S. S. PÍO XII
Carta Apostólica del
16 de enero de 1946
EXULTA, LUSITANIA FELIX
por la que declara a
EXULTA, LUSITANIA FELIX
por la que declara a
San Antonio de Padua
Doctor de la Iglesia
Doctor de la Iglesia
Exulta, feliz Lusitania, salta de
júbilo, Padua feliz, pues engendrasteis para la tierra y para el cielo a un
varón, que bien puede compararse con un astro rutilante, ya que brillando, no
sólo por la santidad de su vida y gloriosa fama de sus milagros, sino también
por el esplendor que por todas partes derrama su celestial doctrina, alumbró, y
aún sigue alumbrando, al mundo entero con una luz fulgentísima.
Nacido en Lisboa, ciudad
principal de Lusitania, de padres cristianos e ilustres por su alcurnia, muchas
e indudables señales dieron a entender, ya casi desde la aurora de su vida, que
Dios todopoderoso había sembrado en su corazón abundantes semillas de inocencia
y sabiduría. Era un adolescente cuando vistió el hábito humilde de los
Canónigos Regulares de San Agustín, entre los cuales durante once años se
esforzó, con la mayor diligencia, por enriquecer su alma con las virtudes
religiosas y colmar su espíritu con los tesoros de las doctrinas celestiales.
Elevado, después, a la dignidad sacerdotal por gracia divina, suspiraba por un
modo de vida más perfecto, cuando los cinco compañeros Protomártires
Franciscanos tiñeron con su sangre, en las santas misiones de Marruecos, los
rojos amaneceres de la Orden Seráfica. Antonio, lleno de alegría por el triunfo
tan glorioso de la fe cristiana, se inflamó de vivísimos deseos del martirio y
se embarcó lleno de gozo rumbo a Marruecos, alcanzando felizmente las lejanas
playas africanas.
Poco después, afectado de una
grave enfermedad, se vio forzado a reembarcar de vuelta a su patria. La
fortísima tempestad, que embraveció el mar y sacudió la nave por uno y otro
lado con la fuerza del viento y las olas desatadas, lo lanzó finalmente, por
voluntad de Dios, a las costas de Italia. Allí era un desconocido para todos y
él mismo a nadie conocía, por lo que pensó encaminar sus pasos a la ciudad de
Asís, donde entonces se iban a reunir muchos frailes y maestros de su Orden.
Llegado allí tuvo la dicha de conocer al Padre san Francisco, cuya dulce
presencia le colmó el alma de tanta suavidad que lo enardeció con el soplo
ardentísimo del espíritu seráfico.
Al extenderse por todas partes la
fama de la sabiduría celestial de Antonio y conocedor de ella el Seráfico
Patriarca, quiso encomendarle el cargo de enseñar a los frailes, con aquellas
palabras suavísimas que le escribió: «Fray Francisco a Fray Antonio, mi obispo:
salud. Me agrada que enseñes sagrada teología a los frailes, con tal que, en su
estudio, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se contiene en la
Regla». Antonio cumplió fielmente el oficio de su magisterio, siendo
constituido como el primer Lector de la Orden. Enseñó en la ciudad de Bolonia,
que era entonces sede principal de estudios; después enseñó en Toulouse y, por
último, en Montpellier, ambas ciudades famosísimas por sus estudios. Antonio
enseñó a los frailes y cosechó frutos abundantes sin menoscabar el espíritu de
oración, como el Seráfico Patriarca le había encomendado, antes bien el Santo
de Padua instruyó a sus alumnos no sólo con el magisterio de la palabra sino
también con el ejemplo de su vida santísima, cultivando y defendiendo el
cándido lirio de la pureza.
Dios le manifestó con frecuencia
cuánto era estimado por el Cordero inmaculado, Jesucristo. Muchas veces,
estando Antonio en su celda silenciosa dedicado a la oración, levantados
dulcemente los ojos y el corazón al cielo, de repente se le aparecía el mismo
Jesús, como niño pequeño, envuelto en una luz de radiantes fulgores, y
echándose al cuello del joven franciscano le abrazaba y colmaba de tiernas
caricias infantiles al Santo que, extasiado y convertido de hombre en ángel,
«se apacentaba entre lirios» (Cant 2,16) en compañía de los ángeles y del
Cordero.
