En alguna ocasión negar la misericordia es
el único modo de defenderla de su adulteración. El Cardenal Kasper lo afirma
con claridad en su libro Misericordia:
«Una posterior falta de comprensión grave de la misericordia es la que induce a
desatender en nombre de la misericordia, el mandamiento divino de la justicia
(...) No podemos aconsejar, por una falsa misericordia, que alguien aborte» (p.
221). Una misericordia injusta no es misericordia. No se puede atentar contra
la dignidad humana en nombre de la misericordia.
Por eso mismo, para hablar de misericordia
en relación con el matrimonio es muy importante entender bien qué realidad de
dignidad humana está implicada en esta institución. No cabría misericordia
alguna que atentase contra dicha dignidad. Este bien es lo que la tradición
cristiana ha denominado vínculo
y es precisamente lo que ha considerado el sujeto real de la indisolubilidad que se
atribuye al matrimonio. Es el modo como el Concilio Vaticano II define el matrimonio como
una realidad trascendente: «Este vínculo sagrado, en atención al bien tanto de
los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión
humana» (GS 48), por lo que lo califica de indisoluble (n. 50). Es un término
intrínsecamente unido a la doctrina del matrimonio, pues el Concilio de Trento
se sirve de él en sus cánones 5 y 7 sobre este sacramento. Pero no se debe
entender como una expresión ajena al amor. El mismo amor en su verdad une las
personas mediante vínculos estables. El teólogo Kasper en su libro Teología del matrimonio habla
así: «En el vínculo de la fidelidad el hombre y la mujer encuentran su estado
definitivo. Se convierten en «un solo cuerpo» (Gn 2,24; Mc
10,8; Ef 5,31),
esto es, un nosotros-persona» (1978, 26).
Es decir, cuando se habla de justicia respecto de la
relación hombre y mujer sacramental se refiere al respeto de esta dignidad
intangible. Cualquier acercamiento a la pastoral matrimonial con el nombre de
la misericordia debe saber determinar la realidad del vínculo, si existe o no.
Sin esta aclaración previa cualquier posible actitud misericordiosa sería
claramente contraria a la justicia. El mismo Cardenal Kasper parece hacerse eco
de ello cuando afirma: «La indisolubilidad de un matrimonio sacramental y la
imposibilidad de un nuevo matrimonio durante la vida del otro partner «forma parte de la tradición de fe
vinculante de la Iglesia que no puede ser abandonada o disuelta apelando a una
comprensión superficial de la misericordia a bajo precio».
Por eso mismo, parece extraño que en la
larga relación del mismo Cardenal Kasper en el último consistorio no afronte en
ningún momento este argumento. Es más, que hable de guardar la justicia sin
referirse nunca al vínculo
sacramental como el bien de justicia a defender en el matrimonio
cristiano, rechazando cualquier ofensa al mismo. Esto es más notorio en cuanto
que el lenguaje de la Familiaris
consortio acerca del tema de los divorciados que buscan una nueva
unión se refiere explícitamente a este vínculo sacramental (nn. 83-84), que es
la base para el documento posterior de la Congregación para la Doctrina de la
Fe que precisamente salía para considerar inaceptable la propuesta de los
obispos de la alta Renania, entre los que se encontraba entre otros el mismo
Kasper, sobre los divorciados vueltos a casar.
Extraña todavía más que, al referirse el
cardenal a este vínculo indisoluble que atribuye a San Agustín, no haga la
menor mención de remitir tal indisolubilidad a su fundación divina. Más bien
sus palabras son de duda: «Hoy muchos tienen dificultad para comprenderla. No
se puede entender esta doctrina como una especie de hipóstasis metafísica al
lado o sobre el amor personal de los cónyuges; por otra parte no se agota en el
amor recíproco y no muere con él (GS 48; EG 66)». Es extraño que ese modo negativo de hablar del
vínculo y que destaca la dificultad de comprensión actual, no tome un paralelo
muy sencillo de comprender que ayuda precisamente a iluminar su valor sacramental. Es decir, el
bautismo, sacramento esencial de la fe, que permanece a pesar de la apostasía. Permanece
precisamente como principio
de misericordia de fidelidad
de Dios a sus promesas, tal como dice San Pablo: «aunque yo sea
infiel, Él permanece fiel porque no puede negarse a sí mismo».
