En 1985, el cardenal Joseph Ratzinger, entonces prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, fue preguntado por el periodista
italiano Vittorio Messori acerca de la tercera parte del «secreto de Fátima»,
que aún no había sido revelada. Ante la inquietud que demostraba el periodista
sobre los «terribles» acontecimientos que, supuestamente, predecía ese secreto,
el futuro Papa respondía: «Incluso si así fuera, ello no haría sino confirmar
la parte ya conocida del mensaje de Fátima. Pues desde ese lugar se hizo una
severa advertencia, que choca con la superficialidad dominante, un
esclarecimiento sobre la seriedad de la vida, de la Historia, sobre los
peligros que amenazan a la Humanidad. Es lo mismo que recuerda Jesús muy a
menudo, diciendo sin temor alguno: Y si no os convertís, todos
pereceréis del mismo modo (Lc 13, 3). La conversión – Fátima lo
recuerda plenamente– es una exigencia perpetua de la vida cristiana» (Informe
sobre la fe, Biblioteca de Autores Cristianos, 1986).
Esa llamada a la conversión, por exigente que sea,
es obra del Corazón infinitamente amoroso de Nuestro Señor. En su solicitud
maternal para con nosotros, la Santísima Virgen vino para darnos de nuevo ese
mensaje. Durante sus apariciones sucesivas en Fátima, la Virgen, modelo de
sabiduría y de bondad sin igual, nos manifiesta su pedagogía sobrenatural. Con
motivo de la primera aparición, acontecida el 13 de mayo de 1917, educa a los
tres jóvenes videntes según el deseo del Cielo: mientras María, de
extraordinaria belleza, envuelta en una luz y vestida completamente de blanco y
con un velo que le llega hasta los pies, se presenta ante Lucía, ésta, la de mayor
edad del grupo, le pregunta: «¿De qué lugar sois, señora? – Vengo del Cielo. –
¿Y qué deseáis de nosotros? – Vengo a pediros que os presentéis en este mismo
lugar cinco veces seguidas, a esta misma hora, el día 13 de cada mes. Después,
ya os diré quién soy y lo que deseo de vosotros. – ¡Venís del Cielo!« y yo,
¿iré al Cielo? – Sí que irás. – ¿Y Jacinta? – También. – ¿Y Francisco? –
También irá; pero tiene que rezar el rosario«».
El Cielo es el objetivo de nuestra existencia.
«Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de
pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida
bienaventurada» (Catecismo de la Iglesia Católica, CEC, 1).
Quienes mueren en la gracia y en la amistad de Dios, y que son perfectamente
purificados, entran en el Cielo, donde son para siempre semejantes a Dios,
porque lo ven tal cual es (cf.1 Jn 3, 2), cara a cara (cf, 1 Co 13, 12). Bienaventurados
los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5, 8). Esa vida
de perfecta comunión y de amor con la Santísima Trinidad, con la Virgen María,
los ángeles y los santos, además de ser fruto del don gratuito de Dios, es la
realización de las más profundas aspiraciones del hombre, el estado de
felicidad suprema y definitiva. Porque Dios, en efecto, ha depositado en el
corazón humano el deseo de felicidad, a fin de atraerlo a Él. La esperanza del
Cielo nos enseña que la verdadera felicidad no reside ni en la riqueza o el
bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por
útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna
criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor (cf. CEC,
1723). «Sólo Dios sacia», afirma santo Tomás de Aquino.
«¡Sí, queremos!»
Tras haber fortificado a los niños con la
inestimable promesa del Cielo, la dama les introduce en el misterio de la
Redención, pidiéndoles con exquisita delicadeza que se asocien a él: «¿Queréis
ofreceros a Dios para hacer sacrificios y aceptar voluntariamente todos los
sufrimientos que quiera enviaros, en reparación de los pecados que ofenden a su
divina majestad? Queréis sufrir para obtener la conversión de los pecadores,
para reparar las blasfemias, así como todas las ofensas dirigidas al Corazón
Inmaculado de María? – ¡Sí, queremos!, responde Lucía. – Sufriréis mucho, pero
la gracia de Dios os asistirá y os apoyará siempre». Mientras pronuncia esas
palabras, la aparición abre las manos, y con ese gesto derrama sobre los
videntes un haz de luz misteriosa que penetra en sus almas, de suerte que se
ven ellos mismos en Dios.
