En cierta ocasión le preguntaron a un sacerdote: «¿Por qué le han
llamado loco? – ¿Crees que no es locura pretender que se puede y se debe ser
santo en la calle, que pueden y deben ser santos el que vende helados en un
carrito, el empleado que ocupa su tiempo en la cocina, el director de un banco,
el profesor de universidad, el que trabaja en el campo y el que carga con
maletas al hombro? ¡Todos están llamados a la santidad! El último Concilio
(Vaticano II) ha recuperado esto, pero en aquella época, en 1928, no se le
ocurría a nadie. Era lógico, pues, pensar que yo estaba loco... ». Ese
sacerdote era San Josemaría Escrivá de Balaguer.
«¡Qué bien cuidáis las flores!»
«Para amar y servir a Dios, explicaba el
santo, no es necesario hacer cosas excepcionales. Cristo les pide a todos los
hombres, sin excepción alguna, que sean perfectos como perfecto es el Padre
celestial (Mt 5, 48). Para la inmensa mayoría de los hombres, ser santo supone
santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar a los demás con
el trabajo, y además encontrar a Dios en el camino de sus vidas». Un día, al
pasar ante dos jardineros les dijo: ¡Qué bien cuidáis las plantas y todas las
flores...! ¿Qué creéis que vale más? ¿Vuestro trabajo o el de un ministro?». Y,
como no sabían qué responder, añadió: «Depende del amor de Dios que pongáis en
ello. Si ponéis más amor que un ministro, vuestro trabajo vale más».
San Benito, el Padre de los monjes
occidentales, ya concedía gran importancia al trabajo. En su Regla, redactada
en el siglo VI, declara que la ociosidad es «enemiga del alma» y pone gran celo
en que sus monjes no carezcan de ocupaciones (cap. 48); prevé oraciones para
santificar las actividades (cap. 35), y recomienda tratar las herramientas y
bienes del monasterio con el mismo esmero que los vasos sagrados del altar
(cap. 31); finalmente, desea que sus hijos vivan de su trabajo, pero siempre
con mesura y «para que en todo sea Dios glorificado» (cap. 48; 57).
En nuestros días, el San Josemaría
Escrivá de Balaguer ha contribuido profusamente a poner nuevamente en evidencia
la «espiritualidad del trabajo». Nacido el 9 de enero de 1902 en la localidad
aragonesa de Barbastro (España), Josemaría es hijo de un comerciante en telas.
Tendrá cuatro hermanas y un hermano. El ambiente del hogar está marcado por la
dignidad y la tradición, sencillo, elegante, alegre y piadoso.
En Barbastro, Josemaría estudia en el
Colegio de las Escuelas Pías. A finales del curso 1912-1913, los alumnos de los
escolapios se irán a examinar al Instituto de Lérida. Las sucesivas muertes de
sus hermanas menores (en 1911, 1912 y 1913) le marcan profundamente. En 1915,
otra prueba se abate sobre la familia: la empresa comercial paterna está
arruinada, y deben abandonar Barbastro para ir a Logroño. Allí, José Escrivá
encuentra trabajo en otra tienda de tejidos. La familia debe apretarse en una
pequeña vivienda, con techos bajos, calurosa en verano y fría en invierno. Pero
nada cambia en su forma de vivir, fundamentalmente cristiana, heroicamente
alegre y muy servicial con los vecinos. Josemaría termina sus años de colegio en
una institución de Logroño.
Pasos en la nieve
Durante los últimos días del año 1917,
observa en la nieve unas huellas de un carmelita «descalzo», es decir, de un
religioso carmelita que camina con los pies descalzos, por espíritu de humildad
y pobreza. Este signo de humilde imitación de Jesucristo pobre, suscita en
Josemaría una ardiente sed de amor a Dios, un inmenso fervor en su vida de
piedad y, finalmente, la decisión de hacerse sacerdote con el fin de estar
totalmente disponible en manos de Dios. Comienza sus estudios de teología en el
seminario de Logroño, en 1918. Después, en septiembre de 1920, acude a
Zaragoza, donde pocos meses antes de su ordenación sacerdotal (1925) fallece su
padre, el 27 de noviembre de 1924. Josemaría escribe: «No recuerdo de él ningún
gesto severo, lo veo siempre sereno, con rostro alegre, siempre sonriendo...
