San Pío V
el papa de las reformas tridentinas
Por Rodolfo Vargas Rubio
Hijo fiel de Santo Domingo
y Papa reformista
Antonio Ghislieri nació en Bosco (localidad entonces dependiente del ducado
de Milán y hoy perteneciente a la provincia piamontesa de Alessandria), el 17
de enero de 1504, siéndole impuesto en el bautismo el nombre del santo del día:
san Antonio, abad e iniciador de la vida cenobítica. Hijo de Paolo Ghislieri y
Domenica Augeria, su familia paterna era originaria de Bolonia y descendía de
estirpe senatorial, pero había caído en decadencia hasta el punto que se dice
que el padre del futuro papa se dedicaba al pastoreo de ovejas (patre
opilione). Ello no fue óbice para que a los catorce años postulara a la Orden
de Predicadores, en cuyo convento de Voghera fue admitido a los catorce años
gracias a su inteligencia, su seriedad y su rectitud de costumbres, notables en
una época en que la juventud se daba fácilmente a la disipación y la conducta
de muchos clérigos dejaba mucho que desear. Recordemos que es ésta la época de
la rebelión de Martín Lutero contra Roma. Como dominico, el joven fraile tomó
el nombre de Michele, el del santo arcángel batallador, presagio quizás de la
intrepidez que iba a desplegar en la defensa de la Iglesia y de la Cristiandad,
combatiendo a herejes e infieles. En 1519 emitió los votos solemnes en
Vigevano, continuando su formación intelectual en la Universidad de Bolonia.
Ordenado sacerdote en Génova en 1528, fue durante dieciséis años profesor
de teología en Pavía. También se desempeñó como maestro de novicios y prior de
algunos conventos dominicos, en los que anticipó las reformas que habría de
poner en práctica como pontífice. Pero no sólo en el ámbito disciplinario
destacó como partidario de la severidad; también en el doctrinal (de lo que
había ya dado pruebas en sus años de aprendizaje al sostener en Parma
públicamente treinta proposiciones contra los herejes y en defensa de la Sede
Apostólica): pidió y obtuvo el cargo de inquisidor de Como y Bérgamo. El norte
de Lombardía (ya infestado por las herejías de los valdenses, patarinos,
arnaldinos y humillados) era, en efecto, un campo peligrosamente propicio a la
expansión del Protestantismo por su proximidad y estrechas comunicaciones con
el Imperio (en el que había prendido la rebelión de Lutero como fuego en
estopa). Fue tal su celo en la defensa de la ortodoxia que el papa Julio III lo
nombró comisario general de la Inquisición Romana por recomendación del
cardenal Gian Pietro Caraffa. Convertido éste en papa con el nombre de Pablo
IV, preconizó a fray Michele Ghislieri obispo de Sutri y Nepi el 4 de
septiembre de 1556. El 14, en la festividad de la Exaltación de la Cruz, el
celoso dominico recibía la consagración episcopal en la Capilla Sixtina, de
manos del cardenal Giovanni Michele Saraceni, asistido por los obispos Giovanni
Beraldo de Telese y Nicola Majorano de Molfetta.
Contemporáneamente al gobierno pastoral, Pablo IV le confió también la
Inquisición de Milán y Lombardía. El aprecio que le tenía el Romano Pontífice
se hizo patente cuando lo creó cardenal del orden presbiteral en el consistorio
del 15 de marzo de 1557, entregándole el rojo capelo y asignándole el título de
Santa María sopra Minerva (hermosa iglesia gótica de los dominicos) nueve días
más tarde. Al año siguiente, el cardenal Ghislieri era nombrado Gran
Inquisidor. En 1559, a la muerte de su benefactor el papa Caraffa, participó en
el cónclave que eligió a Giovanni Angelo de Médicis (que, a pesar de su
apellido, no pertenecía a la dinastía florentina, sino a una familia del
patriciado milanés). El nuevo papa tomó el nombre de Pío IV y uno de sus
primeros actos fue crear cardenales a dos de sus sobrinos (consistorio de 31 de
enero de 1560), lo que le valió el ser considerado favorecedor del nepotismo y
le enfrentó con los espíritus reformistas de la época (recordemos que el
Concilio de Trento se encontraba ya muy avanzado y en sus fases finales), uno
de los cuales era el cardenal Alejandrino (como era conocido Ghislieri a causa
de su patria). En descargo del pontífice hay que decir que, al menos por lo que
respecta a uno de sus nepotes, la promoción a la sagrada púrpura fue
afortunada, ya que se trataba nada menos que de Carlos Borromeo, hijo de su
hermana Margherita.
