Cuarentena eclesial
Estamos en cuarentena.
El diccionario de la Real Academia Española (RAE) define: «Aislamiento
preventivo a que se somete durante un período de tiempo, por razones sanitarias
a personas o animales». Todos estamos «cuarentenados», y oficialmente también
la Iglesia: los templos cerrados, sin funciones litúrgicas; los fieles, sin
posibilidad de recibir los sacramentos, deben contentarse con misas por
internet. Muchos piensan que se ha incurrido en una exageración. En la
Argentina el Estado muestra siempre una inclinación al autoritarismo, por no
decir un gusto apenas reprimido por el totalitarismo, cualquiera sea el signo
político del gobierno de turno. El avance actual sobre la Iglesia, justificado
en la argumentación oficial -gubernativa y eclesiástica- en razón de la
pandemia del Covid - 19, ha sido tolerado con una benevolencia que no pocos
consideran excesiva; es una mala señal. ¿Qué pasará después?. Algunos
sacerdotes, haciendo uso del sentido común y la libertad cristiana, encontraron
la manera de zafar parcialmente de la encerrona con beneplácito de los fieles,
y sin descuidar las precauciones necesarias para evitar los posibles contagios.
Pero la palabra cuarentena registra
otro sentido, figurado este y familiar: «Suspensión del asenso a una noticia o
hecho, por algún espacio de tiempo, para asegurarse de su certidumbre». De
acuerdo con este significado, se podría esquivar el claro rigor de la verdad,
porque se duda de ella; se la pone en cuarentena. Podemos asumir este sentido
del término para interpretar algunos fenómenos eclesiales; solo que tendríamos
que poner entre paréntesis, o sencillamente omitir, aquello de «por algún
espacio de tiempo».
La definición cabe
entonces para designar al relativismo, para los intentos de descartar con
subterfugios una tradición que presuntamente debería probar su pertinencia
según los criterios predominantes en la cultura mundana. Se ha difundido una
hermenéutica de la ruptura, sobre la afirmación de que el Concilio Vaticano II
fue una revolución. A veces se intenta aliviar la gravedad de esa sentencia
añadiendo «en cierto modo», pero la grieta que se abre con ella manifiesta
igualmente su efecto conflictivo. También se repite en algunos ambientes que el
Evangelio debe ser releído a la luz de la cultura contemporánea. ¿Qué significa
esta proposición?. Estimo que denota una concepción evolucionista de la
historia; esta se encontraría siempre en progreso hacia lo mejor. En tal
contexto historicista es difícil sostener que la religión católica -sin negar
valores que pueden hallarse en otros sistemas religiosos- es la única que posee
la Verdad total, y que es una religión universal. Además,
asistimos a una especie de redivinización del orden temporal, deslizamiento
que hace tiempo ya observó el filósofo Augusto del Noce.
Que la Iglesia es una
fuerza capital de civilización, y que en el desarrollo de su vida crea cultura,
y al cristianizar humaniza, es una doctrina tradicional. Sin embargo, para
algunos círculos eclesiales, esta función parece reducirse a promover, en
paridad con las otras religiones, la fraternidad universal. Existen
instituciones, de orden mundial, que se atribuyen la facultad de convocar a las
diversas religiones y expresiones culturales -como si estuvieran por encima de
estas- a realizar el ideal antedicho. Ahora bien, aunque lo que me siento
compelido a decir parezca una antigualla, tal ha sido el ideal clásico de la
Masonería (¡Yo no creo en las brujas, pero que las hay, las hay!). En 1884, en
su encíclica Humanum genus, el Papa León XIII advertía que la Masonería
siempre ha contado con instituciones afines (n. 10). Hoy en día nadie habla de
estas cosas, «se deja cancha libre».
Podemos afirmar, sin
duda, que la fraternidad universal es una finalidad de la misión de la Iglesia,
pero otra fraternidad que la masónica, unida indisolublemente al
mandato de anunciar el Evangelio, y comunicar la gracia que este contiene como
Novedad absoluta: hacer que todos los hombres de todos los tiempos sean hijos de
Dios, y hermanos entre sí, unidos por el suave vínculo del amor; es la unión de
los hombres en Cristo, por la fe en Él. Dios envió a su Hijo, que se hizo
hombre, para que recibamos la hyothesía, la filiación adoptiva, como
enseña San Pablo (Gál 4, 5). En la economía de la plenitud de los tiempos, Dios
ha recapitulado todo en Cristo, y eso debe ir realizando la Iglesia en cada
época, conduciéndola al plēroma de su auténtica realización.
