sábado, 13 de junio de 2020

San Antonio de Padua contribuyó de modo significativo al desarrollo de la espiritualidad franciscana



San Antonio de Padua, también llamado Antonio de Lisboa en referencia a su ciudad natal, es uno « de los santos más populares de toda la Iglesia Católica, venerado no sólo en Padua, donde se erigió una basílica espléndida que recoge sus restos mortales, sino en todo el mundo. Los fieles estiman las imágenes y las estatuas que lo representan con el lirio, símbolo de su pureza, o con el Niño Jesús…, recordando una milagrosa aparición mencionada por algunas fuentes literarias. San Antonio contribuyó de modo significativo al desarrollo de la espiritualidad franciscana, con sus extraordinarias dotes de inteligencia, de equilibrio, de celo apostólico y, principalmente, de fervor místico (Benedicto XVI, Audiencia general del 10 de febrero de 2010).

El futuro san Antonio viene al mundo el 15 de agosto de 1195, en Lisboa, recibiendo el nombre de Fernando en el Bautismo. Su padre, Don Martín de Bulhoes, descendiente de Godofredo de Bouillon, lo destina al oficio de las armas. Fernando pasa la infancia junto a su madre, Doña Teresa, cuya ternura se manifiesta mediante un profundo afecto hacia los suyos y una constante atención para complacerlos. Ella le transmite una tierna devoción hacia la Virgen María. De ese modo, su alma se empapa de virtudes como la dulzura, la humildad, el amor en el sacrificio, que le harán merecedor del amor de todos. Más tarde, escribirá : « Es manso quien no tiene la mente airada y quien, en la sencillez de su fe, está dispuesto a soportar con paciencia cualquier ofensa. Los de fuera se agitan contra mí, pero yo, en mi corazón, conservo la paz ». Hasta la edad de quince años, sigue estudios en la escuela capitular de Lisboa. Un día en que se halla arrodillado en los peldaños del altar, se le aparece el demonio con una forma aterradora. Lleno de intrépida fe, el joven traza una cruz en el suelo, cuya marca queda impregnada en el mármol, que se reblandece al contacto de aquella carne tan débil pero tan pura. El efecto es inmediato : el demonio desaparece en el acto. Esa cruz es visible aún hoy en la catedral.


Las tres armas

En 1210, el adolescente de quince años manifiesta el deseo de hacerse religioso, obteniendo permiso de sus padres para ingresar en los canónigos regulares de San Agustín, cuyo convento de San Vicente se sitúa a las puertas de la ciudad. Su estilo de vida es adecuado para el joven Fernando : oración, lectura espiritual y trabajo son, según sus maestros, las tres armas con las que puede vencerse al demonio. Tras profesar sus votos, en 1212, solicita traslado al convento de la Santa Cruz de Coímbra. Al alejarse así de sus amigos y familiares, espera hallar mayor tranquilidad de espíritu y la paz interior para dedicarse a los estudios, servir al Señor y avanzar en la vida religiosa. En el convento de Coímbra, centro cultural de gran fama en Portugal, se consagra al estudio de la Biblia y de los Padres de la Iglesia. Todo lo que lee lo confía a una memoria tan fiel que, en poco tiempo, da muestras de un conocimiento excepcional de la Sagrada Escritura. Al mismo tiempo, su corazón se afianza en el amor a las virtudes cristianas. Se torna más humilde, más unido a Dios. En una ocasión, durante la Misa conventual, mientras vela a un novicio enfermo, Fernando oye la campana que anuncia la consagración. Su corazón se lanza hacia su amado Señor, quien, esa mañana, le obliga a permanecer lejos de la iglesia. Cae de rodillas y adora en espíritu a Cristo, que se muestra sacramentalmente presente (Catecismo de la Iglesia Católica, 1353, 1357) : « ¡ Oh, Jesús ! ¡ Qué felicidad si pudiera transportarme al pie de vuestro altar ! ». Ante esas palabras, en medio de una visión, el joven religioso percibe el santuario iluminado por una claridad celestial mientras el sacerdote eleva la Sagrada Hostia.

