San Antonio de
Padua, también llamado Antonio de Lisboa en referencia a su ciudad natal, es
uno « de los santos más populares de toda la Iglesia Católica, venerado no sólo
en Padua, donde se erigió una basílica espléndida que recoge sus restos
mortales, sino en todo el mundo. Los fieles estiman las imágenes y las estatuas
que lo representan con el lirio, símbolo de su pureza, o con el Niño Jesús…,
recordando una milagrosa aparición mencionada por algunas fuentes literarias.
San Antonio contribuyó de modo significativo al desarrollo de la espiritualidad
franciscana, con sus extraordinarias dotes de inteligencia, de equilibrio, de
celo apostólico y, principalmente, de fervor místico (Benedicto XVI,
Audiencia general del 10 de febrero de 2010).
El futuro san Antonio
viene al mundo el 15 de agosto de 1195, en Lisboa, recibiendo el nombre de
Fernando en el Bautismo. Su padre, Don Martín de Bulhoes, descendiente de
Godofredo de Bouillon, lo destina al oficio de las armas. Fernando pasa la
infancia junto a su madre, Doña Teresa, cuya ternura se manifiesta mediante un
profundo afecto hacia los suyos y una constante atención para complacerlos.
Ella le transmite una tierna devoción hacia la Virgen María. De ese modo, su
alma se empapa de virtudes como la dulzura, la humildad, el amor en el
sacrificio, que le harán merecedor del amor de todos. Más tarde, escribirá :
« Es manso quien no tiene la mente airada y quien, en la sencillez de su fe,
está dispuesto a soportar con paciencia cualquier ofensa. Los de fuera se
agitan contra mí, pero yo, en mi corazón, conservo la paz ». Hasta la edad de
quince años, sigue estudios en la escuela capitular de Lisboa. Un día en que se
halla arrodillado en los peldaños del altar, se le aparece el demonio con una
forma aterradora. Lleno de intrépida fe, el joven traza una cruz en el suelo,
cuya marca queda impregnada en el mármol, que se reblandece al contacto de
aquella carne tan débil pero tan pura. El efecto es inmediato : el demonio
desaparece en el acto. Esa cruz es visible aún hoy en la catedral.
Las tres armas
En 1210, el
adolescente de quince años manifiesta el deseo de hacerse religioso, obteniendo
permiso de sus padres para ingresar en los canónigos regulares de San Agustín,
cuyo convento de San Vicente se sitúa a las puertas de la ciudad. Su estilo de
vida es adecuado para el joven Fernando : oración, lectura espiritual y trabajo
son, según sus maestros, las tres armas con las que puede vencerse al demonio.
Tras profesar sus votos, en 1212, solicita traslado al convento de la Santa Cruz
de Coímbra. Al alejarse así de sus amigos y familiares, espera hallar mayor
tranquilidad de espíritu y la paz interior para dedicarse a los estudios,
servir al Señor y avanzar en la vida religiosa. En el convento de Coímbra,
centro cultural de gran fama en Portugal, se consagra al estudio de la Biblia y
de los Padres de la Iglesia. Todo lo que lee lo confía a una memoria tan fiel
que, en poco tiempo, da muestras de un conocimiento excepcional de la Sagrada
Escritura. Al mismo tiempo, su corazón se afianza en el amor a las virtudes
cristianas. Se torna más humilde, más unido a Dios. En una ocasión, durante la
Misa conventual, mientras vela a un novicio enfermo, Fernando oye la campana
que anuncia la consagración. Su corazón se lanza hacia su amado Señor, quien,
esa mañana, le obliga a permanecer lejos de la iglesia. Cae de rodillas y adora
en espíritu a Cristo, que se muestra sacramentalmente presente (Catecismo de la
Iglesia Católica, 1353, 1357) : « ¡ Oh, Jesús ! ¡ Qué felicidad si pudiera
transportarme al pie de vuestro altar ! ». Ante esas palabras, en medio de una
visión, el joven religioso percibe el santuario iluminado por una claridad
celestial mientras el sacerdote eleva la Sagrada Hostia.