Dios me ha permitido nacer en un hogar cristiano como todos los de mi país, con
unos padres ejemplares que practicaban y vivían la fe, dejándome desde mi
infancia una gran libertad, pero vigilándome a la vez atentamente. Se
esforzaban en darme una formación cristiana, y ahí es dónde mayormente la
aprendí, a pesar de haberme confiado a los tres años al cuidado de unas
religiosas y a partir de los siete a unos religiosos».
Fortalecido por su experiencia familiar,
San Josemaría podrá decir a los esposos: «No puedo más que bendecir ese amor
humano del matrimonio, al que el Señor me ha pedido que renuncie. Pero lo amo
en los demás, en el amor de mis padres, en el de los esposos entre ellos. Así
pues, ¡amaos de verdad! Y seguid siempre este aconsejo: marido y mujer,
mantened pocas disputas entre vosotros. Más vale no jugar con la felicidad...
No os peleéis jamás delante de los niños, pues siempre están atentos a todo y
se forman sus propias opiniones. Guardo un recuerdo maravilloso de mi padre y
de mi madre: jamás los vi pelearse. Se amaban mucho, es evidente que debían
discutir, pero jamás se pelearon delante de los niños... Sed recatados delante
de los niños».
Obra de Dios
El 2 de octubre de 1928, durante un
retiro espiritual, don Josemaría ve durante su oración la obra particular a la
que es llamado por Dios: transmitir a los hombres de nuestra época el ideal de
la santificación mediante el cumplimiento del deber de estado (profesional,
familiar, etc.). En 1930, bautiza su obra con el nombre de «Opus Dei» (obra de
Dios), lo que significa para él que cada uno de los afiliados hace de su
trabajo algo sagrado, ante la mirada de Dios.
El Opus Dei le debe mucho a la familia
Escrivá de Balaguer. Puede reconocerse el sencillo y alegre ambiente familiar,
donde la caridad es también afecto, así como el amor por el trabajo bien hecho;
distinguida y sonriente, la madre de don Josemaría lo hacía todo a la
perfección. La importancia de la educación en el trabajo recibida en la familia
queda resaltada por el Papa Juan Pablo II en su Encíclica Laborem
exercens, del 14 de septiembre de 1981: «La familia es la primera escuela
interior de trabajo para todo hombre... Trabajo y laboriosidad condicionan a su
vez todo el proceso de educación dentro de la familia, precisamente por la
razón de que cada uno «se hace hombre», entre otras cosas, mediante el trabajo,
y ese hacerse hombre expresa precisamente el fin principal de todo proceso
educativo» (nº 10).
En 1927, Josemaría se instala en Madrid,
acompañado por su madre, su hermana Carmen y su hermano Santiago. La señora de
Escrivá de Balaguer no duda en secundar la obra que Dios realiza a través de su
hijo. El fundador del Opus Dei declarará posteriormente: «Sin su ayuda,
difícilmente habría triunfado la obra». A partir de 1932, la familia Escrivá
reside en el número 4 de la calle Martínez Campos. Josemaría desarrolla
principalmente su apostolado junto a los jóvenes.
Dios y audacia
La academia DYA, el primer centro de la
obra, se inaugura en Madrid en 1933. Las iniciales de la academia DYA
corresponden a los estudios de Derecho y de Arquitectura. Pero, en realidad,
esas siglas significan «Dios y Audacia» para el fundador. Don Josemaría,
trabajador infatigable, pronto será doctor en derecho canónico, en derecho
civil y en teología. En 1934 publica un libro que, revisado y aumentado, saldrá
en 1939 con el título de «Camino» y que en 1993 alcanzará los 3.818.228
ejemplares, con 272 ediciones en 39 idiomas. La obra comprende 999 pensamientos
–tres cifras múltiplos de 3, en honor a la Santísima Trinidad.
