Algunas semanas antes del inicio del Concilio
Vaticano II, el cardenal Giusseppe Siri, arzobispo de Génova, invitó al
cardenal Joseph Frings a dar una conferencia sobre el tema “El Concilio
Vaticano II frente al pensamiento moderno”. El anciano arzobispo de Colonia la
pronunció el 20 de noviembre de 1961, pero, como estaba saturado de trabajo,
pidió ayuda al entonces joven profesor Joseph Ratzinger, teólogo de su
confianza, quien escribió todo el texto que, después, fue publicado,
obviamente, con el nombre del cardenal. Así llegó hasta Juan XXIII, que lo
leyó, y, en una audiencia posterior, abrazó al cardenal Frings, diciéndole:
«Precisamente, éstas eran mis intenciones al convocar el concilio». Entonces,
el cardenal sintió el deber de revelar al Papa quién era el autor de aquellas
páginas. El texto expone las transformaciones profundas que habían ocurrido
después del Concilio Vaticano I (1869-1870) y que exigían convocar un nuevo
concilio
La
traducción de esta conferencia al castellano es inédita y ha sido realizada
desde su original en alemán por la Profesora Esther Gómez de Pedro, con la
autorización de Librería Editrice Vaticana.
Dos consideraciones previas:
1. Concilio y Presente
Los concilios
emergen siempre en un determinado momento en el que ponen de relieve la Palabra
de Dios, tal como sea necesario en ese preciso momento. Ciertamente, lo que se
dice en ellos es válido para siempre, porque la verdad siempre válida se
encarna en palabras históricas y ligadas al tiempo, pero, al mismo tiempo,
llevan impreso de forma inconfundible el rostro de ese tiempo determinado en el
que las exigencias de una situación espiritual muy concreta hacen necesario
formular acuciosamente un pensamiento, sellar una palabra que quedará en
adelante para la Iglesia como su posesión permanente y recordará siempre ese
determinado momento en el que creció y se desarrolló ese pensamiento, esa
palabra. Si siempre ha sido tarea de los concilios reconquistar de nuevo el
arbitrario pensamiento del hombre con las armas intelectuales que ofrecía cada
época y cautivarlo para Jesucristo (2 Cor 10, 5), guiando a la Iglesia a un
nuevo crecimiento espiritual y en última instancia a la plenitud en Cristo (Ef
4, 13), también será válido para un concilio cuya misión ha sido caracterizad
por el mismo Santo Padre como “aggiornamento” de la Iglesia. Por eso, para el
correcto desarrollo de este concilio, será fundamental examinar cuidadosamente
el mundo intelectual de hoy, donde hay que colocar de nuevo el candelabro del
Evangelio de tal forma que su luz no se transforme bajo el celemín en formas
obsoletas, sino que ilumine de forma clara a todos los que viven en la casa del
momento actual (Mt 5, 15).
2. Transformaciones en
la situación espiritual desde el Concilio Vaticano I
¿Cuál es
entonces la situación intelectual de hoy, a la que el concilio debe aportar una
palabra y una respuesta cristiana? Quizás nos sea de utilidad en primer lugar
echar una rápida mirada atrás. El último concilio, el primero en el Vaticano,
se celebró hace apenas un siglo.
Considerado
desde la historia mundial es un tiempo breve, pero de cara a la rapidez con que
hoy se desarrolla la historia, es sin embargo mucho tiempo. En aquella época
ascendía poderosamente la estrella (¿o quizás debamos decir la antiestrella?)
del liberalismo. Este, que dominaba la política, llevó a la economía a sus
primeros grandes éxitos.
En el ámbito de
la teología, comenzó a celebrar su primer triunfo a través, sobre todo, de la
hegemonía del historicismo cada vez más claramente marcada, que en el cambio
del siglo llevó a esa crisis dentro de la teología católica, que ha entrado en
la historia con el nombre de modernismo. El renacimiento de la teología y de
una sana filosofía, indispensable para la primera, había cobrado suficiente
fuerza tras las duras sacudidas de la Ilustración, pero la inseguridad latente
de un nuevo inicio, que en su resistencia al ataque liberal oscilaba entre los
dos extremos del racionalismo y del fideísmo, aún no había sido totalmente
superado. Además, en ese momento, estaba ya llamando fuertemente a la puerta el
materialismo de pensadores como Feuerbach o Haeckel. ¡Qué actual nos suena todo
esto cuando lo oímos! Y, sin embargo, no podemos dejar de considerar cuántos
cambios ha habido desde entonces. Si bien el risorgimento italiano agitaba ya
con fuerza las fronteras del Estado de la Iglesia, mientras los padres
conciliares del Vaticano I se encontraban reunidos en la ciudad eterna para sus
deliberaciones, el árbol secular del patrimonio de Pedro resistía firme a pesar
de todo. Su derrumbamiento [de los Estados vaticanos], cuyo quiebre siguió
directamente al concilio, fue necesariamente y sin lugar a dudas, uno de los
cambios estructurales más importantes en la Iglesia de la modernidad.
Cambios
parecidos se sucedieron, además, en gran parte del resto del mundo católico:
Francia vivió la victoria del laicismo y la separación de Iglesia y Estado; en
Alemania el derrocamiento de la monarquía trajo consigo importantes
modificaciones para la situación política de la Iglesia; en Latinoamérica se
fortalecieron visiblemente las fuerzas que querían desplazar a la Iglesia de la
esfera pública.
