San
Luis, rey de Francia
(Tomado
de “La Cristiandad
en la Edad Media ”)
Daniel-Rops
ha compuesto un logrado retrato del santo, que acá esbozaremos. Por las
descripciones de sus contemporáneos se sabe que era un hombre alto y enjuto, de
cabello rubio y ojos azules. Espiritualmente se trataba de una persona
superior, pero que nada tenía de santurrón ni de mojigato; al contrario, era
afable, amante de las bromas y de la eutrapelia, lo que no obstaba a que
gustase conservar las debidas distancias, y cuando era necesario, mostrarse
cortante. Juntaba de manera eximia la nostalgia del Dios, cuya visión final
anhelaba, con la preocupación política por los asuntos de la tierra que el
mismo Dios había puesto a su cuidado.
La
vida de S. Luis es un testimonio vivo de cómo un rey puede hacer brillar en sus
obras el primado de las cosas de Dios por sobre las cosas del hombre. «Querido
hijo, lo primero que quiero enseñarte –diría a su primogénito Felipe, en la
carta-testamento que le dejó– es que ames a Dios de todo corazón; pues sin eso
nadie puede salvarse. Guárdate de hacer nada que desagrade a Dios». Tal sería
el principio rector que lo guiaría a lo largo de toda su vida, en perfecta
consonancia con aquello que, siendo niño, había oído de labios de su madre,
Blanca de Castilla, a saber, que lo prefería muerto a pecador. En medio de las
agotadoras tareas que le exigía el timón de la nación, nunca le faltó tiempo
para rezar cada día las Horas litúrgicas y para leer asiduamente la Sagrada Escritura
y los Santos Padres. Se confesaba con frecuencia, se azotaba en castigo de sus
faltas, ayunaba severamente, llevaba cilicio, y vivía con extrema sobriedad, al
menos mientras su cargo no le obligaba a ponerse trajes de gala.
La
fe no era para él algo puramente privado, vivido en el santuario secreto del
alma, sin influjo alguno sobre su conducta, sino que impregnaba todo su obrar,
y lo impulsaba a la caridad, que es como la flor de la fe. Su generosidad era
proverbial. Con frecuencia salía a caminar por las calles de París o de las
otras ciudades de su Reino, para distribuir dinero a los pobres que a su paso
iba encontrando; pasaba largos ratos cuidando en los hospitales a los enfermos
más repugnantes; invitaba a su mesa a veinte pobres tan sucios y malolientes
que los mismos guardias del Palacio se sentían descompuestos; cuando, según la
costumbre de aquel tiempo, se anunciaba desde lejos, al son de campanillas, la
presencia de algún leproso, Luis se acercaba a él y lo besaba, como si fuese el
mismo Cristo. Todas estas anécdotas, y muchas más, no son producto de la
imaginación de algún biógrafo servil o beatón, sino que provienen de las más
seguras Crónicas de la época. Y esa caridad, que fue tan personal, es decir, de
persona a persona, no obstó a que la volcara también a la creación de obras e
instituciones educativas, así como a la erección de hospitales, hospicios,
orfelinatos y numerosos conventos.
El
espíritu de la Caballería
se encarnó en él. S. Luis fue un soldado intrépido, de un coraje pasmoso, que
en las batallas se dirigía siempre hacia los puntos más peligrosos, porque
estaba seguro de la justicia de su causa y amparado en la certeza de la vida
eterna, que sabía lo esperaba si moría en la demanda. El lustre de su
personalidad era tal que se imponía incluso a sus adversarios. Cuando durante
las Cruzadas cayó prisionero de los musulmanes, fue proverbial el ascendiente
que logró ejercer sobre el propio Sultán vencedor. Y del caballero no tuvo sólo
las condiciones militares, sino también aquellas virtudes de dadivosidad y de
delicadeza, de protección a los débiles y de amor a Nuestra Señora, que integraban
lo que podríamos llamar la espiritualidad caballeresca.
Admirable
fue también la fidelidad que mostró en su vida conyugal, una fidelidad no
demasiado fácil, por cierto, pues su mujer, Margarita de Provenza, era una
joven más bien ligera, superficial, y de un nivel psicológico y espiritual muy
inferior al de su marido, si bien ha de decirse en su favor que cuando llegaron
épocas difíciles, supo mostrar sus quilates de reina, como por ejemplo durante
la epopeya de la Cruzada
emprendida por su esposo, donde quedó sola en Francia, debiendo asumir
responsabilidades vicarias. El anillo de S. Luis tenía grabada esta fórmula:
«Dios, Francia, Margarita», es decir, en orden jerárquico, los tres amores que
ocuparon su corazón.