Don Fernando, ya sacerdote, ejerce en su convento el oficio de portero. Conoce de ese modo a una pequeña comunidad de frailes, procedente de una que acaba de fundarse muy recientemente en Asís, Italia, por fray Francisco. Esos religiosos de nuevo cuño viven pobremente y predican sin rodeos el Evangelio. Están instalados en la ermita de San Antonio, en la colina de Olivares, y bajan a pedir limosna al convento. En 1220, se exponen en Coímbra las reliquias de los cinco primeros misioneros franciscanos que habían sido enviados a Marruecos, donde habían sufrido martirio. Ese ejemplo suscita en Don Fernando el deseo de imitarlos y de avanzar en el camino de la perfección cristiana. Deja entonces a los canónigos agustinos para revestirse del sayal franciscano, tomando con ese motivo el nombre de Antonio. Si entra en los franciscanos es con la esperanza de partir a tierras musulmanas, para predicar el Evangelio y sufrir el martirio. De hecho, la marcha de fray Antonio, acompañado de otro hermano, tiene lugar en diciembre de 1220. Sin embargo, nada más llegar a Marruecos, ambos caen enfermos, por lo que se decide su regreso al cabo de unos meses. Durante la travesía, una violenta tempestad empuja la embarcación hasta las costas de Sicilia. Una vez allí, cerca del estrecho de Mesina, el joven portugués de veintiséis años toma contacto con Italia, que se convertirá en su patria adoptiva. Desde Mesina llega hasta Asís, donde asiste al célebre « Capítulo de las esteras » (capítulo general de los Frailes Menores), que se desarrolla en Pentecostés de 1221, en presencia de cinco mil frailes.

Una nueva estrella

Tras el capítulo, el Provincial de la Romaña fray Graciano se hace cargo de fray Antonio, destinándolo a la ermita de Montepaolo, en los Apeninos, para celebrar la Misa, pues los frailes sacerdotes son escasos en aquellos comienzos de la Orden Franciscana. Allí encuentra un lugar de silencio, un “desierto del espíritu” donde Dios lo conduce para hablarle al corazón y familiarizarlo con el espíritu franciscano. Antonio reza en una cueva, ayuna con pan y agua y se dedica, como los demás frailes, a las tareas más humildes. En la humildad, espera la hora de Dios, ya que, desde su tentativa interrumpida de predicar el Evangelio en Marruecos, no ha osado emprender nada. La voluntad de Dios se manifiesta al año siguiente, el 22 de septiembre de 1222. Fray Antonio participa, con otros franciscanos y algunos dominicos, en una ordenación sacerdotal en la ciudad de Forlì. Invitados a dar la exhortación apostólica de costumbre, los Frailes Predicadores declinan con el pretexto de que no les está permitido improvisar. Se dirigen entonces a fray Antonio, quien, condicionado por la obediencia, desarrolla argumentos de peso y concisos sobre la ordenación ; su exposición es escuchada con atención, asombro y alegría. Graciano escribe esa misma noche a Francisco de Asís : « En el cielo franciscano, ¡ acaba de aparecer una nueva estrella ! ». El provincial confía entonces al joven religioso la misión de predicar en toda la Romaña, especialmente en Rimini, donde la fe y la unidad de los cristianos se ven amenazadas por la herejía cátara. De ese modo comienza en Italia, y luego en Francia, una actividad apostólica intensa y eficaz que es motivo del regreso de numerosos herejes al seno de la Iglesia.

