PRÓLOGO
Al Primer tomo del Libro Jesús de Nazaret
Este libro sobre
Jesús, cuya primera parte se publica ahora, es fruto de un largo camino
interior. En mis tiempos de juventud -años treinta y cuarenta- había toda una
serie de obras fascinantes sobre Jesús: las de Karl Adam, Romano Guardini,
Franz Michel Wiliam, Giovanni Papini, Daniel Rops, por mencionar sólo algunas.
En ellas se presentaba la figura de Jesús a partir de los Evangelios: cómo
vivió en la tierra y cómo -aun siendo verdaderamente hombre- llevó al mismo
tiempo a los hombres a Dios, con el cual era uno en cuanto Hijo. Así, Dios se
hizo visible a través del hombre Jesús y, desde Dios, se pudo ver la imagen del
auténtico hombre. En los años cincuenta comenzó a cambiarla situación. La
grieta entre el "Jesús histórico" y el "Cristo de la fe" se
hizo cada vez más profunda; a ojos vistas se alejaban uno de otro. Pero, ¿qué
puede significar la fe en Jesús el Cristo, en Jesús Hijo del Dios vivo, si
resulta que el hombre Jesús era tan diferente de como lo presentan los
evangelistas y como, partiendo de los Evangelios, lo anuncia la Iglesia?
Los avances de la
investigación histórico-crítica llevaron a distinciones cada vez más sutiles
entre los diversos estratos de la tradición. Detrás de éstos la figura de
Jesús, en la que se basa la fe, era cada vez más nebulosa, iba perdiendo su
perfil. Al mismo tiempo, las reconstrucciones de este Jesús, que había que
buscar a partir de las tradiciones de los evangelistas y sus fuentes, se
hicieron cada vez más contrastantes: desde el revolucionario antirromano que
luchaba por derrocar a los poderes establecidos y, naturalmente, fracasa, hasta
el moralista benigno que todo lo aprueba y que, incomprensiblemente, termina
por causar su propia ruina. Quien lee una tras otra algunas de estas
reconstrucciones puede comprobar enseguida que son más una fotografía de sus
autores y de sus propios ideales que un poner al descubierto un icono que se
había desdibujado. Por eso ha ido aumentando entretanto la desconfianza ante
estas imágenes de Jesús; pero también la figura misma de Jesús se ha alejado
todavía más de nosotros.
Como resultado común
de todas estas tentativas, ha quedado la impresión de que, en cualquier caso,
sabemos pocas cosas ciertas sobre Jesús, y que ha sido sólo la fe en su
divinidad la que ha plasmado posteriormente su imagen. Entretanto, esta
impresión ha calado hondamente en la conciencia general de la cristiandad.
Semejante situación es dramática para la fe, pues deja incierto su auténtico
punto de referencia: la íntima amistad con Jesús, de la que todo depende, corre
el riesgo de moverse en el vacío.
El exegeta católico
de habla alemana quizás más importante de la segunda mitad del siglo XX, Rudolf
Schnackenburg, percibió en sus últimos años, fuertemente impresionado, el
peligro que de esta situación se derivaba para la fe y, ante lo poco adecuadas
que eran todas las imágenes "históricas" de Jesús elaboradas mientras
tanto por la exégesis, se embarcó en su última gran obra: Die Person Jesu
Christ im Spiegel der vier Evangelien [La persona de Jesucristo reflejada en
los cuatro Evangelios]. El libro se pone al servicio de los creyentes "a los
que hoy la investigación científica... hace sentirse inseguros, para que
conserven su fe en la persona de Jesucristo como redentor y salvador del
mundo" (p. 6). Al final del libro, tras toda una vida de investigación,
Schnackenburg llega a la conclusión "de que mediante los esfuerzos de la
investigación con métodos histórico-críticos no se logra, o se logra de modo
insuficiente, una visión fiable de la figura histórica de Jesús de
Nazaret" (p. 348); "el esfuerzo de la investigación exegética... por identificar
estas tradiciones y llevarlas a lo históricamente digno de crédito... nos
somete a una discusión continua de la historia de las tradiciones y de la
redacciones que nunca se acaba" (p. 349).
Las exigencias del
método, que él considera a la vez necesario e insuficiente, hacen que en su
representación de la figura de Jesús haya una cierta discrepancia:
Schnackenburg nos muestra la imagen del Cristo de los Evangelios, pero la
considera formada por distintas capas de tradición superpuestas, a través de
las cuales sólo se puede divisar de lejos al "verdadero" Jesús.
