Reflexión
de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, en el programa "Claves
para un Mundo Mejor" (4 de junio de 2016)
Hoy
quiero hablarles sobre el ordenamiento litúrgico de la Iglesia. Ha terminado el
Tiempo Pascual, ha seguido la solemnidad de la Santísima Trinidad, la Fiesta
del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo y ahora se retoma lo que se llama
Tiempo Ordinario o Tiempo durante el año. Esta nomenclatura es un poco extraña,
y puede inducir a confusiones porque de ordinario no tiene nada este tiempo. El
tiempo no es ordinario porque para un cristiano el tiempo es siempre sagrado y
especialmente si de liturgia se habla, por ejemplo cuando nos referimos a la
misa dominical.
Hoy
día existe este peligro: lo sagrado no es comprendido como tal y hay una
especie de confusión entre lo sagrado y lo que no lo es. Para la fenomenología
de la religión la cosa es bien clara y en todas las religiones, aún las más
antiguas y primitivas, lo sagrado es lo separado, lo distinto, aquello que se
reserva a Dios. El tiempo, por ejemplo, que se reserva para el culto a Dios, el
lugar sagrado que se reserva a Dios y al culto de Dios, y también las personas
que se consagran a Dios o bien que participan del culto de Dios y por tanto, en
esa situación, están de un modo diverso a cómo están todos los días en la calle
o en su casa.
A
veces la celebración litúrgica, queriendo acomodarse a las costumbres de la
época pierde su sentido propiamente de sagrado. Tiene que ser distinta, tiene
que ser algo diverso y sobre eso hay una gran tradición de la Iglesia, el
Concilio Vaticano II la ha confirmado, y es que la liturgia está consagrada a
Dios y es un tiempo especial.
Pensemos
en el domingo y vemos que se ha perdido en gran medida el sentido del domingo
como día consagrado a Dios no sólo por la misa sino por el conjunto de las
cosas que uno piensa, hace y dice ese día. Pero subrayo esto, algo que hoy día
hay mucha reticencia a aceptar: lo sagrado es lo distinto, es lo diverso, como
dije anteriormente. Y también, de algún modo, podemos decir que el cristiano,
en cuanto consagrado por el Bautismo, es distinto, es diverso aún en sus
costumbres, en su manera de vivir. ¿Por qué tenemos nosotros que imitar lo que
hacen todos? No es todo igual.
Con
frecuencia cuando hablo con los jóvenes, chicos y chicas, se asombran un poco
cuando les digo, miren: la gran aventura de la vida cristiana consiste en que
no tenemos que tener miedo ni vergüenza de ser distintos. No mejores ni peores,
sino distintos porque nosotros seguimos el Evangelio de Jesús, estamos en
comunión con Dios y no tenemos porqué imitar lo que hacen todos. Existe una
tendencia en la cultura contemporánea a achatar todo, a aplanar todo y a que
todo es igual; pero no todo es igual. El domingo es un día especial, es
distinto del resto de la semana.
Fíjense
en un detalle, si ustedes quieren: ¿cómo voy vestido yo a misa el domingo? No
digo que tengo que emperifollarme para ir a misa pero yo veo en los veranos que
un señor que suele ser elegante para trabajar, que suele usar saco y corbata,
va a misa de bermudas y ojotas. ¿Se da cuenta lo que está haciendo y adónde va?
Cuando era chico había en las parroquias y en las iglesias un cartel que decía:
“Prohibido entrar al templo con manga corta y sin mantilla”. De los señores no
decía nada porque a nadie se le ocurría sino ir de saco y corbata. Por favor,
no estoy diciendo que ahora hay que hacer lo mismo, pero una cosa es la ojota y
la bermuda y otra cosa es el saco y la corbata. Ni tanto ni tan calvo. Y
respecto de las mujeres me acuerdo que había una señora en la puerta de la
iglesia, con una mesita, y a las que iban de manga corta les ponía un manguito
para completar. No digo que haya que hacer eso ni mucho menos, pero sí tener
conciencia de lo sagrado, de lo distinto, de aquello que está dedicado a Dios y
por tanto es diverso. Y si no se tiene conciencia de eso es muy probable que
tampoco se tenga conciencia de nuestra propia conducta, de nuestra manera de
vivir, y tratar de que sea distinta, es decir ajustada al Evangelio y no a la
costumbre vigente. Los primeros cristianos lo tenían bien claro y hacían una
distinción bien clara entre lo que era la vida cristiana y lo que era la vida
del mundo. No vivían en la estratósfera ni en las nubes sino que vivían la vida
de todos los días, pero la vivían como cristianos, como aquellos que han sido
consagrados a Dios por el Bautismo.
Ahora
retomamos lo que se llama el Tiempo Ordinario de la Liturgia y es una buena
ocasión para repensar cómo vivimos el domingo, qué idea nos hacemos del domingo
y aún en la vida familiar, en la reunión familiar, de qué manera consagramos a
Dios este tiempo que es suyo y sí se lo consagramos a Él verdaderamente lo
disfrutaremos más nosotros. Existe una felicidad propia del cristiano, de la
persona consagrada a Dios, porque en la medida que nos acercamos a Dios, que
vivimos en comunión con Él también vamos experimentando lo que es la dicha
verdadera, la verdadera felicidad y nos vamos preparando para la felicidad que
esperamos alcanzar en el cielo.
Mons.
Héctor Aguer, arzobispo
de La Plata
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