El 17
de marzo de 1560 fue trasladado el cardenal dominico a la sede de Mondovì en el
Piamonte. De esta manera alejaba de Roma Pío IV a aquel en quien veía un incómodo
opositor, que se mantenía fiel a los Caraffa, familiares de Pablo IV. Ello no
impidió que se opusiera eficazmente a la pretensión del Papa de crear cardenal
a un adolescente: Fernando de Médicis, hijo del Gran Duque de Toscana, que hubo
de esperar a tener la mayoría de edad (fijada entonces en catorce años para los
príncipes). Gobernó su nueva diócesis de acuerdo con el espíritu del concilio
ecuménico, lo que le valió más de un disgusto con el duque de Saboya, a quien
no quería permitir la conculcación de los derechos de la Iglesia. En uno de
esos conflictos salió en defensa de la joven congregación barnabita, fundada
por san Antonio María Zaccaria y una de las pioneras de la reforma tridentina.
Entretanto, moría en Roma el 9 de diciembre de 1565 el papa Pío IV.
El Papa heredero de Trento
Reuniose el cónclave el 20 de diciembre sucesivo. Se daba la circunstancia
que el Sacro Colegio contaba justo setenta miembros en aquel momento (aunque
aún no se había fijado formalmente ese número como el máximo, cosa que haría
Sixto V algunos lustros después). Sin embargo, dieciocho cardenales se hallaban
ausentes, uno murió durante el cónclave y dos se pusieron enfermos y no
pudieron votar. En total, pues, fueron cuarenta y nueve los purpurados que se
hallaron presentes en la elección –el 7 de enero de 1566– del cardenal
Alejandrino, que fue posible gracias a su buena fama y al apoyo decidido de
Carlos Borromeo, el influyente nepote del papa difunto, que apreciaba
sinceramente al recto dominico y veía en él al hombre capaz de llevar adelante
con mano firme la reforma tridentina. Se cuenta que Michele Ghislieri, al serle
comunicada formalmente su elección dijo: “Cuando me hice dominico, tuve
fundadas esperanzas de salvarme; al convertirme en cardenal, me entraron las
dudas; ahora que soy el Papa, casi puedo desesperar de ello” (Factus primum
Dominicanus coepi de salute mea sperare; dein Cardinalis dubitare, nunc factus
Papa plane desperare). Tomó el nombre de Pío V en homenaje a su predecesor,
queriendo con ello mostrar que, a pesar de no haberle sido propicio, no
guardaba hacia él ningún resentimiento. Fue coronado el 17 de enero, diez días
después de su elección según la costumbre (y en su onomástico y genetlíaco),
por el cardenal Giulio Feltrio de la Rovere, proto-diácono de San Pedro ad
Vincula. Comenzaba un reinado decisivo y fecundo aunque no destinado a ser
prolongado.
