Entrevista concedida por
el Papa Francisco
a Ferruccio de Bortoli
director del periódico italiano
Corriere della Sera
Un año ha transcurrido desde aquel simple buona sera que conmovió al
mundo. El lapso de doce meses tan intensos no alcanza para contener la gran
masa de novedades y signos profundos de la innovación pastoral de Francisco.
Nos encontramos en un pequeño salón en Santa Marta. La
única ventana da a un patio que abre un minúsculo ángulo de cielo azul. El Papa
aparece de improviso por una puerta, con la cara distendida y sonriente. Se
divierte con los varios grabadores que la ansiedad senil del periodista colocó
sobre la mesa. «¿Funcionan todos? ¿Sí? Menos mal». ¿El balance de este año? No,
los balances no le gustan. «Yo sólo hago balance cada 15 días, con mi
confesor».
–Santo Padre, usted cada tanto llama por teléfono a los
que le piden ayuda. Y algunas veces no le creen que sea usted?
Sí, ya me ha pasado. Cuando uno llama es porque tiene
ganas de hablar, una pregunta que hacer, un consejo que pedir. Cuando era cura
en Buenos Aires, era más fácil. Y a mí me quedó esa costumbre. Es un servicio.
Me sale así. Pero es cierto que ahora no es tan fácil hacerlo, dada la cantidad
de gente que me escribe.
–¿Hay alguno de esos contactos que recuerde con
particular afecto?
Una señora viuda de 80 años que había perdido a su hijo.
Me escribió. Y ahora le pego una llamadita una vez por mes. Ella está feliz, y
yo hago de cura. Me gusta.
–Respecto de su relación con su predecesor, Benedicto
XVI, ¿alguna vez le pidió un consejo?
Sí, el Papa emérito no es una estatua de museo. Es una
institución, a la que no estábamos acostumbrados. Sesenta o setenta años atrás,
la figura del obispo emérito no existía. Eso vino después del Concilio Vaticano
II, y actualmente es una institución. Lo mismo tiene que pasar con el Papa
emérito. Benedicto es el primero y tal vez haya otros. No lo sabemos. Él es
discreto, humilde, no quiere molestar. Lo hablamos y juntos llegamos a la
conclusión de que era mejor que viera gente, que saliera y participara de la
vida de la Iglesia. Una vez vino hasta acá en ocasión de la bendición de la
estatua de San Miguel Arcángel, después a un almuerzo en Santa Marta, y después
de Navidad le devolví la invitación a participar del consistorio, y él aceptó.
Su sabiduría es un don de Dios. Algunos hubiesen querido que se retirara a una
abadía benedictina muy lejos del Vaticano. Y yo pensé en los abuelos, que con
su sabiduría y sus consejos le dan fuerza a la familia y no merecen terminar en
una casa de retiro.
–A nosotros nos parece que su modo de gobernar la Iglesia
es así: usted escucha a todos y después decide solo. Un poco como el padre
general de los jesuitas. ¿El Papa es un hombre solo?
Sí y no, pero entiendo lo que me quiere decir. El Papa no
está solo en su trabajo porque es acompañado por el consejo de muchos. Y sería
un hombre solo si decidiese sin escuchar a nadie o fingiendo que escucha. Pero
hay un momento, cuando se trata de decidir, de poner la firma, en el cual queda
solo con su sentido de la responsabilidad.
–Usted ha innovado, ha criticado algunas actitudes del
clero, ha revolucionado la curia. Con algunas resistencias y algunas
oposiciones. ¿La Iglesia ya cambió como usted quería hace un año?
Yo en marzo pasado no tenía ningún proyecto para cambiar
la Iglesia. No me esperaba, por decirlo de alguna manera, esta transferencia de
diócesis. Empecé a gobernar buscando poner en práctica todo lo que había
surgido en el debate entre los cardenales de las diversas congregaciones. Y en
mis acciones espero contar con la inspiración del Señor. Le doy un ejemplo. Se
había hablado de la situación espiritual de las personas que trabajan en la
curia, y entonces empezaron a hacer retiros espirituales. Había que darles más
importancia a los ejercicios espirituales anuales: todos tienen derecho a pasar
cinco días de silencio y meditación, mientras que antes en la curia se
escuchaban tres rezos al día y después algunos seguían trabajando.
–¿La ternura y la misericordia son la esencia de su
mensaje pastoral?