A lo anterior
se añade el creciente peso que, en el mundo entero, progresivamente llegó a
adquirir el catolicismo norteamericano, que desde siempre había tenido otra
orientación en sus relaciones con el mundo, radicalmente distintas a las del
catolicismo en Europa. Con estos cambios estructurales que aquí hemos perfilado
someramente, la relación del catolicismo con el mundo en los últimos cien años
fue continuamente transformada, no ciertamente en su esencia, pero sí en
importantes elementos de su forma concreta.
Lo primero que
nos separa de los tiempos del Concilio Vaticano I son dos guerras mundiales,
con las consiguientes drásticas implicaciones en la vida física y espiritual.
La primera guerra mundial es de relevancia en nuestras consideraciones en tanto
que, en gran medida, trajo consigo el fin de la forma hasta entonces imperante
del liberalismo. El que colapsó entonces era un mundo liberal cuya orgullosa
seguridad se hizo pedazos entre los escombros de la guerra. La caída del
liberalismo pareció prometer un renacimiento de la fe y de la vida católica, de
la cual hablaremos más adelante.
Mas, al menos
exteriormente, se mostraron como más fuertes otros dos poderes que aparecieron
en escena en sustitución del decrépito liberalismo: el marxismo materialista,
que en Rusia se hizo con el poder, y el nacionalismo romántico, que en Alemania
y (más moderadamente) en Italia llegó al poder y celebró su absurdo y
sanguinario triunfo en la segunda guerra mundial. La derrota y el subsiguiente
espantoso desenmascaramiento del abismo que significaron estos movimientos,
permitieron al una vez denigrado liberalismo aparecer de nuevo bajo una mejor
luz, de tal manera que puede decirse que, de hecho, en muchos ámbitos puede hoy
reconocerse allí el inicio de una restauración del liberalismo. Mucho de lo que
tras 1918 parecía prácticamente hundido, entonces retornó y en varias cosas
estamos hoy mucho más cerca de la situación de 1870 de lo que hubiera podido
creerse hace veinte años. En este sentido, a una mirada más atenta, se perfila
una continuidad de la situación intelectual, que en una primera instancia
difícilmente hubiéramos tenido como posible en nuestros cambiantes tiempos.
Sin embargo no
se da en la historia ningún fácil retroceso al pasado, y lo que ha sucedido no
puede dejar de haber sucedido, sino que sigue actuando de alguna manera. Por
mucho que se discuta el retorno a la situación anterior, nuestro tiempo, sin
embargo, es un tiempo nuevo, determinado por múltiples fuerzas de un siglo
lleno de transformaciones, que le afectan. Quizás pueda simplemente decirse que
nada de lo que nuestro presente establece, no estaba ya dado en germen en la
situación intelectual de 1870, pero las semillas han seguido creciendo, y lo
que éstas significan hoy se hará visible de una manera que antes aún no se
podía vislumbrar. Así, a partir de este momento intentaremos comprender algunas
de las principales certezas intelectuales de nuestro tiempo, para lograr captar
simultáneamente la misión que le toca en este tiempo al concilio como expresión
de la Iglesia en tanto que maestra.
A. El concilio y el moderno espíritu del mundo:
situación intelectual de la humanidad en vísperas del concilio
1. La experiencia de la
unidad del género humano
Quizás la
experiencia más llamativa que caracteriza la situación espiritual del presente
[Nota del Editor: el autor habla a comienzos de la década de los sesenta], de
una manera radical, es el empequeñecimiento del mundo y una unidad de la
humanidad absolutamente novedosa.
Esta
experiencia está ciertamente presente por lo menos desde el descubrimiento de
Cristóbal Colón, pero sólo hoy, ante las inauditas posibilidades de la técnica,
alcanza una desconcertante actualidad, consciente hasta para el hombre más
sencillo. Alguien que desayune en Alemania, puede estar para el almuerzo en
Egipto y tomar su próximo desayuno en algún lugar del lejano Oriente. El que
escucha en Londres un discurso del presidente de América por la televisión,
percibe sus palabras antes que otro que se siente a sus pies, porque las ondas
eléctricas transmiten la palabra con más rapidez que las acústicas. Radio y
televisión meten en cada casa el mundo, y en cada gran ciudad pueden además
encontrarse hombres de todos los rincones de la Tierra −el mundo efectivamente
se ha estrechado.
A esto se añade
otra cosa: mientras que la humanidad había estado repartida hasta hace poco en
una multitud de culturas nacionales particulares, hoy una ciudad de China o
Japón no se diferencia en lo esencial de otra en Sudáfrica, Europa o América.
Las culturas particulares son ocultadas de manera creciente por una cultura unitaria
técnica, que deja cierto espacio para dialectos particulares pero que en
conjunto ha llegado a ser algo así como un lenguaje intelectual unitario de la
humanidad. La humanidad entera piensa y habla hoy con las categorías de la
civilización técnica de corte europeo-americano y de esa manera se ha entrado
en aquella fase de unificación que en tiempos de Jesús se lograra en la cuenca
mediterránea gracias a la cultura unitaria helénica. Está claro que tal
situación a la Iglesia no sólo le presenta nuevas posibilidades, sino también
nuevas tareas y peligros. Como Iglesia Catholica ha estado siempre
fundamentalmente orientada a la humanidad entera, y el movimiento hacia la
unificación de la humanidad que se despliega ante nuestros ojos le ofrece
nuevas condiciones para completar su misión universal. Si el momento histórico
es en cada caso la expresión de una vocación divina especial, de un kairos, que
tenemos que asumir, está claro que la tarea especial de la Iglesia de hoy es
una mirada a toda la humanidad. Tendrá que ser —en un sentido aún más pleno que
el vivido hasta ahora— Iglesia universal. Al establecer unidad en la jerarquía
en los países de misión se ha dado un importante paso en esta dirección, al que
tendrán que seguir otros.