Este don indisoluble del bautismo es
entonces precisamente la expresión de la misericordia
de Dios en el don indisoluble de ser hijo, que el mismo Cristo
expone como el principio dramático de la parábola del hijo pródigo.
La defensa del vínculo hasta la
indisolubilidad es entonces el modo como Dios ofrece su misericordia sobre el
matrimonio. «Su vínculo de amor se convierte en imagen y símbolo de la Alianza
que une a Dios con su pueblo» (FC 12). Esto une de forma muy directa el vínculo
indisoluble del matrimonio con el amor de los esposos dentro de una clara «primereidad»
de la gracia (para usar el neologismo del Papa Francisco) y como un modo de
guiar su libertad.
Pero queda claro que, para un
cristiano que quiere vivir de su fe, mantener una nueva unión contraria al
«vínculo sacro» del matrimonio es un atentado de grave injusticia contra el
vínculo divino que permanece, por lo que no cabe allí aplicar una pretendida
misericordia, que sería injusta y por eso mismo falsa.
Esto es muy importante, porque es el modo
como Juan Pablo II habló en sus Catequesis sobre el amor humano de la
«redención del corazón» para indicar la presencia de la gracia en el matrimonio
que hace capaz de vivir sus exigencias y como luego Benedicto XVI señala que «A
la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio
basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la
relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se
convierte en la medida del amor humano» (DCE 11).
La definitividad de la Alianza matrimonial
por encima de la debilidad humana no es un «yugo» como un peso insoportable,
sino ese «yugo suave» que nos une a Cristo porque lo lleva con nosotros. Es la
expresión real de la Nueva Alianza y la que supera por la gracia la «dureza del
corazón» que permitía el divorcio, como Jesucristo dice. El argumento real de la misericordia,
que encontramos en cambio ausente en la relación del cardenal alemán, llega a
conclusiones contrarias a las que él apunta.
El razonamiento precedente no es algo
extraño, proviene de los dos últimos Pontífices, que han dado un espacio enorme
a la consideración de la misericordia divina en la nueva evangelización; por
eso no deja de sorprender la ausencia de cualquier rastro de alusión a estas
interpretaciones. Es más, se pueden ver frases tomadas literalmente del libro
que hizo Kasper sobre la familia hace más de treinta años (el año 1978) del que
remite los argumentos e incluso del que toma la propuesta que presenta (cfr. p.
68). Se trata de una formulación muy antigua, anterior a Familiaris consortio, que
ignora casi todo lo que se ha dicho después en el Magisterio y la teología. En
este sentido, llama la atención que se sigue citando el libro de Cereti, que no
tuvo ninguna recepción entre los patrólogos por lo absolutamente forzado de sus
argumentos. El gran patrólogo jesuita Crouzel rechaza la tesis de Cereti y
califica el libro «un gran bluff». Un bluff que en cambio ahora se resucita y
puede ocasionar graves daños a la Iglesia. Las pocas referencias bibliográficas
a las que aduce son de esa época. Incluso se da el caso de que uno de los
autores citados se retractó tras la publicación de la Familiaris consortio de
las afirmaciones que Kasper cita a su favor.
Es decir, al menos el Cardenal tenía que
haber tenido en mente esta propuesta contraria a la suya, que se fundamenta de
forma muy directa en la misericordia, pero que ve precisamente la
indisolubilidad del vínculo como el gran don del amor divino a los esposos y su
defensa un testimonio real en el mundo de la presencia del Amor entre los hombres.
