Hace años era capellán de un Centro de
promoción obrera en el suburbio sur de Roma. Un día se presentó el cardenal
Casaroli, a la sazón Secretario de Estado del Vaticano, y mantuvo un diálogo
con los profesores y alumnos. Uno de ellos le preguntó qué recuerdos destacaría
del tiempo que sirvió a Pablo VI. El cardenal se concentró unos momentos y
añadió: la firma de la Humanae Vitae. Y añadió: «A finales del mes de julio de
1968 el Papa estaba muy preocupado. Un día cogió un abultado fajo de documentos
y se fue a Castel Gandolfo. A los pocos días le encontré completamente
cambiado. Estaba radiante y feliz. Había firmado la Humanae vitae».
Efectivamente, el 25 de julio de 1968 Pablo
VI firmó ese documento, que se convirtió en la gran cruz de su Pontificado y
fue uno de los escritos magisteriales más contestados de los últimos tiempos,
fuera y dentro de la Iglesia. «Raramente –escribió en 1995 el cardenal
Ratzinger- un texto de la historia reciente del Magisterio se ha convertido en
signo de contradicción como esta encíclica».
La encíclica era una defensa decidida de la
vida humana, rechazaba la contraconcepción con métodos artificiales e iba contra
el hedonismo y las políticas de planificación familiar, impuestas a menudo por
los países ricos a los países pobres. Mantenía, en cambio, el principio de
paternidad consciente y éticamente responsable. Como escribió el cardenal
Danielou, el documento subraya «el carácter sagrado del amor humano» y es un
verdadero «revulsivo contra la tecnocracia». La doctrina de la Humanae vitae
contradecía -y contradice- los gustos del tiempo y desafiaba el clima cultural
de la época y los enormes intereses económicos de las grandes multinacionales.
Su enseñanza es, ciertamente, exigente y no se recuerda con gusto. Pero tampoco
el Evangelio se sigue con gusto y deja de ser exigente.
Sin embargo, el tiempo le ha dado la razón.
Ante los inquietantes desarrollos de la ingeniería genética, la Humanae vitae
es una luz profética, cuando asegura que «si no se quiere exponer al arbitrio
de los hombres la misión de generar la vida, se deben reconocer los límites
infranqueables a la posibilidad de dominio del hombre sobre el propio cuerpo y
sobre sus funciones, límites que a ningún hombre le es lícito franquear».
Efectivamente, hoy el hombre sufre el vértigo de la eterna tentación: querer
ser como Dios a costa de autodestruirse y destruir a los demás, especialmente a
los más desprotegidos e inocentes.
Pablo VI alertaba que la contraconcepción
provocaría no sólo una alarmante disminución de los nacimientos sino la
destrucción del amor humano, aumentando el número de abortos y de divorcios,
con el consiguiente perjuicio para los mismos cónyuges y, por supuesto, de sus
hijos. Basta mirar lo que está ocurriendo en Europa y en España para percatarse
de que Pablo VI no se equivocaba. Los expertos hablan ya de una Europa y una
España no solo envejecida sino socialmente depauperada e incapaz de asegurar el
estado del bienestar. Nuestra otrora pujante Castilla, ¿no es también un
ejemplo elocuente?
Hace pocos días un periódico tan poco
sospechoso como Le Monde
decía que hay que potenciar la regulación de los nacimientos por métodos
naturales y no por la píldora. Eso es, exactamente, lo que decía hace cincuenta
años la Humanae vitae. El remedio contra el divorcio, la violencia sexual, el
abandono de los hijos y la misma pervivencia como pueblo no está en el control
artificial de los nacimientos mediante el uso de la píldora «del día después» u
otras, sino en descubrir la belleza del amor humano y del amor conyugal, viendo
el cuerpo humano no sólo como un instrumento de placer sino como un medio
privilegiado de comunicación personal y de autoentrega al otro.
+ Francisco Gil Hellín, arzobispo de Burgos
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