Don Fernando, ya
sacerdote, ejerce en su convento el oficio de portero. Conoce de ese modo a una
pequeña comunidad de frailes, procedente de una que acaba de fundarse muy
recientemente en Asís, Italia, por fray Francisco. Esos religiosos de nuevo
cuño viven pobremente y predican sin rodeos el Evangelio. Están instalados en
la ermita de San Antonio, en la colina de Olivares, y bajan a pedir limosna al
convento. En 1220, se exponen en Coímbra las reliquias de los cinco primeros
misioneros franciscanos que habían sido enviados a Marruecos, donde habían
sufrido martirio. Ese ejemplo suscita en Don Fernando el deseo de imitarlos y
de avanzar en el camino de la perfección cristiana. Deja entonces a los
canónigos agustinos para revestirse del sayal franciscano, tomando con ese
motivo el nombre de Antonio. Si entra en los franciscanos es con la esperanza
de partir a tierras musulmanas, para predicar el Evangelio y sufrir el
martirio. De hecho, la marcha de fray Antonio, acompañado de otro hermano,
tiene lugar en diciembre de 1220. Sin embargo, nada más llegar a Marruecos, ambos
caen enfermos, por lo que se decide su regreso al cabo de unos meses. Durante
la travesía, una violenta tempestad empuja la embarcación hasta las costas de
Sicilia. Una vez allí, cerca del estrecho de Mesina, el joven portugués de
veintiséis años toma contacto con Italia, que se convertirá en su patria
adoptiva. Desde Mesina llega hasta Asís, donde asiste al célebre « Capítulo de
las esteras » (capítulo general de los Frailes Menores), que se desarrolla en
Pentecostés de 1221, en presencia de cinco mil frailes.
Una nueva estrella
Tras el capítulo, el
Provincial de la Romaña fray Graciano se hace cargo de fray Antonio,
destinándolo a la ermita de Montepaolo, en los Apeninos, para celebrar la Misa,
pues los frailes sacerdotes son escasos en aquellos comienzos de la Orden
Franciscana. Allí encuentra un lugar de silencio, un “desierto del espíritu”
donde Dios lo conduce para hablarle al corazón y familiarizarlo con el espíritu
franciscano. Antonio reza en una cueva, ayuna con pan y agua y se dedica, como
los demás frailes, a las tareas más humildes. En la humildad, espera la hora de
Dios, ya que, desde su tentativa interrumpida de predicar el Evangelio en
Marruecos, no ha osado emprender nada. La voluntad de Dios se manifiesta al año
siguiente, el 22 de septiembre de 1222. Fray Antonio participa, con otros
franciscanos y algunos dominicos, en una ordenación sacerdotal en la ciudad de
Forlì. Invitados a dar la exhortación apostólica de costumbre, los Frailes
Predicadores declinan con el pretexto de que no les está permitido improvisar.
Se dirigen entonces a fray Antonio, quien, condicionado por la obediencia,
desarrolla argumentos de peso y concisos sobre la ordenación ; su exposición es
escuchada con atención, asombro y alegría. Graciano escribe esa misma noche a
Francisco de Asís : « En el cielo franciscano, ¡ acaba de aparecer una nueva
estrella ! ». El provincial confía entonces al joven religioso la misión de
predicar en toda la Romaña, especialmente en Rimini, donde la fe y la unidad de
los cristianos se ven amenazadas por la herejía cátara. De ese modo comienza en
Italia, y luego en Francia, una actividad apostólica intensa y eficaz que es
motivo del regreso de numerosos herejes al seno de la Iglesia.
Para los cátaros más
recalcitrantes, la creación emana de dos principios eternos : uno bueno y otro
malo. Del primero procede el mundo invisible de los espíritus y de las almas ;
del segundo procede la materia que es radicalmente mala. Para los cátaros más
moderados, el principio malo que domina el mundo de la materia no es un dios
malo, sino Lucifer, el ángel caído. Para todos, puesto que la materia es mala,
el ideal es liberar de ella a las almas, lo que supone especialmente el rechazo
del matrimonio, el cual, mediante la procreación, tiende a encerrar a las almas
en la materia. La Cruz de Cristo y la Eucaristía, que son materiales, son
también, para ellos, un escándalo y una piedra de tropiezo (cf. 1 Co 1, 23
y CEC 1336). En Rimini, un burgués apellidado Bonvillo es uno de los
más incrédulos, burlándose de fray Antonio y diciéndole : « Demuéstrame con un
milagro que la Eucaristía es realmente el Cuerpo de Cristo y te juro que me
convertiré en el acto ». Confiando plenamente en el Espíritu Santo, el
discípulo de san Francisco acepta la apuesta. « Pues bien —suelta Bonvillo—,
tengo una mula. La tendré encerrada sin alimento durante tres días y, después,
la llevaré a la plaza de la iglesia. Allí, le presentaré un celemín de avena ;
tú llevarás una hostia consagrada. Si mi animal, rechazando mi grano, acaba
inclinándose ante la hostia, entonces yo también encorvaré mi razón ante el
misterio que enseñas ». Fray Antonio asiente, forzándose él mismo a un ayuno
tan riguroso como el del animal. El día previsto, la plaza está abarrotada ; el
monje sale de la iglesia llevando una custodia. Bonvillo arrastra penosamente a
su tambaleante mula, presentándole luego la avena. Entonces, fray Antonio
exclama : « ¡ Animal desprovisto de razón, ven a postrarte ante tu Creador ! ».