Una vez sobre el sacro solio, san Pío V dio inmediatas muestras de su
voluntad de poner en práctica el nuevo espíritu de auténtica reforma de la Iglesia,
in capite et in membris. Por de pronto, las sumas de dinero destinadas a los
festejos de su elección las hizo distribuir entre los pobres y despidió al
bufón de corte de su predecesor (resabio del aseglaramiento que llegó a invadir
el entorno del Papado de Roma, en el que habían triunfado ciertos usos del Bajo
Imperio). Formó asimismo una comisión presidida por los cardenales Borromeo,
Sirleto, Alciati y Savelli para acabar con la relajación del clero secular
romano e imponer la nueva disciplina tridentina. En lo personal, no cambió sus
morigeradas costumbres: siguió durmiendo sobre un jergón de paja y conservó sus
hábitos dominicos bajo los ropajes pontificales (esta decisión personal, dicho
sea de paso y como dato curioso, parece –según algunos– haber influenciado en
lo sucesivo el atuendo de los Papas, cuya sotana conservó desde entonces el
color blanco de los frailes predicadores, que reemplazó al rojo, el propio de
los Romanos Pontífices). El programa del nuevo reinado había quedado plasmado
en la alocución del 12 de enero al Sacro Colegio: aplicar a la letra el
Concilio de Trento (que había sido clausurado el 4 de diciembre de 1563),
combatir la herejía, mantener la concordia entre los príncipes cristianos y
organizar la resistencia contra la amenaza turca.
La primera disposición importante del papa Ghislieri relativa a la puesta
por obra de los decretos tridentinos fue la publicación en 1566 del Catecismo
Romano (Catechismus Romanus ad parochos), en el que se ofrecía a todos los
sacerdotes con cura de almas un compendio de la doctrina católica, tal como
había sido expuesta y definida en el XIX concilio ecuménico, para que la
expusieran al pueblo. Su importancia es tal que hasta la aparición del
Catecismo de la Iglesia Católica en 1992 gozó de la máxima autoridad como
manual y guía de teología. En realidad, el texto había sido encargado por Pío
IV a una comisión de teólogos de renombre bajo la supervisión del cardenal
nepote Borromeo, el cual, una vez terminada la versión italiana y revisada por
el cardenal Sirleto, dispuso que fuera traducida al latín clásico por los
humanistas Julius Pogianus y Paolo Manuzio (hijo del célebre impresor Aldo
Manuzio, que publicó las obras de Erasmo). La estructura del catecismo dio la
pauta, en lo sucesivo, para todos los libros de esta clase, hallándose dividido
en cuatro partes: 1) el estudio del Credo o Símbolo de los Apóstoles (lo que
hay que creer), 2) el estudio de los siete Sacramentos (lo que hay que
recibir), 3) el estudio del Decálogo (lo que hay que obrar) y 4) el estudio de
la Oración dominical o Pater noster (lo que hay que esperar). En resumen, la fe
(1), en virtud de la gracia (2), se hace operativa por la caridad (3) y da
fundamento a la esperanza (4).
La gran reforma litúrgica tridentina
Pero no sólo en lo doctrinal actuó san Pío V lo establecido en Trento:
especial relieve cobra su obra de codificación litúrgica, tanto más necesaria
cuanto que el Protestantismo estaba consiguiendo imponer sus herejías mediante
la modificación de la manera pública de orar. En la Iglesia Católica siempre
hubo variedad de ritos, pero así como en el Oriente se conservó su
multiplicidad, en Occidente se fue tendiendo poco a poco a la unidad, gracias
sobre todo al carácter universal del latín. Por la época anterior a la Reforma
existían al lado del rito romano (ampliamente difundido por la orden
franciscana en la mayor parte de la Cristiandad occidental) otros usos propios
de ciertas diócesis y órdenes religiosas. El paso del tiempo había introducido
muchos elementos espurios en los diferentes libros litúrgicos y el gusto por la
Antigüedad clásica –a veces excesivo– había llegado a contaminar la pureza del
culto cristiano con adherencias paganizantes, especialmente en el rezo del
oficio divino.