"Se presupone el fundamento histórico, pero éste queda rebasado en la
visión de fe de los Evangelios", escribe (p. 353). Nadie duda de ello,
pero no queda claro hasta dónde llega el "fundamento histórico". Sin
embargo, Schnackenburg ha dejado claro como dato verdaderamente histórico el
punto decisivo: el ser de Jesús relativo a Dios y su unión con El (p. 353).
"Sin su enraizamiento en Dios, la persona de Jesús resulta vaga, irreal e
inexplicable" (p. 354). Este es también el punto de apoyo sobre el que se
basa mi libro: considera a Jesús a partir de su comunión con el Padre. Este es
el verdadero centro de su personalidad. Sin esta comunión no se puede entender
nada y partiendo de ella El se nos hace presente también hoy.
Naturalmente, en la
descripción concreta de la figura de Jesús he tratado con decisión de ir más
allá de Schnackenburg. El elemento problemático de su definición de la relación
entre las tradiciones y la historia realmente acontecida se encuentra
claramente, a mi modo de ver, en la frase: Los Evangelios "quieren, por
así decirlo, revestir de carne al misterioso hijo de Dios aparecido sobre la
tierra..." (p. 354). Quisiera decir al respecto: no necesitaban
"revestirle" de carne, El se había hecho carne realmente. Pero, ¿se
puede encontrar esta carne a través de la espesura de las tradiciones?
En el prólogo de su libro, Schnackenburg nos
dice que se siente vinculado al método histórico-crítico, al que la encíclica
Divino afflante Spiritu en 1943 había abierto las puertas para ser utilizado en
la teología católica (p. 5). Esta Encíclica fue verdaderamente un hito
importante para la exégesis católica. No obstante, el debate sobre los métodos
ha dado nuevos pasos desde entonces, tanto dentro de la Iglesia católica como
fuera de ella; se han desarrollado nuevas y esenciales visiones metodológicas,
tanto en lo que concierne al trabajo rigurosamente histórico, como a la
colaboración entre teología y método histórico en la interpretación de la Sagrada
Escritura. Un paso decisivo lo dio la Constitución conciliar Dei Verbum, sobre
la divina revelación. También aportan importantes perspectivas, maduradas en el
ámbito de la afanosa investigación exegética, dos documentos de la Pontificia
Comisión Bíblica: La interpretación de la Biblia en la Iglesia (Ciudad del
Vaticano, 1993) y El pueblo judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia
cristiana (ibid., 2001).
Me gustaría
mencionar, al menos a grandes rasgos, las orientaciones metodológicas
resultantes de estos documentos que me han guiado en la elaboración de este
libro. Hay que decir, ante todo, que el método histórico -precisamente por la
naturaleza intrínseca de la teología y de la fe- es y sigue siendo una
dimensión del trabajo exegético a la que no se puede renunciar. En efecto, para
la fe bíblica es fundamental referirse a hechos históricos reales. Ella no
cuenta leyendas como símbolos de verdades que van más allá de la historia, sino
que se basa en la historia ocurrida sobre la faz de esta tierra. El factum
historicum no es para ella una clave simbólica que se puede sustituir, sino un
fundamento constitutivo;et incarnatus est: con estas palabras profesamos la
entrada efectiva de Dios en la historia real.
Si dejamos de lado
esta historia, la fe cristiana como tal queda eliminada y transformada en otra
religión. Así pues, si la historia, lo fáctico, forma parte esencial de la fe
cristiana en este sentido, ésta debe afrontar el método histórico. La fe misma
lo exige. La Constitución conciliar sobre la divina revelación, antes
mencionada, lo afirma claramente en el número 12, indicando también los
elementos metodológicos concretos que se han de tener presentes en la
interpretación de las Escrituras. Mucho más detallado es el documento de la
Pontificia Comisión Bíblica sobre la interpretación de la Sagrada Escritura en
la Iglesia, en el capítulo "Métodos y criterios para la
interpretación".
El método
histórico-crítico -repetimos- sigue siendo indispensable a partir de la
estructura de la fe cristiana. No obstante, hemos de añadir dos
consideraciones: se trata de una de las dimensiones fundamentales de la
exégesis, pero no agota el cometido de la interpretación para quien ve en los
textos bíblicos la única Sagrada Escritura y la cree inspirada por Dios.
Volveremos sobre ello con más detalle. Por ahora, como segunda consideración,
es importante que se reconozcan los límites del método histórico-crítico mismo.