Y en el acto, la mula, desentendiéndose de la avena, se arrodilla ante la
sagrada forma y permanece inmóvil, con la cabeza baja, hasta que el fraile le
ordena levantarse. Entonces, se dirige directamente hacia el celemín y devora
ávidamente su contenido. ¡ Es fácil de imaginar el estupor de los cátaros ! Después
de Bonvillo, la mayor parte de ellos abjuran de su herejía. El hecho, bien
probado, es retomado por los biógrafos modernos del santo.
Los más pequeños
Deseando que sus
hijos espirituales fueran los más pequeños en la Iglesia, los Frailes Menores,
recordando la frase de san Pablo la ciencia hincha (1 Co 8, 1), san
Francisco de Asís no era nada partidario, en los comienzos, de una enseñanza
teológica profunda en el seno de su Orden. No obstante, ante el alcance de la
herejía cátara, llegó a comprender la necesidad de una sólida formación
teológica. Esos estudios permitirían a los frailes conocer mejor y dar a
conocer la enseñanza de Cristo y de la Iglesia. Después de reconocer en fray
Antonio al religioso más apto para conciliar la ciencia con las exigencias de
devoción y de humildad que la Regla requiere, Francisco le escribe lo
siguiente : « Me complace que enseñes a los frailes la santa teología. Sin
embargo, procura velar porque el espíritu de oración no se apague ni en ti ni
en ellos ». Tras ser enviado a Bolonia, fray Antonio sienta las bases de la
teología franciscana, que, cultivada por otros eminentes pensadores, llegará a
su apogeo con san Buenaventura y el beato Duns Scot.
La natividad de
Cristo en Belén y la contemplación del Crucificado inspiran a fray Antonio
pensamientos de agradecimiento hacia Dios y de estima por la dignidad de la
persona humana. Y escribe : « Cristo, que es tu vida, está suspendido ante ti,
para que mires en la Cruz como en un espejo. Allí podrás ver hasta qué punto
fueron mortales tus heridas, y ninguna medicina habría podido curarlas, a no
ser la Sangre del Hijo de Dios. Si miras con atención, podrás darte cuenta
hasta qué punto son grandes tu dignidad humana y tu valor… En ninguna otra
parte sino mirándose en el espejo de la Cruz puede el hombre darse cuenta de lo
que vale ».
En 1224, fray
Antonio es enviado a Francia, a Montpellier, para enseñar teología a los
jóvenes religiosos de su Orden. Allí prepara un comentario de los Salmos. Un
novicio que ambiciona ese tesoro de ciencia, empujado por el diablo, roba el
manuscrito y huye. El autor del preciado texto pierde así el fruto de sus
desvelos y de sus penas. La comunidad deplora la partida de uno de sus hijos,
quien, escapando como un ladrón, abandona la vocación poniendo en peligro su
alma. Fray Antonio suplica a Nuestro Señor que suscite remordimientos en el
alma del culpable y, muy pronto, el fugitivo reaparece, confuso y arrepentido,
postrándose a los pies del santo y reclamando una justa penitencia. Una vez
perdonado, recupera su puesto en el noviciado y redobla en entusiasmo. La
devoción popular ha hecho suyo ese episodio al atribuir a san Antonio el poder
de encontrar los objetos perdidos. San Francisco de Sales contestó así a un
socarrón que se burlaba de esa costumbre : « Verdaderamente, señor, tengo ganas
de que hagamos juntos una promesa a ese santo para encontrar lo que perdemos
todos los días : vos, la sencillez cristiana, y yo, la humildad cuya práctica
descuido ».