«Recapitular», anakephalaiōsasthai : poner bajo una sola cabeza, un solo
jefe (Ef 1, 10). La Iglesia está comprometida con la verificación incesante de
esta realidad en las cosas terrenas: tà epí tes ges. ¿Sería legítimo
poner en cuarentena esta aspiración, cuando se la ha enviado a predicar el
Evangelio a toda la creación (páse te ktísei, Mc 16, 15 s); a todas las
naciones (pánta tà éthnē , Mt 18, 19?). Procurando, con respeto hacia
todos los que viven en otras culturas y practican otras religiones, que Cristo
sea conocido, aceptado y amado, la Iglesia está trabajando por la fraternidad
universal. Según leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica, «el que
cree en Cristo es hecho hijo de Dios» (1709); se trata de una transformación
(cf. ib.) de la que surge una nueva fraternidad; es la que procede del
cumplimiento apostólico del mandato del Señor.
Tampoco es posible, en
una visión de fe, someter a cuarentena el encargo de procurar que todos los
pueblos cumplan los mandatos de Cristo. Cumplir, en el texto griego de Mt
28, 20, se dice terûm: observar, conservar, guardar, practicar. Por su
libertad, el hombre es un sujeto moral, que debe buscar en el bien su
realización. Esta afirmación elemental implica que existen normas objetivas de
moralidad, en las que se enuncia el orden racional del bien y del mal. El
Concilio Vaticano II enseñaba: «En lo más profundo de su conciencia el hombre
descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya
voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón» (Gaudium et spes,
16). El drama de la cultura vigente, que se extiende arrasándolo todo, es que
esa voz ya no resuena en muchos de nuestros contemporáneos, que han perdido el
sentido objetivo del bien y del mal; se imponen sus pasiones o sus
intereses.
Una de las áreas de
moralidad más expuesta a la deformación es la del amor, la sexualidad y su
ejercicio; consiguientemente el matrimonio y la familia. Estas realidades son
manoseadas diariamente por la televisión, por no hablar del universo
incontrolable de «las redes». Los escritos apostólicos del Nuevo Testamento son
claros acerca de los vicios paganos que asediaban a las primeras comunidades
cristianas, y se filtraban en ellas. San Pablo habla de los «enemigos de la
cruz de Cristo, cuyo fin es la perdición, su Dios es el vientre (koilía, el
bajo vientre), y su gloria está en aquello que los cubre de vergüenza»; no
aprecian sino «las cosas de la tierra» (Flp 3, 19). Es el materialismo
práctico. Denuncia también el Apóstol los deseos de la carne (epithymía sarkós),
y sus excesos, contrarios al Espíritu (Gál 5, 16 ss). En la Primera carta a los
Corintios hace una lista de esas desviaciones que cierran la entrada al Reino
de Dios: inmorales (pórnoi, se refiere a la fornicación y a la prostitución),
adúlteros (moijói), afeminados (malakói), pervertidos (arsenokóitai,
literalmente: varones que tienen coito entre ellos), borrachos (méthysoi). Una
denuncia análoga se encuentra en la Carta a los Romanos (1, 21-32), donde se
refieren también otros vicios. No es difícil calcular el daño que provoca el
mundo de la farándula y sus desvergonzadas confesiones, y comentarios, que se
deslizan hacia la curiosa opinión general; se ha ido perdiendo el pudor más
elemental, y con él el sentido objetivo del bien y del mal en ese ámbito tan
sensible de la conducta humana.
Un gran poeta del
siglo XX, Paul Claudel, escribió en una carta dirigida a Jacques Rivière: «Es
por la Virtud que se es hombre. La castidad lo hará vigoroso, pronto,
alerta, penetrante, claro como un golpe de trompeta y espléndido como el sol de
la mañana. La vida le parecerá plena de sabor y de seriedad, el mundo de
sentido y de belleza». ¡Magnífica descripción antropológica!; algo de ello
podría desearse de la predicación, que calla absolutamente estos temas.
Con ocasión de la
encerrona debida a la pandemia, el Ministro de Salud de la Nación, que en una
gestión anterior del mismo cargo fue un entusiasta promotor de condones,
promueve ahora el sexting, intercambio de fotos y mensajes eróticos por
medios digitales, para evitar el aburrimiento, y lo hace con apoyo presidencial.