Un primer intento de reforma de éste fue el del cardenal Quiñones,
franciscano español, que compuso por orden de Clemente VII el Breviarium
Sanctae Crucis, que conoció un grandísimo éxito entre el clero, aunque hay que
decir que, sobre todo, porque se trató de una radical e implacable poda de
todos los elementos corales y una reducción drástica del tiempo dedicado a las
horas canónicas. Pío V, pues, renovó la comisión tridentina para la reforma del
breviario (que se hallaba trabajando en ello desde el pontificado de su
predecesor) y estableció como principio que no se debía hacer tabla rasa de la
tradición litúrgica de la Iglesia, sino conservar lo que era herencia cierta de
los Padres y los aportes de los siglos anteriores que valía la pena mantener,
así como corregir y extirpar los elementos inauténticos que se habían deslizado
dentro de la liturgia del oficio. Así pues, mediante la bula Quod a Nobis de 9
de julio de 1568, Pío V publicaba la primera edición típica del Breviarium
Romanum, que establecía de modo estable para lo sucesivo la regla del oficio
divino en el ámbito del rito romano.
Con los mismos criterios de respeto a la venerable tradición litúrgica de
la Iglesia de Roma y afán de unidad en la plegaria emprendió el Papa también la
revisión del Misal, que se imponía una vez publicado el Breviario por el
principio de conformidad de la misa y el oficio. El Santo Padre convocó a los
sabios más diligentes y eruditos para que estudiaran los códices de
sacramentarios y misales disponibles entonces en la Biblioteca Apostólica
Vaticana. Su labor fue encomiable y dio por resultado una edición del Missale
Romanum que era básicamente la misma de la primera del misal de la Curia Romana
que dio la imprenta en 1474 (Mediolanense), la cual a su vez podía rastrearse
hasta el misal de la época de Inocencio III y el Concilio IV de Letrán (siglo
XIII), que era deudor de los sacramentarios más antiguos (entre ellos el
gregoriano). De esta manera, puede concluirse que san Pío V de ningún modo se
inventó la misa comúnmente conocida con su nombre: simplemente codificó y
canonizó el rito romano transmitido y en uso en la curia papal desde la
Antigüedad y expurgado de los añadidos abusivos de la Edad Media (tropos,
prosas, etc.). Y ello hizo con respeto de ciertos usos particulares que
pudieran acreditar una cierta antigüedad (doscientos años) y continuidad, los
cuales podrían coexistir con su misal. Éste fue promulgado mediante la
celebérrima bula Quo primum tempore de 14 de julio de 1570, en la cual, además,
hizo constar un indulto perpetuo para que cualquier sacerdote pudiera rezar o
cantar la misa con arreglo al rito establecido por aquélla y que reinaría
incontestado en el ámbito latino por exactamente cuatrocientos años.
El guardían de la ortodoxia
Por lo que respecta a la lucha contra la herejía, san Pio V dio un nuevo
impulso a la Inquisición romana, que conviene no confundir con otros tribunales
nacionales que bajo el mismo nombre actuaban más como instrumentos al servicio
del Estado que como instituciones espirituales (por ejemplo: las inquisiciones española,
portuguesa y véneta) en un tiempo en el que la unidad de la fe era la mayor
garantía de la unidad social y política. La Congregación de la Sacra, Romana y
Universal Inquisición del Santo Oficio era al tiempo que nos ocupa una
estructura de reciente creación, habiendo sido instituida por Pablo III
mediante la bula Licet ab initio de 21 de julio de 1542. Consistía en una
comisión permanente de cardenales y prelados bajo la directa dependencia del
Papa que tenía por objeto mantener y defender la integridad de la fe católica
contra los errores, herejías y falsas doctrinas. Para ellos contaba con un
tribunal que entendía en toda clase de causas en las que estaban en juego la fe
y las costumbres y castigaba a los infractores de acuerdo a un procedimiento establecido
que se había ido perfilando gracias a la experiencia de la Inquisición
medieval, institución de circunstancia establecida por Lucio III y
perfeccionada por Inocencio III, Honorio III y Gregorio IX para reprimir el
movimiento cátaro, pero que, con el transcurso del tiempo adquirió una
presencia permanente, siendo confiada a los dominicos.