Por eso lo que
se ha de reflexionar en primer lugar es que: cuando el cristianismo empezó su
andadura en el mundo, encontró por todas partes la así denominada Koiné, es
decir, la lengua común de la cultura griega-romana. Este idioma estaba
impregnado espiritualmente de la filosofía panteísta-inmanentista del
Estoicismo. Pero era la lengua que en todas partes se entendía, en la que se
pensaba y se hablaba. La misión cristiana no dudó en recoger este lenguaje y
servirse de él para predicar el mensaje de Jesucristo. Y de esta manera, a
partir de la Koiné del antiguo mundo pagano, finalmente se generó una lengua
verdaderamente cristiana. Hoy la Iglesia se sitúa de nuevo ante un tipo de
Koiné: el que brota del pensar y hablar unitario de la civilización técnica que
incluso tiene validez más allá de las fronteras que el muro de acero ha trazado
sobre la humanidad. ¿No debería hacer un esfuerzo totalmente nuevo para
servirse de esta Koiné? En relación a la cuestión misionera se habla mucho de
la acomodación, del ajuste del depósito de la fe a las distintas culturas
nacionales.
Sin pretender
negar la perenne relevancia de esta cuestión, de la que más tarde nos
ocuparemos, podemos sin embargo preguntarnos si la tarea no consistirá, con la
misma urgencia que entonces, en buscar una nueva forma de anuncio, que capture
para Jesucristo el pensar de la cultura técnica, unificada de tal forma que la
nueva koiné de la humanidad sea transformada en un dialecto cristiano. Se
impone aún un pensamiento más. Y es que la victoria de la civilización técnica
representa en sí misma una victoria del europeísmo.
Aún más, esta
victoria va acompañada de un progresivo fortalecimiento de lo europeo. El
intento del dogmático protestante Ernst Tröltsch, emprendido hace medio siglo,
de mostrar la superioridad del cristianismo sobre el resto de las religiones a
partir de la superioridad de la cultura europea lograda con el cristianismo,
sería hoy impensable. A ello se opone la experiencia de dos guerras mundiales,
en las que se hicieron patentes lo abismal y las más oscuras posibilidades de
la cultura europea. Lo terrible de estas guerras, las atrocidades que fueron
cometidas por pueblos llamados cristianos, han provocado en el mundo no
cristiano un profundo escepticismo en relación al cristianismo y sus
posibilidades de transformar a los hombres y al mundo. El asiático (que viene a
colación en primer lugar) no distingue entre cristianos y no creyentes que
viven en los países cristianos, y tampoco está preparado para separar
claramente la razón fundamental del cristianismo de los fallos fácticos de los
cristianos. Remite a la realidad de que dos mil años de historia cristiana han
estado constantemente plagados del ruido de batallas y del derramamiento de
sangre, de atrocidades, intolerancia y sangrientas persecuciones de creyentes
de otras religiones. En cambio al remitir por ejemplo al tolerante genio de la
India, y señalar la resignada y perdonadora sonrisa de Buda, descubre en ellos
una promesa de paz para la humanidad más creíble que la que pueda ofrecer el
cristianismo. El fracaso del presente cristiano se le presenta al asiático como
una confirmación posterior de su propio pasado nacional y religioso. Y así es
como hoy vivimos el paradójico fenómeno de que, junto con el triunfo de la
civilización técnica de la humanidad, se desarrolla también una —aunque
limitada— Renaissance de aquellas culturas nacionales: Latinoamérica vive una
ola de indigenismo; los pueblos árabes tratan de repensar la herencia del
Corán; Budismo e Hinduismo empiezan incluso a tratar de ganarse el alma del
hombre occidental. Al no iniciado naturalmente le suenan mal muchas cosas, pues
sabe que en cada uno de estos movimientos late buena parte del espíritu
cristiano tácitamente asumido y que, a menudo, es justamente el que da al todo
su brillo seductor, siendo que, por otro lado, tampoco puede negar el valor
propio de lo extraño, de lo pre y extra cristiano del que aquí estamos
hablando.
Todo lo
anterior tiene repercusiones en la conciencia de la cristiandad que, a causa de
la presión que ejercía la poderosa posición política de Europa, estaba hasta
ese momento excesivamente inclinada a adjudicar a la herencia cultural de
Occidente un cierto carácter de absoluto que, como reflejo, hiciera fácil creer
también en el carácter de absoluto del cristianismo. El emerger de ciertas
perspectivas mundiales nuevas desilusionó a Occidente, le hizo tomar conciencia
de los límites de su importancia cultural e histórica, pero juntamente con
ello, retiró uno de los apoyos exteriores más importantes a su fe en el
absoluto cristiano y le ha entregado a un relativismo, que es parte de los
rasgos más característicos de la vida intelectual de nuestra época, la cual ha
penetrado subliminalmente hasta en las filas de los creyentes. No hay que
engañarse: el relativismo no tiene que ser necesariamente malo en todas sus
dimensiones. Cuando lleva a reconocer la relatividad de todas las formas
culturales humanas y a adoptar de esa manera una postura discreta recíproca por
la que nadie impone su herencia humana-histórica de forma absoluta, entonces
tal relativismo puede servir a una nueva comprensión entre los hombres y ayudar
a abrir fronteras que hasta ese momento parecían cerradas.