Y del Evangelio. Son el corazón del Evangelio. De lo
contrario, no se entiende a Jesucristo, ni la ternura del Padre, que lo envía a
escucharnos, a curarnos, a salvarnos.
–¿Pero ese mensaje fue comprendido? Usted dijo que la
«franciscomanía» no duraría mucho. ¿Hay algo de su imagen pública que no le
guste?
Me gusta estar entre la gente, junto a los que sufren, y
andar por las parroquias. No me gustan las interpretaciones ideológicas, una
cierta mitología del papa Francisco. Cuando se dice, por ejemplo, que salgo de
noche del Vaticano para ir a darles de comer a los mendigos de Via Ottaviano...
Jamás se me ocurriría. Sigmund Freud decía, si no me equivoco, que en toda
idealización hay una agresión. Pintar al Papa como si fuese una especie de
Superman, una especie de estrella, me resulta ofensivo. El Papa es un hombre
que ríe, llora, duerme tranquilo y tiene amigos como todos. Es una persona
normal.
¿Siente
nostalgia de su Argentina?
La verdad es que no siento nostalgia. Querría ir a ver a mi hermana, que
está enferma y es la única que queda de nosotros cinco. Me gustaría verla, pero
eso no justifica un viaje a la Argentina: la llamo por teléfono y con eso
alcanza. No tengo pensado ir antes de 2016, porque en América latina ya estuve
cuando fui a Río. Ahora tengo que ir a Tierra Santa, a Asia y después a África.
Hace
poco tuvo que renovar su pasaporte argentino. Usted es para siempre un jefe de
Estado.
Lo renové porque se vencía.
–¿Le molestó que lo acusaran de marxista , sobre todo en
Estados Unidos, tras la publicación de «Evangelii Gaudium»?
Para nada. Nunca compartí la ideología marxista, porque
es falsa, pero conocí a muchas personas buenas que profesaban el marxismo.
–Los escándalos que perturbaron la vida de la Iglesia ya
quedaron afortunadamente atrás. Sobre el delicado tema del abuso de menores,
los filósofos Besancon y Scruton, entre otros, le pidieron que alce su voz
contra el fanatismo y la mala fe del mundo secularizado que respeta poco a la
infancia.
Quiero decir dos cosas. Los casos de abusos son tremendos
porque dejan heridas profundísimas. Benedicto XVI fue muy valiente y abrió el
camino. Y siguiendo ese camino la Iglesia avanzó mucho. Tal vez más que nadie.
Las estadísticas sobre el fenómeno de la violencia contra los chicos son
impresionantes, pero muestran también con claridad que la gran mayoría de los
abusos provienen del entorno familiar y de la gente cercana. La Iglesia
Católica es tal vez la única institución pública que se movió con transparencia
y responsabilidad. Ningún otro hizo tanto. Y, sin embargo, la Iglesia es la
única en ser atacada.
–Usted dice que «los pobres nos evangelizan». La atención
puesta en la pobreza, la más fuerte impronta de su mensaje, es tomada por
algunos observadores como una profesión del pauperismo. El Evangelio no condena
la riqueza. Y Zaqueo era rico y caritativo.
El Evangelio condena el culto a la riqueza. El pauperismo
es una de las interpretaciones críticas. En el Medioevo, había muchas
corrientes pauperistas. San Francisco tuvo la genialidad de colocar el tema de
la pobreza en el camino evangélico. Jesús dice que no se puede servir a dos
amos, Dios y el dinero. Y cuando seamos juzgados al final de los tiempos
(Mateo, 25), nos preguntarán por nuestra cercanía con la pobreza. La pobreza
nos aleja de la idolatría y abre las puertas a la Providencia. Zaqueo entrega
la mitad de sus riquezas a los pobres. Y a quienes tienen sus graneros llenos
de su propio egoísmo el Señor, al final, les pedirá cuentas. Creo haber
expresado bien mi pensamiento sobre la pobreza en «Evangelii Gaudium».
–Usted identifica en la globalización, sobre todo
financiera, algunos de los males que sufre la humanidad. Pero la globalización
sacó de la indigencia a millones de personas. Trajo esperanza, un sentimiento
que no debe confundirse con el optimismo.