Para los cátaros más recalcitrantes, la creación emana de dos principios eternos : uno bueno y otro malo. Del primero procede el mundo invisible de los espíritus y de las almas ; del segundo procede la materia que es radicalmente mala. Para los cátaros más moderados, el principio malo que domina el mundo de la materia no es un dios malo, sino Lucifer, el ángel caído. Para todos, puesto que la materia es mala, el ideal es liberar de ella a las almas, lo que supone especialmente el rechazo del matrimonio, el cual, mediante la procreación, tiende a encerrar a las almas en la materia. La Cruz de Cristo y la Eucaristía, que son materiales, son también, para ellos, un escándalo y una piedra de tropiezo (cf. 1 Co 1, 23 y CEC 1336). En Rimini, un burgués apellidado Bonvillo es uno de los más incrédulos, burlándose de fray Antonio y diciéndole : « Demuéstrame con un milagro que la Eucaristía es realmente el Cuerpo de Cristo y te juro que me convertiré en el acto ». Confiando plenamente en el Espíritu Santo, el discípulo de san Francisco acepta la apuesta. « Pues bien —suelta Bonvillo—, tengo una mula. La tendré encerrada sin alimento durante tres días y, después, la llevaré a la plaza de la iglesia. Allí, le presentaré un celemín de avena ; tú llevarás una hostia consagrada. Si mi animal, rechazando mi grano, acaba inclinándose ante la hostia, entonces yo también encorvaré mi razón ante el misterio que enseñas ». Fray Antonio asiente, forzándose él mismo a un ayuno tan riguroso como el del animal. El día previsto, la plaza está abarrotada ; el monje sale de la iglesia llevando una custodia. Bonvillo arrastra penosamente a su tambaleante mula, presentándole luego la avena. Entonces, fray Antonio exclama : « ¡ Animal desprovisto de razón, ven a postrarte ante tu Creador ! ». Y en el acto, la mula, desentendiéndose de la avena, se arrodilla ante la sagrada forma y permanece inmóvil, con la cabeza baja, hasta que el fraile le ordena levantarse. Entonces, se dirige directamente hacia el celemín y devora ávidamente su contenido. ¡ Es fácil de imaginar el estupor de los cátaros ! Después de Bonvillo, la mayor parte de ellos abjuran de su herejía. El hecho, bien probado, es retomado por los biógrafos modernos del santo.

Los más pequeños

Deseando que sus hijos espirituales fueran los más pequeños en la Iglesia, los Frailes Menores, recordando la frase de san Pablo la ciencia hincha (1 Co 8, 1), san Francisco de Asís no era nada partidario, en los comienzos, de una enseñanza teológica profunda en el seno de su Orden. No obstante, ante el alcance de la herejía cátara, llegó a comprender la necesidad de una sólida formación teológica. Esos estudios permitirían a los frailes conocer mejor y dar a conocer la enseñanza de Cristo y de la Iglesia. Después de reconocer en fray Antonio al religioso más apto para conciliar la ciencia con las exigencias de devoción y de humildad que la Regla requiere, Francisco le escribe lo siguiente : « Me complace que enseñes a los frailes la santa teología. Sin embargo, procura velar porque el espíritu de oración no se apague ni en ti ni en ellos ». Tras ser enviado a Bolonia, fray Antonio sienta las bases de la teología franciscana, que, cultivada por otros eminentes pensadores, llegará a su apogeo con san Buenaventura y el beato Duns Scot.

La natividad de Cristo en Belén y la contemplación del Crucificado inspiran a fray Antonio pensamientos de agradecimiento hacia Dios y de estima por la dignidad de la persona humana. Y escribe : « Cristo, que es tu vida, está suspendido ante ti, para que mires en la Cruz como en un espejo. Allí podrás ver hasta qué punto fueron mortales tus heridas, y ninguna medicina habría podido curarlas, a no ser la Sangre del Hijo de Dios. Si miras con atención, podrás darte cuenta hasta qué punto son grandes tu dignidad humana y tu valor… En ninguna otra parte sino mirándose en el espejo de la Cruz puede el hombre darse cuenta de lo que vale ».

En 1224, fray Antonio es enviado a Francia, a Montpellier, para enseñar teología a los jóvenes religiosos de su Orden. Allí prepara un comentario de los Salmos. Un novicio que ambiciona ese tesoro de ciencia, empujado por el diablo, roba el manuscrito y huye. El autor del preciado texto pierde así el fruto de sus desvelos y de sus penas. La comunidad deplora la partida de uno de sus hijos, quien, escapando como un ladrón, abandona la vocación poniendo en peligro su alma. Fray Antonio suplica a Nuestro Señor que suscite remordimientos en el alma del culpable y, muy pronto, el fugitivo reaparece, confuso y arrepentido, postrándose a los pies del santo y reclamando una justa penitencia. Una vez perdonado, recupera su puesto en el noviciado y redobla en entusiasmo. La devoción popular ha hecho suyo ese episodio al atribuir a san Antonio el poder de encontrar los objetos perdidos. San Francisco de Sales contestó así a un socarrón que se burlaba de esa costumbre : « Verdaderamente, señor, tengo ganas de que hagamos juntos una promesa a ese santo para encontrar lo que perdemos todos los días : vos, la sencillez cristiana, y yo, la humildad cuya práctica descuido ».