El 13 de julio siguiente, la Virgen desvela a los
niños una terrorífica realidad: «Nuestra Señora nos mostró un gran mar de fuego
que parecía encontrarse bajo tierra, y donde estaban, sumergidos en ese fuego,
los demonios y las almas, como si fueran brasas transparentes, negras o
tostadas, con forma humana. Se encontraban flotando en ese incendio, levantados
por las llamas que salían de ellos mismos, entre nubes de humo. Caían por todos
los lados, como caen las chispas en los grandes incendios, sin peso ni
equilibrio, entre gritos y gemidos de dolor y desesperación que causaban horror
y hacían temblar de espanto. Los demonios se distinguían por sus formas
horribles y repugnantes de animales espantosos y desconocidos, pero
transparentes y negros. Aquella visión sólo duró un momento, gracias a nuestra
Madre del Cielo, que nos había prevenido antes, prometiéndonos que nos llevaría
al Cielo. De otro modo, creo que habríamos muerto de espanto y de miedo. Luego,
alzamos la vista hacia Nuestra Señora, que nos dijo con bondad y tristeza: «Lo
que habéis visto es el infierno, donde van a parar las almas de los pobres
pecadores. Para salvarlas, Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi
Corazón Inmaculado. Si se hace lo que voy a deciros, muchas almas se salvarán y
habrá paz»».
Una prueba más
La existencia del infierno suscita discusiones. Sor
Lucía escribía lo siguiente algunos años antes de su muerte, acontecida el 13
de febrero de 2005: «En el mundo, no faltan incrédulos que nieguen esas
verdades, pero no por el hecho de ser negadas dejan éstas de existir; y esa
incredulidad no les libra de los tormentos del infierno si su vida de pecado
les conduce a él« En Fátima, (Dios) nos envió su mensaje como una prueba más de
esas verdades. Y nos recuerda ese mensaje para que no nos dejemos engañar por
las falsas doctrinas de los incrédulos que las niegan y de los descarriados que
las deforman. Siguiendo esa finalidad, el mensaje nos asegura que el infierno
es una verdad, y que allí van a parar las almas de los pobres pecadores» (Llamadas
del mensaje de Fátima, Editorial Planeta, 2003).
Durante su vida pública, nuestro Salvador Jesús
insiste con frecuencia en el tema del infierno, de la gehenna,
del fuego que no se apaga (cf. Mc 9, 43-48), reservado a
quienes se niegan hasta el final de su vida a creer y a convertirse, y donde
pueden perderse a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Así nos lo
recuerda el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica (núm.
395): «El pecado mortal destruye en nosotros la caridad, nos priva de la gracia
santificante y conduce a la muerte eterna del infierno si no existe
arrepentimiento». El magisterio de la Iglesia se ha expresado a menudo sobre
este asunto; el propio Papa Pío XII subrayaba el 23 de marzo de 1949: «La
predicación de las principales verdades de la fe y de los fines últimos, no
solamente no ha perdido vigencia en la actualidad, sino que se ha convertido
más que nunca en necesaria y urgente, incluso la predicación sobre el infierno.
Hay que tratar sin duda este asunto con dignidad y prudencia, pero en lo que se
refiere a la sustancia de esa verdad, la Iglesia tiene, ante Dios y ante los
hombres, el sagrado deber de anunciarla y enseñarla, sin atenuación alguna, tal
como Cristo la reveló, y no existe ninguna circunstancia temporal que pueda
disminuir el rigor de esa obligación. Ella condiciona en conciencia a todos los
sacerdotes, pues, ya sea en el ministerio ordinario o extraordinario, se les
confía el cuidado de instruir, de advertir y de guiar a los fieles. Si bien es
verdad que el deseo del Cielo es en sí un motivo más perfecto que el temor de
las penas eternas, no por ello se deduce que resulte el motivo más eficaz para
alejar a todos los hombres del pecado y convertirlos a Dios».
La preocupación de una Madre
Así pues, no nos debe extrañar la intervención de
la Virgen con los niños de Fátima. Como buena Madre que se preocupa por
nosotros, realiza advertencias para nuestra salvación eterna y nuestra
conversión. El 13 de octubre de 1917, dice a los pequeños videntes: «Los
hombres deben corregirse, pedir perdón por sus pecados; deben dejar de ofender
a Dios Nuestro Señor, que ya ha sido demasiado ofendido». A partir de entonces,
a los niños les resulta imposible reprimir las lágrimas ante el recuerdo de la
tristeza reflejada en el rostro de la aparición. Lucía comentará así esas
palabras de Nuestra Señora: «¡Cuán amoroso es el lamento y la súplica que
contienen! ¡Oh! ¡Cuánto me gustaría que resonasen en el mundo entero y que
todos los hijos de la Madre celestial escucharan su voz!».