Es cierto, la globalización salvó de la miseria a muchas
personas, pero condenó a muchas otras a morir de hambre, porque con este
sistema económico se vuelve selectiva. La globalización en la que piensa la
Iglesia no se parece a una esfera en la que cada punto es equidistante del
centro y en la cual, por lo tanto, se pierde la particularidad de los pueblos,
sino que es un poliedro, con sus diversas facetas, en el que cada pueblo
conserva su propia cultura, lengua, religión, identidad. La actual
globalización «esférica» económica, y sobre todo financiera, produce un
pensamiento único, un pensamiento débil. Y en su centro ya no está la persona
humana, sólo el dinero.
–El tema de la familia es central para la actividad del
consejo de los ocho cardenales. Desde la exhortación «Familiaris Consortio», de
Juan Pablo II, muchas cosas cambiaron. Se esperan grandes novedades. Y usted
dijo que a los divorciados no hay que condenarlos, hay que ayudarlos.
Es un largo camino que la Iglesia debe completar. Un
proceso que quiere el Señor. Tres meses después de mi elección, me fueron
sometidos los temas para el sínodo, y nos propusimos discutir sobre cuál es el
aporte de Jesús al hombre contemporáneo. Pero al final, gradualmente -que para
mí es un signo de la voluntad de Dios-, se decidió discutir sobre la familia,
que atraviesa una crisis muy seria. Es difícil formar una familia. Los jóvenes
ya no se casan. Hay muchas familias separadas, cuyo proyecto de vida común
fracasó. Los hijos sufren mucho. Y nosotros tenemos que dar una respuesta. Pero
para eso hay que reflexionar mucho y en profundidad. Es eso lo que están
haciendo el consistorio y el sínodo. Hay que evitar quedarse en la superficie
del tema. La tentación de resolver los problemas desde la casuística es un
error, una simplificación de cosas profundas. Es lo que hacían los fariseos:
una teología muy superficial. Y es a la luz de esa reflexión profunda que
podrán afrontarse seriamente las situaciones particulares, también la de los
divorciados.
–¿Por qué el informe del cardenal Walter Kasper en el
último consistorio (un abismo entre la doctrina sobre matrimonio y familia y la
vida real de muchos cristianos) generó tanta división entre los purpurados?
¿Cree que la Iglesia podrá recorrer esos dos años de fatigoso camino para
llegar a un consenso amplio y sereno?
El cardenal Kasper hizo una hermosa y profunda
presentación, que muy pronto será publicada en alemán, en la que aborda cinco
puntos, el quinto de los cuales es el de las segundas nupcias. Más me hubiese
preocupado que en el consistorio no se desatara una discusión intensa, porque
no habría servido de nada. Los cardenales sabían que podían decir lo que
quisieran, y presentaron puntos de vista diferentes, que siempre son
enriquecedores. El debate abierto y fraterno hace crecer el pensamiento
teológico y pastoral. Eso no me atemoriza. Es más: lo busco.
–En un pasado reciente, era habitual referirse a «valores
no negociables», sobre todo en cuestiones de bioética y de moral sexual. Usted
no ha usado esa fórmula. ¿Esa elección es señal de un estilo menos preceptivo y
más respetuoso de la conciencia individual?
Nunca entendí la expresión «valores no negociables». Los
valores son valores y basta. No puedo decir cuál de los dedos de la mano es más
útil que el resto, así que no entiendo en qué sentido podría haber valores
negociables. Lo que tenía para decir sobre el tema de la vida lo he dejado por
escrito en «Evangelii Gaudium».
–Muchos países regularon la unión civil. Es un camino que
la Iglesia puede comprender, pero ¿hasta qué punto?
El matrimonio es entre un hombre y una mujer. Los Estados
laicos quieren justificar la unión civil para regular diversas situaciones de
convivencia, impulsados por la necesidad de regular aspectos económicos entre
las personas, como, por ejemplo, la obra social. Hay que ver cada caso y
evaluarlos en su diversidad.
–¿Cómo será promovido el rol de la mujer dentro de la
Iglesia?
Tampoco en esto ayuda la casuística. Es verdad que la
mujer puede y debe estar más presente en los puestos de decisión de la Iglesia.
Pero a esto yo lo llamaría una promoción de tipo funcional. Y sólo con eso no se
avanza demasiado. Más bien hay que pensar que la Iglesia lleva el artículo
femenino, «la»: es femenina desde su origen. El teólogo Urs von Balthasar
trabajó mucho sobre este tema: el principio mariano guía a la Iglesia de la
mano del principio petrino. La Virgen es más importante que cualquier obispo y
que cualquiera de los apóstoles. La profundización teologal ya está en marcha.