La Inquisición romana fue una natural continuación de la medieval, teniendo
que enfrentarse a un peligro de más vasto alcance que el del catarismo como lo
era la herejía protestante. Bajo el pontificado de san Pío V los autos de fe
adquirieron una relevancia y regularidad con las que se buscaba la ejemplaridad
y el escarmiento. Los procesos tenían más garantías que en los tribunales
seculares. De hecho, el arzobispo toledano Bartolomé de Carranza se salvó de
una condena segura por la Inquisición española gracias a la intervención del
Papa, que abocó en 1567 su causa a la Inquisición romana, por la que, después
de muchas complicaciones, acabó siendo absuelto. Diversa suerte corrieron otros
dos célebres acusados: el protonotario apostólico Pietro Carnesecchi y el
humanista Aonio Paleario convictos de luteranismo. Sus respectivos suplicios
(en 1567 y 1570) mostraron que el tribunal papal no reparaba en consideraciones
de rango y prestigio cuando se trataba de reprimir la herejía.
Otra iniciativa del papa Ghislieri a favor de la ortodoxia fue la creación
de la Congregación del Índice en 1571 con el objeto de mantener actualizado el
Index Librorum Prohibitorum et Expurgatorum, catálogo de obras cuya lectura se
consideraba perniciosa para las almas. El Índice había sido publicado por
primera vez Pablo IV en 1559 (Index Paulinus) por indicación del Concilio de
Trento. Una segunda edición salió bajo Pío IV en 1564 (Index Tridentinus).
Gracias a san Pío V y el nuevo dicasterio por él fundado, fue posible, pues, ir
poniendo al día regularmente el Índice. Su última edición aparecería bajo Pío
XII 1948, desapareciendo definitivamente en 1966 por decisión de Pablo VI. A la
Congregación del Índice llegaban todos los libros sospechosos de contenido
herético, peligroso o escandaloso. Eran cuidadosamente examinados y, si
procedía, oportunamente expurgados de las partes juzgadas nocivas o totalmente
proscritos. Esta actividad ha de considerarse distinta de la censura
eclesiástica de libros impresos, instituida por León X mediante la bula Inter
sollicitudines de 14 de mayo de 1515.
El Papa y las potencias europeas
Con los príncipes temporales intentó san Pío V mantener buenas relaciones,
aunque no siempre fue fácil, ni siquiera con los más fieles. Se enfrentó, así,
al propio Felipe II de España por su tendencia cesaropapista, ya que –aunque de
buena fe y basándose en el privilegio de Regio Patronato, que regulaba las
relaciones de la Iglesia y el Estado– el monarca reivindicaba el derecho de
placet y el de exsequatur, especie de visados regios para la aplicación de los
decretos de la Santa Sede en los dominios de la Corona, juzgados abusivos por
el Papa. La oposición del Rey Prudente a la publicación anual de la bula In
Coena Domini (que debía leerse desde todos los púlpitos cada Jueves Santo para
dar a conocer censuras eclesiásticas), especialmente en el Reino de Nápoles
(que pertenecía entonces a España), provocó una grave tensión con Roma. Sólo la
habilidad del nuncio Giovan Battista Castagna (futuro y efímero papa como
Urbano VII) impidió la ruptura, que hubiera podido tener insospechadas y
catastróficas consecuencias (tales como un cisma al estilo anglicano). Al fin y
al cabo, Felipe II era el campeón del Catolicismo en Europa.