Si sirve para
reconocer lo relativo y lo, por lo mismo, cambiante de las formas e
instituciones meramente humanas, puede ser un aporte para liberar lo
verdaderamente absoluto de las garras del absoluto aparente y verlo más
claramente en su verdadera pureza. Sólo si suprime totalmente todo lo absoluto
y deja exclusivamente cosas relativas, implica sin ninguna duda una negación de
la fe. Como se ve, en cualquier caso [el relativismo] puede obligar a un examen
de conciencia a los cristianos y puede señalar una de las tareas de las que
tendrá que ocuparse el concilio: abrir la Iglesia, más de lo que está ahora, a
toda esa diversidad del espíritu humano que le adviene por su carácter de
Catholica, y que a los santos Padres les gusta comparar con la novia sobre la
que el salmista dice que está rodeada por una multitud (Sal 44, 10). En
cualquier caso no se debe olvidar que el tremendo movimiento de unificación que
hoy se da en la humanidad está también acompañado de un fuerte retorno a los
respectivos valores particulares nacionales de los pueblos extraeuropeos que
han despertado a una nueva conciencia de sí mismos.
La Iglesia debe
tomar en consideración ambos movimientos de nuestra época, ambos pueden serle
útiles para su tarea: en tanto que un nuevo pueblo procedente de todos los
pueblos trata siempre de impregnar a la humanidad del signo de la unidad y
completar su misión de paz, en la unidad de la fe y del culto, más allá de
todas las fronteras. Como pueblo verdaderamente espiritual, que no se
corresponde fácilmente con ningún pueblo histórico terreno, sino que se basa en
el nuevo nacimiento del agua y del espíritu (Jn 3, 5), debe mantenerse abierta
a todas las múltiples formas del ser humano y hacer valer también la ley de la
multiplicidad dentro del marco superior de la unidad. En el siglo de un
catolicismo que se hace verdaderamente global y así verdaderamente católico
deberá asumir que no todas las leyes podrán ser igualmente válidas en cada
país, que ante todo la liturgia debe ser un espejo de la unidad así como una
expresión adecuada de las respectivas peculiaridades espirituales, si es que
pretende guiar a los hombres a un verdadero “culto espiritual a Dios” (Rom 12,
1). De esto se desprende una intensificación mayor de la autoridad episcopal
que efectivamente asuma lo propio del lugar donde se ejerce y por tanto se haga
cargo de las especiales tareas de la Iglesia particular, pero a su vez, que lo
particular se ligue al episcopado universal y de esa manera contribuya a la
unidad cuyo centro inamovible es la sede de Pedro.
2. La experiencia
técnica
El lenguaje
unitario intelectual en que la humanidad se comunica hoy fue anteriormente
designado como civilización técnica o también como cultura técnica. Hasta ahora
nos hemos fijado únicamente en el fenómeno de la unidad como tal. Ahora debemos
seguir preguntándonos cómo se constituye interiormente tal civilización y,
sobre todo, qué efectos tiene sobre el hombre. Esta pregunta es evidentemente
tan extensa que aquí, en el espacio limitado que tenemos a disposición,
habremos de contentarnos con una alusión especialmente importante para
nosotros, y que se refiere a la especial situación religiosa del hombre actual.
Reflexionemos
acerca de lo siguiente: hasta la fecha en todas las culturas el hombre vivía en
una estrecha y directa dependencia de la naturaleza. En la mayoría de las
profesiones, que se le presentaban, estaba abocado a un contacto simple y
directo con la naturaleza como tal. Con la aparición de la técnica esto fue
cambiando paulatinamente. La tecnificación del mundo tiene como consecuencia
que el hombre apenas tiene ya contacto directo con la naturaleza, sino que más
bien lo tiene a través de la obra técnica. Algo tan normal como el agua, por
ejemplo, el hombre ya no la recibe de la fuente ni del manantial, sino que le
llega a través de un sistema de cañerías, es decir, mediado por múltiples
filtros de la obra humana. Y lo mismo sucede con casi todas las demás cosas de
la vida cotidiana. El mundo con el que el hombre se relaciona lleva su rostro
[de la técnica], está ya previamente formado y está marcado por él. Casi apenas
tenemos ocasión de relacionarnos en algún lugar con la naturaleza; más bien
estamos tropezando constantemente con nuestra propia obra, con nosotros mismos.
Con algo de exageración podría decirse que el hombre ya no se topa con la obra
de Dios, sino con las obras del propio hombre, que se han colocado por encima
de ella. Está claro que esto tiene repercusiones decisivas en toda su situación
intelectual. El encuentro con la naturaleza siempre fue en la historia de la humanidad
uno de los puntos de partida más importantes de la experiencia religiosa; de
hecho, según las Escrituras, el Dios invisible puede ser contemplado desde el
inicio de la creación pensando en sus obras (Rom 1, 20). Si, por consiguiente,
el acceso a la naturaleza es desfigurado o cambiado fundamentalmente, entonces,
como consecuencia, se corta una de las fuentes más originales de la existencia
religiosa. El hecho de que el ateísmo de la modernidad pudiera extenderse en
primer lugar entre las masas técnicas de los trabajadores industriales y
observarse en ellos en su forma más operante, tiene variados fundamentos
(empezando con la injusticia del primer capitalismo), pero es cierto que yace
[en lo anterior] uno especialmente importante.