El concilio de Bourges

Fray Antonio es enviado después a Toulouse, à Puy-en-Velay y a Limoges, donde funda comunidades y de las que será prior. En noviembre de 1225, le invitan a asistir al concilio provincial de Bourges. El objetivo de esa reunión, presidida por un legado del Papa, es encontrar una manera de devolver la paz al Languedoc, turbado por los albigenses (cátaros de la región de Albi) y por las querellas entre los príncipes. A fray Antonio le encargan que predique ante las autoridades religiosas y civiles del reino. Sin respeto humano, denuncia las causas profundas del conflicto que asola el Languedoc : causas religiosas, sustentadas por los actos de los albigenses ; causas sociales, debidas a la sed de riquezas y honores de los príncipes del reino, con una mayoría de súbditos que viven en la pobreza ; finalmente, causas morales, que según él no son menos importantes, contra las cuales fustiga los malos ejemplos que dan algunos miembros de la nobleza, pero también del clero. Al conocer de improviso por revelación divina el estado de la conciencia de Simón de Sully, arzobispo de Bourges, reprocha a los obispos, con sólidos argumentos bíblicos, su vida mundana y de lujo, lanzando invectivas contra quienes, de entre ellos, no han sabido o querido proteger a sus ovejas de los peligros del error. Conmovido por esas frases incendiarias, Simón de Sully reconoce sus faltas en una confesión sincera. Llegará a ser el famoso prelado en quien el Papa y el rey san Luis depositarán su confianza.

De regreso a Asís en 1227, fray Antonio es nombrado provincial del norte de Italia, cargo que ejercerá hasta Pentecostés de 1230. Durante ese período, viaja regularmente a Padua, ciudad próxima a Venecia ; la fe de los paduanos le impresiona, por lo que se une a ellos mediante un lazo de profundo afecto. Una vez liberado del gobierno de los frailes, se adhiere a un grupo de dominicos y benedictinos encargados por el Papa Gregorio IX de trabajar por la reforma del clero y de los religiosos promovida por el IV Concilio de Letrán (1215). En el transcurso del verano de ese año de 1230, recibe de sus superiores la misión de dirigirse a Roma para solicitar al Papa que inaugure un debate abierto en el interior de la Orden respecto a la práctica de la pobreza. Después de la muerte del fundador (en 1226), algunos frailes quieren vivir una pobreza estrictamente fiel a la literalidad de la Regla, mientras que otros, para dar respuesta a las nuevas situaciones, desean suavizar ese rigor que juzgan excesivo. El Papa decidirá en favor de estos últimos. Por ese motivo, fray Antonio debe predicar ante el Santo Padre, quien, admirando su conocimiento de la Sagrada Escritura, exclama : « Se le llamará Arca del Testamento y divino depositario de las Sagradas Escrituras ».

« Un diálogo afectuoso »

En el transcurso de ese último período de su vida, fray Antonio redacta dos ciclos de Sermones. Se trata de « textos teológicos que evocan la predicación viva y en la que propone un verdadero itinerario de vida cristiana. La riqueza de enseñanzas espirituales contenida en los Sermones es tan grande que el venerable Papa Pío XII, en 1946, proclamó a san Antonio Doctor de la Iglesia, atribuyéndole el título de “Doctor evangélico”, porque en dichos escritos se pone de manifiesto la lozanía y la belleza del Evangelio ». En ellos, san Antonio habla « de la oración como de una relación de amor, que impulsa al hombre a conversar dulcemente con el Señor, creando una alegría inefable, que suavemente envuelve al alma en oración. San Antonio nos recuerda que la oración necesita un clima de silencio… que es una experiencia interior, que busca liberarse de las distracciones provocadas por las preocupaciones del alma, creando el silencio en el alma misma ». Según sus enseñanzas, la oración se articula en cuatro actitudes indispensables : « Abrir confiadamente el propio corazón a Dios ; este es el primer paso del orar, no simplemente captar una palabra, sino también abrir el corazón a la presencia de Dios ; luego, conversar afectuosamente con Él, viéndolo presente consigo ; y después, algo muy natural, presentarle las necesidades ; por último, alabarlo y darle gracias. En esta enseñanza de san Antonio sobre la oración observamos uno de los rasgos específicos de la teología franciscana, de la que fue el iniciador, a saber, el papel asignado al amor divino, que entra en la esfera de los afectos, de la voluntad, del corazón, y que también es la fuente de la que brota un conocimiento espiritual que sobrepasa todo conocimiento. De hecho, amando conocemos. Escribe también san Antonio : “La caridad es el alma de la fe, hace que esté viva ; sin el amor, la fe muere” » (Benedicto XVI, Audiencia general del 10 de febrero de 2010).