El Papa hubo también de vencer las reticencias del Emperador. Maximiliano
II, que, educado entre protestantes, se mostraba simpatizante hacia el
luteranismo, aunque deseaba sinceramente el entendimiento entre católicos y
reformados. El cardenal legado Gian Francesco Commendone, enviado por san Pío V
al Imperio y Polonia, supo ganarse la simpatía de los príncipes católicos y
logró que la Dieta de Augsburgo aceptara los decretos tridentinos. Pero su
mayor logro fue convencer al Emperador para sostener la causa católica. De este
modo quedó preparado el campo para la fecunda acción recatolizadora de san
Pedro Canisio en Alemania. En cuanto a Polonia, se reafirmó como la avanzada
católica en el extremo oriental de Europa, lo que compensaba de algún modo la
total defección de los reinos escandinavos. En Francia, azotada por las guerras
de religión, el Papa apoyó decididamente al partido católico contra los
hugonotes, que habían adquirido una gran preponderancia y constituían una seria
amenaza, pretendiendo tomar el poder. Puso en guardia a la reina madre Catalina
de Médicis contra el entorno hugonote de su hijo el rey Carlos IX.
Pero el mayor peligro se hallaba en Inglaterra y Escocia. Tras el cisma
anglicano de Enrique VIII y la protestantización bajo Eduardo VI por obra de
Cranmer, el primero de los dos reinos había conocido un intento de vuelta a
Roma con María Tudor (1553-1558). Su muerte sin hijos de su esposo Felipe II de
España hizo recaer la corona en su media hermana Isabel (la hija de Ana
Bolena), que en cierta manera debía la vida y el trono a su cuñado (del cual
acabaría volviéndose enemiga irreconciliable). La nueva reina era en realidad
escéptica en materia de religión, por lo que su decisión de favorecer el protestantismo
fue simplemente el producto de un pragmático cálculo político. La abierta
hostilidad con Roma tuvo como motivo el apoyo de san Pío V a la infortunada
reina escocesa María Estuardo, de conducta un tanto imprudente pero sincera y
ferviente católica, que había sido hecha prisionera y obligada a abdicar en
1567. Con ello Escocia quedó a la completa merced de los presbiterianos
(calvinistas). La reina María logró escapar de sus súbditos rebeldes y pidió la
hospitalidad de su prima Isabel I, la cual respondió haciéndola apresar y
encerrar sucesivamente en diferentes castillos. Y es que la Tudor temía por su
corona al ser la Estuardo en derecho la legítima reina de Inglaterra, pero su
acto arbitrario provocó que sus vasallos católicos –ya hartos del hostigamiento
de que eran objeto por su religión– se soliviantaran y prepararan un complot
contra la que consideraban una usurpadora, para destronarla y poner en su lugar
a la reina María, con la ayuda de Felipe II. El levantamiento de 1569 fracasó y
fue duramente castigado por Isabel, que hizo morir cruelmente torturados a más
de mil católicos. El Papa reaccionó mediante la bula Regnans in excelsis de 25
de febrero de 1570, por la excomulgaba a Isabel I, desligando a sus súbditos
del juramento de fidelidad. Desgraciadamente, eran otros tiempos y las
excomuniones papales ya no hacían ir a Canossa. A John Felton, que se atrevió a
fijar la bula papal en las puertas del palacio del obispo de Londres, se le
capturó y sometió a una muerte atroz. Inglaterra se perdía definitivamente para
Roma y la persecución contra los católicos iba a recrudecer.
Campeón de la Cristiandad
En la lucha contra los infieles tuvo, en cambio, más suerte san Pío V. Los
turcos, no contentos con haber tomado en 1453 a sangre y fuego Constantinopla,
querían apoderarse de toda la Cristiandad, cuyas fronteras occidentales
asediaron constantemente, aunque sin éxito. En 1565 emprendieron el sitio de
Malta, donde desde 1530 estaban asentados los Caballeros Hospitalarios de San
Juan por concesión del emperador Carlos V tras la pérdida de Rodas. Gracias a
la intervención española, el sitio fue levantado, pero los turcos se lanzaron
sobre las islas Cícladas y del Egeo Central, tomando Quíos, Naxos, Andros y
Ceos. De allí se dirigieron al Adriático y amenazaron Ancona, adonde el Papa
envió un ejército de 4.000 hombres para su defensa, al tiempo que proclamaba un
jubileo para el triunfo cristiano en la guerra contra el Turco el 21 de julio
de 1566. El sucesor de Solimán, Selim II, odiaba el nombre de cristiano y lanzó
una nueva ofensiva, invadiendo Chipre. Nicosia fue tomada el 15 de agosto de
1570 a costa de 15.000 cristianos muertos y más de 2.000 reducidos a
esclavitud.
