talento y de la prudencia de Fermín,
venciendo su modestia, le ordenó presbítero, consagrándolo después obispo de
Pamplona, su ciudad natal.
El celo evangelista de
Fermín en su tierra navarra emparejaba con el de su antecesor Saturnino. Al
conjuro de la palabra entusiasta de Fermín los templos paganos se arruinaban
sin objeto y los ídolos hacíanse pedazos: en poco tiempo el territorio fue
llenándose de fervorosos cristianos.
Las devociones
fundamentales de San Fermín eran precisamente las devociones fundamentales,
dicho sea sin ánimo de paradoja: la Santísima Trinidad y la Santísima Virgen
María. Invocando a la Santísima Trinidad, la devoción de las devociones,
operaba milagros tan prodigiosos que los gentiles en Navarra y en las Galias
llegaron a mirarle como un dios. Vamos a dejar a un lado la leyenda. Digamos en
lenguaje actual que el amor de Dios inflamaba el alma de Fermín en una caridad
milagrosa.
Fermín, después de
ordenar suficiente número de presbíteros en su tierra, pasó a las Galias, cuyas
regiones reclamaban el entusiasmo del joven obispo, pues a la sazón ardía en
ellas furiosa la persecución. La indiferencia ante la persecución constituía en
Fermín otra manera de predicar y no precisamente la menos eficaz. Los paganos
de Agen, de la Auvernia, de Angers, de Anjou, en el corazón de las Galias, y
también en Normandía, quedaban admirados de aquella presencia que daba sereno
testimonio de Cristo, indiferente a todos los peligros. El ansia tranquila del
martirio movía a Fermín.
Esta ansia dirigió a
Fermín hacia Beauvais, donde el presidente Valerio sostenía una crudelísima
persecución contra todo lo que tuviera nombre de cristiano. Fermín, encerrado
muy a poco de llegar, hubiese muerto en la prisión, víctima de durísimas privaciones
y sufrimientos, de no haber acaecido la muerte de Valerio, circunstancia que el
pueblo creyente aprovechó para ponerlo en libertad. La fama de su entereza
moral y su gesto de comenzar a predicar públicamente a Jesucristo tan pronto
como salió de la cárcel movieron en aquella ocasión eficazmente el corazón de
muchos paganos, que juntamente con los viejos cristianos, contagiados todos
ellos del entusiasmo de Fermín, edificaron iglesias por todo el territorio.
A Fermín, infatigable,
se le señala en la Picardia y más tarde, de regreso de una correría por los
Países Bajos, otra vez en la ciudad de Amiéns, capital de aquella región, en
donde había de encontrar gloriosa muerte. La cercanía intuida del martirio
acrecentó más todavía su santa indiferencia y el entusiasmo de Fermín, ya
incontenible en su empeño de predicar a Jesucristo. Por otra parte, la fe de
Fermín seguía operando prodigios asombrosos, comparables a los de los primeros
apóstoles.
El pretor de Amiéns,
alarmado de aquel ascendiente, llamó a su presencia a Fermín; pero, prendado de
su persona y de la sinceridad de sus palabras, mandó ponerle en libertad. Pero,
como Fermín insistiera en predicar al pueblo la fe en Cristo, el pretor,
volviendo de su acuerdo, ordenó encerrarlo en la prisión. La agitación del
pueblo creyente, mal resignado con esta medida, determinó un miedoso y cruel
impulso del pretor: mandó cortar la cabeza a San Fermín en la misma cárcel. En
medio de la consternación de los cristianos un tal Faustiniano, convertido por
San Fermín, tuvo el valor de atreverse a rescatar el cuerpo decapitado para
enterrarlo provisionalmente en una de sus heredades, y más tarde, con todo
sigilo, trasladó los restos de aquel gran devoto de María a una iglesia que el
mismo San Fermín había dedicado a la Santísima Virgen.
JOSÉ DE ARTECHE
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