El concilio de
Bourges
Fray Antonio es
enviado después a Toulouse, à Puy-en-Velay y a Limoges, donde funda comunidades
y de las que será prior. En noviembre de 1225, le invitan a asistir al concilio
provincial de Bourges. El objetivo de esa reunión, presidida por un legado del
Papa, es encontrar una manera de devolver la paz al Languedoc, turbado por los albigenses
(cátaros de la región de Albi) y por las querellas entre los príncipes. A fray
Antonio le encargan que predique ante las autoridades religiosas y civiles del
reino. Sin respeto humano, denuncia las causas profundas del conflicto que
asola el Languedoc : causas religiosas, sustentadas por los actos de los
albigenses ; causas sociales, debidas a la sed de riquezas y honores de los
príncipes del reino, con una mayoría de súbditos que viven en la pobreza ;
finalmente, causas morales, que según él no son menos importantes, contra las
cuales fustiga los malos ejemplos que dan algunos miembros de la nobleza, pero
también del clero. Al conocer de improviso por revelación divina el estado de
la conciencia de Simón de Sully, arzobispo de Bourges, reprocha a los obispos,
con sólidos argumentos bíblicos, su vida mundana y de lujo, lanzando invectivas
contra quienes, de entre ellos, no han sabido o querido proteger a sus ovejas
de los peligros del error. Conmovido por esas frases incendiarias, Simón de
Sully reconoce sus faltas en una confesión sincera. Llegará a ser el famoso
prelado en quien el Papa y el rey san Luis depositarán su confianza.
De regreso a Asís en
1227, fray Antonio es nombrado provincial del norte de Italia, cargo que
ejercerá hasta Pentecostés de 1230. Durante ese período, viaja regularmente a
Padua, ciudad próxima a Venecia ; la fe de los paduanos le impresiona, por lo
que se une a ellos mediante un lazo de profundo afecto. Una vez liberado del
gobierno de los frailes, se adhiere a un grupo de dominicos y benedictinos
encargados por el Papa Gregorio IX de trabajar por la reforma del clero y
de los religiosos promovida por el IV Concilio de Letrán (1215). En el
transcurso del verano de ese año de 1230, recibe de sus superiores la misión de
dirigirse a Roma para solicitar al Papa que inaugure un debate abierto en el
interior de la Orden respecto a la práctica de la pobreza. Después de la muerte
del fundador (en 1226), algunos frailes quieren vivir una pobreza estrictamente
fiel a la literalidad de la Regla, mientras que otros, para dar respuesta a las
nuevas situaciones, desean suavizar ese rigor que juzgan excesivo. El Papa
decidirá en favor de estos últimos. Por ese motivo, fray Antonio debe predicar
ante el Santo Padre, quien, admirando su conocimiento de la Sagrada Escritura,
exclama : « Se le llamará Arca del Testamento y divino depositario de las
Sagradas Escrituras ».
« Un diálogo
afectuoso »
En el transcurso de
ese último período de su vida, fray Antonio redacta dos ciclos de Sermones.
Se trata de « textos teológicos que evocan la predicación viva y en la que
propone un verdadero itinerario de vida cristiana. La riqueza de enseñanzas
espirituales contenida en los Sermones es tan grande que el venerable
Papa Pío XII, en 1946, proclamó a san Antonio Doctor de la Iglesia,
atribuyéndole el título de “Doctor evangélico”, porque en dichos escritos se
pone de manifiesto la lozanía y la belleza del Evangelio ». En ellos, san
Antonio habla « de la oración como de una relación de amor, que impulsa al hombre
a conversar dulcemente con el Señor, creando una alegría inefable, que
suavemente envuelve al alma en oración. San Antonio nos recuerda que la oración
necesita un clima de silencio… que es una experiencia interior, que busca
liberarse de las distracciones provocadas por las preocupaciones del alma,
creando el silencio en el alma misma ». Según sus enseñanzas, la oración se
articula en cuatro actitudes indispensables : « Abrir confiadamente el propio
corazón a Dios ; este es el primer paso del orar, no simplemente captar una
palabra, sino también abrir el corazón a la presencia de Dios ; luego,
conversar afectuosamente con Él, viéndolo presente consigo ; y después, algo
muy natural, presentarle las necesidades ; por último, alabarlo y darle
gracias. En esta enseñanza de san Antonio sobre la oración observamos uno de
los rasgos específicos de la teología franciscana, de la que fue el iniciador,
a saber, el papel asignado al amor divino, que entra en la esfera de los
afectos, de la voluntad, del corazón, y que también es la fuente de la que
brota un conocimiento espiritual que sobrepasa todo conocimiento. De hecho,
amando conocemos. Escribe también san Antonio : “La caridad es el alma de la
fe, hace que esté viva ; sin el amor, la fe muere” » (Benedicto XVI, Audiencia
general del 10 de febrero de 2010).