El mensaje de Fátima es en esencia el del
Evangelio. Desde el principio de su vida pública, Nuestro Señor proclamó: El
Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva (Mc 1,
15). Esta llamada está constantemente presente en el centro de la predicación
de la Iglesia. San Benito la expone ya en el prólogo de su Regla:
«Escucha, hijo mío, estos preceptos de un maestro, inclina el oído de tu
corazón, acoge con gusto esta exhortación de un padre entrañable y ponla en
práctica, para que por tu obediencia laboriosa retornes a Dios, del que te
habías alejado por tu indolente desobediencia« Pues para eso se nos conceden
como tregua los días de nuestra vida, para enmendarnos de nuestros males, según
nos lo dice el Apóstol: ¿No te das cuenta de que la paciencia de Dios
te está empujando a la penitencia? (Rm 2, 4). Efectivamente, el Señor
te dice con su inagotable benignidad: No quiero la muerte del pecador,
sino que cambie de conducta y viva (Ez 18, 23)».
Convertirse, cambiar de vida, significa volver el
rostro a Dios, manifestándole nuestro arrepentimiento por haberle ofendido.
Especialmente afectado por la tristeza de Nuestra Señora cuando ésta pide que
se deje de ofender a su Hijo, Francisco siente el deseo de consolarlo,
empezando por abstenerse de todo pecado. «¡Amo tanto a Nuestro Señor! ¡Pero
está tan triste a causa de todos nuestros pecados! ¡No, ya no cometeremos
ningún pecado!». Por eso, los tres niños están dispuestos a afrontar las
persecuciones y la muerte antes que mentir para librarse de las
contradicciones. Sin embargo, el cambio de vida supone, además de la confesión
sacramental para recibir el perdón de los pecados, la mortificación del corazón
y de los sentidos para reparar los pecados anteriores y unirse a Cristo en la Pasión.
Es un hecho destacable que las apariciones encendieron en los corazones de los
tres videntes un celo ardiente por compartir los sufrimientos de Cristo. Por
ejemplo, deciden entregar la merienda diaria a niños pobres, contentándose con
lo que pueden encontrar en la naturaleza. Un día, la madre de uno de los niños
les llama para que coman unos higos de una variedad suculenta. Jacinta se
sienta junto al cesto, deleitándose sólo con pensar en comer frutas tan
hermosas, pero, después de tomar una, cambia de repente de opinión: «Todavía no
hemos hecho ningún sacrificio por los pecadores, así que hagamos éste». Y
vuelve a colocar el higo en el cesto.
Cuando la gracia de Dios penetra en un alma, ésta
no se contenta con hacer penitencia por sus propios pecados, sino que desea
también sacrificarse por los demás. De ese modo, durante la larga y cruel
enfermedad que se la llevará el 20 de febrero de 1920, Jacinta recibe ánimos
gracias a la constatación de que sus sufrimientos, unidos a los de su Salvador,
convertirán pecadores y les evitarán la condenación eterna. Aquella niña
delicada, gruñona por naturaleza, se ha transformado en una persona paciente e
incluso fuerte ante el sufrimiento. Poco antes de morir, le dice a sor María
Purificación Godinho, la religiosa que la cuida: «La mortificación y los
sacrificios agradan mucho a Nuestro Señor. ¡Oh! Evite el lujo. Evite las
riquezas. Estime la santa pobreza. Sea muy caritativa, incluso con los malos.
No hable nunca mal de nadie, y huya de quienes hablan mal de los demás. Sea muy
paciente, porque la paciencia conduce al Cielo. ¡Rece mucho por los pecadores!
Rece mucho por los sacerdotes, por los religiosos y por los gobernantes. Los
sacerdotes deberían ocuparse únicamente de los asuntos de la Iglesia. Deben ser
puros, muy puros. La desobediencia de los sacerdotes y de los religiosos a sus
superiores y al Santo Padre ofende mucho a Nuestro Señor».
La penitencia que Dios espera
¿Cuáles son los sacrificios que más agradan a Dios?