Naturalmente ahora
hay que tener cuidado con denunciar la técnica. En última instancia el mundo
fue entregado al hombre al despuntar la creación para que lo administrara y
dibujara su obra en la obra de la creación (Gen 2, 15; 1, 28). Pero esto
tampoco lo zanja todo. Sólo hay que afirmar que cada situación de la historia
humana esconde en sí tanto especiales posibilidades como especiales peligros, y
que los peligros actuales son distintos de los de ayer. Tampoco el poder
religioso que yace en la naturaleza carecía absolutamente de riesgos. Pues en
la historia del hombre tocado por el pecado original casi nunca tal poder le
llevó a un conocimiento directo del Creador, sino a la idolatría de su obra, la
naturaleza. Así es cómo, en vez de un único Dios verdadero, surgió la multitud
de falsos dioses, la adoración de la obra en vez de su Creador que la había
hecho (Rom 1, 21-26). La manera más habitual con que el hombre actual puede
encontrarse con la naturaleza es a través de los filtros de su propia obra, es
decir, de las huellas de su propio ingenio y poder. Por su propio peso, en
lugar de la religión natural entra la religio técnica, esto es, la veneración
del hombre por sí mismo: la autodivinización del hombre releva, por una
necesidad interna, la divinización de la naturaleza. Esto también significa que
el nuevo paganismo que se está desarrollando desde hace un siglo en el corazón
mismo del mundo cristiano, es fundamentalmente distinto del anterior: ya no hay
más dioses, sino que irrevocablemente el mundo se ha divinizado, se ha hecho
profano, y solamente el hombre sigue apareciendo y experimenta una especie de
veneración religiosa hacia sí mismo o en cualquier caso hacia una parte de la
humanidad, a la que el progreso técnico tiene que agradecer. Esto pone
claramente de manifiesto que la situación de la religión en la humanidad ha
cambiado radicalmente y que constituirá una de las tareas más urgentes de hoy
el interpretar nuevamente la razón que aún le queda al hombre en este mundo
cambiante. Y esto hacerlo comprensible de una manera nueva. Pero ¿cómo puede
suceder? Para encontrar una respuesta tenemos que poner en marcha aún una nueva
consideración.
3. La fe en la ciencia
Una de las
consecuencias más sorprendentes que resultaron de la marcha triunfal de la
técnica es lo que podría llamarse fe o creencia de las masas en la ciencia. El
hombre que iba experimentando que se hacía constantemente posible lo que quizás
un siglo antes era tenido por imposible, finalmente llegó a no tener ya nada
por imposible. Y así, lo espera todo de la ciencia, incluso la solución a sus
necesidades humanas más profundas acerca de las cuales había pedido hasta ahora
consejo a la religión. La promesa de Comte de que la física social, es decir,
el tratamiento científico del fenómeno humano, sería exactamente tan positivo
como todas las ciencias exactas, tiene repercusiones ocultas y está (consciente
o inconscientemente) como trasfondo intelectual de muchos sucesos, como el
Informe Kinsey, que a partir de valores estadísticos medios quiere derivar
normas de comportamiento humano, en los que la mera información científica
sustituya las exigencias éticas. Del conocimiento de la Psicología el hombre
que recurre al psicoterapeuta espera, y quizás no en menor grado, liberarse de
la necesidad de la lucha y del fracaso éticos a través de una explicación
científica que a futuro conserve la complicada estructura funcional de su
existencia anímica sin tener que recurrir a los gravosos conceptos de culpa y
pecado. Pero justamente el punto aquí tendría que ser cómo se le puede volver a
abrir al hombre técnico el sentido de la fe. El hombre sigue siendo el ser
“desconocido” (Alexis Carrel), “el gran abismo” (san Agustín), del que
ciertamente se puede aclarar mucho con los métodos científicos actuales, pero del
que siempre, sea para la sociología, psicología o pedagogía, queda un resto no
aclarado ni aclarable, y este resto es en su fundamento lo realmente
definitivo, es decir, lo verdaderamente humano del hombre.
El amor sigue
siendo el gran milagro que desafía todo cálculo, la culpa sigue siendo la
oscura posibilidad que ninguna estadística puede agotar, y en el fondo del
corazón humano hay una soledad que apela a lo infinito y que, en definitiva, no
se puede silenciar con nada más porque sigue siendo válido que “Sólo Dios
basta”, únicamente lo infinito es suficiente para el hombre, cuya medida no
puede ser menos que lo infinito. ¿Sería imposible hacer recuperar al hombre
técnico su conciencia? Incluso cuando ha perdido toda referencia a la
naturaleza que le habla de Dios, aún se tiene a sí mismo, cuyo corazón llama a
Dios, incluso cuando ni siquiera él mismo entiende este lenguaje de la soledad
y necesita un traductor que le abra su sentido.