Durante los primeros meses de la guerra
civil española, que estalla el 18 de julio de 1936, don Josemaría Escrivá de
Balaguer permanece en Madrid, aun a riesgo de su vida. A finales del año 1937,
franquea los Pirineos a pie y llega a Andorra, acompañado por un reducido grupo
de sus primeros discípulos. Posteriormente se dirige a Burgos, en zona
«nacional», y regresa a Madrid en 1939, cuando terminan las hostilidades.
El 9 de marzo de 1941, el obispo de
Madrid, al que constantemente hace referencia don Josemaría, aprueba el Opus Dei
como «Piadosa Unión». El fundador siempre ha recomendado y practicado el
apostolado personal, de amistad y de confidencia. El desarrollo de la obra
conlleva, sin embargo, «reuniones de familia» en las que a veces participan más
de 5.000 personas; mediante una especial gracia de Dios, el gran número de
participantes no impide una real intimidad de cada uno de ellos con el padre
Josemaría.
Un médico de Cádiz manifestaba
constantemente su mal humor en su consulta de la Seguridad Social, hasta que en
cierta ocasión escuchó una conferencia de don Josemaría Escrivá. «A partir de
este momento, dijo posteriormente a su esposa, voy a tratar a todos los
enfermos como si yo fuera su propia madre». Millares de hechos como éste se
repiten desde el 2 de octubre de 1928.
El Evangelio del trabajo
La espiritualidad de San Josemaría se
fundamenta en las Sagradas Escrituras, y afirma que «Desde el principio de la
Creación el hombre ha tenido que trabajar. No lo invento yo, basta con abrir la
Sagrada Biblia. Desde sus primeras páginas –incluso antes de que el pecado haga
su aparición en la humanidad...–, puede leerse que Dios hizo a Adán con polvo
del suelo y creó, para él y su descendencia, ese mundo tan hermoso para que lo
labrase y cuidase (Gn 2, 15)... Debemos pues estar plenamente convencidos de
que el trabajo es una realidad magnífica, que se impone a nosotros como una ley
inexorable a la que estamos todos sometidos de una forma u otra... Recordad
bien esto: esta obligación no ha nacido como una secuela del pecado original,
ni tampoco es un hallazgo de los tiempos modernos. Es un medio necesario que
Dios nos confía en la tierra, alargando la duración de nuestra vida y
asociándonos también a su poder creador, con el fin de que ganemos nuestro
sustento recogiendo el fruto para la vida eterna (Jn 4,
36): el hombre nace para el trabajo y el ave para volar (Jb 5,
7)».
También el Papa Juan Pablo II llama la
atención de los fieles sobre la participación del hombre en la obra de Dios:
«Esta verdad, según la cual a través del trabajo el hombre participa en la obra
de Dios mismo, su Creador, ha sido particularmente puesta de relieve por
Jesucristo, aquel Jesús ante el que muchos de sus primeros oyentes en
Nazareth permanecían estupefactos y decían: «¿De dónde le vienen a éste
tales cosas, y qué sabiduría es ésta que le ha sido dada?... ¿No es acaso el
carpintero? (Mc 6, 2-3). En efecto, Jesús no solamente lo anunciaba
sino que, ante todo, cumplía con el trabajo el «Evangelio» confiado a él, la
palabra de la Sabiduría eterna. Por consiguiente, se trataba realmente del
«Evangelio del trabajo», pues el que lo proclamaba era él mismo un trabajador,
un artesano como José de Nazareth. Aunque en sus palabras no encontremos un
preciso mandato de trabajar..., la elocuencia de la vida de Cristo es
inequívoca: pertenece al «mundo del trabajo», tiene reconocimiento y respeto
por el trabajo humano; se puede decir incluso más: él mira con amor el trabajo,
sus diversas manifestaciones, viendo en cada una de ellas un aspecto particular
de la semejanza del hombre con Dios, Creador y Padre. ¿No es Él quien
dijo mi Padre es el viñador (Jn 15, 1)?... Jesucristo, en sus
parábolas sobre el Reino de Dios, se refiere constantemente al trabajo humano:
al trabajo del pastor, del labrador, del médico, del sembrador, del amo, del
siervo, del administrador, del pescador, del mercader, del obrero. Habla,
además, de los distintos trabajos de las mujeres. Presenta el apostolado a
semejanza del trabajo manual de los segadores o de los pescadores. Además, se
refiere al trabajo de los estudiosos» (Laborem exercens, 26).
