La Ascensión del Señor
Durante aquellos cuarenta días después de su resurrección, Nuestro
Salvador estuvo preparando a sus apóstoles a sobrellevar la ausencia de Él
mediante el Consolador que había de enviarles.
Por espacio de cuarenta días fue visto por ellos y les habló de las
cosas concernientes al reino de Dios (Hechos 1, 3).
No fue éste un período en el que Jesús dispensara dones, sino más bien
durante el cual les dio leyes y preparó la estructura de su cuerpo místico, la
Iglesia. Moisés había ayunado unos días antes de promulgar la ley; Elías ayunó
cuarenta días antes de la restauración de la ley; y ahora, al cabo de cuarenta
días de haber resucitado, el Señor dejó asentados los pilares de su Iglesia y
estableció la nueva ley del evangelio. Pero los cuarenta días tocaban a su fin,
y Jesús les invita a que esperaran el día cincuenta o Pentecostés, el día del
jubileo.
Cristo los condujo hasta Betania, que era donde había de desarrollarse
la escena de la despedida; no en Galilea, sino en Jerusalén, donde había
sufrido, tendría efecto su ascensión a la morada del Padre celestial. Terminado
su sacrificio, en el momento en que se disponía a subir a su trono celestial,
levantó las manos, que ostentaban la marca de los clavos. Aquel ademán sería
uno de los últimos recuerdos que del Maestro conservarían los apóstoles. Las
manos se elevaron primero hacia el cielo y bajaron luego hacia la tierra como
si quisiera hacer descender bendiciones sobre los hombres. Las manos horadadas
distribuyen mejor las bendiciones. En el libro Levítico, después de la lectura
de la profética promesa del Mesías, venía la bendición del sumo sacerdote; así
también, tras mostrar que todas las profecías habíanse cumplido en Él, Jesús se
dispuso a entrar en el santuario celestial. Las manos que sostenían el cetro de
autoridad en el cielo y sobre la tierra dieron ahora la bendición final:
Mientras los bendecía, separóse de
ellos, y fue llevado arriba al cielo... (Lc 24, 51).
Y se sentó a la diestra de Dios (Mc 16, 9).
Y ellos, habiéndole adorado, volviéronse a Jerusalén con gran gozo; y
estaban de continuo en el templo, alabando y bendiciendo a Dios (Lc 24, 52-53).
Si Cristo hubiera permanecido en la tierra, la vista habría sustituido a
la fe. En el cielo ya no habrá fe, porque sus seguidores verán; no habrá
esperanza, porque poseerán; pero habrá caridad o amor, porque el amor dura
eternamente. Su despedida de este mundo combinó la cruz y la corona, como
sucedía en cada detalle, por pequeño que fuera, de su vida. La ascensión se
realizó en el monte Olivos, a cuyo pie se encuentra Betania. Llevó a sus
apóstoles a través de Betania, lo que quiere decir que tuvieron que pasar por
Getsemaní y por el mismo sitio en que Jesús había llorado sobre Jerusalén. No
desde un trono, sino desde un monte situado por encima del huerto de retorcidos
olivos teñidos con su sangre, Jesucristo realizó la última manifestación de su
divino poder. Su corazón no estaba amargado por la cruz, puesto que la
ascensión era el fruto de aquella crucifixión. Como Él mismo había declarado,
era necesario que padeciera para poder entrar en su gloria.
En la ascensión el Salvador no abandonó el ropaje de carne con que había
sido revestido; porque su naturaleza humana sería el patrón de la gloria futura
de las otras naturalezas humanas que le serían incorporadas por medio de la
participación de su vida. Era intrínseca y profunda la relación existente entre
su encarnación y su ascensión. La encarnación o el asumir una naturaleza humana
hizo posible que Él sufriera y redimiera. La ascensión ensalzó hasta la gloria a
aquella misma naturaleza humana que había sido humillada hasta la muerte.
Si hubiera sido coronado sobre la tierra en vez de ascender a los
cielos, los pensamientos que los hombres habrían concebido sobre Él habrían
quedado confinados a la tierra. Pero la ascensión haría que las mentes y los
corazones de los hombres se elevaran por encima de lo terreno. Con relación a
Él mismo, era justo que la naturaleza humana que Él había usado como
instrumento para enseñar y gobernar y santificar participara de la gloria, de
la misma manera que había participado de su oprobio. Resultaba muy difícil de
creer que Él, el Varón de dolores, familiarizado con la angustia, fuese el
amado Hijo en quien el Padre se complacía. Era difícil de creer que Él, que no
había bajado de una cruz, pudiera subir ahora al cielo, o que la gloria
momentánea que irradió su cuerpo en el monte de la Transfiguración fuera ahora
una peculiaridad suya permanente.
La ascensión disipaba ahora todas estas dudas al introducir su
naturaleza humana en una comunión íntima y eterna con Dios.
Habíanse mofado de aquella naturaleza humana que había asumido al nacer,
cuando los soldados le vendaron los ojos y le pedían que adivinara quién le
golpeaba. Burláronse de Él en cuanto profeta. Mofáronse de Él como rey al
ponerle un vestido real y por cetro una caña. Finalmente se burlaron de Él como
sacerdote al desafiarle, a Él, que se estaba ofreciendo como víctima, a que
bajase de la cruz. Con la ascensión se vindicaba su triple ministerio de
Maestro, rey y sacerdote. Pero la vindicación sería completa cuando viniera en
su justicia, como juez de los hombres, en la misma naturaleza humana que de los
hombres había tomado. Ninguno de los que serían juzgados podría quejarse de que
Dios ignora las pruebas a que están sometidos los humanos. Su misma aparición
como el Hijo del hombre demostraría que Él había librado las mismas batallas
que los hombres y sufrido las mismas tentaciones que los que comparecían ante
el tribunal de la justicia divina. La sentencia que dictara Jesús hallaría
inmediatamente eco en los corazones.
Otro motivo de la ascensión era que Jesús pudiera abogar en el cielo
ante su Padre con una naturaleza humana común al resto de los hombres. Ahora
podía, por así decirlo, mostrar las llagas de su gloria no sólo como trofeos de
victoria, sino también como insignias de intercesión. La noche en que fue al
huerto de los Olivos oró como si ya estuviera en la mansión celestial, a la
diestra de su Padre; la plegaria que dirigió al cielo era menos la de un
moribundo que la de un Redentor ya ensalzado a la gloria.
Para que el amor con que me has amado esté en ellos, y yo en ellos (Jn
17,26).
En el cielo sería no solamente un abogado de los hombres delante del
Padre, sino que también enviaría al Espíritu Santo como abogado del hombre
delante de Él. Cristo, a la diestra del Padre, representaría a la humanidad
ante el trono del Padre; el Espíritu Santo, habitando con los fieles,
representaría en ellos al Cristo que fue al Padre. En la ascensión Cristo elevó
al Padre nuestras necesidades; merced al Espíritu, Cristo el Redentor sería
llevado a los corazones de todos aquellos que quisieran poner fe en Él.
La ascensión daría a Cristo el derecho de interceder poderosamente por
los mortales:
Teniendo, pues, un gran sumo sacerdote, que ha pasado a través de los
cielos, Jesús, el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión. Porque no tenemos
un sumo sacerdote que sea incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, sino
uno que ha sido tentado en todo según nuestra semejanza, mas sin pecado (Hebr.
4,14 ss).
Fulton Sheen,Vida de Cristo, Editorial Herder pp. 491-494 – Cap 61. La Ascensión
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