Ciertamente, en
la edad técnica la religión tomará en muchos aspectos otra forma, será más
escasa en contenido y en forma, pero quizás más profunda. El hombre actual debe
esperar de la Iglesia, con razón, que le ayude en ese proceso de cambio, que se
desprenda de algunas viejas formas que ya no le son adecuadas, que allí donde
una situación espiritualmente menos desarrollada admita una cierta mezcla entre
visión del mundo y fe, sí, ella le exija, que sin vacilación desprenda lo que
es verdaderamente conforme a la fe de su ropaje necesariamente temporal, que en
la medida que deje lo caduco señale más claramente lo permanente. El hombre
actual debe poder reconocer de nuevo que la Iglesia ni teme ni debe temer a la
ciencia, porque está afincada en la verdad de Dios que no puede contradecir
ninguna verdad cierta ni ninguna auténtico progreso. Si el hombre siente la
libertad y la seguridad que procede de tal certeza, quizás ella llegue a ser
para él como un indicador de aquella fe invencible que el mundo no puede
derrotar, y que por su lado lleva en sí la fuerza que vence al mundo (1 Jn 5,
4).
4. Las ideologías
Si se habla del
mundo intelectual moderno, se suele pensar en primer lugar en las grandes
corrientes intelectuales de nuestro tiempo: marxismo, existencialismo,
neoliberalismo. Quizás llame la atención que hasta aquí apenas hayamos hablado
de ello. Mas, hay que pensar que estos movimientos, entre los que habría que
contar con el mito nacionalista en sus diversas formas, por su parte, son sólo
concreciones de una situación intelectual fundamental de la que en realidad hay
que partir si se quiere comprender en toda su profundidad real las tareas del
presente. El fenómeno de las ideologías que esos movimientos acentúan de
distintas maneras sólo puede captarse a partir del trasfondo de un mundo que ha
llegado a ser profano y definitivamente ateo, y en el que la ideología ocupa el
lugar de la fe. Esto le posibilita al hombre una interpretación sintética del
mundo y un sentido trascendental de la vida que, por su parte, no exige creer
en un ser trascendente y divino. Esta —la ideología— es el producto propio de
un mundo en el que el viejo paganismo es superado definitivamente por la
situación técnica, en que los dioses se convierten en imposibles, en la que
produce temor el riesgo de una fe en un único Dios y en donde se construye una
religión sin religión, pues en esto consiste exactamente la esencia de la
ideología, que promete cumplir la misión de la religión: el proporcionar
sentido, aunque sin ser religión. A este respecto la expresión sustituto de la
religión, que hoy se utiliza a menudo, es correcta, pero no totalmente exacta:
ideología es algo nuevo, que en la época científico-natural y técnica, se
aparta de la referencia total del hombre a sí mismo, el hombre no encuentra ya
ningún acceso más a la religión; sin embargo, sigue necesitando lo que la religión
una vez le dio: la conexión espiritual y el sentido, sin los cuales no puede ni
siquiera vivir.
En tanto que
ideologías dominantes, hay que hablar hoy del marxismo y del neoliberalismo.
Incluso aunque son católicos convencidos quienes, en muchos países
occidentales, llevan hoy las riendas (como en Italia, España, Francia, Bélgica,
Alemania y también en los Estados Unidos) —y la Iglesia allí no sólo goza de
libertad, sino también de una influencia no del todo insignificante en la vida
pública— se intenta sin embargo considerar el neoliberalismo como el único
paréntesis que comprende ese entramado espiritualmente heterogéneo y para
nosotros valioso, que un poco imprecisamente llamamos “Occidente”.
Entre ambos
existen formas mixtas como aquellas a las que se da el nombre de socialismo
democrático, que, junto a los elementos marxistas, ha asumido una buena dosis
de liberalismo; quizás debamos a gran distancia mencionar el existencialismo,
convertido en ideología a partir de una filosofía, que en el fondo es liberal
pero que se siente fuertemente atraído por el marxismo. El mito nacionalista
está siendo en Europa fuertemente desacreditado merced al quiebre del fascismo;
sus nuevos brotes en los pueblos hasta ahora coloniales son aún demasiado imprecisos
como para emitir un juicio claro al respecto.
Aún una cosa
más debemos tener en cuenta en este inventario: oportunamente se ha señalado
que allí donde dominan verdaderamente las ideologías, es decir, en Europa,
América y Rusia, habría algo así como una desideologización de las masas. El
liberalismo y el socialismo habrían perdido en gran parte su carácter
universal, el momento del primer inicio combativo se habría evaporado y habría
quedado una ideología contrahecha muy pragmática que renunciaría a perseguir el
paraíso terrenal (lo que ambas originariamente prometían) y que en vez de esto
se conformaría con un estándar de vida suficiente que, por así decir, se
quedaría tranquilamente sobre el colchón del consumo. En esto hay ciertamente
mucho de cierto, pero no se debe exagerar esta ventaja. El bienestar puede
ciertamente sustituir con fuerza el anhelo de sentido en el hombre al ir
temporalmente tras el logro de la comodidad. Pero, a largo plazo, esto no puede
más que asfixiarlo. Sin duda, en la medida en que la ideología, de la que puede
prescindirse momentáneamente, quiera entrar de nuevo en escena, en ese momento
habrá una nueva situación que inquietará la comodidad del hombre. No es este el
lugar para presentar y refutar las ideologías nombradas. En vez de eso en este
contexto plantearemos la pregunta de la tarea positiva que le imponen en este
tiempo a la Iglesia. En primer lugar y de forma obvia, se perfila la tarea de
oponer la fe a las ideologías como la verdadera respuesta ante la búsqueda de
sentido del hombre. Pero quizás puede añadirse algo más. Incluso cuando el
hombre se equivoque, lo hace siempre porque le atrae un bien, que falsamente
prefiere a bienes superiores, y que a pesar de todo es un bien. De esta forma
en los caminos errados del tiempo debe haber valores visibles que atraigan a
los hombres y la tarea de la Iglesia será volver a sacar a la luz esos valores
y ponerlos en el lugar que les corresponde, lugar que el hombre ya no cree
poder encontrar más a su lado. El marxismo es una ideología de la esperanza, en
la que la esperanza de Israel y la fe esperanzada de los cristianos es
transformada en una promesa profana terrena, en la que sin embargo se pueden
reconocer constantemente los antiguos rasgos del Reino de Dios, transformado en
este caso en un reino humano. A este, el existencialismo ha opuesto una
filosofía de la falta de esperanza, en la que el hombre debe reconocer que nada
tiene sentido para, a pesar de todo, vivir tercamente resuelto a obrar lo
absurdo.