Unos meses antes de la primera aparición de Nuestra Señora, los niños
recibieron la visita de un ángel, quien les dijo lo siguiente: «Sobre todo,
aceptad y soportad los sufrimientos que el Señor os envíe». Muchos años
después, en 1943, sor Lucía escribirá: «El Señor desea fervientemente el retorno
de la paz, pero está afligido de ver un número tan exiguo de almas en estado de
gracia y dispuestas a practicar los sacrificios que les pide para adherirse a
la fe. Y lo que Dios exige ahora es precisamente la penitencia, el sacrificio
que cada uno debe imponerse para poder vivir una vida justa en conformidad con
su ley. Como mortificación, desea que se cumpla de manera sencilla y recta con
las tareas cotidianas, así como la aceptación de las penas y preocupaciones; y
desea, además, que demos a conocer claramente ese camino a las almas, pues son
muchos los que, entendiendo la palabra penitencia en el sentido de «grandes
austeridades», y no sintiéndose ni con fuerzas ni con generosidad, se desaniman
y caen en una vida de indiferencia y de pecado». Nuestro Señor dirá también a
Lucía: «El sacrificio que se le exige a cada uno es cumplir con su propio deber
y observar mi ley; lo que ahora pido y exijo es la penitencia».
La recomendación del rosario se encuentra,
igualmente, en el centro de las apariciones de Fátima, y la Virgen habla de él
en diferentes ocasiones. En 1917, el mundo sigue inmerso en los horrores de la
primera guerra mundial, sin que nadie vislumbre una salida. Cuando se produce
la tercera aparición, el 13 de julio, Nuestra Señora insiste: «Hay que rezar
todos los días el rosario en honor a la Virgen, para conseguir que termine la
guerra mediante su intercesión, porque solamente ella puede acudir en nuestra
ayuda». Y el 13 de octubre, ella misma se nombra como «Nuestra Señora del
Rosario». Y en esa plegaria tradicional, ella pide que se añada, al final de
cada decena, la siguiente invocación: «¡Oh, Jesús! Perdona nuestros pecados;
presérvanos del fuego del infierno y conduce al Cielo a todas las almas, sobre
todo a las que más necesitan de tu misericordia». Efectivamente, el auxilio de
la gracia de Dios se extiende lo más lejos posible, de forma que nadie es
excluido de la voluntad salvífica de Dios, ni por consiguiente de la solicitud
maternal de María, que nos enseña el papel primordial de la oración en la obra
de la salvación. «Hay que rezar mucho para impedir que las almas vayan al
infierno», repetía a menudo Jacinta.
«Tomad entre las manos el rosario»
«El Rosario es una de las modalidades tradicionales
de la oración cristiana orientada a la contemplación del rostro de Cristo« La
Iglesia ha visto siempre en esta oración una particular eficacia, confiando las
causas más difíciles a su recitación comunitaria y a su práctica constante. En
momentos en los que la cristiandad misma estaba amenazada, se atribuyó a la
fuerza de esta oración la liberación del peligro y la Virgen del Rosario fue
considerada como propiciadora de la salvación» (Juan Pablo II, Rosarium
Virginis Mariae, 16 de octubre de 2002, 18, 39). Por eso hoy en día, en un
momento en que nuestro mundo, que ha rechazado a Jesucristo, se precipita hacia
el abismo, con gran perjuicio para las almas, el recurso al santo rosario es
más que nunca necesario. Así pues, sigamos la recomendación de Juan Pablo II:
«Se ha de volver a rezar en familia y a rogar por las familias, utilizando
todavía esta forma de plegaria. La familia que reza unida, permanece unida«
Pienso en todos vosotros, hermanos y hermanas de toda condición, en vosotras,
familias cristianas, en vosotros, enfermos y ancianos, en vosotros, jóvenes:
tomad con confianza entre las manos el rosario« ¡Qué este llamamiento mío no
sea en balde! (ibíd. 41, 43).