Puntilla de piedra
Partícipe de la obra de Dios, el trabajo
humano debe cumplirse del mejor modo posible: «Si nos esforzamos en afrontar
cada día nuestras obligaciones personales como un requerimiento divino, decía
el Beato Josemaría, aprenderemos a terminar nuestro trabajo con la mayor
perfección humana y sobrenatural de la que somos capaces». En Burgos, el padre
gustaba de pasar ante la catedral cuando paseaba con los jóvenes. «Me gustaba,
nos dice, subir a una de las torres y mostrarles de cerca la cumbrera del
tejado, una verdadera puntilla de piedra, fruto del trabajo paciente y costoso.
Durante aquellas conversaciones les hacía observar que desde abajo esa
maravilla no era perceptible, y, para materializar de la mejor manera lo que
tantas veces les había explicado, les hacía este comentario: ¡he aquí el
trabajo de Dios, he aquí la obra de Dios! Acabar el trabajo personal a la
perfección, con la belleza y la gracia en el detalle de estas delicadas puntillas
de piedra. Comprendían entonces, en esa realidad que hablaba de ella misma, que
aquello era todo oración, un magnífico diálogo con el Señor. Los que usaron sus
fuerzas en esa labor sabían perfectamente que su esfuerzo no podría ser
apreciado desde las calles de la ciudad: únicamente era para Dios. ¿Comprendéis
ahora por qué la vocación profesional puede acercarnos al Señor?».
Pero, desde el pecado original, el
trabajo no se hace sin esfuerzo: «No cerremos los ojos a la realidad,
contentándonos con una visión ingenua y superficial de las cosas que podría
inducirnos a pensar que el camino que nos espera es fácil y que, para
recorrerlo, es suficiente con tener sinceros propósitos y un ardiente deseo de
servir a Dios», decía don Josemaría. El Papa Juan Pablo II, al comentar las
palabras Con el sudor de tu frente comerás el pan (Gn 3, 19),
explica lo siguiente: «Estas palabras se refieren a la fatiga a veces pesada,
que desde entonces acompaña al trabajo humano... Esta fatiga es un hecho
universalmente conocido, porque es universalmente experimentado. Lo saben los
hombres del trabajo manual, realizado a veces en condiciones excepcionalmente
pesadas... Lo saben a su vez, los hombres vinculados a la mesa del trabajo
intelectual; lo saben los científicos; lo saben los hombres sobre quienes pesa
la gran responsabilidad de decisiones destinadas a tener una vasta repercusión
social. Lo saben los médicos y los enfermeros, que velan día y noche junto a
los enfermos. Lo saben las mujeres, que a veces sin un adecuado reconocimiento
por parte de la sociedad y de sus mismos familiares, soportan cada día el
cansancio y la responsabilidad de la casa y de la educación de los hijos. Lo
saben todos los hombres del trabajo y, puesto que es verdad que el trabajo es
una vocación universal, lo saben todos los hombres» (Laborem exercens,
9).
¿Trabajo u oración?
No obstante, el sufrimiento que el
trabajo comporta ofrece la posibilidad de una unión a la Pasión de Cristo:
«Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros,
el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la
humanidad. Se muestra verdadero discípulo de Jesús llevando a su vez la cruz de
cada día (cf. Lc 9, 23) en la actividad que ha sido llamado a realizar» (id.,
27).
La unión con Jesús llevando la cruz
favorece la transformación del trabajo en oración. «¡Quedad persuadidos de que
no es difícil convertir el trabajo en oración dialogada!, explica San Josemaría.
Lo ofrecéis y os ponéis manos a la obra, y Dios os escucha y os alienta.
Alcanzamos el talante de las almas contemplativas, a la vez que estamos
absortos en nuestro trabajo cotidiano, invadidos como estamos por la certeza de
que Él nos mira, a la vez que nos pide una nueva victoria sobre nosotros
mismos: ese pequeño sacrificio, esa sonrisa ante la persona importuna, ese
esfuerzo por dar prioridad al trabajo menos agradable, pero más urgente, ese
esmero por los detalles de orden, esa perseverancia en el cumplimiento del
deber cuando sería tan fácil abandonarlo, esa voluntad de no dejar para el día
siguiente lo que debe acabarse en el día; y todo ello, ¡para complacer a Dios,
nuestro Padre!»