También en esta
perversión el existencialismo testimonia una vez más lo mismo que el marxismo:
el anhelo del hombre de una esperanza grande y relevante, de una promesa no
para sí mismo, cristianismo del siglo pasado se replegó un tanto hacia la
salvación del alma del individuo que se obtiene en el más allá, y no haya
hablado suficientemente fuerte de la salvación del mundo, de la esperanza
universal del cristianismo. De esa forma aumentaría su tarea de meditar a fondo
estas ideas y, simultáneamente, de nuevo oponer al nuevo ardor por la tierra,
que se constata en el hombre moderno, una consideración positiva de la tierra
como creación, que testimonie la grandeza de Dios y esté destinada a la
salvación en Cristo, que no sólo es cabeza de su Iglesia, sino también Señor de
la creación (Ef. 1, 22; Col. 2, 10; Fil 2, 9-10).
Se pueden
desarrollar consideraciones semejantes al analizar el liberalismo. La idea de
tolerancia, la atención a la libertad interior del resto de los hombres, la
incondicional voluntad de veracidad en contra de todo patrón mental, son los
verdaderos valores que en el liberalismo cree el hombre tener que buscar y que
se atribuye con derecho. ¿Teníamos que dejar que los otros los pusieran por
obra o no debíamos más bien recordar que todos y cada uno serían impensables
sin el cristianismo y que no se encontrarían en ningún otro lugar más que junto
a nosotros? El hombre de hoy que tiene tras sí la infeliz experiencia del
totalitarismo y que sigue teniendo la oportunidad de aprender intuitivamente
sobre la esencia de lo totalitario es por eso extraordinariamente sensible y
crítico contra toda muestra de comportamiento totalitario y precisamente por
eso se ha inclinado a huir a lo liberal. Además, rápidamente sospecha, detrás
de formas eclesiales tradicionales, como por ejemplo el Index o las prácticas
autoritarias, que en el catolicismo no podría haber ninguna verdadera lucha por
cuestiones espirituales, sino que sólo habría opiniones dirigidas desde arriba,
que deberán ser defendidas por aquel que no las afronta con veracidad personal;
temería en función de esto que el concilio no sería un auténtico concilio, que
no habría una verdadera búsqueda conjunta de la verdad. Sabemos que no es el
caso, pero ¿no deberíamos prestar mayor atención real que hasta ahora a vencer
las excusas de este tipo que el hombre pudiera aplicar a la Iglesia
precisamente en la medida en que examináramos todas nuestras oportunas praxis?
El Santo Padre [N. del E: el autor se refiere a Juan XXIII] ha anunciado que el
concilio que viene será sobre todo un concilio reformador, de tipo práctico.
Precisamente en este examen de viejas formas se abordarán una serie de misiones
que exteriormente podrán parecer quizás pequeñas, pero cuyo cumplimiento
requerirá mucho más que meras palabras para contribuir a volver a mostrar al
hombre contemporáneo la casa de la Iglesia como su casa paterna, en la que
pueda vivir alegre y seguro.
B. Consideraciones finales
Debemos
terminar, aunque es ahora cuando hemos llegado al verdadero núcleo: hasta ahora
nos hemos ceñido a hablar exclusivamente de la situación intelectual de la
humanidad fuera de la Iglesia —que ciertamente se está introduciendo de
diversas maneras en la Iglesia misma—, pero aún no de cuál sea la situación de
la Iglesia misma.
Y es que en la
Iglesia se da un rasgo de la situación moderna que no procede como algo
negativo de la embestida de la increencia, sino como algo positivo del
crecimiento de la fe. La Iglesia sigue viviendo bajo el soplo del Espíritu
Santo y precisamente en el último medio siglo ha vivido un tiempo de una
fecundidad muy especial, que ha generado en ella una situación que apenas se
podría imaginar en los tiempos del Vaticano I. De ahí que tal situación, que se
ha desarrollado a partir de la positiva abundancia de la nueva vida, empuje
precisamente hacia un esclarecimiento.
Si se entiende
por carisma toda acción del Espíritu de Dios, que más allá del orden
establecido del ministerio genera incalculablemente nueva vida en medio de la
Iglesia, entonces se puede decir que nuestro siglo estaría caracterizado por
dos grandes movimientos carismáticos que, sin embargo —esto es lo llamativo—,
parecen sostener una cierta oposición entre sí y que además realmente fueron y
son percibidos como contrarios.
Por un lado
está el Movimiento mariano, que recibió su gran impulso carismático
especialmente a través de Lourdes y Fátima y que también fue recogido y asumido
por la Iglesia entera en su ministerio eclesial, especialmente bajo Pío XII.