Los infieles se lanzaron entonces a la conquista de Famagusta, la segunda
ciudad chipriota, defendida por el veneciano Marcantonio Bragadin, que pidió
auxilio al Romano Pontífice. Éste convocó a los príncipes cristianos, logrando
reunir una coalición en la que participaron Felipe II de España, las repúblicas
de Venecia y Génova, el duque de Saboya, el gran duque de Toscana, el Estado
Pontificio y los Caballeros de Malta. Famagusta fue, entretanto, tomada a
traición por los turcos, que no respetaron los términos de la capitulación
negociada por Bragadin, el cual fue desollado vivo. Fue ésta la señal de la
ofensiva cristiana. La armada comandada por don Juan de Austria, hermano
natural de Felipe II se enfrentó a la flota del Sultán dirigida por Alí Pachá
en el golfo de Lepanto (entre el Peloponeso y Epiro). El 7 de octubre de 1571,
tras un intenso combate naval, las armas cristianas reportaron una decisiva
victoria, que proporcionó un gran alivio a la Cristiandad amenazada y un gozo
indecible al Papa, que mandó conmemorar cada año en tal día a la Virgen –a la
que atribuía el triunfo por habérselo encomendado, a fuer de buen dominico,
mediante el rezo del rosario– bajo la advocación de Nuestra Señora de la
Victoria. También ordenó que en las Letanías Lauretanas se añadiera la
invocación “Maria Auxilium christianorum, ora pro nobis”.
El pontificado de un santo
Otros actos del pontificado de san Pío V dignos de mención son: la
prohibición de enajenar o mediatizar el patrimonio territorial de la Iglesia;
la represión de la prostitución; la prohibición de las corridas de toros
–traídas a Roma por los valencianos Borgia– como espectáculo bárbaro y cruel
(con lo que este pontífice se convirtió en el primer papa abiertamente defensor
de los animales); la persecución de la blasfemia, y la condenación de las tesis
erróneas –antecesoras del jansenismo– del profesor de Lovaina Miguel Bayo sobre
la gracia (Denzinger, 881-959).
Puede decirse que el papa Ghislieri fue el hombre providencial que
necesitaba la Iglesia para llevar adelante las reformas del Concilio
Tridentino. No debía nada a una cuna ilustre y se hallaba, por tanto, fuera del
círculo e intereses de las grandes familias italianas cuyos miembros se habían
sucedido sobre el solio de Pedro (Borgia, della Rovere, Médicis, Farnese,
Caraffa). Era un observante miembro del clero regular, ajeno a las intrigas de
la corte romana y a lo que hoy llamaríamos “carrierismo”. Y, sobre todo, estaba
impregnado de un gran sentido sobrenatural, el mismo que le permitió acometer
con firmeza y confianza en Dios las impostergables reformas en la Iglesia,
enfrentarse a los príncipes de este mundo y combatir al infiel, conjurando
personalmente su formidable amenaza mediante la devoción a la Virgen.
Aquejado de mal de piedra debido a una hipertrofia prostática, el Santo
Padre murió rodeado de sus cardenales el 1º de mayo de 1572, a la edad de 68
años. Fue beatificado por Clemente X en 1672 y canonizado por Clemente XI el 4
de agosto de 1712. Sus restos reposan en una urna situada en la Capilla Sixtina
de la basílica romana de Santa María la Mayor. Celébrase su fiesta el 5 de mayo
de acuerdo con el calendario del Misal que lleva su nombre y que por sí solo es
ya un motivo suficiente para venerar su gloriosa memoria.
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