Así, sigue diciendo don Josemaría,
«gracias a tu trabajo, estarás contribuyendo a extender el reino de Cristo por
todos los continentes. Y será una sucesión de horas de trabajo ofrecidas, una
tras otra, por las lejanas naciones que nacen a la fe, por las naciones
orientales a las que salvajemente se les impide profesar libremente sus
creencias, por los países de antigua tradición cristiana en los que parece que
la luz del Evangelio se haya oscurecido y que las almas se debatan en la
oscuridad de la ignorancia».
Pero el trabajo profesional no es el
único modo de santificación. La santidad es igualmente accesible a quienes no
tienen o han perdido la posibilidad de emplear su talento en una profesión
(jubilación, enfermedad, desempleo...). «Sepan también que están unidos de una
manera especial con Cristo en sus dolores por la salvación del mundo, dice el
Concilio Vaticano II, todos los que se ven oprimidos por la pobreza, la
enfermedad, los achaques y otros sufrimientos... Por consiguiente, todos los
fieles cristianos, en las condiciones, quehaceres o circunstancias de su vida,
y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar más y más cada día,
con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre celestial, con tal de
cooperar con la voluntad divina» (Lumen gentium, 41).
«¡Que sólo Jesús brille!»
El 8 de noviembre de 1946, Don Josemaría
se instala en Roma. Unos meses después es nombrado prelado, recibiendo en
adelante la apelación de «Monseñor». Como culminación a una vida de gran
actividad, muere repentinamente en su despacho el 26 de junio de 1975,
desapareciendo tan «discretamente» como siempre había deseado. Paradójicamente,
ese sacerdote, cuyo ideal había sido «esconderme y desaparecer, para que sólo
Jesús brille», ejerció una influencia realmente extraordinaria, ayudando a los
que quieren crecer en su amistad con Dios a hacer de las múltiples
circunstancias de su vida cotidiana, en el seno de sus familias y de sus
trabajos, otras tantas ocasiones de encuentro con Jesucristo. Su vida,
«impregnada de humanismo cristiano y marcada por el sello incomparable de la
bondad, de la dulzura de corazón y del sufrimiento escondido mediante el cual
Dios purifica y santifica a los que ha elegido» (Juan Pablo II), tuvo tanta
proyección apostólica que 69 cardenales, 1.228 obispos y 41 superiores de
órdenes religiosas solicitaron su beatificación.
El 17 de mayo de 1992, Su Santidad el
Papa Juan Pablo II declara Beato a Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer,
subrayando su gran devoción hacia la Virgen María. Josemaría veneró igualmente
durante toda su vida a San José, su santo patrón de bautismo. Honremos también
nosotros al cabeza de la Sagrada Familia con la hermosa plegaria compuesta por
San Pío X:
«Glorioso San José, modelo de todos los
que se consagran al trabajo, concededme la gracia de trabajar en espíritu de
penitencia por la expiación de mis numerosos pecados; de trabajar en conciencia,
anteponiendo el culto del deber a mis inclinaciones; de trabajar con
reconocimiento y alegría, considerando como un honor emplear y desarrollar
mediante el trabajo los dones recibidos de Dios; de trabajar con orden, paz,
moderación y paciencia, sin retroceder jamás ante el agotamiento y las
dificultades; de trabajar sobre todo con pureza de intenciones y con
desprendimiento de mí mismo, teniendo sin cesar ante mis ojos la muerte y las
cuentas que deberé rendir del tiempo perdido, de los talentos inutilizados, del
bien omitido y de las vanas complacencias en el éxito, tan funestas para la
obra de Dios. ¡Todo para Jesús, todo por María, todo a ejemplo vuestro,
patriarca José! Ese será mi lema en la vida y en la muerte. Así sea».
San
Josemaría, ruega por nosotros y por todos nuestros seres queridos, vivos y
difuntos.
Dom
Antoine Marie osb
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