Frente a eso, por otro lado, está el Movimiento litúrgico que partió de las
grandes abadías benedictinas francesas, belgas y alemanas —Solesmes, Maredsous,
Beuron, Maria-Laach— y que hoy, tal como se ha puesto de manifiesto en el
Congreso Eucarístico Mundial de Munich en 1960, también ha llegado a ser algo
de toda la Iglesia, cuyo magisterio ha tomado postura claramente a favor de tal
movimiento por medio de Encíclicas, reformas litúrgicas y otras medidas. Por su
parte el Movimiento litúrgico ha generado un auténtico círculo de movimientos
concéntricos posteriores que van más allá de él mismo: entre sus consecuencias,
se llegó a un nuevo descubrimiento de la Iglesia que se tradujo en una
bibliografía sobre la Iglesia increíblemente rica y aún creciente; se produjo
además un nuevo descubrimiento de las Sagradas Escrituras y de los Santos
Padres; por su parte esto generó nuevas ocasiones en el diálogo con las
comunidades cristianas separadas, lo que encontró en ese tiempo un hondo
arraigo en el ministerio de la Iglesia a través del Secretariado “Ad unitatem
christianorum fovendam”.
Si resumimos un
poco y simplificadamente todos estos nuevos impulsos bajo el nombre “Movimiento
litúrgico” y lo oponemos a la corriente mariana, entonces debemos decir que
seríamos testigos de dos grandes movimientos que han crecido espontáneamente
desde el corazón de la Iglesia, que entre tanto han logrado gozar ambos de la
aprobación de su magisterio pero que curiosamente se enfrentan el uno al otro
como extraños. La piedad litúrgica, dicho con un tópico algo incierto, es
sacramentalmente-objetiva, la mariana sería personal-subjetiva; la piedad
litúrgica se sitúa bajo la ley “per Christum ad Patrem”, la mariana se
formularía: “per Mariam ad Iesum”. Y así podríamos seguir anotando varias
diferencias más, hasta los frecuentemente marcados límites geográficos, pues el
movimiento mariano se asienta en Italia y en países de carácter español y
portugués, mientras que el litúrgico eclesial más en Alemania y Francia. Es
obvio que no se puede exagerar este sorteo fronterizo porque en toda la Iglesia
existen hoy ambas realidades, únicamente que se mantienen diferentes acentos.
Esto puede mostrar nuevamente que la multitud de los pueblos es una riqueza de
la Iglesia, pues cada uno aporta su propio carisma a la unidad del Cuerpo de
Cristo y no nos podemos ni imaginar de qué manera pueda crecer esta nueva
riqueza de la Iglesia si se incorporan los carismas de Asia y África.
Pero quedémonos
con la cuestión de la relación de ambas corrientes espirituales, que están activas
hoy en la Iglesia. Parece que no estamos tan lejos de ver la unidad interna y
con ello de reconocer la dirección en la cual haya de ser promovido el
desarrollo posterior.
Cada vez se
hace más evidente cómo María no se presenta aislada en ella misma, sino que es
sin ninguna duda la forma e imagen primigenia de la Mater Ecclesia. Es el signo
vivo de que la piedad cristiana no se enfrenta al Dios solitario, de que en el
cristianismo no se trata exclusivamente de “Cristo y yo”, sino que en ello está
siempre presente el misterio mariano, de que el Yo siempre se encuentra
colocado en medio de la comunidad entera de los santos, cuyo centro es María,
la Madre del Señor. Ella es el signo de que Cristo no quería quedarse solo,
sino de que la humanidad salvada y creyente ha llegado a ser un Cuerpo con Él,
un único Cristo, “el Cristo total, cabeza y miembros”, tal como ha dicho San
Agustín con una belleza insuperable. De esta manera María remite a la Iglesia,
a la comunidad de los santos, que se configura en la adoración litúrgica. Será
una tarea de las próximas décadas dar alcance al movimiento mariano, a partir
de tales consideraciones, en el litúrgico, y ordenarlo a sus motivos teológicos
más importantes. El movimiento mariano debería dar al hombre litúrgico algo de
su calor entrañable, de su profundidad y emoción personal, de su profunda
disposición a la penitencia y a la expiación y, viceversa, podría recibir del
litúrgico algo de su santa sobriedad y claridad, de la santidad y de la
estricta seriedad de las antiguas grandes normas del orar y pensar cristianos,
que mantiene dentro de los límites la estimulada imaginación del corazón amante
y le muestra su lugar adecuado.
Aún nos queda
una cosa por decir al final: a la Iglesia en nuestro tiempo se le ha exigido el
máximo testimonio, el testimonio del sufrimiento. No se debe olvidar que el
último medio siglo ha dado, él solo, más mártires que los tres siglos completos
de la persecución romana a los cristianos. ¿Podemos creernos dejados de la mano
de Dios en un siglo que es capaz de tales testimonios? ¿Podemos quejarnos de la
poca fe y del cansancio de la Iglesia? Que la Iglesia es aún y más que nunca
Iglesia de los mártires es la garantía de que el poder del Espíritu Santo vive
inquebrantablemente en ella.
El signo del
sufrimiento es el signo de su vida invencible. Servir a esta vida será la tarea
del próximo concilio, que como un concilio de renovación tendrá no tanto la
tarea de formular doctrinas cuanto la de hacer posible de nuevo y de manera más
profunda el testimonio de la vida cristiana en el mundo de hoy, de que muestre
verdaderamente que Cristo no es sólo un “Cristo ayer”, sino que es “Cristo
ayer, hoy y siempre” (Hebr. 13, 8).
Cardenal Joseph Frings – Joseph Ratzinger
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