Pero,
como bien señala Daniel-Rops, por eminentes que sean las virtudes personales de
un hombre, cuando se trata de un político es preciso que trasciendan el ámbito
privado y en alguna forma se manifiesten cotidianamente en sus deberes de
Estado. Y así lo fue ciertamente en el caso de S. Luis, como lo demuestran una
multitud de episodios. En el testamento a su hijo, tras recordarle que la
principal obligación del reyes amar a Dios por sobre todas las cosas y ejercer
su real actividad como si estuviera siempre en su santa presencia, le advierte
que semejante actitud lo obliga no sólo a la ecuanimidad sino incluso a
inclinarse del lado más débil. «Si sucede que un rico y un pobre se querellan
por alguna razón, sostiene antes al pobre que al rico, pero busca que se haga
la verdad, y cuando la hayas descubierto, obra de acuerdo con el derecho». Los
artesanos no tuvieron protector más benévolo, más preocupado por sus
necesidades y más generoso para con sus profesiones que aquel rey que hizo de
Esteban Boileau el organizador de las «corporaciones». Sin embargo no siempre
S. Luis vio claro lo que debía hacer, sea dentro de la nación como en lo que
hace a las relaciones internacionales. Y en esos casos no trepidaba en
consultar a algún entendido en la materia, en ocasiones al mismo Sto. Tomás,
con quien a veces compartió lo que hoy llamamos «almuerzos de trabajo» ...
Una
de las características más notorias del santo rey fue su amor a la justicia, lo
que lo llevó a poner especial cuidado en la selección de los jueces del Reino.
Es célebre aquella escena, relatada por Joinville, consejero del rey e
historiador, según la cual S. Luis, luego de oír la Santa Misa , solía
dirigirse al bosque de Vincennes, se sentaba junto a una encina y escuchaba
«sin impedimento de ujieres» a quienquiera le «trajese un pleito». El cuadro
tiene un valor simbólico, pero aun cuando no haya sido cierto que personalmente
hiciese justicia, es indudable que la búsqueda de la misma fue su preocupación
más absorbente. La equidad del rey era integérrima, por lo que sus decisiones
no siempre concluían en actos de clemencia. Algunos lo experimentaron
severamente, por ejemplo aquel cocinero que, habiendo sido reconocido culpable
de delitos graves, esperaba escapar a la pena capital por el hecho de
pertenecer a la Mesnada
Real , ya quien el rey en persona ordenó que lo ahorcasen; o
como aquella dama de la nobleza, cuyo amante, a solicitud suya, había asesinado
a su marido, por la cual intercedieron los frailes, las altas damas de la Corte y la reina en persona,
ya quien el rey hizo quemar en el mismo lugar de su crimen, «porque la justicia
al aire libre es saludable»…
Francia
fue en su tiempo, a los ojos de toda Europa, la tierra más venturosa de la Cristiandad , dando la
sensación de una impresionante actividad creadora. Fue entonces cuando Robert
de Sorbon, capellán del rey, erigió aquel colegio –la Sorbona – que había de ser
célebre hasta nuestros días. Fue entonces cuando toda Francia, y
particularmente París, se pobló de institutos y casas de estudios. Fue entonces
cuando se elevaron las torres de Notre-Dame de París, cuando Chartres rehizo su
catedral, devastada por un incendio; cuando se edificaron Reims, Bourges y
Amiens. Y fue entonces cuando, para cobijar la corona de espinas traída de
Tierra Santa por iniciativa de S. Luis, se erigió esa maravilla de piedra
cincelada y de policromos vitrales que se denomina la Sainte-Chapelle .
En
lo que atañe a las relaciones internacionales se comportó con verdadera
hidalguía, severo a veces en la defensa de la grandeza de su Francia, generoso
otras para salvar la concordia de la Cristiandad. Con
frecuencia fue llamado para que hiciese de árbitro entre naciones en pugna,
como lo había sido S. Bernardo en el siglo anterior .Hijo fidelísimo de la Iglesia , estuvo lejos de
cualquier tipo de servilismo en relación con la misma, no tolerando
intervención alguna de Roma en su política interna.
De
él escribiría Montalembert: «Caballero, peregríno, cruzado, rey, ceñido con la
primera corona del mundo, valiente hasta la temeridad, no dudaba menos en
exponer la propia vida que en inclinar su frente ante Dios; fue amante del
peligro, de la humillación, de la penitencia; infatigable –campeón de la
justicia, del oprimido, del débil, personificación sublime de la caballería
cristiana en toda su pureza y de la verdadera realeza en toda su augusta
majestad». Su fiesta litúrgica se celebra el 25 de agosto*.
*Sobre
S. Luis puede verse también el magnífico elogio que del Santo pronunciara el
Card. Pie, publicado en «Mikael» 25, 1981, 131-152.
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