Con motivo de la
Cuaresma de 1231, el obispo de Padua encarga a fray Antonio que predique cada
día a los habitantes y al clero de la ciudad. Debido a la fatiga motivada por
cierta corpulencia y por otras discapacidades, el célebre religioso manifiesta
un celo infatigable por la salvación de las almas, predicando y confesando
después hasta la noche. Las iglesias resultan pequeñas para acoger a las
multitudes que acuden a escucharlo. Como quiera que el número se acrecienta
—hasta 30.000 personas—, las predicaciones se dan muy pronto en lugares
públicos. Fray Antonio, apunta el Papa Benedicto XVI, « conoce bien los
defectos de la naturaleza humana, nuestra tendencia a caer en el pecado ; por
eso exhorta continuamente a luchar contra la inclinación a la avidez, al
orgullo, a la impureza y, en cambio, a practicar las virtudes de la pobreza, la
generosidad, la humildad, la obediencia, la castidad y la pureza. A principios
del siglo xiii, en el contexto del renacimiento de las ciudades y del
florecimiento del comercio, crecía el número de personas insensibles a las
necesidades de los pobres. Por ese motivo, san Antonio invita repetidamente a
los fieles a pensar en la verdadera riqueza, la del corazón, que haciéndonos ser
buenos y misericordiosos nos hace acumular tesoros para el cielo » (ibíd.).
« Oh ricos —así los exhorta nuestro santo—, haced amigos a los pobres, y luego
serán ellos quienes os acogerán en los tabernáculos eternos, donde residen la
belleza de la paz, la confianza de la seguridad y la opulenta serenidad de la
saciedad eterna ». En otro sermón, para rescatar a los pecadores del infierno,
san Antonio describe el precio que hay que pagar por la avaricia y la lujuria,
vicios que considera como los más frecuentes. A propósito de la parábola de las
bodas del hijo del rey, comenta la sentencia del rey al invitado que no iba
vestido con ropa nupcial : « Atadle de pies y manos, y echadle a las tinieblas
de fuera (Mt 22, 13). Allí será el llanto, de los ojos que se nublan
en la vanidad, y el rechinar de dientes que han gozado en la
voracidad y han devorado los bienes de los pobres ».
Un último canto de
amor
Como consecuencia de
las predicaciones de fray Antonio, las confesiones son tan numerosas que los
sacerdotes presentes no bastan para oírlas. El santo obtiene de los magistrados
de Padua la liberación de los deudores insolventes encarcelados a petición de
los usureros y hasta el rembolso de las deudas. Sin embargo, tantos esfuerzos
acaban por agotar su cuerpo, debilitado ya por las enfermedades y los ayunos.
En mayo, recibe permiso para retirarse a un lugar apacible al norte de Padua,
donde le construyen un abrigo entre las ramas de un nogal para que pueda
recogerse y prepararse para ver a Dios cara a cara (1 Co 13, 12). El
13 de junio, sintiendo que las fuerzas le abandonan, pide que le lleven a su
convento de Padua. Al llegar a las puertas de la ciudad, está tan débil que
deben detenerse en el convento de las monjas clarisas de Arcella, donde recibe
la Extremaunción. Se esfuerza entonces por cantar todavía a su Reina, la Virgen
María, un último canto de amor, y después se le ilumina el rostro : declara ver
a su Señor Jesús que le llama a Él.
En su sepultura, las
escenas de entusiasmo que habían acompañado sus predicaciones se renuevan. Los
milagros se multiplican y el fervor popular se acrecienta un día tras otro,
hasta el punto de que el obispo y las autoridades civiles de Padua deciden
enviar una delegación para solicitar al Papa la canonización de fray Antonio.
En el transcurso del proceso, se reconocen cincuenta y tres milagros atribuidos
a su intervención. El 30 de mayo de 1232, es decir, solamente un año después de
su muerte, plazo excepcionalmente breve, Gregorio IX proclama la santidad
de Antonio de Padua.
Siguiendo el ejemplo
del santo, inspirémonos de la exhortación de san Pedro : Dad culto al
Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo
el que os pida razón de vuestra esperanza (1 P 3, 15).
Dom Antoine Marie osb
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