«Ten piedad del corazón de tu Madre»
El mensaje de Fátima implica igualmente la devoción
al Corazón Inmaculado de María. El 13 de junio de 1917, la Virgen muestra a los
niños su corazón herido en medio de las espinas, dirigiéndose a Lucía en estos
términos: «Es necesario que permanezcas en la tierra. Jesús quiere servirse de
ti para hacer que me conozcan y me amen; quiere extender por el mundo la
devoción a mi Corazón Inmaculado. Prometo la salvación a quienes abracen esa
devoción, y sus almas serán amadas por Dios con amor predilecto, como flores
depositadas por mí ante su trono». Con motivo de una posterior aparición,
acontecida en el convento de Pontevedra (España) el 10 de diciembre de 1925,
Nuestra Señora mostró su Corazón a sor Lucía, mientras que a su lado se hallaba
el Niño Jesús. Éste dijo a Lucía: «Ten piedad del Corazón de tu Santa Madre,
que está cubierto de espinas, y que los hombres ingratos le clavan
continuamente sin que nadie realice un acto de reparación para arrancárselas».
Y María añadió: «Observa, hija mía, este Corazón mío rodeado de espinas que los
hombres ingratos le clavan continuamente mediante sus blasfemias e ingratitudes.
Tú, por lo menos, procura consolarme, y diles de mi parte a todos los que, el
primer sábado de cinco meses consecutivos, después de haberse confesado y de
recibir la Sagrada Comunión, recen un rosario y me hagan compañía durante un
cuarto de hora meditando los misterios del rosario a fin de pedirme perdón, que
prometo asistirles en la hora de su muerte, con todas las gracias necesarias
para la salvación de sus almas».
Podríamos preguntarnos cuáles son esos ultrajes que
tanta pena causan al Corazón de Nuestra Señora. Generalmente, son todos los
pecados que ofenden a Dios. Entre ellos hay algunos que ofenden especialmente
al Corazón de nuestra Madre del Cielo: en primer lugar, las blasfemias contra
sus tres grandes privilegios (su Concepción Inmaculada, su Virginidad perpetua
y su Maternidad divina); luego, los ultrajes contra las imágenes que la
representan y, finalmente, el crimen de quienes enseñan a los niños a
despreciar, a burlarse e incluso a odiar a su Madre del Cielo. Sin duda, hay
que contar entre lo que ofende especialmente a su Corazón Inmaculado las faltas
a la virtud de la pureza. A propósito de ello, Jacinta compartirá con sor María
Purificación las palabras recibidas de Nuestra Señora: «Los pecados que más
almas llevan al infierno son los pecados de impureza. Vendrán ciertas modas que
ofenderán mucho a Nuestro Señor. Las personas que sirven a Dios no deben seguir
esas modas». La propia Jacinta, poco antes de morir, decía también a Lucía:
«Permanecerás aún aquí en la tierra para que los hombres puedan saber que el
Señor quiere extender en el mundo la devoción al Corazón Inmaculado de María.
Recuerda a todo el mundo que Dios quiere concedernos sus gracias a través del
Corazón Inmaculado de María, y que hay que pedírselas a ese Corazón Inmaculado«
El Corazón de Jesús quiere que el Corazón Inmaculado de María sea venerado
junto al suyo».
El mensaje de Fátima sigue estando de actualidad.
En pleno tercer milenio, el Papa Juan Pablo II se expresaba del siguiente modo
con motivo de la beatificación de Francisco y de Jacinta: «El mensaje de Fátima
es una llamada a la conversión; apela a la humanidad para que no siga el juego
del dragón, cuya cola arrastra la tercera parte de las
estrellas del cielo y las precipita sobre la tierra (Ap 12, 4). El fin
último del hombre es el Cielo, su verdadera casa, donde el Padre celestial, en
su amor misericordioso, está esperando a todos. Es voluntad de Dios que nadie
se pierda, y por eso envió a la tierra hace dos mil años a su Hijo, para buscar
y salvar lo que estaba perdido (Lc 19, 10). Él nos salvó mediante su muerte en
la cruz. ¡Que nadie convierta en vana esa cruz! Jesús murió y resucitó para
ser el primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29). En su
solicitud maternal, la Santísima Virgen María se presentó aquí, en Fátima, para
pedir a los hombres que «dejaran de ofender a Dios Nuestro Señor, que está ya
muy ofendido». Es el dolor de una madre lo que la obliga a hablar, pues lo que
está en juego es el destino de sus hijos. Por eso les pide a los jóvenes
pastores: «Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores, pues son
muchas las almas que acaban en el infierno porque nadie reza y se sacrifica por
ellas!»» (13 de mayo de 2000).
Ojalá contribuyamos al establecimiento en el mundo
de la devoción al Corazón Inmaculado de María, para conducir a gran número de
almas a la conversión y a un ardiente amor por Jesús y María.
Dom Antoine Marie osb
Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com
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