Para quien se siente hoy interpelado por la Biblia, el primer límite consiste
en que, por su naturaleza, debe dejar la palabra en el pasado. En cuanto método
histórico, busca los diversos hechos desde el contexto del tiempo en que se
formaron los textos. Intenta conocer y entender con la mayor exactitud posible
el pasado -tal como era en sí mismo- para descubrir así lo que el autor quiso y
pudo decir en ese momento, considerando el contexto de su pensamiento y los
acontecimientos de entonces. En la medida en que el método histórico es fiel a
sí mismo, no sólo debe estudiarla palabra como algo que pertenece al pasado,
sino dejarla además en el pasado. Puede vislumbrar puntos de contacto con el
presente, semejanzas con la actualidad; puede intentar encontrar aplicaciones
para el presente, pero no puede hacerla actual, "de hoy", porque ello
sobrepasaría lo que le es propio. Efectivamente, en la precisión de la
explicación de lo que pasó reside tanto su fuerza como su limitación.
Con esto se
relaciona otro elemento. Como método histórico, presupone la uniformidad del
contexto en el que se insertan los acontecimientos de la historia y, por tanto,
debe tratar las palabras ante las que se encuentra como palabras humanas. Si
reflexiona cuidadosamente puede entrever quizás el "valor añadido"
que encierra la palabra; percibir, por así decirlo, una dimensión más alta e
iniciar así el autotrascenderse del método, pero su objeto propio es la palabra
humana en cuanto humana.
Finalmente, considera cada uno de los libros
de la Escritura en su momento histórico y luego los subdivide ulteriormente
según sus fuentes, pero la unidad de todos estos escritos como
"Biblia" no le resulta como un dato histórico inmediato.
Naturalmente, puede observar las líneas de desarrollo, el crecimiento de las
tradiciones y percibir de ese modo, más allá de cada uno de los libros, el
proceso hacia una única "Escritura". Pero el método histórico deberá
primero remontarse necesariamente al origen de los diversos textos y, en ese
sentido, colocarlos antes en su pasado, para luego completar este camino hacia
atrás con un movimiento hacia adelante, siguiendo la formación de las unidades
textuales a través del tiempo. Por último, todo intento de conocer el pasado
debe ser consciente de que no puede superar el nivel de hipótesis, ya que no
podemos recuperar el pasado en el presente. Ciertamente, hay hipótesis con un
alto grado de probabilidad, pero en general hemos de ser conscientes del límite
de nuestras certezas. También la historia de la exégesis moderna pone
precisamente de manifiesto dichos límites.
Con todo esto se ha
señalado, por un lado, la importancia del método histórico-crítico y, por otro,
se han descrito también sus limitaciones. Junto a estos límites se ha visto
-así lo espero- que el método, por su propia naturaleza, remite a algo que lo
supera y lleva en sí una apertura intrínseca a métodos complementarios. En la
palabra pasada se puede percibir la pregunta sobre su hoy; en la palabra humana
resuena algo más grande; los diversos textos bíblicos remiten de algún modo al
proceso vital de la única Escritura que se verifica en ellos.
Precisamente a partir
de esta última observación se ha desarrollado hace unos treinta años en América
el proyecto de la "exégesis canónica", que se propone leer los
diversos textos bíblicos en el conjunto de la única Escritura, haciéndolos ver
así bajo una nueva luz. La Constitución sobre la divina revelación del Concilio
Vaticano II había destacado claramente este aspecto como un principio
fundamental de la exégesis teológica: quien quiera entender la Escritura en el
espíritu en que ha sido escrita debe considerar el contenido y la unidad de
toda ella. El Concilio añade que se han de tener muy en cuenta también la
Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe, las correlaciones
internas de la fe (cf. Dei Verbum, 12).
Detengámonos en
primer lugar en la unidad de la Escritura. Es un dato teológico, pero que no se
aplica simplemente desde fuera a un conjunto de escritos en sí mismos
heterogéneos. La exégesis moderna ha mostrado que las palabras transmitidas en
la Biblia se convierten en Escritura a través de un proceso de relecturas cada
vez nuevas: los textos antiguos se retoman en una situación nueva, leídos y
entendidos de manera nueva. En la relectura, en la lectura progresiva, mediante
correcciones, profundizaciones y ampliaciones tácitas, la formación de la Escritura
se configura como un proceso de la palabra que abre poco a poco sus
potencialidades interiores, que de algún modo estaban ya como semillas y que
sólo se abren ante el desafío de situaciones nuevas, nuevas experiencias y
nuevos sufrimientos.
Quien observa este proceso -sin duda no
lineal, a menudo dramático pero siempre en marcha- a partir de Jesucristo,
puede reconocer que en su conjunto sigue una dirección, que el Antiguo y el
Nuevo Testamento están íntimamente relacionados entre sí Ciertamente, la hermenéutica
cristológica, que ve en Cristo Jesús la clave de todo el conjunto y, a partir
de Él, aprende a entenderla Biblia como unidad, presupone una decisión de fe y
no puede surgir del mero método histórico. Pero esta decisión de fe tiene su
razón -una razón histórica- y permite ver la unidad interna de la Escritura y
entender de un modo nuevo los diversos tramos de su camino sin quitarles su
originalidad histórica.