Con motivo de la Cuaresma de 1231, el obispo de Padua encarga a fray Antonio que predique cada día a los habitantes y al clero de la ciudad. Debido a la fatiga motivada por cierta corpulencia y por otras discapacidades, el célebre religioso manifiesta un celo infatigable por la salvación de las almas, predicando y confesando después hasta la noche. Las iglesias resultan pequeñas para acoger a las multitudes que acuden a escucharlo. Como quiera que el número se acrecienta —hasta 30.000 personas—, las predicaciones se dan muy pronto en lugares públicos. Fray Antonio, apunta el Papa Benedicto XVI, « conoce bien los defectos de la naturaleza humana, nuestra tendencia a caer en el pecado ; por eso exhorta continuamente a luchar contra la inclinación a la avidez, al orgullo, a la impureza y, en cambio, a practicar las virtudes de la pobreza, la generosidad, la humildad, la obediencia, la castidad y la pureza. A principios del siglo xiii, en el contexto del renacimiento de las ciudades y del florecimiento del comercio, crecía el número de personas insensibles a las necesidades de los pobres. Por ese motivo, san Antonio invita repetidamente a los fieles a pensar en la verdadera riqueza, la del corazón, que haciéndonos ser buenos y misericordiosos nos hace acumular tesoros para el cielo » (ibíd.). « Oh ricos —así los exhorta nuestro santo—, haced amigos a los pobres, y luego serán ellos quienes os acogerán en los tabernáculos eternos, donde residen la belleza de la paz, la confianza de la seguridad y la opulenta serenidad de la saciedad eterna ». En otro sermón, para rescatar a los pecadores del infierno, san Antonio describe el precio que hay que pagar por la avaricia y la lujuria, vicios que considera como los más frecuentes. A propósito de la parábola de las bodas del hijo del rey, comenta la sentencia del rey al invitado que no iba vestido con ropa nupcial : « Atadle de pies y manos, y echadle a las tinieblas de fuera (Mt 22, 13). Allí será el llanto, de los ojos que se nublan en la vanidad, y el rechinar de dientes que han gozado en la voracidad y han devorado los bienes de los pobres ».

Un último canto de amor

Como consecuencia de las predicaciones de fray Antonio, las confesiones son tan numerosas que los sacerdotes presentes no bastan para oírlas. El santo obtiene de los magistrados de Padua la liberación de los deudores insolventes encarcelados a petición de los usureros y hasta el rembolso de las deudas. Sin embargo, tantos esfuerzos acaban por agotar su cuerpo, debilitado ya por las enfermedades y los ayunos. En mayo, recibe permiso para retirarse a un lugar apacible al norte de Padua, donde le construyen un abrigo entre las ramas de un nogal para que pueda recogerse y prepararse para ver a Dios cara a cara (1 Co 13, 12). El 13 de junio, sintiendo que las fuerzas le abandonan, pide que le lleven a su convento de Padua. Al llegar a las puertas de la ciudad, está tan débil que deben detenerse en el convento de las monjas clarisas de Arcella, donde recibe la Extremaunción. Se esfuerza entonces por cantar todavía a su Reina, la Virgen María, un último canto de amor, y después se le ilumina el rostro : declara ver a su Señor Jesús que le llama a Él.

En su sepultura, las escenas de entusiasmo que habían acompañado sus predicaciones se renuevan. Los milagros se multiplican y el fervor popular se acrecienta un día tras otro, hasta el punto de que el obispo y las autoridades civiles de Padua deciden enviar una delegación para solicitar al Papa la canonización de fray Antonio. En el transcurso del proceso, se reconocen cincuenta y tres milagros atribuidos a su intervención. El 30 de mayo de 1232, es decir, solamente un año después de su muerte, plazo excepcionalmente breve, Gregorio IX proclama la santidad de Antonio de Padua.

Siguiendo el ejemplo del santo, inspirémonos de la exhortación de san Pedro : Dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza (1 P 3, 15).

Dom Antoine Marie osb

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Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com


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