¡Irrisorio!. Es una práctica habitual entre mucha gente, jóvenes especialmente;
no hacía falta el estímulo del Estado. Este disparate evoca el carácter
perverso de una actitud oficial más amplia, que se manifiesta en los programas
de Educación Sexual impuesto en los colegios. En la Provincia de
Buenos Aires se proclama el derecho de niños y adolescentes a recibir
ese servicio estatal, una intromisión abusiva fundada en la Ley 14.744, que es
inconstitucional, contraria a las libertades de educación y de conciencia,
sancionada sin la amplitud de consultas y debates que la importancia del tema
merecía, y que favorece la corrupción de menores, al inducir desde la primera
infancia a conductas reñidas con el orden natural. En su momento he protestado
por todos los medios contra semejante arbitrariedad.
Señalo otro elemento:
una marca muy conocida de dentífrico hace propaganda por televisión de la
sonrisa que supuestamente se obtendría mediante su uso; aparecen: un chico
con síndrome de down, una mujer que juega al fútbol, otra que rompe los
cánones estandarizados de belleza, todos sonriendo, y finalmente una pareja
gay, que dice: «Cuando me preguntan por mi novia, yo sonrío». Así se intenta
hacer pasar por normal la nueva versión del amor. Recientemente, el Papa
emérito Benedicto XVI comentó en una entrevista: «Hace cien años a todo el
mundo le hubiera parecido absurdo hablar de matrimonio homosexual. Hoy todo el
que se oponga a él queda excomulgado socialmente». Y añade: «La sociedad
moderna está formulando un credo del anticristo, y el que se opone a él es
castigado con la excomunión social...». Se trata de «una dictadura mundial de
ideologías aparentemente humanistas».
El desarreglo de la
función sexual tiene consecuencias en el equilibrio pleno de la personalidad,
sin excluir la dimensión religiosa, y el orden debido en la sociedad a través
del protagonismo de la familia. El pecado contra el orden del espíritu en la
sexualidad, no es el peor de los pecados, pero ¿cómo puede compaginarse con él
el afianzamiento y crecimiento de un amor verdaderamente humano?. La entrega a
ese comportamiento desordenado impone al alma, absorbida en sus funciones
inferiores, esclavizada por la materia, la dificultad para elevarse hacia Dios;
su espiritualidad queda cercenada en el ejercicio de sus funciones superiores.
No es de extrañar, entonces, que en una sociedad en la que se alienta la
separación del sexo del amor de amistad, Dios desaparezca del horizonte
cultural.
El uso desordenado del
sexo es una fuerza destructiva, de las peores que pueden afectar a una
comunidad. Se naturaliza la idea de que el matrimonio -entre hombre y mujer- ya
no es el ámbito que corresponde a aquella relación íntima; ahora se lo remplaza
por la «pareja», hasta el lenguaje cotidiano registra el cambio. La sexual
revolution, con origen en Estados Unidos, ha ganado sociedades enteras, en las
que el sexo es el centro del interés; en su versión oficializada de la
ideología de género arrasa las convicciones naturales de los jóvenes, y del
común de las personas honestas, que justifican el comportamiento desordenado en
virtud de un subjetivismo egoísta que los medios de comunicación difunden como
si fuera la inspiración normal de la conducta humana. El cuerpo y los placeres
gozan de todos los derechos; el orden objetivo y la naturaleza que lo establece
no son espontáneamente reconocidos y aceptados como principios de conducta.
La antropología
cristiana incluye una enseñanza amplia, positiva y bella sobre el cuerpo, el
sexo, y el amor. Juan Pablo II ha dedicado dos años a catequesis semanales
sobre esa temática. Pero, indudablemente, no es fácil convertirla en
experiencia vivida en una sociedad pansexualizada y erotizada artificialmente.
Peor aún, por temor a quedar desubicados, los pastores de la Iglesia no asumen
esas verdades en la predicación y la formación permanente de los fieles. No
advierten la necesidad y la urgencia de desarrollar una contracultura, difundiendo
los valores naturales y cristianos, y prestando su apoyo a los grupos que se
empeñan en hacerlo.
Parece que todo eso ha
entrado en cuarentena.
Mons. Héctor Aguer,
Arzobispo emérito de La Plata
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