La "exégesis
canónica" -la lectura de los diversos textos de la Biblia en el marco de
su totalidad- es una dimensión esencial de la interpretación que no se opone al
método histórico-crítico, sino que lo desarrolla de un modo orgánico y lo
convierte en verdadera teología.
Me gustaría destacar
otros dos aspectos de la exégesis teológica. La interpretación
histórico-crítica del texto trata de averiguar el sentido original exacto de
las palabras, tal como se las entendía en su lugar y en su momento. Esto es
bueno e importante. Pero -prescindiendo de la certeza sólo relativa de tales
reconstrucciones- se ha de tener presente que toda palabra humana de cierto
peso encierra en sí un relieve mayor de lo que el autor, en su momento, podía
ser consciente. Este valor añadido intrínseco de la palabra, que trasciende su
instante histórico, resulta más válido todavía para las palabras que han
madurado en el proceso de la historia de la fe. Con ellas, el autor no habla
simplemente por sí mismo y para sí mismo. Habla a partir de una historia común
en la que está inmerso y en la cual están ya silenciosamente presentes las
posibilidades de su futuro, de su camino posterior. El proceso de seguir
leyendo y desarrollando las palabras no habría sido posible si en las palabras
mismas no hubieran estado ya presentes esas aperturas intrínsecas. En este
punto podemos intuir también desde una perspectiva histórica, por así decirlo,
lo que significa inspiración: el autor no habla como un sujeto privado,
encerrado en sí mismo. Habla en una comunidad viva y por tanto en un movimiento
histórico vivo que ni él ni la colectividad han construido, sino en el que
actúa una fuerza directriz superior. Existen dimensiones de la palabra que la
antigua doctrina de los cuatro sentidos de la Escritura ha explicado de manera
apropiada en lo esencial. Los cuatro sentidos de la Escritura no son significados
individuales independientes que se superponen, sino precisamente dimensiones de
la palabra única, que va más allá del momento.
Con esto se alude ya
al segundo aspecto del que quisiera hablar. Los distintos libros de la Sagrada
Escritura, como ésta en su conjunto, no son simple literatura. La Escritura ha
surgido en y del sujeto vivo del pueblo de Dios en camino y vive en él. Se
podría decir que los libros de la Escritura remiten a tres sujetos que
interactúan entre sí. En primer lugar al autor o grupo de autores a los que
debemos un libro de la Escritura. Pero estos autores no son escritores
autónomos en el sentido moderno del término, sino que forman parte del sujeto
común "pueblo de Dios": hablan a partir de él y a él se dirigen, hasta
el punto de que el pueblo es el verdadero y más profundo "autor" de
las Escrituras. Y, aún más: este pueblo no es autosuficiente, sino que se sabe
guiado y llamado por Dios mismo que, en el fondo, es quien habla a través de
los hombres y su humanidad.
La relación con el
sujeto "pueblo de Dios" es vital para la Escritura. Por un lado, este
libro -la Escritura-es la pauta que viene de Dios y la fuerza que indica el
camino al pueblo, pero por otro, vive sólo en ese pueblo, el cual se trasciende
a sí mismo en la Escritura, y así -en la profundidad definitiva en virtud de la
Palabra hecha carne se convierte precisamente en pueblo de Dios. El pueblo de
Dios -la Iglesia- es el sujeto vivo de la Escritura; en él, las palabras de la
Biblia son siempre una presencia. Naturalmente, esto exige que este pueblo
reciba de Dios su propio ser, en último término, del Cristo hecho carne, y se
deje ordenar, conducir y guiar por El.
Creo que debía al
lector estas indicaciones metodológicas porque determinan el camino seguido en
mi interpretación de la figura de Jesús en el Nuevo Testamento (puede verse lo
que he escrito a este respecto al introducir la bibliografía). Para mi
presentación de Jesús esto significa, sobre todo, que confío en los Evangelios.
Naturalmente, doy por descontado todo lo que el Concilio y la exégesis moderna
dicen sobre los géneros literarios, sobre la intencionalidad de las
afirmaciones, el contexto comunitario de los Evangelios y su modo de hablar en
este contexto vivo. Aun aceptando todo esto, en cuanto me era posible, he
intentado presentar al Jesús de los Evangelios como el Jesús real, como el
"Jesús histórico" en sentido propio y verdadero. Estoy convencido, y
confío en que el lector también pueda verlo, de que esta figura resulta más
lógica y, desde el punto de vista histórico, también más comprensible que las
reconstrucciones que hemos conocido en las últimas décadas. Pienso que
precisamente este Jesús -el de los Evangelios- es una figura históricamente
sensata y convincente.
Sólo si ocurrió algo
realmente extraordinario, si la figura y las palabras de Jesús superaban
radicalmente todas las esperanzas y expectativas de la época, se explica su
crucifixión y su eficacia. Apenas veinte años después de la muerte de Jesús
encontramos en el gran himno a Cristo de la Carta a los Filipenses (cf. Flp 2,
6-11) una cristología de Jesús totalmente desarrollada, en la que se dice que
Jesús era igual a Dios, pero que se despojó de su rango, se hizo hombre, se
humilló hasta la muerte en la cruz, y que a Él corresponde ser honrado por el
cosmos, la adoración que Dios había anunciado en el profeta Isaías (cf. Is 45,
23) y que sólo El merece. La investigación crítica se plantea con razón la
pregunta: ¿ Qué ha ocurrido en esos veinte años desde la crucifixión de Jesús?
¿Cómo se llegó a esta cristología? En realidad, el hecho de que se formaran
comunidades anónimas, cuyos representantes se intenta descubrir, no explica
nada. ¿Cómo colectividades desconocidas pudieron ser tan creativas,
convincentes y, así, imponerse? ¿No es más lógico, también desde el punto de
vista histórico, pensar que su grandeza resida en su origen, y que la figura de
Jesús haya hecho saltar en la práctica todas las categorías disponibles y sólo
se la haya podido entender a partir del misterio de Dios? Naturalmente, creer
que precisamente como hombre El era Dios, y que dio a conocer esto veladamente
en las parábolas, pero cada vez de manera más inequívoca, es algo que supera
las posibilidades del método histórico. Por el contrario, si a la luz de esta
convicción de fe se leen los textos con el método histórico y con su apertura a
lo que lo sobrepasa, éstos se abren de par en par para manifestar un camino y
una figura dignos de fe. Así queda también clara la compleja búsqueda que hay
en los escritos del Nuevo Testamento en torno a la figura de Jesús y, no
obstante todas las diversidades, la profunda cohesión de estos escritos.
Es obvio que con
esta visión de la figura de Jesús voy más allá de lo que dice, por ejemplo,
Schnackenburg, en representación de un amplio sector de la exégesis
contemporánea. No obstante, confío en que el lector comprenda que este libro no
está escrito en contra de la exégesis moderna, sino con sumo agradecimiento por
lo mucho que nos ha aportado y nos aporta. Nos ha proporcionado una gran cantidad
de material y conocimientos a través de los cuales la figura de Jesús se nos
puede hacer presente con una vivacidad y profundidad que hace unas décadas no
podíamos ni siquiera imaginar. Yo sólo he intentado, más allá de la
interpretación meramente histórico-crítica, aplicar los nuevos criterios
metodológicos, que nos permiten hacer una interpretación propiamente teológica
de la Biblia, que exigen la fe, sin por ello querer ni poder en modo alguno
renunciar a la seriedad histórica. Sin duda, no necesito decir expresamente que
este libro no es en modo alguno un acto magisterial, sino únicamente expresión
de mi búsqueda personal "del rostro del Señor" (cf. Sal 27, 8). Por
eso, cualquiera es libre de contradecirme. Pido sólo a los lectores y lectoras
esa benevolencia inicial, sin la cual no hay comprensión posible.
Como he dicho al
comienzo de este prólogo, el camino interior que me ha llevado a este libro ha
sido largo. Pude trabajar en él durante las vacaciones del verano de 2003. En
agosto de 2004 tomaron su forma definitiva los capítulos 14. Tras mi elección
para ocupar la sede episcopal de Roma, he aprovechado todos los momentos libres
para avanzar en la obra. Dado que no sé hasta cuándo dispondré de tiempo y
fuerzas, he decidido publicar esta primera parte con los diez primeros
capítulos, que abarcan desde el bautismo en el Jordán hasta la confesión de
Pedro y la transfiguración. Con la segunda parte espero poder ofrecer también
el capítulo sobre los relatos de la infancia, que he aplazado por ahora porque
me parecía urgente presentar sobre todo la figura y el mensaje de Jesús en su
vida pública, con el fin de favorecer en el lector un crecimiento de su
relación viva con El.
Roma, fiesta de San
Jerónimo, 30 de septiembre de 2006. Joseph Ratzinger Benedicto XVI
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