La consecuencia es obvia, no se puede
plantear la pretendida «solución pastoral» que ha propuesto en su relación el
cardenal Kasper, sin aclarar antes la existencia del vínculo. Por el modo de
razonar podría pensarse que el cardenal duda de la realidad de la permanencia
del vínculo cuando no hay razones humanas que la sostienen. Pero si esto es
así, es necesario tener la honestidad intelectual de proponer esto explícitamente como el
problema real a
afrontar, pues no es correcto querer presentar la «solución» como una cuestión
de tolerancia pastoral, que no va más allá del debate casuístico entre el
rigorismo y el laxismo, cuando lo que en verdad pone en juego un patrimonio
doctrinal asentado, unánimemente atestiguado por la Tradición más que milenaria
de la Iglesia.
Como conclusión a lo dicho, parece claro
que lo que se pone en verdad en cuestión en la propuesta de Kasper es la
existencia o no del vínculo indisoluble, pero eso no es solo un argumento
pastoral, por lo que va en contra de la intención reiteradamente proclamada por
el Papa Francisco de no querer cambiar nada en la doctrina. Hay que decir
también que, desde luego, un Sínodo no es el lugar adecuado para discutir en
realidad un tema doctrinal de tal alcance. Si esto es así, o se retira la
propuesta en su formulación por impropia ya que olvida los más elementales
argumentos contrarios, o se propone discutir la cuestión central atacada por
algunos teólogos; pero fuera de un ámbito sinodal. En definitiva,
teológicamente hablando, lo que ha propuesto el cardenal Kasper es un paso en falso porque ha
ocultado precisamente la cuestión fundamental. Él ha puesto sobre la mesa una
profunda cuestión doctrinal y es necesario que todo obispo que vaya al Sínodo
entienda en su justo alcance doctrinal los elementos claves de la propuesta
revolucionaria.
La simple base de una cierta constatación
de que hubiera existido alguna tolerancia en los primeros siglos con los
divorciados, es de una debilidad patente, por lo ambiguo de las afirmaciones,
aunque únicamente señale las
que testimonian esta tolerancia. Es un error confundir misericordia
y tolerancia, y una vez que en la Iglesia occidental se asentó la doctrina del
vínculo como modo de expresión real de la sacramentalidad del matrimonio se
comprendió la imposibilidad de una tolerancia respecto de una grave injusticia.
Esta misericordia, entonces, orienta
también el modo como la Iglesia es signo efectivo del perdón de Dios. El perdón
es la forma cómo la misericordia cura la herida causada por la infidelidad.
Curar esa herida, como bien ha indicado el Papa Francisco, debe ser el objetivo
privilegiado de toda pastoral. La unión profunda entre misericordia y fidelidad
que el cardenal reconoce como un signo de la revelación divina, expresa cómo
Dios revela el sentido de la conversión movida por la misericordia como
dirigida a la restauración de la Alianza original. Es la verdad que ha de ser
vivida por los esposos en su alianza sacramental. Quien permanece fiel al
matrimonio, aunque haya sido injustamente abandonado de modo irreversible, está
ofreciendo con su fidelidad un altísimo testimonio de la posibilidad de perdón
que hace posible la gracia. Se convierte así en testigo privilegiado de la
misericordia.
Así como el Dios que hace Alianza con su
pueblo, al que quiere perdonar del pecado de la idolatría, no tolera ningún
ídolo, como indica la analogía estrechísima entre monoteísmo y monogamia
enseñada por el Papa Benedicto XVI. La conversión del que ha sido infiel al
vínculo contraído sólo es verdadera si rompe cualquier otro presunto vínculo
que sea contrario al primero, al menos en lo que ataña a su significado
esponsal.
Ese es el perdón que viene de la
misericordia auténtica, que no es mera tolerancia y está muy lejos de la
cuestión casuística de la alternativa entre rigorismo y laxismo. Es la
verdadera medicina que cura la grave herida de la infidelidad. La única
medicina eficaz que el «hospital de campaña» que debe ser la Iglesia puede
ofrecer si no quiere traicionar a los heridos y engañar a los sanos. Sólo así
el pecado de adulterio deja de ser el único pecado que podría perdonarse sin
arrepentimiento ni conversión.
P. Juan Pérez-Soba, sacerdote y doctor en Teología en
matrimonio y familia por el Pontificio Instituto Juan Pablo II
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