Los autores contemporáneos del
Santo ponderan unánimemente, y con ellos los más recientes, la luz abundante
que san Antonio difundió por todas partes, tanto por la actividad docente
cuanto por la predicación de la palabra de Dios, y alaban su sabiduría con
grandes elogios y ensalzan la virtud de su elocuencia. Quienquiera que lea con
atención los "Sermones" hallará un Antonio exégeta peritísimo en las
Sagradas Escrituras y un teólogo eximio al analizar las verdades dogmáticas, un
doctor y maestro insigne en el modo de tratar las doctrinas ascéticas y
místicas. Todas estas cosas pueden servir de no pequeño auxilio, sobre todo a
los predicadores del Evangelio, si las consideran como tesoro del arte divino
de la elocuencia, pues forman una especie de reserva abundantísima de la que
especialmente los oradores sagrados pueden extraer, sin agotarla, argumentos
vigorosos para defender la verdad, impugnar los errores, refutar las herejías y
hacer retornar al camino recto los corazones de los hombres extraviados.
Como Antonio se sirvió, con
frecuencia, de los textos y sentencias tomadas del Evangelio, con toda justicia
y derecho merece ser llamado "Doctor evangélico". Efectivamente, de
sus escritos no pocos Doctores, Teólogos y Predicadores de la palabra de Dios
bebieron, como de una fuente perenne de agua viva, y ampliamente beben aún hoy,
precisamente porque consideran a Antonio un maestro y le tienen por Doctor de
la Santa Madre Iglesia. Los mismos Romanos Pontífices son los primeros que se
han adelantado al pronunciar tal juicio y con su propio ejemplo. En efecto,
Sixto IV en su Carta Apostólica Immensa,
de 12 de marzo de 1472, escribe: «El Bienaventurado Antonio de Padua, como
estrella en lo alto del firmamento, difundió el fulgor de su luz
esplendidísima, pues él es quien ilustró, adornó y consolidó nuestra fe
ortodoxa y la Iglesia católica con las extensísimas prerrogativas de sus
méritos y virtudes, con su profunda sabiduría y doctrina de las cosas divinas,
y su predicación fervorosísima». Igualmente, Sixto V, en su Carta Apostólica
sellada con su sello de plomo el 14 de enero de 1586, escribió: «El bienaventurado
Antonio de Lisboa fue un varón de eximia santidad..., e imbuido, además, de la
sabiduría divina».
Y nuestro inmediato Predecesor,
el Papa Pío XI, de feliz memoria, en su Epístola Apostólica Antoniana sollemnia publicada el 1 de marzo de 1931 con
ocasión del séptimo centenario de la muerte dichosa del bienaventurado Antonio,
dirigida al Excmo. P. Elías dalla Costa, Obispo entonces de Padua y en la
actualidad Cardenal Arzobispo de Florencia, celebraba la sabiduría divina de la
que tan abundantemente estuvo adornado este gran apóstol franciscano y con la
cual se dedicó a restaurar la santidad e integridad del Evangelio. De dicha
Epístola de nuestro Predecesor reproducimos estas valiosísimas palabras: «El
taumaturgo de Padua llenó de luz con su sabiduría cristiana e impregnó con el
suave perfume de sus virtudes la turbulenta sociedad de su tiempo,
completamente infectada por sus costumbres envilecidas... Sobre todo en Italia
se hizo famoso el vigor de sus tareas apostólicas, pues aquí llevó adelante tan
abrumadoras fatigas. Pero también en muchas provincias de Francia, porque
Antonio sin hacer distinción alguna de nación o linaje abarcaba a todos con su
dedicación activa, a los portugueses, paisanos suyos, a los africanos,
italianos, franceses, a cuantos percibía que estaban necesitados de la verdad
católica. En cuanto a los herejes, Albigenses, Cátaros y Patarenos, que
pululaban casi por todas partes e intentaban entonces apagar la luz de la
verdadera fe en los corazones de los fieles creyentes, con tanto esfuerzo y
éxito los combatió que mereció ser llamado "martillo de los
herejes"».
No podemos omitir aquí, por la
magnitud de su peso y su importancia, el grandioso elogio que tributó al Santo
de Padua el Papa Gregorio IX después de oír predicar a Antonio y comprobar su
admirable comportamiento vital, llamándole "Arca del Testamento" y
"Archivo de las Sagradas Escrituras". Es igualmente digno de ser
recordado que en el mismo día 30 de mayo de 1232, en el que el taumaturgo
paduano fue inscrito en el catálogo de los Santos, casi once meses después de
su dichosa muerte, al final del solemne rito pontifical de su Canonización, el
mismo Papa Gregorio entonó con su propia voz la antífona propia de los Doctores
de la Iglesia: «¡O Doctor
optime, Ecclesiae Sanctae lumen, beate Antoni, divinae legis amator, deprecare
pro nobis Filium Dei!» («¡Oh,
Doctor excelente, luz de la Iglesia Santa, bienaventurado Antonio, amador de la
ley divina, ruega por nosotros al Hijo de Dios!»). De ahí resultó que desde los
primeros tiempos se comenzara a tributar el culto propio de la liturgia de los
Santos Doctores de la Iglesia al bienaventurado Antonio, incluyendo, en su
honor, la misa de los Doctores en el Misal "según la costumbre de la Curia
Romana". Esta Misa, aun después de la corrección del Calendario ordenada
por el Papa Pío V en 1570, nunca ha cesado de celebrarse hasta nuestros días en
el seno de las distintas Familias Franciscanas y entre ambos cleros de las
Diócesis de Padua, de Portugal y de Brasil.
