La profanación de la
Catedral de La
Plata
La catedral de La Plata es célebre por la belleza que plasmó en
ella el arquitecto Benoit, pero también es reconocida como el corazón de la
ciudad; está erigida en el centro de su cuadrilátero y es meta de peregrinos y
de turistas interesados en contemplarla. Para los católicos platenses es su
catedral, que desborda de fieles en las principales solemnidades. Como
cualquier templo, es un lugar sagrado, que nos habla de Dios y nos invita a
acercarnos a Él para la adoración y la súplica, tanto en las asambleas
litúrgicas como en la visita personal y silenciosa.
Este ámbito religioso, digno de respeto aun de parte de los no
creyentes, como lo es el de cualquiera otra religión, ha sido torpemente
profanado. Paso a describir los hechos. A causa de un descuido de la guardia,
una mujer que se hace llamar “la tigresa de Oriente”, vestida de modo
indecoroso y acompañada por otro personaje vestido de mujer, conocido como “la
Pocha Leiva” entraron a filmar un video en el que cantaba la primera y bailaban
las dos. La dicha tigresa se atrevió a sentarse en un confesionario en son de
burla y blasfemó de la Eucaristía, remedando la comunión que le administraba su
cómplice y cantando estrofas escandalosas, de carácter erótico, sobre el Cuerpo
de Cristo. La filmación se difundió ampliamente aunque, según se decía en La
Plata, estaba destinada a un “boliche gay” de la ciudad.
En la solemnidad de Corpus Christi ofrecimos la procesión y la misa
en reparación por la profanación perpetrada. Recorrimos las calles llevando el
Santísimo Sacramento y celebramos luego la Eucaristía en la catedral, colmada;
se calcula que había más de cuatro mil fieles, muchos de los cuales no pudieron
entrar. En la homilía me referí sumariamente al hecho con palabras fuertes,
pero justas. Así lo entendieron los presentes, que al concluir la celebración aplaudieron
con entusiasmo, largamente.
Lo que, en especial, disgustó de mis dichos a algunos grupos y a la
corporación mediática, que no incluye a todos los periodistas, fue una frase:
Ahora resultan normales estas abominaciones amparadas por las leyes. Se llama
abominación a un hecho condenable, aborrecible. La palabra aparece numerosas
veces en la Sagrada Escritura. No me refería a la “comunidad gay”, que se
sintió ofendida; una afrenta como la sufrida por los católicos platenses podría
provenir igualmente de personas heterosexuales. Toda persona, en cuanto tal,
merece respeto, independientemente de su orientación sexual. Hice alusión
también al lugar al que, al parecer, estaba destinada la filmación. No he
querido ofender a nadie, pero no podía omitir la defensa de nuestros derechos.
Por otra parte, es bien conocida la enseñanza de la Biblia, y de la Iglesia,
sobre las conductas homosexuales.
El fenómeno de la profanación se ha registrado también en otras
latitudes. Recientemente, en la catedral de La Almudena, de Madrid, dos mujeres
con el torso desnudo, que exhibían leyendas abortistas y gritaban obscenidades,
se encadenaron al gran crucifijo del templo. ¿Quién eleva su voz para reprobar
esos ataques contra los sentimientos religiosos de la población que cree en
Jesucristo, y que no es una minoría insignificante? Nadie perteneciente a los
círculos oficiales, ni en España sobre el caso que acabo de mencionar, ni entre
nosotros. Se sublevan, en cambio, contra una frase que, mal interpretada,
pareciera oponerse al colectivo LGBT.
En la homilía de Corpus me he referido, asimismo, a leyes que con
todo derecho, en un régimen democrático, puedo reconocer como injustas en
cuanto se oponen al orden natural. Curiosamente, los signos religiosos, la fe
católica y los sacramentos de la Iglesia no están protegidos por las leyes de
eventuales atentados. Llama la atención que en nuestro país, donde la mayoría
de la población forma parte del pueblo de Dios que es la Iglesia, ninguna
autoridad manifieste lo inaceptable del ataque que ha sufrido la comunidad
católica. En el caso de la invasión del templo parroquial de San Ignacio por
alumnos del Colegio Nacional de Buenos Aires, que se ensañaron con el altar y
otros ámbitos de la iglesia, son acusados solamente de atentar contra un
monumento histórico nacional no de la afrenta contra el lugar sagrado. Si se
observa verdaderamente el principio de la libertad religiosa, merece respeto el
templo de cualquiera de los cultos reconocidos por el Estado.
Muchísimas personas y varias instituciones, no sólo platenses, me
han expresado su solidaridad y se han identificado con mis declaraciones. En
cambio, soy un discriminador para el INADI, que ignora la discriminación de que
ha sido objeto la fe católica y quienes la profesan. No es éste un asunto
menor. Más allá de la situación personal –hice lo que me correspondía como
pastor de la Iglesia- los católicos tienen derecho a que se les respete en sus
convicciones y en su presencia religiosa en la ciudad. Los antiguos filósofos
que han inspirado el desarrollo de la civilización occidental, afirmaban que
sin la referencia a los dioses no podía asegurarse el orden plenario de la
sociedad. Importa a la polis, es decir, a la ciudad, a los ciudadanos, el
respeto de la religión. Importa, asimismo, a la política, a la que aquellos
llamaban politéia. Le importaba a los políticos; los de entonces, ciertamente,
como debería importarle a los de ahora.
Héctor Aguer, arzobispo de La Plata.
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