El cardenal Rylko, junto al Consejo de los Laicos, está trabajando en esta
dirección con muchas mujeres expertas.
–Medio siglo después de la encíclica «Humanae Vitae», de
Pablo VI, ¿puede la Iglesia retomar el tema del control de la natalidad?
Todo depende de cómo sea interpretado el texto de
«Humanae Vitae». El propio Pablo VI, hacia el final, recomendaba a los
confesores mucha misericordia y atención a las situaciones concretas. Pero su
genialidad fue profética, pues tuvo el coraje de ir contra la mayoría, de
defender la disciplina moral, de aplicar un freno cultural, de oponerse al
neomalthusianismo presente y futuro. El tema no es cambiar la doctrina, sino ir
a fondo y asegurarse de que la pastoral tenga en cuenta las situaciones de cada
persona y lo que esa persona puede hacer. También de eso se discutirá en los
preliminares del sínodo.
–La ciencia evoluciona y redibuja los confines de la
vida. ¿Tiene sentido prolongar la vida en estado vegetativo? ¿El testamento
biológico podría ser una solución?
No soy un especialista en argumentos bioéticos, y temo
equivocarme en mis palabras. La doctrina tradicional de la Iglesia dice que nadie
está obligado a usar métodos extraordinarios cuando alguien está en su fase
terminal. Pastoralmente, en estos casos, yo siempre he aconsejado los cuidados
paliativos. En casos más específicos, de ser necesario, conviene recurrir al
consejo de los especialistas.
¿Su
viaje a Tierra Santa conducirá al acuerdo de intercomunión con los ortodoxos
que Pablo VI, hace 50 años, estuvo a punto de sellar con el patriarca
Atenágoras?
Estamos todos muy ansiosos por obtener resultados "cerrados".
Pero el camino de la unidad con los ortodoxos implica sobre todo caminar y
trabajar juntos. En Buenos Aires, a los cursos de catecismo venían ortodoxos
diversos. Yo pasaba Navidad y el Día de Reyes con los obispos ortodoxos, que
muchas veces también pedían consejo a nuestras oficinas diocesanas. No sé si
será cierto lo que se cuenta de Atenágoras, que le habría propuesto a Pablo VI
ir a caminar juntos y mandar a todos los teólogos a una isla a discutir entre
ellos. Es un broma, pero lo importante es caminar juntos. La teología ortodoxa
es muy rica.
Dentro
de algunos años, la primera potencia del mundo será China, con la que el
Vaticano no mantiene relaciones. El misionero Matteo Ricci era un jesuita, como
usted.
Estamos cerca de China. Le envié una carta al presidente Xi Jinping
cuando fue elegido, tres días después que yo. Y él me respondió. Hay contactos.
Es un gran pueblo al que quiero mucho.
¿Por
qué no habla nunca de Europa? ¿Qué cosa no lo convence del programa europeo?
¿Se acuerda de lo que dije sobre Asia? ¿Qué dije? [el cronista tarda en
darse cuenta de que ha caído en una amable zancadilla]. ¡Nunca hablé de Asia!
Ni de África ni de Europa. Sólo hablé de América latina cuando estuve en
Brasil, y cuando recibí al Celam. Todavía no tuve ocasión de hablar de Europa.
Ya verá.
¿Qué
libro está leyendo?
Pietro e Maddalena, de Damiano Marzotto, sobre la dimensión femenina de
la Iglesia. Un libro bellísimo.
¿Y
no se anima cada tanto a ver alguna película, otra de sus pasiones? La gran
belleza acaba de ganar el Oscar. ¿Piensa verla?
No sé. La última película que vi fue La vida es bella, de Benigni. Y
antes había visto La Strada, de Fellini. Una obra maestra. También me gustaba
Wajda.
San
Francisco tuvo una juventud alocada. Le pregunto, ¿alguna vez se enamoró?
En El jesuita, cuento que a los 17 años tuve una noviecita. Y también lo
menciono en El cielo y la tierra, el volumen que escribí con Abraham Skorka. Y
cuando estaba en el seminario, hubo una chica que me hizo perder la cabeza
durante una semana.
¿Y
cómo terminó, si no es indiscreción?
Ésas eran cosas de jóvenes. Las hablaba con mi confesor [gran sonrisa]
Gracias Santo Padre
Gracias a usted
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