Como consecuencia de todo lo que
llevamos enumerado, poco después de haber proclamado los honores de Antonio
entre los santos del cielo, comenzaron a pintar y esculpir imágenes y a
proponerlas a la veneración de la piedad de los fieles cristianos en las que
aparece figurado el gran apóstol franciscano con un libro abierto en una de las
manos, o cerca, símbolo de su sabiduría y doctrina, y en la otra una llama,
símbolo del ardor de su fe. Nada tiene, por tanto, de extraño que muchos, y no
sólo de la Orden Seráfica, que ya en sus Capítulos generales muchas veces
manifestó sus deseos, sino también muchas personas ilustres de toda clase y
condición no hayan dudado en manifestar estos vivos anhelos, de que fuera
confirmado y extendido a la Iglesia universal, el culto de Doctor tributado
secularmente al Santo Taumaturgo de Padua.
Tales deseos, intensificados en
grado sumo con motivo del séptimo centenario de la muerte y canonización del
bienaventurado Antonio, la Orden de los Frailes Menores los reiteró con
peticiones y súplicas ardientes, primero a nuestro Predecesor, de feliz
memoria, Pío XI, y después a Nosotros mismos, para que tuviéramos a bien
colocar oficialmente a Antonio en el número de los Santos Doctores de la
Iglesia. Como, además, tales deseos habían sido avalados y aumentados por las
peticiones y súplicas de los Padres Cardenales de la Santa Iglesia Romana y de
muchísimos Arzobispos, Obispos y Prelados de las Ordenes y Congregaciones
Religiosas y de otras muchas ilustres personas, tanto del clero como del pueblo
fiel y de las Universidades, Institutos y Asociaciones, Nos juzgamos oportuno
encargar a la Sagrada Congregación Romana de Ritos el examen de un asunto de
tanta importancia, para conocer su voto.
Esta Sagrada Congregación,
obedeciendo nuestro mandato con la diligencia que le caracteriza, eligió un
grupo de personas adecuadas para examinar cuidadosamente el caso. Una vez
solicitados de la Comisión, obtenidos por separado, y a continuación dados a
conocer por la imprenta, sus votos y pareceres, sólo faltaba interrogar a los
miembros que presiden la Sagrada Congregación si juzgaban que podía procederse
a la declaración de san Antonio de Padua como Doctor de la Iglesia Universal,
una vez cumplidos los tres requisitos que desde el Papa Benedicto XIV,
Predecesor nuestro de feliz memoria, suelen exigirse: insigne santidad de vida,
doctrina celestial eminente, y la declaración del Sumo Pontífice. En la sesión
Ordinaria celebrada en el Vaticano el día 12 de junio de 1945, los
Eminentísimos Señores Cardenales, encargados de la Sagrada Congregación de
Ritos, dieron su consentimiento una vez hecha la debida relación de la causa
por nuestro amado hijo Rafael Carlos, Cardenal Presbítero de la Santa Romana
Iglesia, Secretario de la Sagrada Congregación Consistorial y relator de esta causa,
oído también el parecer de nuestro amado hijo Salvador Natucci, Promotor
general de la Fe.
Estando así las cosas, Nos,
secundando gustosamente los anhelos y peticiones de la Orden Franciscana y de
los demás solicitantes antes citados, a tenor de las presentes Letras, con
nuestro conocimiento cierto y madura deliberación y la plena potestad
apostólica, constituimos y declaramos a san Antonio de Padua, Confesor, Doctor
de la Iglesia Universal, sin que haya obstáculo ninguno en las Constituciones y
Ordenaciones Apostólicas y otros restantes documentos que pudieran aducirse en
su contra. Estas disposiciones establecemos y promulgamos, decretando que las
presentes Letras permanezcan siempre firmes, válidas y eficaces, que alcancen y
surtan sus efectos plenos y enteros y así han de ser juzgadas y definidas
legítimamente; y que desde ahora resulte invalidado y nulo todo lo que de
alguna manera pudiera atentar, a sabiendas o por ignorancia, de parte de
quienquiera o de cualquier autoridad, contra tales disposiciones.
Dada en Roma, en San Pedro, bajo
el anillo del Pescador, el día 16 de Enero, fiesta de los Protomártires
Franciscanos, del año 1946, séptimo de nuestro Pontificado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario